LA MANO MECÁNICA
En las afueras de la iglesia de San Esteban los vendedores de reliquias mostraban a escondidas sus trofeos diminutos, encerrados en frascos de vidrio tan gruesos que deformaban y agigantaban su tesoro. La iglesia estaba colmada de feligreses, que requerían de dosis cada vez mayores de incienso, hasta crear una neblina pegajosa. Los cirios teñían la penumbra de amarillo. Sobre las cabezas colgaba un esqueleto ennegrecido, al que una etiqueta declaraba propiedad de la facultad de medicina de Toulouse. Acostumbrado a ser un simple objeto de estudio, el esqueleto parecía desconcertado ante esa consagración. La mano derecha sostenía una pluma mojada en sangre y la izquierda una palma, símbolos de la conversión que el asesinato había evitado.
Seguí camino hasta el tribunal donde se juzgaba a los Calas. Había guardias armados en la puerta, que no dejaban entrar a nadie. Aunque era tarde las conversaciones en el interior del edificio proseguían, y en lo alto se veían ventanas iluminadas. Frente a la puerta, unas cien personas se entregaban al intercambio de rumores y miraban a los cristales como si las vacilaciones de la luz encerraran algún mensaje. A cada uno que entraba o que salía del tribunal, lo abordaban para exigirle noticias; nadie respondía nada, pero la muchedumbre veía confirmado en aquel silencio sus esperanzas y convicciones. A todos interrogaron menos a un hombre alto, de capa, que parecía imponer silencio desde lejos y que caminaba como si cada paso fuera un punto final a alguna frase inútil. Oí a mi lado un susurro:
—El que sale ahora es el que se encargó de limpiar el cuerpo. Antes trabajaba como verdugo.
Seguí al hombre de la capa, mientras buscaba en mi bolsa dinero con que pagar su informe. Caminaba muy rápido y tuve que correr para seguir sus enormes pasos. A medida que avanzábamos, las ventanas se cerraban y se apagaban las luces, y tuve la ilusión de que eran los pasos de aquel hombre los que daban la orden para hacerlo. Me detuve junto a una fuente de agua negra: mi perseguido había desaparecido. No tuve tiempo de pensar. Sentí el lazo en la garganta y los pies lejos del suelo. Aunque la distancia era poca, bastó para que sintiera nostalgia de la tierra. La luna se reflejaba en el agua. Me moví en vano, con el bailoteo final de los ahorcados.
—El último hombre que trató de robarme perdió la mano derecha. La llevo siempre conmigo, en una caja llena de sal. Me da suerte.
Traté de hablar, pero no pude. Busqué en mi bolsillo una moneda y la dejé caer sobre las piedras de la calle. Entonces mi atacante desarmó el patíbulo y mis pies recuperaron el suelo.
—No venía a robarte, sino a pagar —dije.
—No vendo nada.
—Compro palabras.
—Hablo poco.
—Oí que lavaste el cuerpo de Marco Antonio Calas.
Preguntó por qué me interesaba la muerte de Calas, hasta el punto de pagar por una respuesta. Dije que trabajaba para los jesuitas, y que querían saber a ciencia cierta si era un mártir. Los jesuitas, le expliqué, estaban tratando de acelerar los procesos de canonización de sacerdotes asesinados en Oriente, y no querían que cualquier veneración improvisada los desplazara de las urgencias de la iglesia. Agregué otra moneda de plata.
El verdugo habló:
—Me ocupé del cuerpo hasta que me lo arrebataron los dominicos blancos. Entraron seis de ellos al sótano del tribunal, me mostraron un papel que no alcancé a leer, y se lo llevaron en procesión.
—¿Estaba golpeado, como si lo hubieran ahorcado a la fuerza?
—Ni una marca, salvo un corte en el hombro izquierdo, una herida muy vieja.
Nos sentamos en el borde de la fuente.
—No pensaba matarte. Es malo matar a un hombre en noches de luna llena: luego te persigue en sueños.
El verdugo tenía grandes manos marcadas por cuerdas y por hachas. Le dije que había oído sobre su antigua profesión.
—Corté cabezas en París, ahorqué infelices en Marsella, y en Italia empujé a los reos desde lo alto de una torre. Caían sobre el mármol y un pintor retrataba esa última postura. Pero el verdadero arte es el hacha. Son pocos los que pueden cortar una cabeza de un solo tajo. La soga, en cambio, es el más sencillo y a la vez el menos confiable de los métodos.
—¿Por qué? ¿Alguien sobrevivió alguna vez?
—Sólo uno vivió para decir: yo fui ejecutado por Kolm. Un marsellés que le había pagado a mi ayudante para que adelgazara la soga de tal manera que al saltar, se rompiera. Quedó libre, porque en Marsella no se permite ahorcar dos veces a un mismo hombre por el mismo delito. Pero no hablemos de cosas tristes.
Kolm trabajaba para la justicia de Toulouse, que le encargaba lavar los cuerpos en tinas llenas de agua de lejía, suturar las heridas y, en algunos casos, averiguar la causa de la muerte. Lo habían contratado por su experiencia como verdugo.
—¿Por qué dejó su trabajo?
—Me cansé de que nos necesiten y nos desprecien. Mire este bastón.
Levantó sobre mi cabeza un bastón largo, de madera oscura, con empuñadura de plata. En el extremo tenía una mano pequeña pero reproducida a la perfección; en la empuñadura se activaba un mecanismo por el cual la mano se abría y cerraba.
—Antes, cuando iba al mercado, me impedían tocar los alimentos con las manos. Nadie me saludaba. Entonces compré este bastón, que hizo para mí un artesano de Nüremberg. Al principio nadie tenía inconveniente en saludar a la mano de plata, o en aceptar que tomara manzanas o pescados. Pero el mecanismo empezó a fallar y ahora cada cosa que toca la tritura.
La mano se abrió y cerró. Kolm me invitó a probar el mecanismo. Levanté el bastón y al mirar hacia lo alto, vi a una mujer asomada en una ventana. Era la pasajera que habíamos entregado al fabricante de juguetes en la Calle de los Ciegos.
Oí el ruido de la ventana al cerrarse.
No tuve ninguna intención de decir nada, pero descubrí mi voz, como si fuera la de otro:
—Una mujer que está muerta acaba de cerrar una ventana.
—Conozco a los muertos, y sé que nunca vuelven; de otra manera ya me habrían visitado. —Miró la casa. Era la única que todavía mostraba algunas luces encendidas. Sobre el frente colgaba una campana de bronce—. Allí trabajan diecisiete mujeres y aunque de día desaparecen, de noche vuelven a la vida.
Pero sus palabras no me tranquilizaron, y me alejé apurado por la calle vacía. Kolm me seguía, quién sabe por qué, y la luna al verdugo.