LA REPRESENTACIÓN
Dos días después pasé a buscar a Kolm, porque me había prometido averiguar si en el tribunal había una vacante como calígrafo. Vivía en un albergue destinado a los de su oficio. La cofradía de los verdugos tenía una casa en cada ciudad, para evitar los problemas de alojamiento que soportaban sus miembros. En los cuartos, me contó Kolm —yo, como nunca había ejecutado a nadie, tenía la entrada prohibida—, había hachas, capuchas y cinturones de verdugos legendarios. A Kolm aquellos objetos le traían nostalgia. Le pregunté por qué había abandonado un oficio tan rentable.
—Hace cinco años trabajé en la supresión de una revuelta contra el señor de Ressing. Había cortado unas diez cabezas, cuando me pareció que desde abajo me miraban unos ojos familiares. Hundí la mano en la canasta ensangrentada y descubrí la cabeza de mi padre. Hacía mucho que no lo veía, y lo había ejecutado sin darme cuenta. Sé que mi padre me reconoció. Y sin embargo, no me dijo nada. No interrumpió mi trabajo. Desde entonces no volví a ejecutar a nadie más. No pude rescatar el cuerpo de mi padre, pero llevé su cabeza en una caja de vidrio hasta el pueblo donde nació, y le hice el funeral que merecía. En el epitafio de mi padre escribí: Theodor Kolm yace aquí. Y también en otra parte.
Era domingo y Kolm no trabajaba. Caminamos hasta que vimos, a un costado del mercado, una aglomeración. Nos acercamos: una compañía representaba la obra Los asesinos Calas.
Los actores habían montado su escenario en una plaza en ruinas, entre estatuas de caballos dormidos. La iglesia siempre había sido enemiga de los actores, a quienes había condenado por siglos a ser enterrados fuera de tierra consagrada. Pero como la compañía había elegido un tema de tanto interés popular, los dominicos blancos habían aceptado inclusive pagar por la representación. Esa misma noche yo escribiría una relación de la obra para enviar a Ferney:
La familia Calas está sentada a la mesa. Llega un amigo que viene de lejos. Comienza a hablar de su ciudad. Al cabo de un tiempo nota que no le prestan atención, y que nadie responde a sus comentarios. El padre, Jean Calas, acaba por interrumpirlo: dice que hay que tomar una decisión.
Marco Antonio se prepara para firmar su conversión al catolicismo, explica el padre. Hace diecisiete días que permanece encerrado en su habitación, leyendo la Biblia. Escondimos entre las páginas arañas y culebras, pero nada lo distrae.
A la noche, dice la madre, le dábamos velas a las que habíamos retirado casi todo el pabilo, para que se le apagaran en poco tiempo. Pero él siguió leyendo, controlando la luz de la luna a través de un sistema de espejos. Y luego, en las noches sin luna, en la más absoluta oscuridad, repetía las palabras sagradas, que ya no eran sagradas para nosotros.
¿No hay alguna forma de convencerlo? pregunta el amigo. ¿Mujeres, un viaje?
Ya probamos todo, dice el padre. Ahora debemos sacrificar al cordero.
Pero es nuestro cordero, dice la madre. Si esperásemos un poco más…
El padre: Mañana se encaminará hasta San Esteban y firmará su conversión. Entonces podrá ejercer como abogado. Quizás hasta actúe contra nosotros, como prueba de que su decisión es sincera. No hay fe más dañina que la fe de los conversos.
¿Dónde lo hacemos?, pregunta el amigo.
Arriba hay un clavo, en lo alto de la puerta. Nunca le encontramos ninguna utilidad, pero tampoco pudimos arrancarlo.
Quizás debamos esperar hasta la mañana, dice la madre.
La soga está impaciente, dice el padre.
En silencio, suben a buscarlo. Al frente del grupo va Jean Calas, con la soga en sus manos.
Marco Antonio está leyendo en la cama, cuando lo interrumpen.
Venimos a hablarte.
¿Con una soga? Extraña conversación.
Hablemos de la decisión que vas a tomar.
Ya es tarde. Me están esperando. Renuncio a la fe de Lutero.
Entonces no queda otro camino, dice el padre.
¿Dónde será? pregunta el hijo. Quisiera terminar este párrafo, que habla sobre el martirio.
El padre arranca la página. Pone el bollo de papel en la boca del hijo.
No hace falta que leas sobre martirios: ya lo sabrás por propia experiencia.
La madre y el amigo lo sostienen. El padre pasa el lazo por la cabeza. Entre todos lo levantan y lo cuelgan.
La obra había sido tal éxito que, arrebatada por la indignación, la gente arrojaba piedras contra los actores, confundiéndolos con los personajes que representaban.
El jefe de la compañía, a quien había tocado el papel de Jean Calas, tuvo que gritar para que lo oyeran.
—No descarguen su ira contra nosotros, sólo somos actores. Pero estamos tan convencidos de lo que hacemos que nuestro Marco Antonio es un verdadero ahorcado. En Marsella, un error lo empujó al patíbulo, y un milagro lo salvó.
Desde la tarima, Marco Antonio dejó que el público viera las marcas en el cuello.
—Yo fui el verdugo de ese hombre —me dijo Kolm al oído—. Es la imagen misma de mi fracaso.
—Eso qué importa. Usted ya abandonó la profesión.
Nos alejamos de la muchedumbre y el griterío.
—Quien ha sido verdugo, nunca lo deja del todo.