LA HUIDA
Tenía el dinero en mis manos; apenas recogiera mi equipaje me iría de París. Además de perder a mis perseguidores, quería alejarme del cuarto donde yacía el cadáver de Mathilde. Por grande que fuera París, la habitación de la Casa Siccard era el cuarto contiguo.
Fui a la casa de mi tío y empecé a preparar mis frascos, asegurándome de que estuvieran bien cerrados para que las tintas no mancharan la ropa ni provocaran daños peores. Cuando oí los pasos en la escalera, pensé que era el mariscal de Dalessius, a quien mi partida inminente había llenado de vigor. A otros las llegadas hacen felices, a mi tío sólo las despedidas. Pero un ruido de llaves me inquietó, como campanas que anuncian un funeral.
La figura gigantesca de Signac ocupó todo el umbral. Aun inmóvil, las llaves seguían golpeándose entre sí, agitadas por inspiraciones o latidos. Lo seguía otro de los hombres del abad, largo y delgado como la daga que ahora desenvainaba.
No se preocuparon por golpearme ni amenazarme. Les bastó con preguntar quién me había enviado a hacer mi trabajo. Me quedé en silencio: el instinto nos lleva a sentir que si nos callamos lo suficiente, terminarán por olvidarnos en un rincón. Pero la daga no olvidó y pronto se acercó, tímida, a mi garganta. Mi silencio resultaba menos peligroso que la verdad: apenas hablara, me degollarían. Todo lo que esperaban de mí era una palabra, un nombre, una firma al pie del escrito trazado por mis actos.
Tosí, hice un falso esfuerzo de recuperar el habla y pedí, por gestos, pluma y tinta. Comprendieron mis ademanes aterrorizados y eso los tranquilizó: suponían que quien está dispuesto a escribir ha de evitar los balbuceos y las mentiras. Elegí una tinta de color morado, y que olía a mandrágora. Paracelso, en su libro sobre los poderes de las plantas, aseguraba que bastaba tocar una letra recién escrita con esa tinta para morir envenenado. Según su tratado, unas palabras son más dóciles que otras al veneno; yo preferí, en lugar de palabras, un punto final. Hundí la pluma en el líquido, y luego en la garganta de mi enemigo más urgente.
Fue tal el dolor que al llevar las manos a la herida, él mismo se marcó con la daga; el metal sediento por fin estaba saciado. Signac se abalanzó hacia mí empuñando dos llaves aguzadas, pero no me alcanzó. El peso de su armadura volvía lentos sus movimientos y yo había alcanzado la puerta.
Llegué sin aire hasta las oficinas del Correo Nocturno. Detrás de un vidrio sucio había un hombre solo, que anotaba en un libro nombres y fechas y destinos. Golpeé el vidrio hasta que se acercó a abrir la ventana. Debe de haber encontrado algún parecido con mi tío, porque, al menos en principio, no me pidió prueba alguna de mi identidad. Expliqué mi urgencia, mientras miraba a los costados; cada ruido metálico me sobresaltaba.
Mientras caminábamos hacia el fondo del saladero, el viejo empleado, me dijo su nombre, Vidt, y contó que me había conocido de niño. Preguntó, como al pasar, el nombre del barco en el que mis padres habían naufragado. Cuando respondí la palabra correcta, aceleró el paso, confiado en que yo decía la verdad, y que por lo tanto no debía temer ninguna represalia de mi tío.
Atravesamos un depósito de ataúdes y llegamos hasta donde se guardaban las carrozas. Con un grito detuvo a un cochero que ya salía. Le ordenó que ubicara entre los otros un nuevo ataúd.
—¿Para quién es? —preguntó el cochero con un dejo de impaciencia, como si hubiera en su desdichada vida algún hecho impostergable.
—Para mí —dije.
—Se lo ve saludable.
—Por muy poco tiempo, si no se apura.
Puse una moneda en su mano y dejé que el dinero contestara todas las preguntas.
Vidt insistió en ponerme polvos en la cara para que me viera maquillado como se hacía a menudo con los pasajeros. Era un polvo más espeso que aquel que la moda imponía a nobles y a burgueses. Miré mi reflejo en el vidrio de la carroza: quien me viese, estaría seguro de que la vida me había abandonado. Subimos el ataúd al carro y luego, con alguna dificultad, entré en la caja. El cochero fue amable y puso una manta para que no golpeara la cabeza contra el fondo. Me acomodé, cerré los ojos, y la tapa del ataúd cayó sobre mí.