LA ESPERA
La luz atraviesa el cristal sucio y cae sobre la página y veo, en el papel basto, el temblor de mi mano. Aprendí a convertir la vacilación en arabescos. Hay que dejar fluir la tinta, que la mano corra hacia la siguiente palabra y la siguiente, no detenerse nunca en la consideración del error. Cuando empezamos a dudar, dudamos de todo; como aquel calígrafo vaticano que vaciló, al redactar un documento, si debía mencionar al papa Clemente VI o a Clemente VII, y luego si era realmente Clemente, y al final desconfió de cada palabra y no volvió a escribir en su vida nada más.
El temblor de mi mano derecha no es el simple producto de los años; forma parte del síndrome de Veck (llamado así por Karl Veck, calígrafo de los Habsburgo). Las manos de quienes nos dedicamos durante décadas a este oficio adquieren cierta independencia, y a menudo, mientras queremos escribir una palabra, la mano escribe otra completamente distinta. Las crónicas recuerdan que aun en sueños, cuando a Veck se le acercaba una pluma, escribía veloz una palabra o a veces hasta una frase entera, de sentido siempre oscuro, que luego en la vigilia se empeñaba en vano por interpretar.
A veces también mi mano escribe una palabra involuntaria, por eso estas páginas están abarrotadas de enmiendas y tachaduras. De joven odiaba toda imperfección: con los años he aprendido a reconocer en manchas y palabras sobrescritas una de las tantas formas que toma nuestra firma. Todo lo que me enseñaron en la Escuela de Vidors es falso. El mejor calígrafo no es el que nunca se equivoca, sino aquel que aun a las manchas arranca algún sentido y un resto de belleza.
La acumulación de trabajo me obligó a interrumpir esta memoria, pero ahora salgo de este cuarto helado, cruzo el océano y el tiempo, y vuelvo a entrar en aquel escenario de Ferney. Rodeaban a Voltaire, además de los aduladores que siempre visitaban el castillo, una dama joven y otra mayor, que supuse madre e hija. Voltaire les daba instrucciones para exhibir con pasión y rigor el drama de los Calas.
—Conmover al pueblo es fácil, porque llora por cualquier cosa; pero conmover a una corte es más complicado. No es el llanto lo que deben mostrar, sino la contención del llanto; las lágrimas derramadas contra toda la fuerza de la voluntad.
Las mujeres aceptaban dóciles las instrucciones de Voltaire; y me admiró que existieran todavía en algún lugar del mundo actrices obedientes. Debían ser suizas, sin duda. Las mujeres aprovecharon la distracción provocada por mi presencia para apartarse y descansar un poco. Le pregunté a Voltaire qué obra era aquella.
—La más difícil de representar. La viuda y la hija de Jean Calas se preparan para recorrer las cortes europeas en busca de ayuda para su caso; quiero que digan las palabras justas, sin pasar por tontas ni actuar con exageración.
Al descubrir que eran realmente la hija y la viuda de Calas, estuve a punto de confesar que había estado en Toulouse cuando el martirio de su padre y esposo, y que había visitado la casa arrasada. Pero algo me detuvo: creo que ellas se sentían cómodas en aquel juego teatral, escondidas detrás de su papel de actrices, y hubieran tomado a mal que alguien les recordara que eran ellas mismas.
—Bastará con que digan la verdad que sale de sus corazones —dije en voz baja.
—El corazón y la verdad no hacen buen matrimonio. Nuestros enemigos montan grandes representaciones y también nosotros debemos representar. El teatro está hoy en todas partes, menos en las salas de teatro; las ciudades enteras son los escenarios.
En los días siguientes busqué en vano mi lugar como calígrafo. Apenas pedía trabajo para hacer, o intentaba ordenar los archivos, Wagnière me apartaba, con la promesa de que Voltaire tenía otros planes para mí. Sentía que el orden del castillo, al que antes había pertenecido, ahora me expulsaba. Me convertía en un fantasma; al llegar a una sala nadie daba vuelta la cabeza para mirarme. A veces oía mi historia como si fuera la de otro. Secretarios, cocineros, criados, aun los viajeros que venían a ver al genio de Ferney comentaban mis andanzas. Los relatos llegaban como leyendas antiguas, que iban de boca en boca hasta quedar reducidas a lo esencial. Nadie podía aceptar que yo, un insignificante calígrafo, fuera el protagonista de tales hechos, y sólo aceptaban mis versiones si me limitaba a trasmitirlas como si otro las hubiera vivido. Existía en tercera persona.
Escribí los últimos informes sobre mis días en París y esperé en vano que Voltaire apareciera por su escritorio. Los negocios devoraban sus tardes y lo obligaban a tomar decisiones apresuradas sobre el comercio de relojes, los cultivos y las inversiones en el extranjero. Dejaba los informes debajo de su puerta, sin saber si los leía o los quemaba.
Una mañana el mismo Voltaire vino a buscarme a mi cuarto y me llevó hacia su escritorio. Empezó a hablarme de sus achaques, que no me alarmaron, ya que la agonía lo mantenía en buen estado desde hacía años, y luego me mostró la pila que formaban mis informes. En los márgenes había hecho anotaciones, en su mayoría signos de interrogación.
—He leído y releído sus informes, escritos con incomparable torpeza. A pesar de los errores, puedo sacar una conclusión. Los dominicos se preparan para aprovechar el vacío que dejan los jesuitas. Han ocultado la muerte del obispo para retener el poder. Mientras dure la comedia del autómata, su poder seguirá intacto. La epidemia de milagros que sacude Francia está organizada y alentada por ellos; el pobre Jean Calas fue una víctima más de esa campaña, por eso necesito que vaya a París.
—Quisiera quedarme aquí. Su correspondencia debe de estar atrasada…
—Mi verdadera correspondencia son los dos mensajes que voy a darle. El primero es para el impresor Hesdin, para que lo publique cuanto antes y sin mi firma. El segundo es para el obispo. Pronto vendrá una delegación papal, y el obispo ratificará el poder de los dominicos. Hay que convencer a Von Knepper para que cambie el texto.
Volví a pedirle que no me mandara a París. Tenía miedo y sólo aspiraba a un sencillo puesto en Ferney.
—Viajará con nombre falso. No tengo a nadie más para enviar. Wagnière está viejo, cada excursión que hace a un ala distante del castillo lo saludo con lágrimas porque no sé si va a volver con vida. No le pido que lo haga por honor, o para defender las ideas que quizás no comparte; sólo le pido que obedezca al sentimiento universal de la codicia. Su cargo será, de aquí en adelante, calígrafo oficial de Ferney, y su sueldo aumentará en proporción.
Puse peligros y dinero en una balanza imaginaria que se inclinaba hacia el lado de la precaución. Pero luego pensé en Clarissa, que era de cotidiano tan ausente, que el solo hecho de estar lejos la volvía más próxima. Pedí como última condición un taller donde fabricar tintas y el derecho a venderlas.
—Puede ser un buen negocio —dijo Voltaire—. Si les vendimos relojes a los turcos, ¿cómo no venderemos tintas a los franceses?
Redacté un contrato, porque Voltaire era viejo y de memoria frágil y podía morir mientras durara mi viaje. Firmó el pacto con un gesto de reproche, como si lo decepcionara mi desconfianza por su palabra, su memoria y su salud. En una semana yo debería partir hacia París. Durante ese tiempo, se encerraría a corregir los mensajes que yo debía llevar. Y durante esos días, mientras yo me negaba a salir de la cama y a pensar en el viaje futuro, él se levantaba bien temprano, de un salto, y a veces hasta daba unos pasos de baile antes de ponerse a escribir, como si oyera, desde alguna parte, una música secreta. No era la música de los planetas, no era el descubrimiento de alguna armonía escondida en la naturaleza; era el ruido del mundo lo que lo hacía bailar.