LA MÁQUINA HUMANA

Tomé un cuarto en la Posada del Pez, bajo un nombre falso. Dormí quince horas y al despertar me puse a pensar en mi futuro. Durante mi viaje a París había sido fácil trazar planes y tomar decisiones firmes; las ciudades a lo lejos son como pueblos de juguete, donde todo es fácil, cercano y posible. Pero al llegar a París recordé que sólo de obstáculos están hechas las ciudades.

Había un solo modo de obligar a Von Knepper a que cambiara el mensaje: tenía que apoderarme de Clarissa. Con la cara cubierta por capa y sombrero, llegué hasta la casa para espiar los movimientos de sus habitantes. Había marcas de deterioro en las paredes y las ventanas, y la casa parecía envejecer ante mi mirada; unos minutos más y asistiría a su derrumbe. Mis ojos estaban cansados, y cansaban también todo lo que veían. Esperaba ansioso que Von Knepper saliera, reclamado por alguna obligación urgente. Pero el inventor, ya terminadas las citas con el obispo en el mausoleo, no tenía motivos para moverse de su hogar. Todo lo que le hacía falta lo escondían esas paredes.

Para pensar, Von Knepper necesitaba el encierro y la obsesión; a mí me bastaban las largas caminatas y las pequeñas distracciones. En cada conversación oída al pasar encontraba algo de interés, cada cartel de la calle me obligaba a detenerme. En todas partes me rodeaban palabras, y a todas prestaba atención, como si la ciudad entera fuese un libro enorme donde pudiera encontrar la inspiración de mis movimientos futuros. Así, al leer las palabras que venían hacia mí sin métrica y sin rima, encontré en una pared el anuncio de una subasta de libros.

Se ponían en venta algunos de los ejemplares del coleccionista Tramont, cuya voracidad por los libros era tal que rivalizaba con la del mismo duque de La Valliere. Era tan enorme su biblioteca que de vez en cuando Tramont se veía obligado a desprenderse de libros repetidos o que habían perdido ya todo interés para él, para no bloquear habitaciones y pasillos de su casa. Al pie del anuncio figuraba una lista de los volúmenes más importantes del lote: en tercer lugar había un ejemplar de La máquina humana de Granville. Era un libro en extremo difícil de conseguir. Fabres, el maestro de Von Knepper, afirmó toda su vida que no había prueba alguna de la existencia del tratado de Granville. Puedo asegurar que sí existía, que vi sus páginas y sus grabados, y más aún, que vi cómo un ejemplar se hundía en las aguas del Sena.

Arranqué un anuncio de la pared y lo dejé bajo la puerta de Von Knepper. Que la suerte se ocupara del resto.

Tuve que esperar cinco días, hasta que llegó el momento de la subasta. Casi a la hora prevista para la reunión —como si hubiera estado hasta último momento vacilando entre ir o no ir— Von Knepper echó a caminar hacia la casa del coleccionista Tramont. Pasó a mi lado y no me reconoció: todo lo que le importaba estaba atrás o en el porvenir, y lo que encontraba en el camino pertenecía a la vulgar materia del presente. Dejé pasar unos minutos, por si Von Knepper se arrepentía, y luego enfrenté la casa.

Llevaba dinero suficiente como para comprar a la criada; apenas me abrió la puerta pregunté por Clarissa.

—Es usted quien debería saber dónde está —dijo la mujer.

—¿Por qué yo?

—El señor Laghi me dijo que usted se la llevó. Hace seis días que no sabemos nada de ella.

No creí en la desaparición de Clarissa y avancé hacia el fondo. La criada no se molestó en detenerme: no había nadie a quien cuidar.

—¿Cómo desapareció? ¿Se la llevaron a la fuerza?

—Fue en medio de la noche. Si no la secuestró usted, entonces la niña se fue sola, cansada de los cuidados de su padre. Desde que no está, el señor Laghi no puede dormir; durante la noche entera oigo sus pasos, de una punta a otra del cuarto. Todo el tiempo repite lo mismo: Sé mucho de máquinas y nada de personas.

La subasta se había retrasado, y cuando llegué acababa de comenzar. Los libros se acumulaban en grandes columnas tambaleantes. Como la pasión por los ejemplares antiguos se había extendido entre los grandes señores, resultaba conveniente que los libros lucieran verdaderamente viejos. Era bien sabido que un mes antes de una subasta importante, se dejaba a los libros encerrados en un baúl junto a arañas amazónicas, para que los envolvieran en abundante tela alrededor de los volúmenes. Nunca se limpiaban los volúmenes; el polvo acumulado atestiguaba la antigüedad del tesoro. No bastaba la fecha escrita en el pie de imprenta: a los coleccionistas les agradaba sentir que el libro había sido arrancado del olvido un segundo antes de pasar a sus manos. Así, cada vez que el oficiante de la subasta mostraba un libro a su público, una nube de polvo invadía la sala, y arrancaba toses y estornudos en las primeras filas.

En el salón de la casa Tramont se habían reunido los grandes coleccionistas de París, además de intermediarios de Amberes y Bruselas, que buscaban confundirse con los otros. Algunos coleccionistas permanecían aislados, pero la mayoría se reunía en grupos de a dos o tres. Aunque desde afuera parecían los miembros de una familia, entre ellos se miraban con desconfianza: pertenecían a religiones rivales y lo que unos consideraban artículo de fe era para otros herejía. Quienes elegían los libros por sus encuadernaciones se reían de los que buscaban los caracteres elzevirianos o romanos; los especialistas en tipografía no comprendían el gusto de los otros por las viñetas y los grabados en bronce. Los académicos, en busca de los clásicos latinos, despreciaban el gusto por los rasgos materiales de los libros y aspiraban a volúmenes que fueran puro espíritu.

El oficiante de la subasta había dejado entre los últimos ejemplares La máquina humana de Granville. Para ese entonces, la mitad de los compradores ya se había marchado. Un librero del Pont-Neuf hizo una oferta irrisoria. Von Knepper levantó la mano, y su gesto encontró una débil réplica en el otro. El juego continuó apenas durante tres o cuatro cifras, y a Von Knepper le fue fácil y barato quedarse con el libro. Su valor bibliográfico era nulo, porque había sufrido una nueva encuadernación. Sólo podía interesar por su rareza.

Me senté al lado de Von Knepper, que sostenía sin fuerzas el libro que acababa de comprar. Ahora que lo tenía en sus manos había perdido todo interés. Al descubrirme, no se reflejó en su cara el odio que yo esperaba sino algo peor: la esperanza. Había dejado de ser un hombre temible, era un viejo que pedía perdón sin saber por qué. Los últimos días le habían enseñado el tono perfecto de la súplica:

—¿Dónde está mi hija?

—No lo sé. Usted sabe bien que tuve que huir de la ciudad.

—¿Y si no fue usted, entonces quién?

—¿La gente del abad?

—Me tienen en sus manos, sin necesidad de mi hija. Además ella se fue por su voluntad. Ahora puede estar en cualquier punto de la ciudad. No sabe nada de la vida, no sabe trabajar. ¿Cómo ha de sobrevivir?

La subasta había terminado. Los coleccionistas se despedían con el tesoro en sus manos. Yo salí tras Von Knepper.

—Voy a buscar a su hija.

—Y si la encuentra, ¿cuál es el precio?

—¿Le preocupa el precio? Pensé que ahora sólo le importaría Clarissa.

—No aceptaré que el precio por hallar a mi hija sea darle a mi hija. No hago esa clase de negocios. A lo sumo, y si me tiene paciencia, puedo fabricar una réplica.

—Ahora voy a buscarla. Después, más adelante, hablaremos del precio.

Habíamos llegado al Sena. A la luz de la luna Von Knepper hojeó el libro, se detuvo en los grabados, estudió la encuadernación.

—Al menos lo guié a una buena compra —le dije, a modo de despedida.

—¿Este libro? Lo conozco de memoria. No me interesa en absoluto.

—¿Por qué pagó por él?

—Para destruirlo. Lo que menos necesita un fabricante de autómatas es que esta clase de conocimiento vaya circulando por ahí. Hay que mantener las cosas en secreto.

Arrojó el libro al agua, tan lejos como pudo.