LIBELO ANÓNIMO

Se terminó el descanso y volví a mi oficio de escribir, pero no con plumas y tinta, sino con mis pasos y el polvo de los caminos. Apenas llegué a París busqué la casa del impresor Hesdin, que ya había trabajado otras veces para Voltaire. Tenía la dirección escrita en un papel que la lluvia había desteñido, y del nombre de la calle quedaban vagos trazos azules. Pero como casi todos los impresores vivían en el barrio de los Cordeliers, y Hesdin era bien conocido, pronto encontré su taller, a pocos metros del Teatro Francés.

Di un paseo antes de entrar, porque me rodeaba gente de aspecto sospechoso, y me pregunté si el abad Mazy no había advertido mi llegada a París. Pero no era a mí a quien buscaban aquellos hombres embozados que acechaban desde las esquinas y los umbrales. Había tantos escritores de tragedias en París, que los teatros les habían prohibido la entrada, ya que tenían textos suficientes como para representar hasta los últimos días del siglo. Los nuevos trágicos rondaban cerca de las salas, a la espera de una oportunidad para invadir el teatro. Una vez adentro se escondían hasta el momento de caer sobre el director de escena o el jefe de compañía. Algunos amenazaban con suicidarse si no obtenían una lectura inmediata. En su momento no me pareció que aquél fuera un problema importante, pero ahora, a la distancia, creo que ahí estaba el fermento de todo lo que ocurrió después. Las cabezas de la Revolución eran, en su mayoría, escritores frustrados, y fueron sus envidias literarias y sus fracasos para llegar a escena lo que llevó al reinado del Terror.

En el taller del impresor, un ayudante hacía girar la manivela de la prensa. Cuando pregunté por Hesdin me guió hacia el fondo del taller, donde un hombre de cabello blanco pintaba letras de oro en la portada de un volumen. Lo rodeaban columnas de libros listos para caer sobre él.

—¿De dónde viene? —me preguntó—. Una nube de polvo parece seguirlo.

—Vengo de Ferney, señor.

—Entonces además del polvo lo siguen los problemas.

La única silla que había estaba ocupada por libros, que Hesdin tiró al suelo. Me agaché a recoger un ejemplar de Variedades de caligrafía, de Jacques Ventuil, ilustrado con doce láminas de Moreau el Joven.

—¿Le interesa ese libro?

—Soy calígrafo.

—Me hará un favor si se lo lleva. Vendí sólo treinta y siete ejemplares. Los libros quemados dejan mejores recuerdos que los que son un fracaso absoluto. Al menos no ocupan lugar en los depósitos. Fíjese bien, caracteres de Baskerville, la tipografía que recuerda lejanamente el movimiento de la mano humana. Baskerville fue calígrafo antes de dedicarse a la imprenta, y no quiso olvidarse de su viejo oficio.

Dejó de pintar para ir en busca de una jarra de vino y una tabla con queso y pan. Me había propuesto comer con lentitud para poder intercalar alguna frase amable de tanto en tanto, pero devoré los alimentos sin poder decir palabra. Mientras tanto, Hesdin hablaba solo.

—En la página 108 se cuenta que cierto calígrafo chino recibió la orden de pasar en limpio un largo poema que sostenía la imperfección de la caligrafía. Era un encargo hecho por el palacio, y el calígrafo sentía sobre sus hombros una grave responsabilidad. Si dedicaba toda su habilidad a la tarea, sería evidente el contraste manifiesto entre la tesis del poema y su transcripción. Y habría cometido el pecado de hacer brillar el arte de la caligrafía por sobre el de la poesía. Pero si decidía echar a temblar sus trazos y crear artificiales imperfecciones, corría el riesgo de ser desplazado de su cargo de calígrafo del palacio. Frente al blanco del papel, con el pincel en la mano, el calígrafo pensó y pensó, hasta que encontró la respuesta. Trazó los ideogramas más bellos que había hecho nunca, pero al llegar al complejo símbolo que significa caligrafía, hizo palidecer el trazo, como si el calígrafo, en medio de la lectura del poema, convencido por el poeta, hubiera caído en la duda. Así logró el favor del emperador.

Hesdin se quedó en silencio, a la espera de que yo terminara de tragar y explicara a qué había venido. Busqué una bolsa secreta que llevaba bajo la camisa y saqué el manuscrito, pasado en limpio a partir de los trazos indescifrables de Voltaire. Hesdin dio un largo suspiro.

—¿Y con qué firma lo hemos de publicar?

—Sin firma.

—Las firmas pueden ser falsas y no sabemos nunca de dónde vienen. Los anónimos, en cambio, están libres de toda sospecha: sus autores se adivinan de inmediato.

Leyó el relato en voz alta, mientras yo daba cuenta de las últimas migas y gotas de vino. En el momento en que la transcribí, la historia me había parecido inocente, y apenas le había prestado atención: era un capricho de Voltaire, una muestra de su confianza excesiva en el poder de las palabras. Pero Hesdin la leía con aire de misterio, como si estuviera llena de interrogaciones y secretos. Con el paso de los años el relato se perdió, porque Hesdin, por temor, hizo una tirada de pocos ejemplares, de los que no quedó ninguno, y que los setenta volúmenes de la edición de Kehl no recogieron. Sólo permanecen, en mis recuerdos, algunas sombras de ese relato, que transcribo con torpeza, con el único fin de que puedan entenderse los hechos posteriores.

EL MENSAJE DEL ARZOBISPO

A principios del siglo XVI el sacerdote Piero De Lucca encontró en la biblioteca del monasterio donde vivía el tomo quinto de la Alquimia mecánica de Johannes Trassis. Los otros cuatro tomos se habían perdido un siglo antes. Cuando terminó de leer el manuscrito —que sabía prohibido— De Lucca comenzó a construir en los sótanos del monasterio una criatura de metal y madera.

Trabajó un año entero en absoluto secreto. Se hizo fama de solitario entre los otros sacerdotes. Cuando estuvo terminada, la criatura aprendió a caminar y a balbucear, con voz monótona y metálica, algunas palabras en un latín puro. Daba algunas respuestas simples, pero cuando la pregunta lo llevaba más allá de su capacidad, respondía: «Sobre esa cuestión no tengo ninguna certeza».

De Lucca quedó maravillado con su obra. Durante meses no había pensado en otra cosa que en su construcción, pero ahora, al final de la tarea, reparó en su orgullo y se preguntó si no había sido un instrumento del Maligno. Decidió preguntar a la criatura, y ésta, como tantas otras veces, le respondió: «Sobre esa cuestión no tengo ninguna certeza».

El sacerdote decidió consultar a una autoridad superior. Envió a la criatura rumbo a Milán, con una carta para el arzobispo. En la carta le suplicaba que estudiara atentamente al mensajero y le respondiera sobre su naturaleza.

Pasaron los años sin noticias del arzobispo. El sacerdote pensaba a veces en su criatura con nostalgia, y se preguntaba dónde estaría: si cumplía la vida de un hombre común, si estaba deshecha en el fondo de un río, si la habían quemado por hereje. Hubiera podido enseñarle muchas cosas, pero lo contuvo su necesidad de saber si había obrado bien o mal. Y así se condenó a la espera de una respuesta.

Ya viejo y enfermo, Piero De Lucca consultó a su superior del monasterio sobre el dilema; éste le respondió que viajara de inmediato a Milán, para no correr el riesgo de morir en la duda y el pecado.

Tres arzobispos se habían sucedido desde entonces (uno de ellos murió envenenado); sin embargo, De Lucca tenía la esperanza de encontrar, en la ciudad subterránea que formaban los archivos, una respuesta.

Piero De Lucca hizo el viaje. Tenía más de ochenta años y llegó agotado. Le dieron un pequeño cuarto vecino a la catedral. Cuando llegó el momento de la entrevista con el nuevo arzobispo, De Lucca estaba tan débil que no podía levantarse de la cama.

Le dolía morir sin una respuesta. Al ver su estado y su inquietud, los otros sacerdotes intercedieron ante el arzobispo para que lo visitara en su cuarto.

Piero De Lucca agonizaba cuando el arzobispo entró en el cuarto diminuto. El sacerdote contó, con interrupciones, repeticiones y olvidos, la historia que lo había llevado hasta la oscuridad de ese cuarto. Suplicó una respuesta a su antigua pregunta. La contestación le llegó al mismo tiempo que la muerte. Oyó la voz del arzobispo: «Sobre esa cuestión no tengo ninguna certeza».

—Hubiera preferido que el autor ubicara la acción en algún palacio oriental, con un califa o un mandarín en lugar del arzobispo —dijo Hesdin—. Los egipcios, los árabes y los chinos nunca vienen a quejarse.

—Es una fantasía. Autómatas, magia, nada real.

—Tampoco yo veo nada de malo, pero eso no quiere decir nada. Nuestro oficio nos acostumbra a leer todo al revés. Sólo cuando los libros convocan el escándalo y la hoguera, los impresores nos damos cuenta de lo que hemos publicado. En fin, déjeme el texto. Algún día lo habré comprendido. Nunca se lee mejor un libro que a la luz de las llamas.