CLARISSA

La casa ya me parecía un mecanismo por el cual distintas personas entraban o salían según lo disponía un diseño oculto. Estaba apurado por escapar de la maquinaria cuando vi, en el fondo del pasillo, una muchacha que se miraba en un espejo. Era una reproducción exacta de la mujer de Toulouse.

Desoí los gritos de la sirvienta y me acerqué al fantasma. La muchacha me miraba con grandes ojos inmóviles. Sin saber qué clase de pecado cometía, besé los labios helados de la autómata. Sus dientes me cortaron la boca y sentí el gusto a metal de la sangre. Al oír mi grito Kolm apareció con el bastón en alto; lo bajó de inmediato al ver que era sólo una muchacha.

—No hay peligro. No es real —dije.

Entonces la sangre llenó las mejillas de la mujer y desterró la irrealidad y la blancura.

—¿Está seguro de que no soy una mujer?

Acercó su boca a la mía y yo cerré los ojos, a la espera de la nueva dentellada, sin voluntad para defenderme. Apenas apoyó sus labios en los míos. Si era una criatura de Von Knepper, entonces Von Knepper era un dios.

—Es la segunda vez que nos vemos —le dije—. Pero la primera, usted no estaba allí.

Ella me hizo una señal de silencio y me llevó de la mano a una sala donde se amontonaban juguetes mecánicos desarmados. Algunos eran extraordinariamente pequeños: muñecas holandesas con la cabeza o el pecho atravesados por resortes, un mirlo en una jaula de oro, un soldado sin un brazo. También había un caballo de madera que funcionaba a vapor, un palacio alrededor del cual giraban el sol y la luna y una Medusa de bronce, que abría los ojos y agitaba sus serpientes.

—¿Usted es la hija de Von Knepper?

—No debe pronunciar su nombre. Llámelo Laghi, es así como lo conocen en París.

Le pregunté por la muchacha de Toulouse.

—¿Era más hermosa que yo? Mi padre la fabricó cuando yo era niña: era una imagen futura de mí misma. Pasó de mano en mano; sus dueños aseguraban que nunca se separarían de ella, pero no tardaban en venderla, como si llevara una maldición. Hace tres años que mi padre le perdió el rastro. Está hecha a mi imagen y semejanza, pero yo me gasto imperceptiblemente y acabaré por envejecer. Ella en cambio siempre será igual.

—Si eran rivales, entonces usted ganó. No queda nada de esa criatura. Tenía bajo la lengua un mecanismo secreto que la hizo estallar.

—¿Qué clase de lágrimas hay que llorar por los autómatas muertos? Cuando mi padre se entere, va a llorar de verdad. Siempre la prefirió a ella. La notaba más humana.

—Yo jamás hubiera confundido a una autómata helada con una mujer.

—¿No? Ni siquiera ahora sabe quién soy.

Acercó su mano a mi cara, como si fuera ella quien tenía dudas sobre mi naturaleza.

—Que nadie sepa que la vio. No hay, nunca hubo autómatas en Francia.

—De eso quiero hablar con su padre.

—No lo recibirá. Mi padre está corriendo un gran peligro. No me deja salir de aquí. Me tiene prisionera.

—Entonces vine a liberarla.

Si me decía que sí, ¿qué haría con ella? Si aceptaba todo, ¿adónde la llevaría? Fui afortunado: fracasé.

—El mundo de ahí fuera también es una cárcel. Al menos acá dentro no llueve ni hace frío.

Miré los muñecos y los mecanismos que nos rodeaban: todo estaba roto, nada funcionaba, y esa misma falla se adueñaba de nosotros, que de pronto no sabíamos ni qué decir ni cómo movernos.