EL SEPULCRO
Ya Mathilde no me perturbaba; cuando dibujaba las letras en la piel de las mujeres, pensaba en Clarissa. Pero en mi fantasía no la escribía: imaginaba que Clarissa llegaba a mi habitación en medio de una noche de lluvia, y yo, con lentitud, exploraba un mensaje escrito en una lengua incierta.
Me encontré con Kolm en una taberna que frecuentaban los trabajadores del cementerio. Le devolví el bastón ya reparado. Me preguntó cuánto había gastado en él, y dije que mucho, pero que con una pequeña ayuda me daría por recompensado. En aquel lugar podíamos hablar sin temor de ser oídos por indiscretos o espías, porque los enterradores sólo hablaban entre ellos y nada de los demás les preocupaba. El largo aislamiento al que los condenaba su oficio los había llevado a deformar su idioma original, hasta construir su propia lengua. Las apelaciones a sepulcros, oscuridad, mármol o muerte, no podían ser interpretadas en sentido literal; según estuvieran combinadas unas con otras, podían significar muchas cosas diferentes. La música de esa lengua a veces era seca y pausada como paladas de tierra y otras vagamente solemne, interrumpida por sentencias en latín aprendidas de las inscripciones funerarias.
Como arrastraban las botas sucias por el piso de la taberna, con los años la tierra había terminado por cubrir por completo la superficie. En la puerta dejaban sus bolsas y sus instrumentos. Los estudiantes de medicina se acercaban para comprarles huesos, y los orfebres joyas robadas.
Como pago por la reparación del bastón, pedí a Kolm que averiguara el motivo por el cual Von Knepper visitaba el cementerio. Se sucedieron los jarros llenos de un vino aborrecible, hasta que Kolm, cansado por mi insistencia, prometió de mala gana ayudarme. Me llevó hasta un hombre de cara roja que estaba solo y no hablaba con nadie. Abandonado en un rincón, pasaba y repasaba las páginas de un grueso libro lleno de anotaciones diminutas. Se llevaba el dedo a la lengua para volver las páginas, y luego señalaba un punto del libro, como si hubiera encontrado por fin una palabra buscada por años. Reconocí al guardián que le había abierto la reja a Von Knepper.
—¿Me recuerda, Maron? Soy Kolm.
Maron no estaba acostumbrado a hablar con nadie y le sorprendió que esas palabras lo buscaran.
—Lo recuerdo. Pensé que ya no estaba entre nosotros. ¿Por qué ha venido a este lugar lleno de indeseables?
—Lo buscaba a usted.
—¿Qué podría querer alguien de mí?
—La llave del cementerio. Quiero invitar a mi amigo a un paseo de noche, entre las tumbas.
—Hace cuarenta años que abro y cierro esa puerta, y jamás le presté la llave a nadie.
—Vamos a pagar como si creyéramos que eso es cierto.
Respetando las señales del verdugo puse dos, tres, cuatro monedas en la mesa. Kolm me detuvo.
—Y le daremos una más por permitirnos mirar el libro.
Maron tomó las monedas. A diferencia de los otros hombres de aquel lugar, tenía las manos blancas y limpias, sin marcas de ninguna clase. Habló en voz baja:
—Sólo una mirada. No lo manchen.
Kolm tomó el libro y me lo pasó a mí. Durante un segundo quedé desconcertado, y empecé a mirar las páginas más por simular que comprendía la orden de Kolm que para buscar algo concreto. Kolm me susurró al oído que prestara atención a los entierros más recientes. Junto a cada nombre, estaba indicado el sitio del sepulcro. Estudié cada línea, en busca de la mentira que tuerce el trazo, lo desvía, y luego lo obliga a volver a la forma original, pero con un esfuerzo excesivo. Kolm no quería que preguntáramos directamente por Von Knepper, porque corríamos el riesgo de que Maron nos delatara. Era mejor que nuestro propósito quedara en las sombras.
Encontré en el nombre Sarras una S que casi parecía vibrar, reclamando la atención sobre su falsedad.
Tomamos la llave, devolvimos el libro, y poco después, avanzada la noche, nos enfrentamos a las puertas del cementerio.
Kolm no quiso seguirme entre las tumbas.
—Soy verdugo. Mi arreglo con la muerte termina bajo este arco.
Se quedó en la puerta, vigilando.
Avancé entre las lápidas hacia la zona donde se levantaban los monumentos. Era como un extranjero que llega a una ciudad desconocida. Intentaba hacerme una idea del sitio, pero la luz de la luna cambiaba las cosas de lugar. Leía las inscripciones en busca del nombre Sarras. El camino me llevó hacia el fondo, donde estaban las tumbas más antiguas, en su mayoría derruidas.
Sobre el diminuto palacio de mármol, un arcángel amenazaba a los visitantes con una espada rota. La cerradura herrumbrosa se había roto hacía tiempo. El aire frío y nauseabundo casi me hizo tropezar y caer por la escalera que bajaba al interior de la construcción.
Con una lámpara que había llevado encendí las velas, que en noches anteriores se habían derramado sobre ataúdes y altares. Ninguna luz bastaba para comprender la imagen. Uno de mis profesores de la Escuela de Vidors, un óptico llamado Mialot, nos hacía practicar un ejercicio: nos mostraba líneas confusas en las que luego de un rato podíamos leer un mensaje. Pero lo que nos permitía descubrir la frase oculta no era la concentración, sino más bien cierta distracción lograda al cabo de un largo empeño. Una vez resuelto el enigma, resultaba inconcebible cómo no habíamos descubierto desde un principio las palabras escondidas.
El obispo estaba sentado en una silla alta que semejaba un trono. Era sostenido por cordeles que colgaban del techo y que le daban un aire de marioneta. Aquí está por fin el autómata, pensé. ¿Quién podría confundirlo con un hombre real? Lo rodeaban enormes bloques de hielo, traídos desde las montañas con quien sabe qué esfuerzos inauditos. El obispo alcanzaba una dignidad extraordinaria a la luz de aquellas velas; parecía un monarca subterráneo, capaz de seguir gobernando más allá de la muerte. Quien veía los hilos, no pensaba que lo sostenían, sino que eran los instrumentos a través de los cuales él ejecutaba los movimientos y estrategias de su gobierno.
Las velas derretidas se apagaban de una en una, completamente consumidas; cuando sólo mi llama permanecía viva, descubrí en la pared la sombra de otro intruso.