LA CASA SICCARD
Los Siccard eran una familia de fabricantes de papel; con los años habían extendido su negocio a las plumas y las tintas. Tenían su propio criadero de gansos, una raza belga de plumas azules y grises, que endurecían con polvo de vidrio calentado en hornillo de hierro. El fundador del negocio familiar, Jean Siccard, había muerto dos años antes, y el negocio, mal llevado por su hijo, había estado a punto de cerrar. En los últimos meses el joven Siccard había vuelto a encontrar el rumbo; y el negocio ahora ofrecía, apenas el cliente cruzaba la puerta, plumas ordenadas en muebles clasificadores, planchas de papel marmolado, cuadernos para contabilidad, hojas con pentagramas trazados a mano y láminas chinas para uso de cartógrafos.
Cuando llegué a la casa, un dependiente preparaba un envío de planchas de papel para los Tribunales. Le mostré la carta que me había hecho llegar el abad Mazy; me miró con alarma, posiblemente porque había otras personas presentes, y me indicó que fuera hacia el fondo del local, más apurado por esconderme que por indicarme el camino. Ignoraba qué decía la carta, y de qué artificio se había valido el abad para que me aceptaran en la Casa Siccard. Seguí por el pasillo, pasé junto a un empleado que hundía sus manos en pulpa de papel y encontré, detrás de un biombo decorado con caracteres árabes, una escalera.
Salió a mi encuentro un hombre joven, que vestía una camisa manchada de tinta en la que se distinguían a la perfección algunas letras invertidas, como si la hubiera usado de papel secante. Leyó apurado la carta.
—Soy Aristide Siccard, hijo de Jean Siccard, y responsable de haber dado un nuevo rumbo a los negocios familiares. No podría haber llegado en mejor momento. Tenemos un calígrafo enfermo y otro que lleva una hora de demora. Y nuestra mensajera no puede esperar mucho más.
Me hizo pasar a un pequeño gabinete. En un diván descansaba una mujer cubierta apenas por una manta. Se despertó, me miró, y preguntó si me molestaba que durmiera mientras yo trabajaba; aseguró que podía dormir de pie. Tenía la belleza distraída de quien nunca ha mirado a fondo un espejo. Como había dejado caer la manta, no pude responder nada. Nunca había mirado a una mujer desnuda, y mi única experiencia provenía de cierto libro de grabados llamado La guirnalda de Afrodita que pasaba de mano en mano a través de los dormitorios en la Escuela de Vidors.
Siccard me trajo las tintas con las que trabajaban (más densas que las tintas comunes, para que no resbalasen sobre la piel). Aristide comenzó a leer el texto del mensaje, mientras yo me concentraba en evitar el temblor de mi mano. La vida de un calígrafo está destinada a la rutina; cuando algo excepcional ocurre, entonces la mano tiembla y la habilidad desaparece. Por eso la Historia, que recoge nombres de artistas de toda clase, olvida con facilidad a los calígrafos. Nuestro arte no es otra cosa que una larga y trabajosa espera de aquello que nos anula y nos pierde.
Comencé, según instrucciones de Aristide Siccard, con la parte superior de la espalda. La mujer se llamaba Mathilde, y el nombre fue lo primero que procuré olvidar. Se había atado el pelo, negro como una mancha de tinta, pero continuamente se le derramaba por la espalda, amenazando con borrar las letras. Trataba de pensar en otra cosa e intenté concentrarme en el mensaje, pero la rigidez de esas palabras —consejos administrativos, información sobre inversiones en letras holandesas— en contraste con la ceremonia de la escritura, parecían dotar a aquellos términos técnicos de sentidos obscenos. Intenté que la luz que bañaba el cuerpo borrara todo pensamiento. Miré a Mathilde como si se tratara de un objeto, apenas una superficie, y lo logré mientras trazaba una t, pero las curvas de una R mayúscula me devolvieron a mi temblor.
No estaba dispuesto a rendirme, y probé con el recuerdo de tratados anatómicos que me habían impresionado en mis tiempos de estudiante. Quería presentir, bajo la aparente belleza, la repulsiva organización de los tejidos musculares y los huesos. Pero la belleza triunfaba sobre toda estrategia.
Noté, en la voz de Aristide, cierta preocupación por los trazos casi ilegibles; hice un último intento por imaginar que mi mano era la de Silas Darel, que no conocía la distracción. Ese pensamiento me permitió llenar de letras zonas del cuerpo que nunca antes había visto en mujer alguna. No sentía que mi mano trazaba el mensaje, sino que las palabras empujaban mi mano con paciencia a través de cada letra. Durante todo el trabajo, mi caligrafía me pareció ajena, pero en la firma, que falsificaba un nombre desconocido, había por fin un vigor y una cautela que reconocí como propios.
Quizás mi memoria aumenta innecesariamente mi torpeza, porque antes de echarme del gabinete, para vestirse en paz, Mathilde se miró con aprobación en un espejo alto y dijo:
—No me siento verdaderamente desnuda hasta que no estoy escrita.
Terminado mi trabajo, quedaron mis nervios en tan mal estado que caminé y caminé sin rumbo, hasta perderme en las afueras de la ciudad. Ya estaba dispuesto a volver cuando vi el humo que se levantaba en espirales negras de algún lugar cercano. Pensé que se trataba de un incendio, pero era una quema judicial: libros y papeles ardían mientras una multitud miraba el humo con atención, como si fueran capaces de leer en aquellas volutas y líneas algo que a mí se me escapaba. En la pared, una proclama de la justicia informaba la lista de obras que se quemaban: entre ellas había un libelo atribuido a Voltaire, donde se burlaba de una bula reciente. Nada decía sobre el verdugo que había acercado el fuego a los libros, pero un dibujo de una mano mecánica cerraba la proclama.