EL EXAMEN

Kolm me acompañó hasta el tribunal, donde me tomarían un examen para el cargo de calígrafo judicial. Cada semana se contrataba a nuevos calígrafos, mientras otros abandonaban el trabajo abrumados por el desorden de los tribunales, las órdenes contradictorias y el temor a las tintas envenenadas. Entre los calígrafos de la región corría la leyenda de que existía una palabra maldita. Todo iba bien hasta que, escondida en un escrito judicial, aparecía esa palabra. Entonces quien la escribía se precipitaba hacia la desgracia.

Me presenté junto con otros veinte jóvenes en el largo salón donde nos tomarían examen. Había bancos de madera marcados con navajas; en aquellas inscripciones clandestinas se podía aprender caligrafía mejor que en cualquier tratado. Pronto noté que no era tan rápido como los otros y me di por perdido.

—Usted ya puede irse —me dijo el examinador—. No comprendo cómo se atrevió a presentarse con una mano tan lenta como un caracol.

—Mi mano puede ser lenta, pero sabe adónde va. ¿Ha visto a algún caracol desandar su camino, para corregir un error? Acompáñeme al patio.

Cuando llegamos hasta el pie de un estanque, le pregunté cómo se llamaba.

—Tellier.

Con una tinta oleosa, escribí su nombre en la superficie del agua, pero al revés, en espejo. Cuando acerqué al agua una hoja de papel japonés, quedó impreso el nombre verdadero, adornado con algunas hojas de nogal casi reducidas a nervaduras. Fui aceptado de inmediato.

Me llevaron a una habitación, me dieron una capa azul y una placa de bronce que debía colgarme al cuello y donde se leía: calígrafo.

Así pude, en los días sucesivos, pasear por los archivos del Languedoc, redactar los documentos, y tomar notas de las sesiones que se sucedían sobre el caso Calas. Ya todos parecían aburridos del asunto, como si los protagonistas hubieran muerto mucho tiempo atrás, y jueces y asistentes fueran los melancólicos encargados de mantener viva la memoria de un suceso remoto. Los testigos desfilaban: los Calas nunca habían hecho mal a nadie, no tenían nada contra los católicos; el hijo mayor, que vivía fuera de Toulouse, se había convertido, y de todas maneras le pasaban una cuota mensual. Pero los testigos presentados por el abogado de los Calas no podían competir contra la ola de milagros: los ciegos veían, los tullidos caminaban y males incurables desaparecían cuando se le rezaba al ahorcado.

Le escribí a Voltaire que la tragedia se avecinaba, que la defensa había logrado salvar la vida de las mujeres y del hermano, pero que el padre ya estaba condenado. De todas las versiones posibles, triunfaba la más increíble: que Jean Calas, un hombre de sesenta y cinco años, había pasado la cuerda por el cuello de su hijo, había vencido su resistencia y sin ayuda de nadie lo había colgado de la puerta.

Me gané, en los días siguientes, la confianza de mis superiores por mi fanatismo por la caligrafía. Aprovechaba cualquier ocasión para declarar que la imprenta, siempre dispuesta a divulgar las peores ideas, y la Enciclopedia, su obra final, resumen impío del mundo, despojaban a las palabras de todo sentido trascendente. Pero un calígrafo, en cambio, se acerca al mundo como los antiguos copistas; escribe para iluminar. Con mis opiniones ganaba la confianza de Tellier y de sus subordinados. Tanto defendía mi arte con argumentos teológicos, que terminé por creer aquello que inventaba. Todavía a veces me digo, mientras transcribo las actas del Cabildo: Dios hizo el mundo sin imprenta, a mano, letra por letra. Y ese pensamiento, o, al menos, el empeño por creerlo, justifica las horas perdidas.

Una tarde Tellier me encargó la tarea de llevar un rollo de documentos al monasterio de los dominicos. Aunque no era el camino más corto, pasé frente a la Casa de la Campana. Sus habitantes dormían. Todas las ventanas estaban cerradas.

En las puertas del monasterio, un encapuchado me detuvo. Dije que debía entregar los documentos al padre Razin. Miró la placa de bronce que colgaba de mi cuello y me condujo por un pasillo hasta una escalera. Encontré frente a mí una puerta ornamentada, y vacilé entre abrirla o seguir por la escalera hacia abajo. El encapuchado había desaparecido. Golpeé discretamente y nadie respondió, porque la madera era tan gruesa que los golpes no llegaban hasta el otro lado. Empujé la puerta lo suficiente como para asomarme.

Los cortinados púrpuras acentuaban el encierro. En la cercanía, la luz de los hachones era intensa, pero más allá se disolvía, impidiendo ver el final del salón. Cinco monjes se inclinaban ante mapas inmensos y planos de ciudades. No me miraron. Mantenían una conversación hecha de susurros y señales. Estudiaban las tierras atravesadas por ríos o cadenas de montañas o las ciudades parceladas, y ubicaban, aquí y allá, diminutas piezas de plomo con imágenes de cruces y de horcas. Parecían entregados a un lentísimo juego, comenzado hacía años, y cuyas reglas se habían gastado en mitad de la partida.

Una mano de hierro cayó sobre mi hombro.

—No es por ahí —dijo el monje que me había abierto la puerta—. Abajo.

Me empujó con impaciencia. Casi ruedo por los escalones gastados.

El padre Razin estaba sentado frente a un escritorio. Era la cabeza de los penitentes blancos, el ala más fanática de los dominicos. Tenía unas manos como garras que en un instante me arrancaron los papeles que llevaba. Los leyó en un santiamén, y garabateó unas líneas en un papel.

—Que el lacre no sufra ningún daño. Ya perdimos tres mensajeros por torpeza o traición.

Era tarde, los tribunales estaban desiertos: entregaría el mensaje al día siguiente. Llevé la carta a mi habitación y la guardé bajo la almohada. Apenas lo hice, oí, desde un castillo remoto, la voz cascada que me ordenaba abrir la carta.

El riesgo era grande, pero tenía a mi favor haber trabajado con sellos semejantes. Primero hice un molde de plomo fundido sobre el sello; después rompí el lacre, hasta separarlo de la página con un fino estilete. Un baño de vapor y hojas de eucalipto terminó por abrir la carta.

La letra de Razin casi rasgaba el papel: «Informe a París de las novedades del caso. El Señor nos ha bendecido con una epidemia de milagros; el nombre de Marco Antonio ya no podrá ser manchado. Nuestro problema ahora es la mujer que le enviaron a Girard desde Suiza y que él emplea como atracción en la Casa de la Campana. No debe haber ningún otro hijo de Von Knepper en el Reino de Francia. Necesito dos hombres de su confianza. Del resto me ocuparé yo. El mal utiliza medios angélicos; el Bien necesita ahora de medios infernales».

Derretí lacre y llené el molde que había fabricado; luego repuse el sello. Una vez seco lo limé con paciencia, para eliminar cualquier posible imperfección.

La impaciencia de Tellier colaboró conmigo. Rompió el sello sin mirarlo.

—Huele a eucalipto —fue lo único que dijo, después de leer la carta.

—Hoy salí temprano, quise dar un paseo y me perdí en el bosque.

Me puso en la mano un puñado de monedas opacas, que parecían manchadas con humo. Las monedas eran la llave que abriría para mí la Casa de la Campana.