EL BASTÓN DE KOLM
Al salir del Palacio de Arnim fui a los Tribunales a preguntar por Kolm. No daban información alguna sobre los verdugos, por temor de que alguien quisiera tomar venganza. Insistí y me permitieron dejar un mensaje en un canasto. El papel que escribí, y en el que le proponía que nos encontráramos al día siguiente, se mezcló con otros mensajes, que yacían en el fondo, con el aspecto de haber sido dejados allí hace mucho tiempo, a la espera de un destinatario que nunca había llegado. Desde lo alto dejaron caer un cabo con un gancho, que pronto sujetó la canasta. Los mensajes comenzaron a subir hasta perderse en una de las últimas ventanas.
Al día siguiente, frente al Tribunal, esperé a Kolm. Sentí las manos en el cuello, como había ocurrido la primera vez, y mis pies volvieron a abandonar la tierra. Mientras buscaba aire y me reponía de su broma, Kolm me contó que uno de los compañeros del ahorcado se había empeñado en acusarlo. La justicia tenía mayores ocupaciones que un actor colgado por excederse en su papel, pero por precaución decidió dejar la ciudad.
Todavía llevaba en el cinto el bastón con el puño de hierro. Le pregunté si seguía fallando.
—Destruyo todo lo que toco.
—Sé de un lugar donde pueden repararlo.
—Ya me acostumbré a que funcione así.
Insistí; no quería ir solo a buscar a Von Knepper. Rodeamos una iglesia y entramos en un callejón desierto hasta encontrar una puerta pintada de verde. En el dintel se leía el nombre del propietario: Laghi. Detrás de una ventana se veía un reloj de mesa; sobre la caja de madera, un Vulcano se preparaba para descargar su martillo sobre un yunque. Tiré de la campanilla sin que nadie abriera. Kolm, impaciente, hizo temblar la puerta.
Una criada nos abrió y dijo que era tarde y que debíamos volver al día siguiente. Kolm le mostró la mano de metal como si fuera el símbolo de una autoridad superior. En aquella casa, los artefactos mecánicos tenían un poder singular, y la sirvienta aceptó hacernos pasar, como si le hubiéramos mostrado una orden firmada por el rey. Entramos en una sala helada, donde sólo había una silla. Kolm se sentó con aspecto abatido y me dejó a mí de pie, paseando nervioso por la habitación. Como demoraban en atendernos, invadí el cuarto vecino.
Contra la pared descubrí un mueble provisto de decenas de cajones anchos, similar a los muebles clasificadores de la casa Siccard. Abrí con alguna dificultad el primero de los cajones y encontré una variedad de mecanismos y engranajes. La mayoría eran metálicos, pero algunas piezas estaban talladas en cristal. Seguramente unas piezas encajarían en otras como partes de una oración. Por más que miraba y pesaba en mis manos aquellas formas, no podía adivinar la gramática que dictaba las combinaciones. Pero así como a los arqueólogos a veces les basta una palabra conocida para descifrar la totalidad de una lengua perdida, yo encontré en el tercer cajón un elemento que me permitió saber de qué se trataba todo aquello. Sesenta y cinco compartimentos vacíos rodeaban a un ojo de cristal.
Oí pasos y un ruido de llaves en la habitación contigua. Pensé que era el señor Laghi, el dueño de casa, que se había acercado a atendernos, pero eran dos hombres que venían de afuera. Los espié a través de la puerta entreabierta. Tenía buenas razones para no mostrarme, porque conocía a uno de los dos: el hombre de las llaves del palacio de Arnim. La criada miraba con terror el pecho y los brazos de Signac. Las llaves golpeaban entre sí, dejando oír el sonido de una autoridad que provenía de pesadas puertas de roble y de rejas herrumbradas.
—El señor Laghi vendrá enseguida. Pueden esperarlo en el coche —dijo la muchacha con un temblor en la voz.
Cuando los hombres se fueron salí de mi escondite. La presencia del hombre de las llaves me había dejado temblando. Kolm, en cambio, ajeno a todo, dormitaba.
—Dejemos el bastón. Luego lo pasamos a buscar —le dije con prisa por salir de la casa.
Kolm, arrancado de su sueño, miró un segundo sin comprender. No alcanzamos a irnos de inmediato, porque el verdugo vio que el dueño de casa venía hacia nosotros.
Vestía ropas completamente negras, como si fuera a un funeral, y llevaba un pequeño baúl. El verdugo trató de cruzarse en su camino, mostrándole el bastón. Laghi apenas lo miró. Kolm estaba acostumbrado a imponerse a los otros, y quedó desconcertado al ver el desdén de Laghi, dominado por una prisa que lo hacía vivir ya en el futuro.
—¿Qué quiere? —preguntó el dueño de casa—. ¿Viene con ellos? —señaló la puerta cerrada, y a través de ella, a los hombres del abad que lo esperaban.
—Necesito que arregle este bastón.
El artesano tomó con desdén el artefacto. Probó el mecanismo dos o tres veces y lo devolvió a las manos del verdugo.
—Lléveselo a un relojero. Me ocupo de labores más delicadas.
—Quiero que lo haga usted.
Laghi tuvo un impulso por apartar al verdugo y pedir a los hombres de afuera que vinieran en su ayuda, pero no se decidió. No por cobardía, sino por no agregarle inconvenientes a la noche que lo esperaba. Le sacó la mano mecánica a Kolm y la llevó con él. Al verse bruscamente privado del bastón, el verdugo se estremeció levemente, como si le hubieran arrancado su mano verdadera.