CAPÍTULO 27

 

El trayecto en coche les llevó mucho menos tiempo del que hizo con Hawk por caminos secundarios hasta esa fatídica aldea. Con, que era un hombre maravilloso, no intentó darle conversación, hasta que finalmente ella no resistió su debilidad y le preguntó por Hawk.

Él estaba muy pensativo, pero le contó cosas. Pudo ver entonces la infancia de ellos desde otro ángulo. El lazo y el placer de la amistad continuaba firme, aunque esto último quedaba un poco ensombrecido por la exasperación de Con con sus amigos más desmadrados. Lord Vandeimen, estaba claro, siempre había sido dado a extremos, inclinado a actuar primero y pensar después. Hawk, en cambio, pensaba demasiado, pero le encantaban los desafíos; además, no tuvo una infancia feliz.

También se enteró de algo más acerca de sus padres. Aun cuando Con hablaba con comedimiento, quedó claro que detestaba al terrateniente Hawkinville y que por su mujer sólo sentía lástima.

—La trataba muy mal —dijo, —pero fue por culpa de ella. Todo el mundo en la aldea está de acuerdo en que era una mujer fea, que ya había perdido el atractivo de la juventud. Entonces, ¿cómo no se dio cuenta de eso cuando apareció ese guapo galán diciéndole que la adoraba?

Él no podía tener ni idea de cómo le sentaron a ella esas palabras.

—Debió de haber sido muy convincente —dijo.

—Esos hombres suelen serlo. Pero cuando ella se dio cuenta de la verdad, debería hacer tenido mejor juicio y vivir lo mejor posible.

—¿Por qué? ¿Para hacerle más fácil la vida a él?

Él la miró.

—Esa fue su actitud, seguro. Pero sólo empeoró las cosas para ella, para su hijo y para todos los que la rodeaban. No había manera de cambiar las cosas.

—Y ni siquiera podía marcharse —dijo ella. —Era su casa.

Y tal vez también amaba la casa, pensó.

—Eso ha hecho que Hawk sea algo frío. No frío en realidad, sino reservado para manifestar sus emociones. Y nunca ha tenido una elevada opinión del matrimonio.

Clarissa pensó en la carta que llevaba en el bolsillo. En ella era reservado, tal vez, pero no del todo. Y no frío, en absoluto. Y deseaba casarse.

¿Podría ser todo mentira?

Creía que no.

Con le gritó al cochero para que detuviera el coche y ella vio que estaban en un cruce de caminos.

—Podríamos virar aquí y tomar el camino hacia Hawk in the Vale —dijo él entonces.

—No.

Aún no estaba preparada. Y estaba resuelta a ser muy previsora en eso.

—Mi idea era que podríamos ir a mi casa, a Somerford Court. Ni siquiera tenemos que pasar por la aldea para llegar a ella desde aquí. Nicholas Delaney está ahí, y sé que querría hablar contigo. Podemos enviarle una nota a la señorita Hurstman avisándole que iremos a Brighton mañana.

Ella no tenía la menor prisa por llegar a Brighton.

—¿Por qué no? Además, no me iría mal hablar con él.

Somerford Court era una casa casi tan encantadora como Hawkinville Manor, aunque varios siglos más moderna, pero eso a ella ya ni siquiera le importaban. La esposa, la madre y la hermana de Con la recibieron con mucho cariño, y la esposa insistió en que la llamara Susan, pero nada de eso logró sacarla de su ensimismamiento. Nada en el mundo le parecía real, aparte de ella, Hawk y su problema.

No había sido buena idea venir a esa casa, que sólo estaba a unos minutos de la de Hawk.

Nada más verla, Nicholas Delaney le sugirió que hablaran, aunque enseguida pidió que le llevaran un ponche de leche cuajada con vino y especias.

—No tengo hambre —le dijo, mientras entraban en una salita de estar.

—Necesitas comer. No se puede pelear bien con el estómago vacío.

—Seguro que me voy a pelear con usted. Todo esto es culpa suya.

—Si quieres, pero creo que la culpa se puede repartir. No hay nada tan débil como decir «Mi intención era buena», pero todos lo hicimos con buena intención, Clarissa.

—Hawk no. Hawk deseaba mi dinero. No voy a tocar ese dinero —añadió; eso debería evaporarle la complacencia a él.

—Como quieras, por supuesto —le dijo. —No me cabe duda de que la señorita Hurstman te puede encontrar un puesto para servir y complacer a alguna dama que no sea demasiado tirana.

Ella cogió una figurita de porcelana y se la arrojó. Él la cogió al vuelo.

—Sería una estupidez que te quedaras pobre por un capricho, Clarissa, y nadie tiene más derecho que tú a ese dinero.

—¿Y el padre de Hawk? —preguntó ella, y se obligó a decir el título: —El nuevo lord Deveril.

—Sólo si se interpreta la ley muy, muy al pie de la letra. —Dejó la figurita sobre una mesilla. —Siéntate y te explicaré de dónde procede ese dinero.

Ella se sentó, con la rabia reavivada clavándola como un cuchillo.

—De los desagradables negocios de lord Deveril, supongo.

—Puede que él lo engrosara un poco de esa manera, pero ni siquiera el vicio es muy lucrativo en un periodo tan corto.

Clarissa escuchó pasmada una historia de traiciones, estafas y robos.

—Entonces el dinero pertenece a las personas de las que lo obtuvo esa mujer —dijo al final. —Aunque claro, a esas personas no les convendría reclamarlo, ¿verdad?

—Sería posible encontrarlas. Afortunadamente Thérèse nos dio una lista con sus nombres cuando vio que ellos ya no le servían para nada. Al final, el gobierno decidió hacerles saber que eran personas conocidas. Muchos de ellos huyeron del país, y no creo que los que quedan deseen que se les recuerde lo que hicieron.

—La Corona, entonces.

—Al regente le encantaría. Podría comprarse una u otra chuchería. Pero, ¿con qué pretexto le daríamos el dinero a la Corona?

Ella estaba discutiendo por discutir, simplemente porque estaba enfadada con todos ellos.

—Cuando cumpla veintiún años podré hacer lo que quiera con él.

—Por supuesto. Yo lo dispuse así. Considerándolo en retrospectiva, eso fue darme un gusto. Según parece, esa cláusula le dio motivos a Hawkinville para dudar de la autenticidad del testamento. —Sonrió. —Encuentro injusto que a las mujeres de veintiún años se las considere infantiles cuando a los hombres de esa misma edad se les permite controlar sus asuntos.

—Eso me suena a Mary Wollstonecraft.

—Escribió cosas muy sensatas.

Sonó un golpe en la puerta y entró una criada con el ponche humeante en un tazón. Cuando se marchó, Clarissa decidió no ser infantil y fue a sentarse ante la pequeña mesa y metió la cuchara.

Nata, huevos, azúcar y vino. Después de unas cucharadas, comenzó a sentirse menos desgraciada.

—Me voy a emborrachar.

Él se sentó a la mesa, frente a ella.

—Tal vez por eso es tan bueno para los sufrientes inválidos. Hay ocasiones en que va bien un poco de ebriedad. Ella lo miró.

—¿Qué quiere que haga?

Él negó con la cabeza.

—Te he puesto al mando de tu destino.

Ella tomó otras cucharadas del ponche, y el vino le deshizo unos cuantos de sus nudos más dolorosos.

—Me da miedo engañarme.

—Todos nos engañamos, la mayor parte del tiempo.

Ella volvió a mirarlo.

—¿En las decisiones para toda la vida? ¿Qué hay que hacer para elegir bien?

—¿La pareja para casarse? Si la gente se preocupara demasiado por hacer la elección perfecta, se acabaría la raza humana.

—No necesariamente —dijo ella, y él se rió.

—Cierto, pero sería un sistema caótico. El matrimonio pone orden en los asuntos humanos más desordenados.

—Pero hay muchos matrimonios desgraciados que amargan, corroen. El de los padres de Hawk, por ejemplo. Y el de los míos.

—El verdadero afecto, la buena voluntad y el sentido común pueden servirnos para superar la mayoría de los obstáculos.

Ella se tomó la última cucharada del dulce líquido, y tal vez el vino le dio el valor para hacerle una pregunta personal.

—¿Es así es su matrimonio?

Él se rió.

—Ah, no. Mi matrimonio es una locura total. Pero te lo recomiendo también. Se llama amor. Amor.

—Tal vez debería ver a Hawk —dijo, sintiendo que una cálida espiral comenzaba a envolverla en traidor placer.

Delaney negó con la cabeza.

—Creo que vamos a esperar una hora más o menos, para ver si es el vino el que te hace hablar así. —Se levantó. —Mientras tanto, ven a conocer mi locura. Eleanor y mi hija Arabel. —Cuando se dirigían a la puerta le dijo: —¿Serías capaz de tutearme y llamarme Nicholas?

—¿En qué circunstancias? —bromeó ella.

—Malditos tiempos verbales. Me gustaría que me llamaras Nicholas. Creo que estás en camino de ser una Pícara honoraria.

Con y Nicholas, pensó ella. Nuevos amigos. Y su aceptación del tuteo tenía algo que ver con Hawk, y con lord Arden.

—Nicholas —dijo, y añadió riendo: —Pero no creo que pueda llamar Lucien a lord Arden.

—Eso es efecto del vino, sin duda —dijo él, haciéndose a un lado para que ella saliera de la sala primero. —Es pequeño el número de personas que llaman Lucien a Arden. Y si no fuera por los Pícaros, el número podría reducirse a uno: su madre.

—Y Beth, supongo.

—Tal vez.

Ella comprendió. Sin los Pícaros, lord Arden podría no ser el tipo de marido al que Beth tutearía llamándolo por su nombre de pila. Podría ser del tipo que expresa todas sus emociones agrias con los puños.

—Tal vez debería llamar George a Hawk —dijo. —Es un nombre menos predador. Pero entonces él no me llamaría Azor.

Nicholas movió de un lado a otro la cabeza.

—Decididamente tenemos que esperar una hora.

Eleanor era una mujer muy guapa, e irradiaba una tranquilidad que parecía tan arraigada en ella que admiró a Clarissa. Claro que tenía que ser fácil estar tranquila con un marido como Nicholas. Estaba segura de que él nunca le había dado problemas ni mentido.

La hija de ambos, Arabel era una encantadora niñita de unos dos años, vestida con un vestido rosa de falda corta que dejaba asomar el encaje de las calzas. Llevaba unos cortos rizos castaños, y estaba jugando con un gato al que Clarissa reconoció al instante.

—¡Jetta!

La gata reaccionó al oír su nombre, o tal vez fue a ella. Fuera como fuera, le dirigió una mirada fría. Dios de los cielos, ¿le echaba la culpa a ella de la pérdida de su héroe?

—Me pareció que estaría en peligro con los perros del padre de Hawk, así que la traje aquí —explicó Nicholas.

Diciendo eso cogió en brazos a su hija y la llevó, riendo, a presentársela. Clarissa vio esos ojos idénticos, castaño dorados.

Arabel le sonrió sin ninguna timidez ni vacilación.

—¡Lo!

—No es el comienzo de una oda, sino su saludo —dijo Nicholas.

La pequeña se giró hacia él, sonriendo encantada.

—¡Lo, lo lo! —Y luego añadió. —Papá. Quiero a papá.

Clarissa se sintió como si tuviera que desviar la mirada mientras Nicholas besaba a su hija en la nariz, diciendo:

—Yo también te quiero, querubín.

Locura.

Amor.

Cielo.

Entonces Arabel se volvió hacia ella y le tendió los brazos. Asombrada por esa confianza, Clarissa la cogió y admiró debidamente la muñeca que tenía asida en una mano. Nicholas fue a hablar con Eleanor y la niña ni siquiera se giró a mirarlo.

Qué dichosa confianza en el amor, que jamás dudaba ni temía perderlo. ¿Alguna vez ella sentiría eso?

Arabel comenzó a agitarse para que la dejara en el suelo. Una vez que estuvo con los pies en el suelo, la llevó a donde estaba la gata y algunos de sus juguetes. Clarissa se sentó en la alfombra y se puso a jugar con ella, descubriendo una certeza.

Deseaba tener un hijo o una hija.

Deseaba casarse con Hawk y tener hijos con él, pero si eso no resultaba, deseaba ser madre. Una madre casada.

Intentó imaginarse casada con otro hombre. No le pareció posible, pero el tiempo tendría que influir en eso, suponía. ¿Cuál sería la diferencia entre una pasión loca y un amor eterno?

Era más fácil jugar con la niña que pensar en los problemas de los adultos.

De pronto la señora Delaney insistió en que era la hora de llevar a la cama a la niña. Cuando se agachó a cogerla en brazos, le dijo:

—Tengo entendido que ahora perteneces al grupo de los Pícaros. Espero que me tutees y me llames Eleanor.

Clarissa se puso de pie, no del todo cómoda con esa informalidad, pero aceptó.

—Y si necesitas una mujer para hablar —añadió Eleanor Delaney, —yo soy buena en eso de escuchar. No para dar buenos consejos, ¿comprendes?, pero muchas veces, una vez que comenzamos a hablar nosotras solas podemos solucionar las cosas, ¿verdad?

Cuando Eleanor salió de la sala con la niña, Clarissa miró el reloj.

—Aun falta media hora —dijo Nicholas. Clarissa torció el gesto.

—Bueno, entonces creo que iré a dar una vuelta por el jardín para hablar conmigo misma.

Esperó a que él hiciera algún comentario, pero se limitó a decir:

—Por supuesto, pero siempre que me prometas no bajar a la aldea.

Ella lo miró indignada, aun cuando ni se le había pasado por la cabeza esa idea. Quedaba poco tiempo de espera y sabía que sería prudente ver si se le marchaba el deseo de perdonar junto con los efectos del ponche.

Cuando salió de la sala, la gata la siguió. Se detuvo a mirarla y le dijo:

—Creí que yo era la enemiga.

La gata se limitó a esperarla. Tal vez ese inteligente animal había decidido que ella era la clave para volver a estar con Hawk. Sería maravilloso si eso fuera cierto.

El jardín de Somerford Court era agradable, aunque de trazado bastante formal. Atravesó una extensión de césped y tomó un sendero bordeado por tejos. Una vez ahí la saludó un jardinero, que estaba podando los setos. El atardecer estaba caluroso pero la atmósfera era bochornosa, sofocante. Incluso los pájaros habían dejado de cantar. El silencio era absoluto, sólo interrumpido por el clic clac de las tijeras de podar.

Llegó a un estanque lleno de peces y salpicado de nenúfares y se sentó en el borde de piedra a pasar la mano por el agua. Se acercó una carpa enorme, mordisqueó un poco y se alejó decepcionada. Jetta estaba agazapada en el borde, también decepcionada.

Nada que comer.

Mala suerte.

Su mente ligeramente borracha no quería concentrarse en nada, ni siquiera en hablar de los problemas consigo misma.

Paseó la mirada por el entorno, pero nada le ofreció sabiduría ni inspiración. El estanque estaba en el centro de un espacio cuadrado enmarcado por setos, en el que había cuatro perfectos parterres de flores, cada uno con un arbusto en el medio y rodeado por hileras de pequeñas flores blancas. Sonriendo pensó que era divertido que fuera Hawk, con esa carta tan minuciosamente doblada, quien tuviera el jardín exuberante y caprichoso, y Con tenía uno trazado con tanta precisión.

Y sin embargo los dos habían sido formados por padres de la generación anterior.

Cada uno de los setos que formaban el cuadrado tenía una abertura en el medio, del que salía un sendero. Pero ninguno de ellos la invitaba.

Entonces vio a una persona atravesando uno de esos senderos. Debía de ser una criada, a juzgar por su ropa oscura, y llevaba un bulto grande. Jetta se levantó a sisear.

Clarissa se giró a mirarla.

—¿Otra rival en el afecto de Hawk?

La gata simplemente continuó moviendo la cola, inquieta.

Clarissa la contempló ceñuda.

—Ahora me has puesto nerviosa a mí.

La cogió en brazos y tomó el sendero para echarle otra mirada a la mujer. Esta ya se había alejado bastante, caminando con paso enérgico, y cargando aquel bulto, en el que tal vez llevaba ropa para lavar a la aldea. Jetta emitió otro siseo, casi un bufido fuerte. La mujer viró hacia la derecha y se perdió de vista.

Se volvió para regresar a la casa, pero en la cabeza le daba vueltas algo acerca de esa mujer. Caminó a toda prisa dirigiéndose a un lugar desde donde pudiera volver a verla. Se detuvo bruscamente al llegar al final del jardín y vio que ante ella se extendían los campos.

La mujer ya había atravesado un prado y pasado al otro lado de la cerca subiendo la escalera, con el bulto bajo el brazo, y de ahí siguió un sendero por la orilla de un campo recién cosechado, en dirección a la aldea. No era una criada. Era esa señora Rowland.

—¿Te sigue cayendo mal? —le dijo a la gata, que estaba muy tensa. —La mala suerte hace pobres a algunas personas, ¿sabes? Como ves, tiene que lavar la ropa de otros para poder poner comida en la mesa.

O quizá llevara algo que acababa de robar. Eso era pensar mal de la pobre mujer, a la que no le había visto ningún comportamiento sospechoso. De todos modos, decidió que tenía que decírselo a alguien. Echó a caminar de vuelta a la casa, que estaba bastante lejos.

Somerford Court era una casa grande y laberíntica, y cuando finalmente entró se encontró en la entrada de la cocina. Se detuvo ahí, mirada por unas seis criadas que no sabían quién era, y sintiéndose muy tonta.

—Soy la señorita Greystone. Una huésped.

Entonces Jetta saltó al suelo y al instante se convirtió en el centro de atención.

—Es maravillosa para cazar ratones —dijo la mujer que probablemente era la cocinera, sonriendo. —¿En qué podemos servirla, señorita?

Clarissa pensó que se había presentado correctamente, y estuvo a punto de no decir nada para no estropear el momento, pero se obligó a hablar.

—Acabo de ver a alguien en el jardín. Creo que era la señora Rowland, de la aldea. ¿Se lleva ropa de aquí para lavar o remendar, tal vez?

Se imaginó que las criadas podrían decirle «¿Y qué le importa eso a usted?»

—¿Ella? ¡Ni hablar! —dijo la cocinera. —Ha venido aquí alguna que otra vez a hablar con su señoría, con la viuda lady Amleigh, quiero decir. A mendigar, si me lo pregunta, con todos los aires que se da. Pero hoy no, señorita.

Decir algo ante ese comentario no serviría de nada. Tal vez debería ir a hablar con la viuda.

Salió de la cocina y se dirigió a la parte frontal de la casa. Pero era el tipo de casa laberíntica construida por fases, en la que ningún corredor seguía una línea recta. Ya comenzaba a pensar que tendría que gritar pidiendo auxilio cuando, por si acaso, abrió una puerta y se encontró en el vestíbulo de entrada.

¿Y ahora qué? Ya empezaba a parecerle un poco tonta su alarma por la señora Rowland, pero de todos modos decidió buscar a la lady viuda.

En ese momento la casa estaba tan silenciosa como el jardín, pero había visto un cordón para llamar en la salita de estar donde estuvo conversando con Nicholas. Iba en dirección a esa salita cuando Nicholas salió de otra sala.

—Ah, ya se ha pasado la hora —le dijo sonriendo.

Si había deseado cerrar la mente para no tomar decisiones, lo había conseguido, sin duda. En todo ese rato no había pensado ni una sola vez en Hawk. Tal vez por eso su pensamiento se había aferrado con tanto afán a ese pequeño misterio.

Pero ahora que había vuelto a pensar en esa idea, expulsó a todas las demás.

—Sigo deseando verlo —dijo.

—Muy bien...

—¡Nicholas! ¡No logro encontrar a Arabel! Los dos se giraron y vieron a Eleanor bajando veloz la escalera, con la cara blanca como el papel. Nicholas la cogió en sus brazos. —Le gusta esconderse...

—Hemos registrado su habitación, y las otras cercanas. —Se apartó de él y se dio media vuelta mirando el vestíbulo. —¡Arabel! ¡Arabel!

Él volvió a abrazarla.

—Tranquila, no puede haber bajado aquí. Pondremos a todo el mundo a buscarla.

Con y Susan acababan de salir de la misma sala de donde había salido Nicholas. Inmediatamente fueron a llamar a todos los criados para que ayudaran en la búsqueda, por dentro y fuera de la casa, y enviaron un mensaje a la aldea pidiendo ayuda.

Los Delaney subieron corriendo la escalera, llamando a su hija a gritos. Ya atrapada por el miedo, Clarissa subió detrás, pensando que la niñita podría estar atrapada en una cesta o cajón sin poder salir o caída al pie de alguna escalera.

Al llegar a la primera planta vio que no había otra escalera para seguir subiendo, y estaba pensando por dónde comenzar la búsqueda cuando recordó lo de la señora Rowland. La idea era tan ridícula que no se atrevió a molestar a Nicholas con eso, por lo que bajó corriendo en busca de Con, y lo encontró en el vestíbulo de entrada dirigiendo la búsqueda. Le explicó rápidamente lo de la mujer.

—¿Estás segura de que era ella?

—Casi totalmente —contestó, ya menos segura.

Casi dijo: «Jetta bufó», pero eso la haría parecer idiota.

—¿Llevaba algo has dicho?

—Me pareció un bulto con ropa para lavar, o para remendar. Entonces él entrecerró los ojos.

—Hablaste de ella antes. Dijiste que te recordaba a alguien, ¿verdad?

—A la adivina. —Horrorizada al recordarlo, hizo una inspiración profunda y continuó: —Me habló de los Pícaros. Y me dio las iniciales de Nicholas.

Le contó rápidamente la sesión con la adivina.

¿Quién podría tener interés en el dinero de Clarissa y en los Pícaros?

Al oír la voz, Clarissa se giró y vio a Hawk ahí, con el sombrero, la fusta y los guantes en la mano. Se encontraron sus ojos en un repentino choque de necesidades y problemas.

—Madame Thérèse Bellaire —dijo Con, y al instante añadió: —Eso es una locura. ¿Con qué fin estaría en Inglaterra? —Pero ya iba corriendo escalera arriba. —Tenemos que decírselo a Nicholas. Dios mío...

Clarissa y Hawk subieron corriendo detrás de él.

Encontraron a los Delaney abriendo y cerrando cajones y armarios que seguro ya habían revisado antes.

Mientras Con les explicaba el asunto, los dos fueron palideciendo hasta quedar blancos como el papel.

—Thérèse —musitó Nicholas. —Dios mío, por favor, no.

Eleanor le cogió el brazo y se abrazaron estrechamente.

Clarissa recordó que madame Bellaire era la mujer que reunió el dinero que luego le robó Deveril. Cuando Nicholas le contó eso ella pensó que tenía que haber algo más en la historia.

Ojalá hubiera seguido a la mujer. O hubiera hecho algo.

—Tenemos que seguirla —dijo Nicholas, volviendo a la vida. —¿Qué camino dijiste que tomó? —le preguntó a Clarissa.

—El que baja a la aldea. —Le explicó exactamente la ruta.

Antes que pudiera decir que lamentaba no haberla seguido, Hawk dijo:

—Ese camino se bifurca más allá en tres. Y dudo que haya tomado el que baja a la aldea. Ayer se llevó a toda su familia en una carreta.

—¿Adónde? —preguntó Nicholas.

—Nadie lo sabe, y no lo sabremos hasta que vuelva el viejo Matt y nos diga hasta dónde condujo esa carreta con la carga. Madame Mystique debe de tener una sede en Brighton. Si es que es ella —añadió, mirando a Clarissa. —Las adivinas pueden ser muy misteriosas.

—¡Lo sé! No estoy segura de nada.

Percibió la necesidad de Nicholas de salir corriendo, pero este miró a Hawk.

—No estoy en condiciones de pensar, Hawkinville. Colijo que ese es tu fuerte. ¿Podrías tomar el mando?

Clarissa vio subir el color a las mejillas de Hawk. Entonces recordó que él y Nicholas podrían considerarse en lados opuestos respecto a ella. Nada de eso importaba ya.

—Por supuesto —dijo Hawk. —Pero estoy seguro de que querrás hacer algo. Podrías seguir el sendero que describió Clarissa. Busca pistas o a personas que pudieran haber visto a la mujer o al viejo Matt. Llévate contigo a dos de los mozos de Con para que sigan las otras rutas cuando se bifurque el camino.

Nicholas abrazó fuertemente a su mujer y se marchó. Susan se acercó a Eleanor y le cogió la mano.

Entonces Hawk se volvió hacia Con.

—Quiero que vayas a Brighton por la ruta más directa, buscando a la francesa o al viejo Matt. Si llegas allí sin haber encontrado ningún rastro o pista, busca la casa de Madame Mystique y regístrala. Hazte acompañar por un par de mozos armados, y ten cuidado.

—Sí, sí, señor—dijo Con, irónico, cuadrándose, aunque sin ningún resentimiento, y se apresuró a salir.

A Hawk se le curvaron levemente los labios ante ese burlón gesto de sumisión.

—¿No debería ir alguien a registrar la casa que ocupaba la señora Rowland? —preguntó Clarissa.

—Sí, lo haré yo. No me llevará mucho tiempo, y requiere un ojo especialmente diligente. Iré a hablar con mi padre también, para ver si sabe algo sobre esa mujer. Se afligió muchísimo cuando se enteró de que se había marchado.

Cuando se estaba girando para salir, Clarissa le cogió la manga. No sabía qué le iba a decir, pero sabía que tenía que decirle algo.

—Encuéntrala.

Él la miró con expresión sombría y le acarició la mejilla.

—Si es humanamente posible...

Como un rayo negro, Jetta se subió a sus botas de un salto, como si quisiera dejarlo clavado ahí. En un momento de locura, Clarissa pensó si la gata intuiría que se dirigía hacia el peligro. Él la cogió, la puso a un lado y salió. Después de sacudirse un poco, Jetta salió corriendo detrás de él. No había otra manera de expresarlo: Hawk llevaría las espaldas bien guardadas.

Cuando se giró, vio la cara de Eleanor.

—Lo siento. Debería haberla seguido.

Eleanor negó con la cabeza.

—Te habría matado, o se te habría llevado a ti también.

—Pero yo habría gritado y dado la alarma. Inmediatamente.

A Eleanor la había abandonado esa plácida tranquilidad que la caracterizaba, pero se le acercó y le cogió las manos.

—¿Por qué? ¿Por qué te ibas a imaginar algo tan horrible? La vida sería insoportable si todos nos precipitáramos a sacar conclusiones cada vez que vemos algo que se sale de lo normal.

—Pero yo debería haber aprendido de la experiencia —dijo Clarissa amargamente. —Todas las personas que tienen algo que ver conmigo acaban mal.

Eleanor la cogió en sus brazos y la estrechó fuertemente.

—No, no, querida mía. Son todos los que tienen algo que ver con Thérèse Bellaire los que acaban mal. En realidad —añadió, con un toque de amargo humor, —Napoleón habría hecho bien si le hubiera retorcido el cuello.