CAPÍTULO 18

 

Clarissa pasó junto a la puerta astillada a la altura del pestillo. Se le había desvanecido toda la hermosa certeza en que había estado flotando, y se sentía como si hubiera caído con un fuerte golpe sobre tierras movedizas. ¿Su próximo estallido de violencia iría dirigido hacia ella? ¿Cuando le dijera la verdad?

Más allá de la puerta se extendía la civilización; el campo inglés. Por la orilla de un campo de cebada pasaba un sendero trillado, que por un lado continuaba bordeando la colina de atrás, y por el otro bajaba hacia la aldea, que se veía enfrente.

¿Un sendero hacia dónde? Se había prometido pedirle que se casara con ella si él no le hacía la proposición antes. Vaciló, ante las llamas de la incertidumbre.

—Ese camino sube hasta Hawks Monkton —dijo él, con voz muy normal. —Está a unas tres millas más o menos.

Jetta los adelantó, frotándose por entre las piernas de ellos al pasar. ¿Qué había que hacer sino seguirla?

—Tal vez te gustaría visitar ese lugar algún día —continuó él, como si le estuviera haciendo un recorrido turístico. —Se conservan los restos de un monasterio. Lo poco que queda. Las piedras eran muy útiles, y no podíamos dejarlas ahí.

—¿Podíamos? —preguntó ella. —¿Este terreno es de tu propiedad?

—No, este es de Van. El único terreno que pertenece a la casa en este lado del río es el que rodea Hawks Monkton. En el otro lado nos pertenece el terreno en que está la aldea y casi todo el resto hasta Somerford Court.

Desde esa altura se veía bastante de la casa de lord Amleigh, una sólida casa de piedra con muchas chimeneas.

—¿Jacobina?

—De comienzos del reinado de Carlos primero, pero te acercas bastante. No tiene la elegancia de la casa de Van ni la antigüedad de la mía, y dado que los Somerford no han sido ricos desde la Guerra Civil, la casa tiene partes en mal estado. Pero siempre fue la casa donde más me gustaba estar. —Se detuvo, pensativo. —Siempre era un lugar de amor, amabilidad y días apacibles.

—¿Qué les ocurrió?

¿Más violencia?

Él la miró como si estuviera saliendo de sus recuerdos.

—¿Lo he dicho en pasado? Eso es más obra de mi mente que de la realidad. De todos modos, el padre y el hermano de Con murieron cuando nosotros estábamos en el ejército. Al padre le falló el corazón. Su hermano se ahogó. Fred era un fanático de los barcos. Pero su madre y su hermana menor siguen viviendo ahí, y tiene dos hermanas mayores que están casadas y han formado sus propias familias.

Clarissa agradeció saber que existía una familia normal. Ya empezaba a pensar que eso sólo era algo para las fábulas.

—¿Y lord Vandeimen? No habla de ninguna familia.

Él le hizo un gesto indicándole que reanudaran la marcha y ella obedeció. Se fijó, sin embargo, en que no la tocó, como había hecho tantas veces antes. ¿Ese estallido de violencia significaría un cambio de opinión en él, tanto como lo había significado para ella?

¿Qué debía hacer al respecto?

—Lamentablemente —dijo él, —a Van no le queda nadie. Aunque sea difícil de creer, Steynings era una casa llena de vida. Su madre y una hermana murieron de la gripe que asoló este lugar. Su otra hermana murió en el parto hace un año, exactamente el día de la batalla de Waterloo. Dios sabe que a la muerte no le faltó trabajo ese día. —Guardó silencio un momento, como para reponerse de lo que acababa de decir. —No es de extrañar que su padre se viniera abajo después de todo eso. Se mató de un disparo.

—¿Y cuando lord Vandeimen llegó a casa de vuelta de la batalla se encontró con ese panorama? Qué terrible.

—El matrimonio ha comenzado a curarle las heridas.

Matrimonio, pensó ella; capaz de sanar, capaz de herir. De pronto ya no lo consideró un medio, un agradable asunto de azahares y de cama, sino una fuerza elemental.

—Mis padres no eran así —dijo, medio hablando para sí misma. —Estoy segura de que su matrimonio fue siempre... árido.

—Tal vez no. Muchos matrimonios comienzan con sueños e ideales.

Ella lo miró, cayendo en la cuenta de que estaban hablando de matrimonio justo cuando le había entrado una terrible incertidumbre.

—¿Y tus padres, Hawk?

—¿Mis padres? —dijo él, emitiendo una risita corta, amarga. —Mi padre conquistó a mi madre con engaños para que se casara con él y así apoderarse de su propiedad. Una vez que la tuvo, ya no volvió a pensar en ella, a no ser para hacerla a un lado como a un estorbo cuando se ponía en medio de su camino.

Ella lo miró, pensando que tal vez por fin entendía su renuencia A querer actuar.

—¿Temes ser como tu padre? —le preguntó en voz baja.

Eso lo hizo detenerse otra vez.

—Tal vez —dijo.

Ella ahogó una exclamación de sorpresa, ante su valor.

—¿Si nos casáramos tú y yo, nunca más pensarías en mí a no ser para apartarme de tu camino?

A él le brillaron los ojos de humor, de verdadero humor.

—Si te encontrara en mi camino, seguro que te cogería y te haría el amor ahí mismo.

Ella se rió, sintiendo arder la cara de rubor por el placer.

—Entonces, ¡cásate conmigo, Hawk!

Y así fue como Hawk se encontró paralizado, clavado en la dificultad debido a las palabras que se le habían escapado. Si le decía que no, ella se marchitaría de pena, y si le decía que sí, sería la traición más horrible.

No podía atraparla sin decirle la verdad. Y si le decía la verdad, ella echaría a correr, huyendo.

Llevaba demasiado rato callado. Vio el rubor de la humillación en sus mejillas cuando ella se volvió y continuó caminando a trompicones por el sendero.

Él la detuvo cogiéndola por la cintura, desde atrás, y atrayéndola hacia .

—Clarissa, lo siento. Has sido muy generosa y yo... deslumbrado por el sol y la loca aventura contigo en ese jardín agreste, no estoy en situación de tomar una decisión lógica.

Ella trató de soltarse y él sintió caer lágrimas en sus manos. Por temor a hacerle daño, la soltó.

Ella se giró hacia él, limpiándose enérgicamente los ojos con las dos manos.

—¡Lógica! ¿Niegas que fuiste a Cheltenham en busca de la Heredera del Diablo?

—No.

—Entonces, ¿por qué, por el amor de Dios, cuando el conejo desea saltar a las fauces del lobo, te echas atrás?

—¡Tal vez porque los conejos no deben saltar a las fauces, caramba!

Ella se plantó los puños en las caderas.

¡Ah! ¡Así que me echas a la cara mi osadía y te aferras a tus usos convencionales! —Lo miró de arriba abajo, con una mirada magníficamente aniquiladora. —Tenía mejor opinión de ti, señor.

Dejando claro eso, se dio media vuelta y echó a caminar, y él no intentó detenerla. Se quedó quieto un momento, observándola, traspasado por la admiración y un ardiente deseo.

Dios santo, deseaba a ese tesoro de mujer de todas las maneras posibles. Obligó a sus pies a moverse para seguirla, pensando desesperado, dándole vueltas y vueltas a las cosas, para encontrar una respuesta, una solución. Y lo hacía tanto por ella como por él. No soportaba verla sufrir así.

Podría aceptar su proposición de matrimonio. Sabía que eso sería una canallada, pero encontraba razones para justificarse.

Ella lo amaba y tal vez lo perdonaría. Tal vez aceptaría un futuro como lady Deveril. Si no, sería la parte ofendida y podría separarse con las banderas ondeando al viento. Él no cogería de su dinero ni un penique más de lo que era absolutamente necesario, y nunca le limitaría la libertad. Le daría el divorcio si ella así lo deseaba.

Pero el divorcio siempre se consideraba deshonroso para la mujer. Ella nunca volvería a tener la promesa de la vida que llevaba en esos momentos. Él le robaría eso.

Y tendría que ser una fuga, con todos los problemas que ya había considerado, todos los problemas que lo hacían rechazar esa solución. Siempre se había enorgullecido de tener valor y una férrea voluntad, pero en ese momento estaba descubriendo su debilidad. No era capaz de estar seguro de nada que tuviera que ver con Clarissa.

Van.

Le había hecho una promesa a su amigo. Ya se había pasado de la raya con ella. Y fugarse, bueno, eso sí sería un incumplimiento total de su promesa. Van podría incluso sentirse obligado a retarlo a duelo.

¡Dios Todopoderoso! Matar a uno de sus más íntimos amigos o ser matado por él, sería como bajar al punto más hondo del infierno.

El sendero se apartaba del alto muro de piedra y Clarissa tomó la bifurcación que iba hacia el río y el puente de arco. Le observó la espalda derecha y la cabeza bien erguida.

Qué valor tenía, aunque estaba seguro de que seguía conteniendo las lágrimas. Estaba herida, eso lo sabía. Ella no estaría de acuerdo en ese momento, pero era una herida pequeña que el tiempo sanaría.

Debía atenerse a su otro plan y dejarla volar en libertad.

 

 

Clarissa observó a un grajo salir volando del campo que tenía delante de ella y deseó poder volar así para eludir esa atroz situación. Pero lo único que podía hacer era darse prisa para reunirse con su grupo y volver a Brighton.

A Brighton, vacío y sin sentido.

No más Hawk.

¿Por qué le había ido detrás si no la deseaba? ¿Por qué la besó así en el jardín abandonado si no la deseaba? ¿Sería cierto lo que decían, que si tenía la oportunidad un hombre besaría y le haría el amor a cualquier mujer?

A ella no le pareció que fuera así, pero ¿qué sabía ella de la realidad entre hombres y mujeres?

Pero, ay, le dolía pensar que todo su dinero no la endulzaba lo bastante para parecerle a él apetecible.

Estaba segura de que él la seguía, y deseó girarse a gritarle cosas estúpidas para salvar su orgullo. Que no lo deseaba, que no lo necesitaba. Que encontraba horrendos sus besos.

Se mordió el labio. Como si alguien fuera a creérselo.

Lo único que podía hacer era escapar con las briznas de su dignidad intactas.

¿Y después qué?

No más Hawk.

Ni Hawk in the Vale.

Ningún cielo para ella. Nunca.

Llegó a una escalera para pasar por una cerca y se quedó un momento mirando como una estúpida los peldaños de madera como si fueran un obstáculo insuperable. Finalmente se recogió las faldas para subir.

Entonces Hawk la adelantó, pasó al otro lado y le tendió la mano para ayudarla. Tuvo que mirarlo otra vez. ¿Se engañaba al pensar que sus ojos reflejaban la pena de ella?

Puso la mano en la de él y al verla se dio cuenta de que la llevaba sin guante. En algún lugar del jardín abandonado había perdido ese símbolo de la dama de buena crianza.

Cuando hubo subido un peldaño, él le dijo, de pie en el otro lado:

—Lo siento, Clarissa. Sabes cómo volver loco a un hombre descontrolándolo del todo.

—ha sido por casualidad, créeme. No sé nada.

—No debí contestarte así a esa proposición.

Estaba cerrándole el paso, pero estando ella subida en el peldaño, le sacaba a él más de un palmo. ¿Querría permitirle esa superioridad?

—Lo he dicho en serio —continuó él. —Estoy deslumbrado. Este ha sido un día inesperado y extraordinario, y nuestra aventura en el jardín abandonado fue para volver loco a un hombre. Debes comprenderlo.

A ella comenzaban a derretírsele las astillas de hielo en el corazón, pero en realidad no le estaba diciendo nada. Ni aceptaba su proposición.

—No puedo contestarte ahora —continuó él. —Te conté lo de mis padres. Mi madre se lanzó al matrimonio con mi padre en un estado de adoración ciega, y luego se aferró a su decepción todo el resto de su vida. El matrimonio no es algo que se deba decidir en un estado de emoción.

Ella lo miró, hacia abajo, claro.

—¿Me comparas con tu padre? ¡Eres tú el cazador de fortunas, señor!

—¿Por qué, entonces, me pediste que me casara contigo?

A ella le ardieron las mejillas y supo que nuevamente las tenía rojas.

—Muy bien. Igual que tu padre, deseo Hawk in the Vale. Al menos soy sincera en eso. Y no te haré a un lado si te encuentro en mi camino. —Había algo bueno en sentir rabia, comprendió, y también en tener un palmo más de altura. —Y fuiste tú el que fue a Cheltenham a buscarme.

—Sí.

—¿A ver cómo era antes de pensar en comprometerte?

A él se le curvaron los labios en una sonrisa.

—Me gustó lo que encontré.

—Y me sugeriste que viniera a Brighton.

—Sí.

—Y me besaste en la feria.

—Sí.

—Y me llevaste a ese jardín agreste.

Él daba la impresión de estar recibiendo una paliza. Pero eso no la detuvo. No volvería a jugar a coqueteos, nunca más. Subió al peldaño del medio y aún quedó más alta que él.

—Así, pues, comandante Hawkinville. ¿Qué va a ocurrir ahora?

—Vas a volar como el azor que eres.

Le puso las manos en la cintura, la levantó y le dio dos vueltas completas en volandas; después la dejó en el suelo al otro lado de la cerca.

Ella pisó el suelo riendo a su pesar.

—Nunca nadie me ha hecho eso, Hawk. Hacerme volar.

Se refería a mucho más que a darle una o dos vueltas en volandas, y sabía que él lo sabía.

¿Y ahora qué? ¿Debía arriesgarse a quedar destrozada proponiéndole matrimonio otra vez?

Un grito interrumpió el momento.

El grito de un niño pequeño.

Pasado un momento de aturdimiento Clarissa recordó que el grito había ido acompañado de un chapoteo en el agua. Hawk ya iba por la mitad del campo en dirección al río; ese río tan profundo que había mantenido a la aldea en un lado hasta que construyeron el puente. Se recogió las faldas y echó a correr detrás de él, sorteando a las vacas que estaban algo sorprendidas.

El niño seguía gritando, pero no lograba ver la orilla del río debido a los arbustos. Si gritaba quería decir que estaba bien, pero entonces comprendió que podría haber más de un niño. Uno gritando y el otro ahogándose.

Hawk sabía nadar. Al recordar eso dio gracias a Dios.

Pararon los gritos y vio que Hawk ya había llegado; a su lado se encontraba una niñita apuntando. Entonces él se abrió paso por entre los arbustos.

Corrió el último trecho, casi sin aliento, y le cogió la mano a la niña. Vio a un niño agitando los brazos en el agua que afortunadamente estaba en un lugar poco profundo cerca de la orilla.

Hawk le cogió la mano al niño y tiró de él.

Estaba salvado.

A salvo.

Logró recuperar el aliento con varias respiraciones y se dejó caer sobre la hierba, sentando a la niñita en su falda.

—Tranquila, tranquila, cariño. Todo está bien. El comandante Hawkinville ya tiene a tu amigo.

La niña de pelo moreno era muy pequeña para estar ahí sin una persona adulta, y el niño no parecía ser mucho mayor. No era de extrañar que hubieran tenido ese problema.

Asombrada por el silencio de la niña, le giró la cara hacia ella y vio las lágrimas que brotaban de sus grandes ojos azules, pero, curiosamente, sin emitir el menor sonido.

—Ay, preciosa, llora, llora si quieres.

Se cogió la orilla de la falda crema y le secó los ojos. A la niñita se le escapó un hipo, pero eso fue el único sonido que hizo. De repente, la pequeña hundió la cara en su hombro y se aferró a ella, temblando igual que Jetta ese primer día. La abrazó fuertemente y comenzó a hacerle arrullos.

Se le ocurrió mirar alrededor en busca de la olvidada gata, y ahí estaba, echada sobre la hierba con los ojos fijos en la niña que ella tenía en la falda. Le hizo espacio y Jetta saltó a ocuparlo.

La niña se encogió de miedo, pero Jetta se le acercó más, ronroneando, hasta que la niñita alargó una mugrienta mano y la tocó. Después, rodeó a la gata con los brazos temblorosos y sus lágrimas cayeron sobre el sedoso pelaje.

Hawk ya había sacado al niño del agua y lo tenía abrazado también. Tanto él como ella se estaban quedando bastante embarrados, pero a él no parecía importarle, y a ella tampoco, lógicamente. La alegró ver que él no estaba gastando saliva reprendiendo a gritos al asustado niño.

Hundió la cara entre los rizos de la niña para ocultarla. Todo lo que el comandante Hawk Hawkinville hacía, la volvía loca. En cierto modo, incluso lo admiraba por no haber cogido al vuelo el premio que ella le había puesto colgando delante.

Pero sería un padre maravilloso. Nunca se le había ocurrido pensar en eso, pero deseaba que él fuera el padre de sus hijos.

El llegó hasta ellas con el niño.

—Parece que habla principalmente francés y es de disposición taciturna, pero es uno de los hijos de la señora Rowland, así que esta debe de ser la otra.

—¿Quién es la señora Rowland?

—Una señora belga casada con un oficial inglés inválido. Tiene unas habitaciones alquiladas en la aldea.

—Sus hijos no deberían andar solos por aquí.

—No, pero va escasa de dinero. A veces tiene que ausentarse, para hacer gestiones por una herencia. La gente le ha ofrecido ayuda, pero es orgullosa. Pasaremos a dejar a los niños a su casa.

De mala gana Clarissa se apartó de la niña y la gata y levantó una mano. Él la ayudó a levantarse, con la niñita todavía aferrada a ella.

La miró de arriba abajo.

—Por lo menos ahora nadie hará comentarios de las manchas de tu vestido.

Clarissa se echó a reír.

—Decididamente todavía no estoy atada por vanidades mundanas.

De todos modos, no quería que él recordara todo lo que había ocurrido entre ellos, y no supo qué más decir. Centró la atención en que la niñita estaba descalza y el niño también.

—¿Dónde te dejaste los zapatos, pequeña? —le preguntó en francés.

La niñita agitó los rizos oscuros, diciendo no.

—No llevábamos zapatos —dijo el niño.

—Eso no es raro en el campo —dijo Hawk, —y menos aún en el Continente. Pero sospecho que estos dos salieron de su casa sin permiso. Su madre debe de estar frenética.

Atravesaron el puente y entraron en la aldea. Una mujer nervuda que estaba pasando con una cesta se detuvo e hizo chasquear la lengua.

—Estos diablillos. ¿Quiere que los lleve yo, señor?

Hawk le dio las gracias, aunque rechazando el ofrecimiento, y continuó caminando. Pasaron por la parte de atrás de una bulliciosa herrería y él se detuvo ante la puerta de atrás de una casa de más allá.

—Bert Flagg le alquila estas habitaciones —dijo.

—Una casa tosca para un oficial y su mujer —comentó Clarissa.

—Sí, pero ella vive de la caridad de mi padre. Asegura que tiene un parentesco lejano con él. A él le encanta su compañía, eso sí. Dice que la ha invitado a vivir en la casa solariega, pero ella se niega. Es una mujer rara, difícil.

Golpeó la puerta de la muy silenciosa casa. Las ventanas estaban tapadas por toscos trapos, así que Clarissa no pudo ver el interior.

—Tal vez ha salido a buscar a los niños —dijo.

Justo entonces se abrió la puerta y salió una mujer vestida con ropa oscura. La única nota de color era la blanquísima cofia que le cubría el pelo canoso y llevaba atada bajo el mentón con unas delgadas cintas; unas oscuras ojeras le ensombrecían la cara.

—Oh, mon Dieu! —exclamó, arrebatándole la niñita de los brazos a Clarissa. —¡Delphie!

A continuación soltó una parrafada en francés, tan rápido que Clarissa no logró entenderla.

Entonces Clarissa oyó un sonido y al mirar al suelo vio a Jetta, con el lomo erizado, y siseándole a la mujer. Se apresuró a cogerla en brazos.

—Chss.

Jetta se relajó, pero continuó mirando fijamente a la señora Rowland. Clarissa casi oía el silencioso bufido y sabía cómo se sentía la gata. Sí, cualquier madre puede reprender a sus hijos por haberse metido en un peligro, pero en la señora Rowland se veía fría furia, no miedo por sus hijos.

Entonces miró al niño, al que Hawk ya había dejado en el suelo. Estaba asustado. Cualquier niño tendría miedo de ser sorprendido en una diablura y de haber puesto a su hermana pequeña en peligro. De todos modos, ella notaba algo raro en ese miedo. Sintió un intenso deseo de interponerse entre la mujer y sus hijos, tal como lo hizo entre Jetta y los patitos.

De repente la señora Rowland dejó en el suelo a la niñita y dijo en claro francés:

—Ven, Pierre. Entra y lleva contigo a Delphie.

Pierre caminó hasta su hermana, con la cabeza erguida, la cogió de la mano y entró con ella en la casa.

—Gracias, comandante Hawkinville —dijo entonces la señora Rowland en inglés, con un marcado acento francés.

Daba la impresión de que hubiera estado comiendo vidrio.

—Cualquiera los habría auxiliado —dijo él. —¿Me permite que le pida, señora Rowland, que no sea demasiado severa con ellos? Creo que con el susto ya han aprendido la lección.

La mujer no se ablandó.

—Deben aprender a no salir a escondidas.

Dicho eso entró en la casa y cerró la puerta.

Clarissa pestañeó, sorprendida por esa falta de gratitud, aunque también porque le pareció reconocer algo en aquella mujer. ¿Quién? ¿Dónde? Estaba segurísima de que no conocía de antes a la señora Rowland.

Hawk echó a caminar, instándola a alejarse.

—No podemos hacer nada. Cualquier familia de la aldea les daría una buena zurra a este par por eso.

—Lo sé. Pero no me gusta esa mujer. —Acarició a la gata que llevaba en brazos. —Jetta le bufó.

—Muy comprensible. Es la segunda vez que hablo con ella y nuevamente me ha puesto el vello de la nuca de punta. Pensé que me evitaba, aunque en realidad evita a todo el mundo, a excepción de mi padre.

Dieron la vuelta por la herrería y salieron al prado.

—¿Visita a tu padre?

—Sí, y, curiosamente, él se pone nervioso o inquieto si ella se pasa muchos días sin ir a verlo.

—¿No te gusta eso?

Él la miró de soslayo.

—Una vez te dije que tiendo a sospechar de cualquier detalle insignificante que me llame la atención.

—Yo sospecho que tus instintos están muy bien afinados.

La mirada de él se volvió penetrante, intensa.

—Aquella vez, recuerdo, me refería a la señorita Hurstman. ¿Tienes algún motivo para preocuparte o temer algo de ella?

Clarissa sintió la tentación de decírselo. Pero no. En ese momento no estaba del todo segura de que pudiera confiarle sus secretos.

—Sin duda Hawk Hawkinville puede hacer investigaciones acerca de una belga casada con un oficial británico apellidado Rowland.

—Hawk Hawkinville ha estado algo ocupado, pero sí, la próxima vez que vaya a Londres pasaré a ver qué tienen acerca de ellos en los archivos de la Guardia Montada. Me da mala espina, pero probablemente es sólo una mujer pobre que se encuentra en una situación muy difícil y tiene una naturaleza arisca. ¡Cáspita! —exclamó entonces, —es probable que Maria ya esté en la posada Peregrine y echando humo por nuestra tardanza. ¡Vamos!

Le cogió la mano y atravesaron a toda prisa el prado. Ese era el momento en que Clarissa se había prometido proponerle matrimonio.

Pero ya lo había hecho, y sido rechazada. Le dolía no lograr imaginarse cómo se las arreglaban los hombres para armarse de valor para hacerlo, sobre todo la segunda vez.

Había subido al cielo en sus brazos, después bajado en picado de miedo ante su violencia, y luego se había sentido dolida, furiosa y humillada por su rechazo. Pero seguía amándolo. Idiota tonta y chiflada; seguía amándolo, y no abandonaba la esperanza.

—Que casa más horrenda —comentó, cuando ya casi habían llegado a la posada, refiriéndose a la casa estucada vecina.

—Absolutamente.

—Si tu padre es el dueño de la aldea, ¿no necesitaba su permiso para construirla?

Él se detuvo y la giró hacia él.

—Clarissa, debo decirte una cosa.

—¿Sí? —preguntó ella, con el corazón acelerado, presintiendo que era algo importantísimo.

—Mi padre está tremendamente endeudado con Slade, el dueño de esa casa. Por eso no pudo impedírselo. Mi padre le ha pedido préstamos a Slade, hipotecando Hawkinville Manor y todas sus propiedades. Si no conseguimos pronto el dinero para pagar esa deuda, Slade será el dueño y señor aquí. Y lo primero que pretende hacer es derribar la casa solariega y las casitas de los inquilinos para construirse una casa aún más monstruosa a la orilla del río.

Ella lo miró fijamente, pasmada, paralizada por una sensación de pérdida casi física.

—¡No puedes permitirlo! Mi dinero. Es mi dinero lo que necesitas, ¿verdad? ¿Por qué, entonces...?

Él movió la cabeza, haciendo un gesto de pena.

—No puedo explicártelo todo ahora, Clarissa. Pero quería que supieras la verdad. Para que entendieras.

—Pero es que no lo entiendo.

—¡Comandante Hawkinville! Buen día tenga, señor.

Los dos se giraron hacia el hombre que había salido de esa monstruosidad blanca. Era de edad madura, de buena figura e iba bien vestido. Si fuera gata le habría bufado, pensó Clarissa.

Hawk la rodeó con un brazo como para protegerla y continuó caminando, para eludir al hombre.

—Hace un día precioso, ¿verdad? —insistió Slade.

—Ahora un poco menos —contestó Hawk.

Clarissa notó su tensión, el deseo contenido de hacer algo violento. El maldito Slade tenía que saberlo, y lo atormentaba a posta.

—¿Tuvieron un accidente usted y su hermosa dama, comandante? —preguntó el hombre, mirándolos a los dos de arriba abajo, con los ojos entrecerrados.

Ella cayó en la cuenta de que además de tener el vestido hecho un desastre todavía llevaba la pamela colgando a la espalda, y su pelo tenía que estar todo alborotado. Una rápida mirada a Hawk le indicó que, por una vez, él se veía casi tan desastrado como ella.

—Sólo el encuentro con usted, señor —repuso Hawk.

—Eso me imaginé —dijo Slade, en un tono impregnado de insinuaciones malignas.

Clarissa sintió la honda inspiración que hizo Hawk y se apresuró a ponerse entre él y Slade.

—Usted debe de ser el señor Slade. El comandante Hawkinville me ha contado lo amable que ha sido usted con su pobre padre.

Slade se quedó inmóvil y sus ojos entrecerrados pasaron de ella a Hawk.

Hawk volvió a ponerle la mano en la espalda, instándola a continuar caminando.

—Clarissa...

—Qué feliz le hará saber —continuó ella, eludiéndolo otra vez— que muy pronto será compensada su generosidad. Soy una mujer muy rica.

Encontró delicioso ver palidecer de sorpresa y furia al odioso Slade, pero no se atrevió a mirar a Hawk. Casi seguro que también estaba pálido por la sorpresa y la furia, pero ella no soportaba verlo atormentado así por ese hombre.

—Mis felicitaciones, comandante —escupió Slade.

—Gracias, Slade —dijo Hawk, secamente. —Debe de ser un inmenso alivio saber que sus generosos préstamos serán pagados en su totalidad y con intereses antes de que venza el plazo.

—Un matrimonio precipitado, ¿eh? Prudente, sin duda.

Clarissa volvió a ponerse delante de Hawk y encaró al fundidor de hierro, deseando arrojarlo al suelo de un puñetazo.

—No, señor, nada de eso. Llevará tiempo organizar una fiesta grandiosa, como es debido. En el prado comunal de la aldea, sin duda, puesto que la familia del comandante Hawkinville es tan importante aquí.

Ay, Dios, sentía la abrasadora furia de Hawk quemándole la espalda.

—El plazo de pago de los préstamos vence el uno de agosto, señorita.

Ella arregló su expresión de modo que pareciera de asombrada repugnancia.

—Si insiste en el pago puntual, señor, mis abogados lo dispondrán todo. De ninguna manera y bajo ninguna circunstancia permitiré que Hawkinville Manor cambie de dueño.

Entonces Hawk la rodeó con el brazo y la atrajo hacia su costado, tenso de furia.

—Como ve, Slade, no tiene ningún sentido que alargue su residencia aquí.

El hombre continuaba pálido, pero habían aparecido manchas rojas de rabia en sus mejillas.

—Creo que esperaré para bailar en su grandiosa boda, comandante.

—Si insiste.

Diciendo eso Hawk hizo girar a Clarissa hacia la posada. Justo entonces Slade dijo:

—¿El nombre de la novia es un terrible secreto?

Ella se giró a contestar:

—No, en absoluto, señor Slade. Soy la señorita Greystone. Hay quienes me llaman la Heredera del Diablo.

Entonces la alejó un brazo fuerte como el hierro. Ay, Dios, lo que acababa de hacer era absolutamente desmadrado, pero también del todo satisfactorio. Seguro que Slade estaba babeando de furia.

También lo estaría otro; no babeando, pero sí furioso.