CAPÍTULO 05

 

Brighton, Sussex

Julio

 

Clarissa llegó con Althea a Brighton en un elegantísimo coche y con jinetes de escolta. Su tutor el duque de Belcraven le envió su coche de viaje y sus lacayos para que atendieran a su comodidad y seguridad. Sus abogados fideicomisarios, los señores Euston, Layton y Keele, a los que ella llamaba los ELK, se habían ocupado de todos los demás detalles con toda magnificencia.

Todo eso resultó algo desafortunado, no teniendo ella todavía ningún vestido elegante y Althea sí. En todas las paradas, los posaderos y sirvientes se arrastraban serviles ante Althea y suponían que ella era la doncella. Ella lo encontraba divertido, y en una de las posadas incluso logró escaparse a alternar y cotillear con las criadas en la cocina. Pero la pobre Althea se sentía mal con eso.

Ese problema se solucionaría muy pronto. Una famosa modista de Brighton le había tomado las medidas y ya debería tenerle listo un guardarropa completo, elegido por ella misma; sólo faltaría hacerles los últimos ajustes.

Pese a su buen número de temores, no veía las horas de encontrarse inmersa en esa aventura. Ya en Brighton, mirando por la ventanilla los grupos de elegantes paseando por Marine Parade, el paseo marítimo, bajo el sol de julio, se sentía como un pajarito al emprender su primer aterrador pero estimulante vuelo.

O tal vez como un pajarito expulsado del nido aleteando desesperado.

Desde el momento en que tomó su impulsiva decisión, todo se le escapó de su control. La señorita Mallory la aprobó totalmente y Althea estaba burbujeante de entusiasmo. El duque y los ELK pusieron inmediatamente por obra la idea. Lo único que le quedó por hacer a ella fue consultar revistas de moda, mirar muestras de telas y elegir sus nuevos vestidos.

No fue necesario seguir la recomendación del comandante Hawkinville. Los ELK le aseguraron que siempre había casas disponibles para las personas dispuestas a pagar bien, y le alquilaron una en el Número 8 de Broad Street, que constaba de un comedor, dos salones y tres excelentes dormitorios, aparte de las dependencias del servicio y los cuartos para la servidumbre.

Ella encontraba que esa cantidad de espacio era excesiva para dos personas, pero claro, había que tener en cuenta a la dama contratada para que le sirviera de carabina y guía en la sociedad, una tal señorita Hurstman. La sorprendía un poco que la dama fuera una solterona y no una viuda, pero no le cabía duda de que los ELK habrían elegido lo mejor de lo mejor. La descripción que le dieron de la dama fue: «Totalmente conocedora de los usos y estilos de la buena sociedad, y conectada con todas las mejores familias».

Los ELK también se habían encargado de contratar a una doncella y a un lacayo, además del personal que venía con la casa. Ella se reía al pensar en todo ese séquito, pero en realidad la ponía nerviosa. En la casa de sus padres, en que se ahorraba hasta el último penique, una única criada para la limpieza, que normalmente atiende la planta superior, tenía que atender toda la casa y hacer de doncella de la señora también.

En realidad, seguía produciéndole incomodidad eso de gastar tan pródigamente, y más aún porque no se sentía merecedora en absoluto del dinero de Deveril. Ella lo había odiado, por lo que tuvo que ser un capricho de él, cuando redactó su testamento, hacerla heredera de todo. Bueno, por lo menos no tenía ningún heredero legítimo. Cuando ella manifestó sus dudas, le dijeron que él había muerto sin heredero. Si no hubiera sido por el testamento, todo el dinero habría pasado a la Corona.

Tal vez para hacer más cúpulas doradas, pensó, al captar en un atisbo el pasmoso Pabellón del príncipe regente. Estaba impaciente por visitarlo, pero no podía lamentar no haberlo financiado.

No podría lamentar nada de eso, y en parte eso se debía a su secreta expectación de encontrarse nuevamente con el comandante Hawkinville. Había disuadido a Althea de hablar de él, simulando que lo consideraba de muy poca importancia, pero en ese momento, cuando el coche iba avanzando por la calzada del paseo marítimo, con el mar por un lado y los altos edificios estucados por el otro, tocó furtivamente la tarjeta rectangular que llevaba en el bolsillo de su sencillo vestido de viaje.

Hawk in the Vale, Sussex. Lo había buscado en el diccionario geográfico. Estaba a seis millas al interior de Brighton. No era lejos, pero tal vez él no venía con mucha frecuencia.

O tal vez sí.

Tal vez no se encontrarían. Tal vez cuando se encontraran ella no lo encontraría tan fascinante, o él no estaría interesado en ella. O tal vez sí.

Al fin y al cabo, si él iba detrás a su fortuna, la buscaría y le ofrecería asiduas atenciones. ¡Eso esperaba!

En el diccionario hacían mención de su casa, Hawkinville Manor, una antigua casa amurallada en la que quedaban restos de una fortaleza medieval. Pintoresca, decía el autor, pero no de una elegancia arquitectónica notable.

¿La vería algún día?

Entonces tomó conciencia de la atención que atraían. Varias personas elegantes se giraban a mirar pasar el magnífico coche y los jinetes de escolta; las damas y caballeros se llevaban los monóculos a los ojos para observar. Traviesamente ella los saludó agitando la mano, y Althea se echó atrás riendo.

—¡Compórtate!

—Ah, muy bien. ¿Viste las casetas de baño con ruedas que iban entrando en el agua? Yo quiero bañarme en el mar.

—A mí me parece que tiene que ser horrorosamente frío, y dicen que los hombres miran con catalejo.

—¿Sí? Pero bueno, ellos también se bañan, ¿no? Me interesa saber dónde se puede comprar un catalejo.

—¡Clarissa!

Clarissa reprimió una sonrisa. Quería a Althea como a la hermana que nunca tuvo, pero, como todas las hermanas, eran muy distintas. Althea jamás sentiría la loca curiosidad ni el entusiasmo que la acicateaban a ella. No lo entendía.

Pero era consciente de que debía dominar esa parte de ella. Ya le sería bastante difícil ser aceptada por la sociedad. Por el bien de Althea, no debía haber ni un asomo de escándalo.

El coche comenzó a virar, y al levantar la vista vio las palabras «Broad Street»[2] pintadas en la pared.

—Por fin. Hemos llegado.

—Ah, estupendo. Ha sido un viaje largo, pero encuentro que sería una ingratitud quejarse de tanto lujo.

—Y no nos encontramos con ningún bandolero. —¡Alabado sea el Señor! —exclamó Althea. Clarissa ocultó una sonrisa.

A pesar de su nombre, la calle no era muy ancha, y el inmenso coche ocupaba una buena parte de ella. Las casas de ambos lados eran de tres plantas con ventanas saledizas en cada planta. Sin embargo, lo único que separaba la casa de la acera era una corta escalinata y el espacio rodeado por las barandas del foso de la escalera que bajaba a las dependencias de servicio del semisótano.

De todos modos, ella había visto calles más estrechas en las cercanías, y comprendió que esa sí era ancha según los criterios de Brighton.

El coche se detuvo delante del número 8, una casa ELK perfecta, con resplandecientes ventanas, cortinas de encaje y marcos de madera de vivo color amarillo. Se abrió la puerta y apareció el ama de llaves, ELK también. Rolliza y de mejillas como cerezas.

Uno de los jinetes de escolta abrió la portezuela del coche, bajó los peldaños y las ayudó a bajar. Clarissa se dirigió a la casa sintiéndose como una princesa extraviada que por fin ha encontrado su palacio.

—Buenas tardes, señoras —dijo el ama de llaves, haciendo una reverencia. —¡Bienvenidas a Brighton! Soy la señora Taddy, y espero que se sientan totalmente en su hogar.

Hogar.

Clarissa entró en un vestíbulo estrecho pero acogedor, con suelo embaldosado, molduras de madera blancas y una mesa sobre la que había un jarrón con flores frescas. Hogar le resultaba un concepto muy esquivo, pero esa casa lo sería por un tiempo. Sí que lo sería.

—Esto es muy hermoso —le dijo a la señora Taddy y entonces descubrió que esta estaba mirando a Althea, también suponiendo que ella era la heredera.

Qué impresión más potente causa la ropa.

—Yo soy la señorita Greystone —le dijo, sonriendo, como si simplemente quisiera presentarse, —y ella es mi amiga, la señorita Trist.

Encubrió el azoramiento del ama de llaves haciendo unos cuantos comentarios triviales sobre la belleza de Brighton, pensando al mismo tiempo dónde estaría su carabina.

—Ah, han llegado —ladró bruscamente una voz. —Pasen al salón. Tomaremos el té.

Clarissa se giró a mirar a la mujer que estaba en una puerta. ¡No podía ser!

Era una mujer de edad madura, de piel curtida y unos ojos oscuros y penetrantes. Llevaba el pelo, algo canoso, bien estirado y recogido en un severo moño, que no suavizaba en absoluto una austera cofia, y su vestido era más sencillo aún que el de batista azul que llevaba ella.

—¡No me mire boquiabierta! Soy Arabella Hurstman, su guía hacia la depravación.

Los ELK tenían que haberse vuelto locos. Esa mujer no les conseguiría jamás la entrada en el Brighton elegante.

—Traeré el té, señora —dijo la señora Taddy, a nadie en particular, y se alejó a toda prisa.

Clarissa sintió la tentación de seguirla, pero la señorita Hurstman les ordenó que entraran en el salón frontal, el que daba a la calle.

Era una sala de estar pequeña pero muy acogedora, con las paredes pintadas de color claro y una alfombra floreada. La señorita Hurstman se veía totalmente fuera de lugar ahí. Eso era ridículo. Tenía que haber un error.

Entonces la mujer se giró hacia ellas y las miró de arriba abajo.

—Señorita Greystone y señorita Trist, supongo. Aunque no sé cuál es cuál. Usted —apuntó un huesudo dedo hacia Althea— parece ser la heredera. Pero usted —apuntó a Clarissa— parece ser la olla hirviendo.

—Perdón, ¿qué ha dicho? —preguntó Clarissa.

—No se ponga estirada. Se acostumbrará a mí. Renuncié a ser simpática y complaciente hace treinta años. Alguien me describió a la señorita Greystone como una olla hirviendo, y ahora veo qué quiso decir.

—¿Quién?

—¿Importa eso? Siéntense. Tenemos que planificar la caza de maridos.

Aturdidas, Clarissa y Althea obedecieron.

—Colijo que usted es una protegida de la marquesa de Arden —dijo la señorita Hurstman.

Clarissa no supo qué decir ante esa afirmación.

—Lady Arden fue profesora en el colegio de la señorita Mallory —dijo Althea, llenando el silencio. —Fue muy buena con Clarissa el año pasado en Londres.

Clarissa pensó que eso resumía una situación muy compleja.

—Eso explica a Belcraven, entonces —dijo la señorita Hurstman. —Debe de estar agradeciendo al cielo de ver a su heredero casado con una mujer sensata.

En eso entró la señora Taddy, con una bandeja muy cargada y la dejó delante de la señorita Hurstman.

—Londres —continuó la dama, sirviendo; le pasó una taza a Clarissa. —Duró dos semanas ahí y se comprometió en matrimonio con lord Deveril. Por lo menos acabó con su dinero, lo que indica cierto ingenio.

—No lo elegí yo —declaró Clarissa, pensando qué ocurriría si le ordenara a esa mujer que se fuera de la casa; pero antes tenía que hacerle una pregunta que la quemaba. —¿Por qué alguien me iba a describir como una olla hirviendo?

En los oscuros ojos brilló un destello de humor.

—Porque es necesario vigilar una olla hirviendo, niña, no sea que con tanta burbuja se derrame el caldo. «Burbuja, burbuja, ¿trabajo y problemas?» Ah, pero supongo que tendré problemas con las dos. —Pasó su penetrante mirada a Althea, que casi se atragantó con una miga de galleta. —Usted es una beldad. ¿Ha venido aquí a cazar un marido?

—Oh, no...

—No hay nada malo en eso si es lo que desea. Si no le gustan sus opciones, yo puedo encontrarle un puesto. Uno en el que no abusen de usted. Tenga presente eso. Hay cosas peores que ser una solterona.

—Gracias —dijo Althea, con un hilo de voz.

—¿Y usted? —le preguntó la señorita Hurstman a Clarissa. —¿También desea un marido? —No. —¿Por qué?

—¿Para qué querría un marido? Soy rica.

—La pasión sexual —dijo la señorita Hurstman, dejando boquiabiertas a Clarissa y a Althea. —No me miren como truchas disecadas. La raza humana está impulsada por la pasión sexual, que generalmente lleva al desastre. Si se esperan un tiempo, se enfría, pero durante la juventud, hierve.

Clarissa sintió arder la cara. Seguro que la persona que dijo que ella era una olla hirviendo no quiso decir «eso».

¿Quién podría ser? ¿El duque? No. ¿Lord Arden? No lo creía.

¿El comandante Hawkinville?

Ese pensamiento demostraba que se le estaba descontrolando la mente.

—Y está toda la tontería romántica también —continuó esa asombrosa mujer. —Eso sólo consigue meter a un hombre o a una mujer en un matrimonio imprudente. —Miró la bandeja y cogió un pastelillo diminuto. —Yo fui joven, y bastante bonita, aunque dudo que ustedes se lo crean, y sé de lo que hablo. Muy pronto decidí no casarme, pero de todos modos sentí la tentación una o dos veces. Y eso que no fui tan tonta como para visitar Brighton en verano, donde la brisa lleva esa tontería romántica. Y lo que es peor —añadió, mirando hacia Clarissa, —usted es una heredera. Tendrá que pelear para sacárselos de encima.

Clarissa la miró fríamente.

—¿No es ese su trabajo?

La señorita Hurstman emitió una especie de bufido.

—Lo haré si eso es lo que quiere. Pero casi seguro que no querrá. Probablemente correrá detrás de los más sinvergüenzas. Las jóvenes tontas siempre lo hacen. Eso sí, no toleraré escándalos. Nada de ser sorprendidas medio desnudas en una antesala. Nada de carreras locas a Gretna Green. ¿Entendido? Ahora suban las dos a instalarse. Hoy no hay nada que podamos hacer.

Sin darse cuenta Clarissa se encontró de pie, pero recobró el aplomo.

—Señorita Hurstman, mis fideicomisarios emplearon a una persona para que nos consiguiera entrar en los círculos superiores. Le agradecería...

—¿Cree que yo no puedo hacerlo? No juzgue por las apariencias. Si aquí hay un miembro de la alta aristocracia que no esté emparentado conmigo, probablemente tiene antecedentes turbios. Y aunque no paso mucho tiempo en sus tontos círculos, conozco a la mayoría también. Si quiere bailar el vals con el regente en el Pabellón, se lo puedo organizar. Aunque por qué querría hacerlo, eso es otro asunto.

—¿Aunque yo sea la Heredera del Diablo?

—Estúpido apodo. Centre la atención en la parte heredera. Eso le abrirá todas las puertas. Cien mil libras, tengo entendido.

Clarissa oyó ahogar una exclamación a Althea.

—Más. Están bien invertidas y yo he vivido con sencillez.

—Eso se ve —dijo la señorita Hurstman, mirándola de arriba abajo. —Con esa fortuna en sus manos, ¿por qué va vestida así?

—Usted va vestida igual —señaló Clarissa dulcemente.

—Tengo cincuenta y cinco. Si quiere ser monja, entre en un convento. Si quiere que la presente en la sociedad de Brighton, vístase adecuadamente.

Clarissa deseó decirle que iba a usar vestidos sencillos toda su vida, pero sabía reconocer cuando una rebelión tonta iría en contra de ella. Explicó que la ropa nueva la estaba esperando en el taller de la señora Howell.

—Estupendo —dijo la señorita Hurstman asintiendo. —Iremos allí a primera hora de la mañana y espero que nadie de importancia la vea antes de que esté correctamente vestida. Debería haberle pedido prestado algo a la señorita Trist. Ahora, suban.

Clarissa deseó volverse a sentar y no permitir que nadie la sacara de allí, pero vio que eso también sería tonto.

Mientras iba subiendo la escalera con Althea, masculló:

—¡Intolerable!

—Tal vez es capaz de hacer lo que debe hacer —sugirió Althea.

—Entonces puede quedarse. Si no, se marcha.

—¡No puedes!

Clarissa tampoco sabía si podría. Sacar de ahí a la señorita Hurstman podría hacer necesaria la asistencia de todo el ejército británico, dirigido por el duque de Wellington. Pero ¿podría ella aguantar algo más de la señorita Hurstman? La mujer iba a convertir esa deliciosa aventura en puro sufrimiento.

Entró en el dormitorio con vistas a la calle que le indicó la señora Taddy y vio que ya estaban ahí los baúles y que había una criada comenzando a sacar y ordenar las cosas.

—¿Quién eres? —le preguntó.

La mujer se inclinó en una reverencia, alarmada.

—Elsie John, señora. Contratada para ser la doncella de la señorita Greystone y de la señorita Trist.

Era evidente que la mujer también tenía dificultad para decidir cuál era cuál.

—Yo soy la señorita Greystone —dijo, comenzando a impacientarse con esa farsa. —Ella es la señorita Trist.

La doncella puso los ojos en blanco y volvió a su trabajo. Clarissa hizo unas respiraciones profundas para serenarse. Habiendo fracasado en hacer frente a la señorita Hurstman, iba a descargar la rabia sobre una inocente.

—¿Te importaría si me acostara, Clarissa? —le dijo entonces Althea. —Me duele la cabeza.

—No, claro que no. Probablemente te lo causó esa horrorosa mujer.

Aunque sabía que ella tenía tanta culpa como la señorita Hurstman. Controló el mal genio e incluso se las arregló para sonreírle.

—Puedes irte por ahora, Elsie.

Ayudó a Althea a quitarse el vestido, la instaló en la cama y corrió las cortinas de la ventana. Después no supo adonde ir. No podía quedarse ahí y estar quieta y callada. No le apetecía estarse quieta y callada. Necesitaba pasearse y despotricar.

Salió de la habitación y cerró suavemente la puerta. Tenía que haber tres dormitorios, y había tres puertas. ¿La tercera habitación sería la del ama de llaves? Bajó sigilosamente, aunque sospechaba que abajo sólo estaban el salón con vistas a la calle y el comedor. Se dirigió al comedor.

—¡Ah, estupendo!

Clarissa pegó un salto.

La señorita Hurstman había salido del salón como una araña de un agujero.

—Vuelva aquí.

—¿Para qué?

—Tenemos cosas de qué hablar. Lo crea o no, soy su aliada, no su enemiga.

Clarissa se sintió tan fascinada que no pudo resistirse.

—Es usted fuerte —le dijo la señorita Hurstman mientras estaban en el salón. —Con un poco de azufre también. Eso es bueno. Lo va a necesitar.

—¿Por qué?

—Es la Heredera del Diablo. Y es una Greystone. Incluso bajo mi tutela va a recibir algunos desaires.

—No me importa, a no ser que eso haga sufrir a Althea.

—¿Sufrirá si la gente es cruel con usted? No es capaz de resistir ningún tipo de fuego, ¿eh?

—No le gusta la discordia, pero es fuerte cuando se trata de luchar por el bien y la justicia.

—Lástima que no tengamos leones para arrojarle. Podría gustarle eso.

Hasta ahí llegó la paciencia de Clarissa.

—Señorita Hurstman, no sé si usted va a servir para este puesto, pero si va a ser mordaz a la hora de hablar de la señorita Trist, estoy segura de que no sirve.

La mujer curvó los labios.

—Considéreme su león personal. Ahora siéntese. Hablemos sin público delicado. —Fue a sentarse en su sillón, nuevamente con la espalda muy derecha. —Usted me cae bien. No sé por qué fuegos ha pasado, pero está forjada con cierto acero. Eso es insólito en una chica de su edad. Su Althea es sin duda una joven hermosa, pero este tipo de corderitas tiernas me producen dolor de cabeza. Siempre se puede tener la seguridad de que van a decir lo correcto y sufrir por la estupidez de otros.

—No fue estupidez la que mató a su novio.

—¿Cómo lo sabe? La guerra es estúpida, por cierto. ¿Sabe que perdimos diez veces más hombres por enfermedad que por heridas? Diez veces, y un regimiento de mujeres sensatas podría haber salvado a la mayoría de ellos. Basta de eso. Quiero tener las cosas claras. Le vamos a encontrar un marido, ¿verdad?

Clarissa se imaginó que los soldados de Wellington debieron sentirse así antes de la batalla, y sin embargo encontraba un almidonado agrado en eso. La señorita Hurstman, pese a su inverosímil apariencia, irradiaba competencia y seguridad.

—Sí.

—¿Tiene dote?

—Una suma muy pequeña.

La señorita Hurstman emitió un bufido.

—El hombre adecuado lo encontrará romántico. ¿Y su familia?

—Su padre es el cura de la parroquia Saint Stephen, de Bucklestead Saint Stephens. Es hermano de sir Clarence Trist, que vive ahí. Su madre también es de buena familia. Pero no hay dinero, y tienen otros siete hijos.

—;De donde proceden los vestidos finos, entonces?

—Yo se los di.

—¿Por qué?

Clarissa reflexionó antes de contestar.

—¿Conoce a los señores Euston, Layton y Keele, señora?

—Sólo de oídas y por una carta.

—Son concienzudos, meticulosos. Están resueltos a entregarme mi fortuna cuando cumpla los veintiún años sin siquiera sacar un pellizco de ella.

—Muy bien y correcto.

—Llevado a extremos ridículos. Puedo comprarme todo lo que quiera y ellos pagan las facturas, pero no me dan prácticamente nada de dinero para gastarlo yo. No me iban a permitir contratar a Althea para que fuera mi dama de compañía, y tiene que reconocer que tenerla a ella aquí será mucho más agradable que estar sola.

—Me tiene a mí —dijo la señorita Hurstman, sonriendo traviesa.

Clarissa se tragó la risa, y sospechó que se le notó.

La verdad era que comenzaba a caerle bien la señorita Hurstman. Con ella no tenía ninguna necesidad de simular. Con Althea, en cambio, con todo lo que la quería, siempre tenía que vigilarse para no magullar sus tiernos sentimientos. Con la señorita Hurstman tal vez podría maldecir al rey, armar una pelea o emplear lenguaje escandaloso y no provocaría nada más que un pestañeo.

—La ropa —le recordó la señorita Hurstman.

—Ah, sí. Los ELK no pusieron ninguna objeción a que trajera a Althea como amiga, pero le hacía falta ropa elegante. Ellos no iban a pagarla, pero sí pagarían ropa nueva para mí.

—Turbios manejos, chica —dijo la señorita Hurstman, moviendo un dedo, pero el guiño que hizo podría ser de admiración.

Clarissa se sorprendió al pensar que la admiración de la señorita Hurstman podría tener su valor.

—No fue un sacrificio noble. Nunca me habría vuelto a poner esos vestidos. Me los compraron para que me luciera ante lord Deveril.

—Aah. Y ese tono de azul no le habría sentado mejor que el que lleva ahora. Espero que haya elegido mejor esta vez.

Clarissa se miró la tela con diminutas espigas que era la mejor que tenía a mano la modista de la señorita Mallory.

—Eso espero yo también. Elegí colores bastante atrevidos.

—Atrevidos me parecen convenientes —dijo la señorita Hurstman, irónica. —Si no le sientan bien, volveremos a elegir. Eso no hará ninguna mella en su fortuna. Así que la señorita Trist necesita casarse por dinero. Y dinero generoso.

—Lo que necesita es un hombre que la ame.

La señorita Hurstman arqueó las cejas.

—¿Cuando ella no puede corresponderle el amor? Se sentiría tan culpable que eso la llevaría al abatimiento y debilidad. Y si no se casa por dinero creerá que le ha fallado a su familia.

Clarissa deseó discutirle eso, pero estaba claro que la condenada mujer le había tomado bien las medidas a Althea. Necesitaba serle útil a todos.

—Quiero que sea feliz.

La señorita Hurstman asintió.

—Estará contenta con un hombre bueno e hijos, y muchísimo trabajo digno para hacer. Usted, en cambio, necesita a uno que la ame.

El comandante Hawkinville, pensó Clarissa, y reaccionó a eso afirmando:

—No necesito a ningún hombre. Soy rica.

—Está obsesionada por su dinero. Las guineas son incómodas compañeras de cama.

—Pueden comprar comodidad.

La señorita Hurstman arqueó las cejas.

—¿Piensa comprarse un amante?

—¡Por supuesto que no! —replicó Clarissa, sintiendo arder las mejillas; seguro que las tenía rojas. —Usted, señora, está obsesionada por... ¡por la cama! Seguro que mis fideicomisarios no han visto su verdadera naturaleza.

Pese a eso, vio el guiño travieso en los ojos de la señorita Hurstman, y notó su reflejo en ella. Jamás había conocido a una persona tan dispuesta a decir cosas escandalosas.

—¿Por qué la han contratado para que sea mi carabina? —preguntó. —Está clarísimo que es usted una opción muy insólita, aun cuando esté bien conectada.

—Nepotismo —explicó la señorita Hurstman, y el guiño que hizo le dijo a Clarissa que esa palabra tenía más sentidos de los que parecía tener. —Y usted va a entrar en posesión de su dinero a los veintiún años. Eso es una situación muy insólita. Es raro que Deveril le haya dejado algo. Y más insólito aún que haya dispuesto que usted quede libre de control a esa tierna edad.

—Lo sé, y a veces deseo que no lo hubiera hecho. —Pasado un momento, admitió algo que no le había dicho nunca a nadie. —Me asusta. He tratado de aprender algo sobre administración, pero no me siento capaz de manejar tanta riqueza.

La señorita Hurstman asintió.

—Puede pagarles a Euston, Layton y Keele para que le lleven sus asuntos, pero de todos modos será un camino difícil. No se trata solamente de administración. Se da por supuesto que una mujer no debe vivir sin supervisión masculina, y mucho menos una damita rica soltera. El mundo estará atento a todo lo que haga, y los sinvergüenzas la van a rondar con mil formas ingeniosas para apoderarse de su dinero.

El comandante Hawkinville, pensó Clarissa, aunque no lograba verlo como a un sinvergüenza.

—Cazadores de fortunas. Lo sé.

—Y después de unas cuantas semanas conmigo —continuó la señorita Hurstman, —estará más preparada, y no sólo en asuntos administrativos. Pero no se quite del todo de la cabeza la idea de un marido. Existen hombres buenos en el mundo, y uno de ellos le haría la vida muchísimo más fácil. No la veo muy contenta con una vida célibe.

Así expresado, Clarissa tampoco estaba segura de contentarse con una vida así, y sabía que en parte pensaba eso debido al heroico comandante, aun cuando él no la había afectado de ninguna manera que significara algo. Pero no estaba preparada para exponer esas delicadas incertidumbres a los austeros ojos de la señorita Hurstman.

Esta se levantó con un fluido y enérgico movimiento.

—Hay muchísimo de usted que no entiendo. No me voy a entrometer. Mientras no afecte a lo que vamos a hacer aquí, no es asunto mío. Pero la escucharé si desea hablar, y sé guardar secretos. Tal vez no lo crea, pero se puede confiar en mí también.

Clarissa sí lo creía. Sintió la fuerte tentación de decirle todo y pasar todas sus cargas a los hombros de esa mujer mayor: lo de lord Deveril y su muerte; lo de la crueldad de lord Arden con Beth; incluso lo de la Compañía de los Pícaros, los amigos de lord Arden, que la ayudaron, cuyos secretos llevaba, y que le inspiraban miedo de formas vagas, nada claras.

Que esa idea la tentara, era realmente alarmante.