CAPÍTULO 08
La señorita Hurstman era todo lo que aseguraba ser. A pesar de su apariencia poco elegante y sus modales bruscos, introdujo a Clarissa y Althea en el centro mismo del mundo elegante de Brighton. Clarissa se sumergió en todo encantada, saboreando su temporada soñada como si fuera un vino fino. Se habría sentido en el cielo si no hubiera sido por sus secretos y sus temores con respecto al comandante Hawkinville. Él había vuelto a su casa, pero prometiéndole antes pedirle un baile en la próxima fiesta en la posada Old Ship.
Era consciente de que no debería esperar volverlo a ver, pero la idea de otro encuentro con él era como el último pastelillo con nata de la fuente.
No podía resistirse.
Y en realidad no podía ser un peligro, razonaba. Lo que él deseaba era su fortuna; ¿para qué, entonces, pasarse el tiempo fisgoneando en asuntos rancios de hace un año?
Comprendió también que si él deseaba su fortuna no haría nada para alterar la situación. Otra de las cosas que le dijo Nicholas Delaney aquella vez fue que si se descubría la verdad sobre la muerte de Deveril ella podría perder sus derechos a heredar su fortuna.
Aliviada por esos razonamientos se zambullía en cada día y veía cómo se iba ampliando su círculo de conocidos. Ya se había corrido la voz de que ella era la Heredera del Diablo, pero eso no había reducido su atractivo. Todo lo contrario, descubrió que era una especie de curiosidad, y un imán para casi todos los solteros, como también para sus madres y hermanas.
Tal como decía la sabiduría popular, el dinero siempre compra amistades.
Aunque también tenía buenas amigas: Althea, lógicamente, pero también Miriam Mosely y Florence Babbington, la del famoso hermano. Lamentablemente, este ya estaba casado y residía en Hertfordshire, por lo que no pudo comprobar si sus viriles órbitas seguían inspirándole poemas.
Incluso lord y lady Vandeimen eran amigos en cierto modo, porque siempre se acercaban a su grupo a hablar con ella, y un día lady Vandeimen la invitó con sus acompañantes a tomar el té.
Ella comprendía que tal vez eso se debía a que el amigo de ellos deseaba casarse con su dinero, pero no le importaba.
De todos modos, cuando llegó la tarde en que se estaba preparando para la fiesta, se sentía balanceándose al borde de algo fascinante. Mientras Elsie la ayudaba a ponerse el precioso vestido de noche de una seda que hacía aguas, llamada «eau de Nil», trató de disimular los temblores de entusiasmo y nervios que le hacían estremecer la piel de todo el cuerpo.
Era muy extraño. Tal vez era adicta al comandante Hawkinville, tal como se decía que las personas se volvían adictas al opio. Una vez la señorita Mallory invitó al doctor Carlisle a darles unas charlas a las alumnas mayores acerca del peligro de abusar del láudano. Él les explicó con los más horrendos detalles cómo iba aumentando la dependencia de la droga, hasta el punto en que la persona adicta no era capaz de resistirse, aún sabiendo que llevaba a la muerte, en parte debido al terrible sufrimiento físico que producía la abstinencia.
Pero claro, ¿podría ocurrirle eso después de dos, no, de tres, encuentros?
Además, según el doctor Carlisle, el adicto también perdía el interés por todos los demás aspectos de la vida. Una madre descuidaba a su hijo; un padre descuidaba su trabajo. Incluso los alimentos y las bebidas nutritivas perdían importancia para la persona gobernada por el opio.
Tuvo que morderse el labio para no reírse. Ella no había llegado a ese extremo. Esa tarde, sin ir más lejos, se había servido una segunda ración del pudín de mermelada de la señora Taddy, y estaba disfrutando de todos los aspectos de su estancia en Brighton. Su desasosiego del momento se debía simplemente a que iba a ser su primer grandioso evento, su primera prueba ante la sociedad en masa.
Su experiencia de Londres no contaba. Allí lord Deveril no le permitía asistir a ninguna fiesta a no ser que él fuera con ella.
Su vestido al menos era perfecto. La seda de sutiles colores le ceñía las curvas y dejaba ver lo justo de la elevación de sus pechos para hacerlos interesantes. Los delicados bordados en hilo de oro brillaban a la luz del crepúsculo. A la luz de las velas el brillo sería mágico. Llevaba el pelo todo lo bonito que podía verse, y la delicada diadema de perlitas engastadas en oro complementaba muy bien el peinado.
Gracias al cielo por la señorita Hurstman.
Entre las posesiones de lord Deveril no había ninguna joya, y ella sólo poseía unas pocas joyitas sin ningún valor. Y no era algo que se le hubiera ocurrido. Pero la señorita Hurstman sí lo pensó y le envió un mensaje urgente al duque de Belcraven. No tardó en llegar un mensajero con una selección de joyas.
Ninguna era de piedras preciosas, lo que le produjo un inmenso alivio, porque le habría fastidiado correr el riesgo de perder una reliquia de familia. Pero todas eran hermosas. El collar de filigrana de oro en la que iban engastadas unas perlas pequeñitas, le iba a la perfección a su vestido. Le ofreció a Althea que eligiera joyas para ella también, pero ella insistió en ponerse sus muy sencillos colgante y pendientes de perla.
Miró a su amiga y exhaló un suspiro de satisfacción. Con su vestido todo blanco níveo de corte liso y sólo adornada por su belleza, Althea eclipsaría a todas las mujeres presentes esa noche, y al día siguiente tendría a todos los hombres arrodillados ante ella. De eso estaba segura.
Le tendió la mano enguantada.
—¡Adelante, lancémonos a nuestra aventura!
Hicieron el trayecto en coche de alquiler. La Old Ship Inn era una posada grande, en realidad, más bien un hotel, situado a la orilla del mar; cuando el coche se detuvo delante, se veían todas las ventanas iluminadas para recibir a los invitados. Las llegadas y entradas de personas eran continuas: los hombres en traje de noche oscuro o uniforme de gala, y las mujeres formando un arco iris de sedas, encajes y joyas. Todos los elegantes de Brighton estarían ahí esa noche, y la excitación danzaba en el aire, junto con la mezcla de perfumes.
Clarissa se subió la capucha de la capa para protegerse el peinado del viento y bajó del coche. Aunque con esfuerzo, lograba mantener la sonrisa moderada, por dentro los nervios y el entusiasmo bullían como el agua en una olla al fuego. Ese era su primer baile de verdad, ¡y ya les había prometido bailes a cinco hombres! Althea no se quedaría sentada en ningún baile, a no ser que fuera por agotamiento. Sería una noche espléndida.
Captó la mirada de la señorita Hurstman en ella y trató de moderar aún más la sonrisa, pero la dragona le dijo:
—Disfrútalo. Aunque todos simulan un aire de aburrimiento, es un placer estar con personas dispuestas a mostrar un poco de entusiasmo.
Entonces Clarissa se sintió libre para sonreír a gusto, su sonrisa dirigida a la señorita Hurstman. Su aprecio y admiración por esa mujer aumentaban día a día. Qué típico de su carabina que la ropa que llevaba para la fiesta fuera sólo ligeramente más festiva que la de diario: un vestido marrón y un turbante muy sencillo. A ella le encantaba vestir ropa fina y elegante, pero le gustaba que la señorita
Hurstman no le diera importancia a eso, y que le fuera indiferente lo que pensaran los demás de ella.
Muy posiblemente, pensó mientras iban entrando en el iluminado vestíbulo del hotel, algún día ella sería como la señorita Hurstman; una solterona irritable que hacía y decía exactamente lo que deseaba. Pero todavía no, todavía no. Esa noche era para sentirse joven, alegre y entusiasmada y tal vez para una pequeña locura juiciosa.
Ese día en el Steyne el comandante Hawkinville le pidió que se alejara con él. ¿Qué haría si en la fiesta de esa noche le hacía una invitación similar?
Si es que asistía.
Él le dijo que vendría, pero mientras no lo viera...
Aunque procuraba que no se le notara mientras miraba alrededor, disfrutando de la compañía y saludando con la cabeza a personas conocidas, exploraba buscando, buscando al comandante Hawkinville.
De pronto lo vio entrar, sonriendo por algo que le dijo uno de sus acompañantes, que eran los Vandeimen y otra pareja. Vestía un traje de noche oscuro perfecto, y la corbata azul del mismo color de sus ojos era un toque travieso que la hizo desear correr a hacerle una broma. Entonces él se rió y le cogió la mano a una mujer desconocida para ella, depositándole un galante beso.
Clarissa sintió una oleada de furia, pero entonces la mujer también se rió, golpeándole el brazo con el abanico, y entonces quedó claro que era la pareja del otro hombre, no una amenaza.
Cayó en la cuenta de que había estado mirándolo y se apresuró a desviar la vista y girarse, rogando que nadie se hubiera fijado. Pero, ay, cuánto deseaba que él le besara así la mano.
No pudo evitarlo. Tuvo que volver a mirar. ¡Él estaba acercándose con su grupo!
Seguían en el espacioso vestíbulo de la entrada, porque la señorita Hurstman se había detenido a hablar con alguien, pero a su alrededor la gente iba caminando hacia el salón de baile. El comandante y sus amigos tuvieron que abrirse paso por en medio del gentío.
Solamente cuando llegaron hasta ellas, Clarissa cayó en la cuenta de que no había dejado de mirarlo en ningún momento. Al instante decidió que eso no le importaba; no sabía jugar a esos juegos complicados y no le gustaban, por lo tanto no los jugaría.
A medida que se acercaba a Clarissa Greystone iba en aumento el desasosiego de Hawk. Eso no era nada bueno. Los últimos días lejos de ella no habían cambiado nada. No lograba verla como a una villana disfrazada.
¡Sólo había que mirarla en ese momento! A la luz de los candelabros de la Old Ship estaba resplandeciente, y no era el brillo de la luz sobre el oro de las joyas y los bordados lo que la hacía resplandecer, sino su exuberante entusiasmo. Estaba inocente y sinceramente encantada de estar ahí, y esperaba una noche mágica.
Eso no podía ser fingido, de ninguna manera.
Mientras atravesaba el vestíbulo sonriente tuvo que reordenar mentalmente las piezas, a toda prisa.
Era la inocente víctima de alguien, y ese alguien tenía pensado recuperar el dinero de alguna manera.
¿Cómo?
Por matrimonio o por herencia.
El robo era una posibilidad, pero tan peligroso como el asesinato de Deveril y el testamento falsificado. El juego era otra, pero no antes de que ella llegara a su mayoría de edad y tuviera el control de su dinero.
Estuvo a punto de detenerse ante esa idea. Eso explicaría la cláusula del testamento que ponía en sus manos una fortuna a los veintiún años. Aunque el resultado de la estratagema era imprevisible. ¿Quién podía saber si ella se convertiría en una jugadora empedernida? Además, ¿quién podía saber de cierto que no se casaría antes de su mayoría de edad y que entonces tendría un marido que la controlaría? Y eso era muy probable, en realidad.
¿Matrimonio? Sería ilógico poner el dinero en sus manos pensando en casarse con ella después, sobre todo cuando por lo visto nadie había hecho el menor intento de asegurarse su afecto durante todo ese año pasado.
Herencia, entonces. Sin embargo, el testamento de Deveril establecía que si Clarissa moría antes de su mayoría de edad su familia no tendría ningún derecho al dinero, y este iría a parar al Club Yule de Middlesex.
Eso era una ridiculez, totalmente en desacuerdo con lo que había averiguado acerca de Deveril, a no ser que fuera una tapadera de alguna empresa depravada. Durante su semana en Londres no logró encontrar ninguna pista de una organización de ese tipo.
De todos modos, la principal emoción que lo asaltó fue un miedo escalofriante.
Para que hubiera herencia tenía que haber muerte.
Solamente cuando estaba presentando a Con y a su mujer al grupo de Clarissa recordó que había otra manera de obtener el dinero: demostrar que el testamento era falsificado y que había un heredero de Deveril.
Esa era la ruta que quería seguir.
Eso no ponía en peligro la vida de ella, pero al verla ahí, chispeante ante el placer de esa vida rica y privilegiada, pensó que se acercaba mucho a quitarle la vida.
Hawk in the Vale, se dijo para convencerse. Todas las personas de Hawk in the Vale, por no decir nada de sus propios sueños, dependían de eso. Pero él cuidaría de ella. No quedaría abandonada a la crueldad del mundo ni a la de su familia.
Cuando echaron a caminar siguiendo al gentío hacia el salón de baile, le ofreció un brazo a Clarissa y el otro a la señorita Hurstman.
—¿Pasa mucho tiempo en Brighton, comandante? —le preguntó esta última inmediatamente.
Él captó que eso era un ataque, aunque no tenía idea de a qué S« debía esa hostilidad.
—Cuando me agrada la compañía, señorita Hurstman. —Al ver que ella entrecerraba los ojos, continuó: —Mis amigos los Vandeimen estarán residiendo aquí durante un tiempo, y los Amleigh han venido a pasar con ellos una semana más o menos.
—Creía que él había heredado el condado de Wyvern —dijo entonces la señorita Hurstman, como si encontrara sospechoso el título de Con también.
—Eso está en litigio, de modo que él ha vuelto a su vizcondado. Está contento y feliz de dejar las cosas así.
—El conde anterior era sin duda un plato sucio. Mala sangre.
Hawk notó que eso lo decía mirándolo. Se puso alerta. ¿Cómo sabía eso ella? Sería desastroso si Clarissa descubría su conexión con Deveril.
—Hay mala sangre en casi todas las familias, señorita Hurstman —contestó, mirándola también. —¿No fue su abuelo paterno el que intentó jugarse a su hija en una apuesta?
Asombrada y alarmada al ver silenciada así a la señorita Hurstman, Clarissa se apresuró a intervenir en la conversación:
—¿Así que se va a quedar unos cuantos días en Brighton, comandante?
Él giró la cabeza hacia ella y la miró con expresión cálida: —Sí, señorita Greystone. Mi estancia aquí promete muchísimo placer.
Pensando que no había entendido lo que había querido decir, ella desvió la cara para ocultar una sonrisa. Él estaba ahí para darle caza. Pero aunque aún no sabía si podía dejarse atrapar, la persecución prometía un extraordinario placer.
Le había prometido el primer baile al gallardo capitán Ralstone, y se prohibió lamentarlo; no podía bailar todos los bailes con el comandante. Pero tuvo que reconocer que sintió un inmenso alivio cuando él llevó a la pista a la mujer de lord Amleigh, no a otra mujer soltera.
¿Celos? Eso era ridículo.
Durante el baile se obligó a poner toda su atención en el capitán Ralstone, pero eso tuvo el desafortunado efecto de aumentarle la seguridad al hombre. Al final de la serie de contradanzas se había vuelto algo efusivo y sus modales eran casi los de un propietario. Por lo tanto la alegró en más de un sentido alejarse de él con el comandante Hawkinville a dar una vuelta antes de ocupar los puestos para la siguiente serie.
—Ralstone es un reconocido cazador de fortunas —le dijo él cuando iban caminando por el salón.
—¿Y usted no lo es?
Eso le salió solo y al instante deseó retirarlo. Él arqueó las cejas, pero no contestó inmediatamente. Al final dijo:
—Mi padre posee una modesta propiedad y yo soy su único hijo.
Ella sabía que tenía las mejillas rojas.
—Le ruego que me perdone, comandante. Había decidido dejar de lado la afectación y comportarme con naturalidad, pero ahora comprendo por qué eso no es juicioso.
Fue recompensada con una sonrisa.
—No, de ninguna manera. Me encantaría que fuera natural conmigo, señorita Greystone. Al fin y al cabo, como acabamos de ver, disipa los malos entendidos antes que echen raíz.
—Sí —dijo ella.
Aunque no creía que al hablar de comportamiento natural él se refiriera del todo a disipar malos entendidos.
Él le cubrió la mano enguantada que tenía posada en su brazo.
—Tal vez podríamos comenzar a tutearnos, a tratarnos por nuestros nombres de pila, sólo entre nosotros.
Ella estuvo un momento mirando la mano de él sobre la suya. Llevaba un anillo de sello, una piedra negra tallada, y tenía los dedos largos, con las uñas casi rectangulares pulcramente recortadas.
Levantó la vista y le sonrió.
—Eso me gustaría. Mi nombre es Clarissa.
—Lo sé. El mío es George, pero nadie me llama así. Puedes llamarme así si quieres, pero también me puedes llamar Hawk, como hacen la mayoría.
—¿Halcón? Es un nombre algo temible.
—¿Sí? No eres una paloma para tenerle miedo a un halcón.
—Pero me han dicho que lo investigas todo y no olvidas nada.
Él se rió.
—Eso lo encuentro más latoso que temible. Ella ansiaba que todo fuera sincero entre ellos. —¿Qué me dices entonces de la caza de fortunas? ¿Quieres cazarme, Hawk?
Él le tocó el collar y deslizó suavemente el dedo por debajo. —¿Qué crees tú?
Clarissa no supo si desmayarse o mostrarse ofendida.
—Y ten la seguridad —continuó él en voz baja, bajando la mano— de que si te capturo, mi palomita, lo disfrutarás.
Ella escapó del momento mirando alrededor y abanicándose.
—No es agradable ser una presa, ¿sabes?, por muy benévolo que sea el cazador.
—Bravo —musitó él. —Bueno, entonces tendrás que ser predadora también. Creo que te llamaré Azor. Ella volvió a mirarlo. —Ah, eso me gusta. —Eso pensé.
Entonces ella cayó en la cuenta de que estaban detenidos y él la estaba mirando a los ojos. La caza de una fortuna podía tomar muchas formas sutiles, comprendió. Él quería marcarla como suya. No debería permitírselo, tal vez, pero era tan fascinante que no podía declinar.
—Electricidad —dijo.
—Decididamente. ¿Has experimentado esa misteriosa fuerza?
—En el colegio. Nos hicieron una demostración. —La educación es maravillosa, ¿verdad?
Tal vez fue una suerte que sonaran los primeros acordes de la siguiente serie de danzas, porque ella no sabía qué podría haber hecho. La técnica más sencilla que elegiría un cazador de fortunas sería comprometerla.
De eso debía protegerse, lógicamente, pero de todos modos podía disfrutar.
Sólo era un baile.
Intentó no olvidarse de eso, pero muy rara vez había bailado con un hombre, sin contar al maestro de baile del colegio. Y en aquella temporada en Londres sólo había asistido a dos bailes, en las dos ocasiones cogida del brazo de lord Deveril, y sólo había bailado con él. No sabía si su falta de pareja se debía a su falta de encantos o a Deveril.
Y ahí estaba, bailando con un hombre que parecía capaz de generar electricidad sin ninguna máquina.
Era una movida contradanza, que daba pocas oportunidades para hablar, pero eso no importaba. Le resultaría difícil ser coherente. Los movimientos le permitían mirarlo, sonreírle y recibir sus miradas y sonrisas. Se cogían las manos, entrelazaban los brazos e incluso quedaban muy cerca en algunos de los movimientos. Comenzó a sentirse como si se estuviera desconectando totalmente del suelo de madera.
Cuando terminó la danza se abanicó buscando en su cacumen algo coherente que decir. De pronto notó el aire más fresco y vio que él la había llevado fuera del salón de baile; estaban en el corredor.
Medio abrió la boca para protestar, para decirle que la buscarían sus otras parejas de baile, o la señorita Hurstman, pero volvió a cerrarla.
¿Qué ocurriría?
No veía las horas de descubrirlo.
Cuando iban caminando por el corredor, por el que (¿una lástima?) se estaban paseando otras personas también, él le cogió el abanico, que llevaba colgado de la muñeca por una cinta, y comenzó a abanicarla. El aire fresco generado por el abanico no logró refrescarle el calor que sentía girar por dentro de ella.
—¿Qué haces, Hawk?
A él se le curvaron los labios.
—¿Cazar?
—Vamos, señor, por educación podrías llamarlo cortejar. —¿Cortejar? Tengo mucha práctica en cazar, pero muy poca en cortejar. ¿Qué hemos de hacer ahora? Ella fingió una actitud coqueta.
—Un poema vendría muy bien, señor. A mis ojos, a mis labios...
—Ah. —Dejó de abanicarla, aunque sólo para cogerle la mano y levantarla hasta sus labios. —Tus labios ansío besar, mi dulce doncella; para con los míos en infinita dicha sellar; si tus ojos envían el aprobado; pronto estará cerca tu enamorado.
Entonces posó los labios en el dorso de su mano y a ella la fastidió llevar los guantes de seda, que apagaban el efecto.
—Dulces versos, pero veo que se te dan muy fácil, señor.
A él se le iluminaron los ojos de risa.
—Ay de mí, son muy conocidos y usados. Se escriben en un trozo de papel que se entrega disimuladamente a la dama.
—¿No siempre con buenas intenciones? Tutut. A ver qué puedo aportar yo. —Con la mano todavía en la de él, recitó: —Oh, hombre noble, alto, casto y valiente; similar a un caballero de antaño galante; dirige, no sea que yo expire, alguna vez a mí; esas órbitas de zafiro llenas de fuego viril.
Él se rió, cubriéndose la cara con la mano libre.
—¿Fuego viril? —dijo, pasado un momento.
—Y órbitas de zafiro —concedió ella, —aunque me siento obligada a confesar que en el primero eran de obsidiana.
—Ah, tal vez eso explica lo de «casto» también.
Clarissa se ruborizó, aun cuando el cielo sabía que no habría esperado que él no tuviera experiencia.
—Él era un hermano de una de mis amigas, y yo tenía doce años. Es una edad muy romántica, los doce años.
—Y ahora estás muy vieja y arrugada.
Ella le miró los ojos traviesos y rápidamente, antes de perder el valor, le levantó la mano y se la besó. Piel cálida, carne firme y hueso duro. Una insinuación de colonia y de... él.
Recordando que no estaban solos, se apresuró a bajar la mano, cogió su abanico y comenzó a abanicarse enérgicamente.
Él la tomó del codo y la llevó hacia un lado.
—Hace calor, ¿verdad?
Entraron en una sala.
Ella dejó de abanicarse, aunque ahí no se estaba más fresco. Era un pequeño salón, bien amueblado con sillones, y sobre una mesilla había revistas y diarios. No había nadie ahí en ese momento.
Él no hizo ni ademán de cerrar la puerta. Si lo hubiera hecho, ella habría protestado, a pesar de su fuerte fascinación.
Si él la comprometía sería desastroso, se dijo, pero a una parte de ella sencillamente no le importaba. Al parecer esa era la parte que estaba al mando. Y la puerta estaba abierta de par en par, después de todo.
—¿Comandante?
—Hawk.
—Hawk—repitió.
Pero se ruborizó. Ahí solos parecía pecaminoso llamarlo así.
Él le rozó los labios con un dedo.
—Sólo tienes que echar a volar, querida mía.
Ella lo miró a los ojos, con el corazón retumbante.
—Lo sé.
Él le cogió la mano y la llevó hacia otro lado del salón. Cuando se detuvo, ella vio que ya no eran visibles para nadie que pasara por el corredor.
Pero la puerta seguía abierta.
Entonces él le levantó el mentón con el dorso de la mano y la besó.
Fue un beso ligero, una suave presión de sus labios sobre los de ella, y sin embargo le hizo pasar un estremecimiento de placer por todo el cuerpo.
¡Su primer beso!
Entonces se puso tensa. No era el primero. El primero fue el de Deveril. El recuerdo del vómito la impulsó a apartarse y retroceder. El se quedó absolutamente inmóvil.
—¿No te gusta que te besen? —Entonces, perspicaz, comprendió y añadió: —¿Deveril?
El silencio de ella fue la respuesta que necesitaba.
—Qué lástima que ya haya muerto.
—¿Lo habrías matado por mí?
—Encantado.
Estaba serio. Y era un soldado. La idea de tener un defensor, un hombre dispuesto a defenderla con su vida era aún más seductora que los besos. Era muy pronto, ridículamente pronto, pero deseaba a ese hombre.
—Lord Deveril fue asesinado, entiendo —dijo él. —Supongo que no serías tú, ¿verdad?
La seductora niebla se convirtió en hielo de horror.
—¡No!
Él le cogió el brazo para impedirle que saliera corriendo.
—Ha sido una broma, Azor, pero veo que esto no es asunto para bromas. —El contacto en el brazo se convirtió en caricia. —Debes perdonar a un soldado que sigue embrutecido por la guerra.
Ella se había quedado muda, por el miedo a decir algo inconveniente y por el delicioso placer que le producía la mano de él en su brazo, que le subía por el hombro, el cuello...
—Si a mí me persuadieran de casarme con una persona a la que le tuviera aversión, y me obligaran a aceptar besos desagradables por ser forzados, mataría a ese agresor.
—Pero tú eres hombre.
—Las mujeres también son capaces de matar, ¿sabes?
Calmada por esa voz, ella se relajó.
—Sí—dijo. —Sí.
En el instante en que se le escapó eso, comprendió que al final había dicho demasiado. Eso no debería importar. No tenía ninguna importancia para él. Pero había dicho demasiado de todos modos.
Se obligó a calmarse, se soltó el brazo y se alejó otro poco de él, pensando si debería decir algo más para borrar lo que había revelado. No.
—Debemos volver al salón. Como le dije, comandante, no quiero provocar un escándalo.
Eso sonó frágil, incluso a sus oídos.
—Por supuesto —dijo él sencillamente.
Pero mientras iban acercándose a la puerta, le puso la mano en la espalda, a la altura de la cintura; ella la sintió a través de la seda: posesión y promesa.
Su reacción había sido exagerada; él solo quería hacerla reír; hacerle una broma.
Además, como había decidido antes, su futuro marido no querría que la verdad sobre la muerte de Deveril saliera a la luz. Tal vez era su sagrado deber casarse con él.
Cuando salieron al corredor él volvió a cogerle la mano para ponerla sobre su brazo.
—No debes permitir que un hombre obtenga esa victoria sobre ti, Azor. Tienes derecho a disfrutar de besos, y los besos no son tan terriblemente escandalosos. —Esperó a que ella lo mirara y añadió: —Espero que pronto me permitas demostrarte lo agradables que pueden ser.
Ella sintió la tentación de volver al saloncito, donde estaban fuera de la vista, para una demostración inmediata, pero se obligó a ser sensata y continuó caminando hacia el salón. Para empezar, tenía a otra pareja de baile esperando. Antes de otro beso necesitaba tiempo y paz, para pensar en todo eso.
De todos modos sentía una dolorosa depresión. Por inocuo que fuera, no debería haber dicho eso sobre la mujer y la violencia. Tampoco debería haberse aterrado ante la broma de si ella asesinó a Deveril.
¿No era capaz de seguir una conversación sencilla sin dejar escapar peligrosos hilos de la verdad?
Después de varios bailes volvió a bailar con el comandante, y ese fue el baile anterior a la cena; más tarde procuró que siempre estuvieran con el grupo. A él no pareció importarle. Era un cazador con mucha paciencia, estaba segura, y si se sentía confiado, no tenía por qué sorprenderse.
Mientras iban en el coche de vuelta a casa, la señorita Hurstman le dijo:
—Te lo advertí, Clarissa, eso de irse a meter en antesalas.
Era ingenuo haber esperado que su dragona no se fijara.
—Hacía mucho calor en el salón de baile.
—Ese es siempre el pretexto. Si hubieras tardado más te habría ido a buscar.
—Lo siento, señorita Hurstman —suspiró Clarissa, —pero el comandante Hawkinville se portó como un perfecto caballero.
Y eso no era una mentira.
—Eso esperaba yo, pero ten cuidado. No me cabe duda de que tiene los ojos puestos en tu fortuna.
—Tampoco lo dudo yo. —El coche se detuvo en Broad Street y se bajaron. Entonces aprovechó para añadir: —Pero, dígame, señorita Hurstman, ¿cuál de mis parejas esta noche no tenía los ojos puestos en mi fortuna?
—¡Clarissa! —exclamó Althea.
La señorita Hurstman, en cambio, sincera como siempre, no se lo rebatió.
A Althea le habría gustado charlar acerca de la fiesta, pero, por una vez, Clarissa alegó que le dolía la cabeza e incluso aceptó tomar un poco de láudano, por si este le aquietaba el torbellino de dudas y preguntas que le giraban en la cabeza.
Dio resultado y la calmó, pero a la mañana siguiente seguían ahí todas las dudas e interrogantes, junto con la aceptación de una simple realidad: Hawk Hawkinville llevaba las de ganar; estaba comenzando a enamorarse de él.