CAPÍTULO 03
Clarissa sólo le veía la espalda, porque estaba de cara a la multitud. Pero sí veía las caras de las personas que pasaban: jóvenes, viejas, furiosas, asustadas, entusiasmadas, ávidas, impacientes. Veía cuando las personas lo miraban, comprendían que él era una barrera que les impedía seguir por donde querían y luego las veía cambiar de dirección, como si él llevara una coraza.
Le habría encantado ver qué expresión ponía él para ahuyentar a la gente, pero sólo podía estar agradecida. Habiendo encontrado va un cierto grado de seguridad, sintió las rodillas fláccidas, como lechugas mustias, y si no fuera por las niñas, se habría dejado caer al suelo para entregarse al llanto.
Pero lo había conseguido. Se había sentido aterrada, sí, y los recuerdos intentaron abrumarla, pero no se derrumbó. No, seguro que había contribuido a salvarlas a todas. Aunque seguía temblando y estaba a punto de echarse a llorar, se sentía como si hubiera desaparecido un enorme peso de sus hombros y hubiera quedado tan liviana como para volar.
Era capaz de enfrentar el miedo y sobrevivir.
De pronto entró una mujer en el espacio, a trastabillones, empujada por la multitud. Era una joven campesina, pobremente vestida, y toda despeinada, con un bebé llorando en los brazos. Le cedieron las piernas y se deslizó hasta quedar sentada en el suelo con la espalda apoyada en la pared. Incluso Ricarda dejó de llorar para mirarla.
Clarissa no pudo dejar de pensar en las pulgas, pero la madre necesitaba ayuda tanto como ella y las niñas. Cuando la mujer se abrió el corpiño, se bajó la camisola y puso al desesperado bebé a mamar de su enorme pecho, desvió la vista y volvió a mirar a su salvador y protector.
Por lo general no se permitía mirar detenidamente a los hombres, pero puesto que él estaba de espaldas a ella, podía permitírselo.
Era alto, la cabeza de ella apenas le llegaba a su hombro. La chaqueta verde oliva le ceñía suavemente los anchos hombros y le caía lisa por la espalda, insinuando un cuerpo delgado y fornido. Mantenía sus fuertes piernas separadas.
Desvió la mirada. Mirar así a un hombre no sólo era indecente; era también peligroso. La apariencia no dice nada acerca de las verdaderas cualidades de un hombre, pero sí podrían debilitarle la mente a una mujer.
De todos modos, no pudo resistirse a echarle otra mirada. En el alboroto se le había caído el sombrero, dejando a la vista su revuelto pelo castaño melado.
Se acordó de cuando un rato antes lo catalogó de galán londinense. Presintió ese peligro, pero nunca se imaginó que él estaría hecho del material de que están hechos los héroes. Otra lección acerca de juzgar por las apariencias.
De repente cayó en la cuenta de que había cambiado el talante de la gente, como un cambio de aire. Se había acabado la estampida y las personas iban caminando, muchas pálidas y aturdidas, otras alertas para poner orden y ofrecer ayuda. En medio de los llantos y los gritos de los padres llamando a sus hijos para localizarlos, oyó el redoble de un tambor, sin duda para llamar a los soldados a controlar el alboroto.
Contó rápidamente a las niñas, aunque sabía que estaban ahí sanas y salvas. Una, dos, tres, cuatro, cinco. Logró sobreponerse para son reírle a Horatia, a la que se le había caído la papalina a la espalda y estaba enseñando su hermoso pelo rizado, pero sin coquetear en ese momento.
—Gracias —le dijo, —has estado magnífica.
La chica le sonrió, orgullosa, aunque algo temblorosa.
Probablemente Horatia también había aprendido, en la prueba de fuego, que era más valiente de lo que creía.
—Ha sido toda una aventura, chicas —dijo, en el tono más alegre que logró. —Ahora soltadme y ayudaros unas a otras a enderezar las papalinas y los corpiños.
Todas obedecieron, y con el aliento de Horatia, incluso empezaron a reírse mientras se arreglaban mutuamente la apariencia. Mientras tanto Clarissa se enderezó y alisó el vestido, pensando qué habría sido de su capa. Se quitó la papalina torcida y decidió abanicarse un momento con ella antes de ponérsela.
Entonces el hombre se giró hacia ellas.
Sorprendida con la cabeza descubierta, ella lo miró pasmada, porque en la actitud de él no había nada severo ni heroico; volvía a ser el pícaro, con un destello travieso en esos ojos azules y una leve sonrisa en sus bien formados labios.
Entonces la recorrió un agradable estremecimiento, una especie de cálida oleada de sensaciones.
¡Nada de eso! Pero puesto que ninguna cantidad de fuerza de voluntad le impediría ruborizarse, se giró y se plantó firmemente la papalina en la cabeza.
Ninguna cantidad de fuerza de voluntad le impediría tampoco desear estar en su mejor aspecto, por fea que fuera. Intentó por lo menos meterse todo el pelo, bien alisado, debajo de la papalina, sabiendo que era inútil. Su pelo era rebelde por naturaleza, y acababa de tener una excelente oportunidad para rebelarse.
Se ató firmemente las cintas, y lo miró.
—No sé cómo agradecerle, señor. Podríamos habernos encontrado en un terrible problema sin su asistencia.
—Ha sido un placer para mí ayudarlas.
Ella se estaba preparando para resistirse al coqueteo cuando él fue a acuclillarse ante la campesina.
—¿Se encuentra bien, señora?
Pero claro. Los hombres no coqueteaban con ella.
De todos modos, una parte tonta de ella envidió a la madre, que estaba radiante con la atención de él.
—Ah, sí, señor —dijo la mujer, con su hablar campesino. —Qué amable, señor. Estaba segura de que moriría aplastada o me arrancarían de los brazos a la pobre Joanie.
Entonces agrandó los ojos y palideció al intentar levantarse apoyándose en una sola mano.
Él la ayudó, al parecer no cohibido por el medio pecho desnudo ni por el bebé que estaba mamando.
—¡Mis hijos! —exclamó ella entonces, levantando la mano para apartarse de la cara unos mechones castaños. —Están por ahí, en alguna parte. Tengo que ir...
—No, no —dijo él tranquilamente. —Dígame cómo son y yo los buscaré. ¿Y su marido?
—Está allá, cuidando de las vacas del señor Bewsley, señor. Son tres, señor. Tres niños, y se mantienen juntos si pueden. Cuatro, siete y diez años. Todos de pelo castaño.
Clarissa pensó cómo podría alguien encontrar a tres pilluelos con esa descripción, pero el hombre no parecía amilanado.
—¿Sus nombres? —preguntó él.
Mientras tanto Clarissa miraba hacia la calle, con la esperanza de ver a tres niños de pelo castaño.
—Matt, Mark y Luckey —dijo la mujer, y sonrió al añadir: —La pequeña Joanie iba a ser John.
El hombre sonrió de oreja a oreja.
—Quédese aquí y no tardaré en volver a informarla. Es de esperar que seguido por sus pequeños evangelistas.
Su sonrisa, descubrió Clarissa, podría hacer polvo el sentido común de una dama. Qué suerte que Horaria no estuviera mirando. Se habría desmayado.
Él se giró para alejarse y de pronto Clarissa no soportó que ese extraño encuentro terminara así.
—Señor, ¿podría saber el nombre de nuestro salvador?
Él se giró a mirarla y le hizo una venia.
—Comandante Hawkinville, señora. —Levantó la mano para tocarse el ala del sombrero y comprobó que no lo llevaba. —Cáspita, ¿dónde estará?
—Dondequiera que esté, me temo que estará horrorosamente aplastado.
Entonces él le sonrió, correspondiendo su sonrisa, y se sintió francamente mareada.
—Mejor aplastado un sombrero que no las personas —dijo él, fijando esos exquisitos ojos azules en los de ella, acelerándole el corazón.
Qué imprudencia intercambiar nombres con un hombre del que no sabía nada, pensó. Sobre todo con uno que parecía capaz de hacer salir volando el sentido común de una mujer con una sola mirada.
Pero ya estaba hecho, así que le dijo su nombre; repentinamente nerviosa por no saber decir qué era, añadió:
—Del colegio de la señorita Mallory de aquí.
Entonces él pasó su mirada a las niñas, que lo estaban mirando con los ojos agrandados.
—Todas lo sois, supongo, ¿sí?
—Sí, señor —contestaron todas a coro, adoradoras.
Ay, no, Horatia lo estaba mirando como si fuera un dios, y ahora él podría asegurar que se la habían presentado. Comprendiendo que había generado temerariamente una situación muy indecorosa, hizo un mal gesto al pensar qué pensaría de todo eso la señorita Mallory.
—¿Estuvo en Waterloo, comandante Hawkinville? —le preguntó Horatia en un resuello.
—Sí.
—¿En la caballería? —preguntó Jane. —No.
Y antes que otra pudiera hacerle otra pregunta, él se despidió con una venia.
—Pero ahora, señoras, debo marcharme a otras batallas.
Y diciendo eso, echó a andar a largos pasos por en medio de los aturdidos transeúntes, semejando, a los deslumbrados ojos de Clarissa, un héroe entre hombres inferiores. Encontrar a tres niños desconocidos en ese caos le parecía imposible, pero si alguien era capaz de hacerlo, era el comandante Hawkinville.
Decididamente un héroe, pero a juzgar por su rápida partida, uno que no buscaba la gloria en la guerra.
No era de la caballería, por lo tanto tenía que ser de la infantería. Había demostrado enorme firmeza ante la multitud. Se lo podía imaginar dirigiendo a sus hombres en el asalto de las murallas de una fortaleza impenetrable, o manteniéndolos firmes ante una carga de la caballería francesa.
—¡Qué guapo es!, ¿verdad, Clarissa?—suspiró Jane. —Y es uno de nuestros nobles soldados.
—Un ángel guerrero —dijo Georgina. —Cuando volvamos voy a dibujarlo como a san Jorge.
Clarissa no le señaló que san Jorge no era uno de los ángeles. Ese no era el momento para una lección, y ella no era profesora, afortunadamente.
—Comandante —suspiró Horatia. —Mencionado en los despachos muchísimas veces. Debe de haber conocido al duque de Wellington.
—Sin duda —convino Clarissa, aunque espantada de que sus pensamientos hubieran sido tan parecidos a los de las niñas. —Vamos —dijo enérgicamente. —Tenemos que volver al colegio. Si les ha llegado la noticia de este alboroto, estarán preocupadas.
Después de ese susto, las niñas no dieron ningún problema durante el trayecto. Clarissa eligió una ruta no directa, dando un rodeo por calles secundarias, para evitar problemas, y resuelta a quitarse de la cabeza al guapo comandante Hawkinville.
Eso le resultó difícil, puesto que todas las chicas estaban dispuestas a seguir hablando de él. A pesar de que sólo eran niñas, decían cosas muy románticas. Horatia iba silenciosa, tal vez inmersa en un éxtasis de adoración a un verdadero héroe.
Eso no le haría ningún daño, pensó Clarissa. Ella había hecho eso mismo muchas veces.
El guapo hermano de Florence Babbington había dejado sin aliento a la mitad de las chicas del colegio una vez que fue a buscar a su hermana para llevarla a tomar té. Recordaba que escribió un poema en su honor, y sólo tenía doce años por entonces.
Oh, hombre noble, alto, casto y valiente,
similar a un caballero de antaño galante;
dirige, no sea que yo expire, alguna vez a mí
esas órbitas de obsidiana llenas de fuego viril.
Se le curvaron los labios al recordar esos versos. Qué tonterías se pueden inventar cuando se está en las garras del fervor romántico.
Luego estaba el mozo de establo de la caballeriza de alquiler Brownbutton.
La caballeriza estaba detrás del colegio, separada por una pared alta. Pero desde las ventanas del ático se veía el otro lado de la pared, y asomarse a mirar era una picara diversión para las chicas mayores. Contemplar a un mozo joven y fornido era un regalo especial hacía dos años; por lo general trabajaba sin la chaqueta y con la camisa arremangada, dejando ver unos brazos bronceados maravillosamente fuertes.
Un día deliciosamente travieso, María Ffoulks lo vio trabajando sin camisa y corrió a decirlo a todas las chicas mayores que logró encontrar. Todas se agolparon en las ventanas pegando las narices a los cristales y estuvieron unos diez minutos contemplándolo, hasta que él entró en el establo y cuando salió ya se había puesto la camisa.
Pero eso no era enamoramiento. Era más una especie de culto desde lejos. Culto al macho de la especie, y a los misteriosos sentimientos prohibidos que inspiraba en todas ellas.
Probablemente a ese tipo de cosas se debía que hubiera sido tan boba para tener esperanzas cuando sus padres la llamaron a Londres para participar en una temporada.
Una boba. Había estado en peligro de ser boba con el comandante Hawkinville también.
—Vamos, caminad, chicas —dijo enérgicamente. —La cocinera estaba preparando pasteles estilo Sally Lunn cuando nos marchamos.
La alusión a los pasteles evaporó en las chicas toda tendencia a quedarse rezagadas.
Hawk iba caminando a toda prisa por Promenade, siguiendo a los rezagados en la marea de gente que iba hacia la posada Wellington. El posadero se merecía una tanda de azotes por provocar ese alboroto.
Suponía que los niños se vieron arrastrados por la multitud, y mientras no se hubieran caído, habrían salido bien de eso. Pasó junto a varias personas que estaban siendo atendidas, pero ninguna de las heridas o lesiones parecía grave, y al único niño que vio entre ellas lo estaba atendiendo su madre.
Varios niños pasaron corriendo cerca de él, pero se veían felices y resueltos, y ninguno calzaba con la descripción de los evangelistas. Un llanto le captó la atención; se giró a mirar y en ese mismo momento un hombre cogió a la niña en brazos y se la llevó.
Por todas partes había personas dispersas, muchas despeinadas o medio aturdidas, algunas en el suelo. Puesto que a todas las estaban atendiendo, continuó siguiendo a la gente que se dirigía a la posada, con una parte de su mente atenta por si veía a los niños y otra parte ocupada en el misterio que presentaba Clarissa Greystone. ¿Ladrona y asesina?
No era la prostituta llamada Pimienta, eso seguro, ni siquiera disfrazada para engañar.
En su mente apareció la imagen de su cara, ruborizada, pecosa, agradeciéndole francamente su ayuda. No, no era una beldad, pero, asombrosamente, su corazón se saltó un latido. Una de esas rarezas que ocurren después de la batalla; y ella se portó con extraordinaria valentía.
Condenación, no debía permitir que ella lo hiciera bajar la guardia. ¿Cómo podía estar seguro de que ella no representó el papel de la prostituta y que no estaba representando un papel en esos momentos?
Bueno, porque nadie representa un papel en la batalla. En la batalla la verdad sobre una persona sale a la luz junto con la sangre y las tripas, y ese alboroto fue sin duda una verdadera y pequeña batalla.
Se detuvo a interrogar a dos muchachos de pelo castaño que estaban acuclillados en la calle jugando con hormigas; le dijeron que vivían en una casa cercana. Pasó un pihuelo rubio comiendo una ciruela y no parecía tener ningún problema, aparte del jugo que le corría por las manos y la ropa. Poniéndose las manos en las caderas, contempló los desordenados grupos de personas, y no vio a ningún niño que calzara con la descripción de los que buscaba.
Vio a un niño de pelo castaño que estaba solo y lloroso y se le acercó.
—¿Cómo te llamas, muchacho?
El niño lo miró, frotándose los ojos con el dorso de la mano.
—Sam, señor.
Hawk reprimió un suspiro.
—¿Con quién estabas, Sam?
—Con mi papá, señor. Me perdí, señor. Debe de estar enojado.
Ese no era uno de sus objetivos, pero no podía dejarlo ahí. Le tendió la mano.
—¿Quieres venir conmigo? Voy a ir a echarle una mirada a la posada Wellington. Tal vez tu padre está bebiendo una jarra ahí.
Una mano húmeda y pegajosa se cerró confiadamente sobre la de él, y echaron a caminar juntos por la calle. Muy pronto se les unieron dos hermanas y otro muchacho mayor, que parecía algo lerdo. Y a partir de ahí se les fueron uniendo más niños extraviados, como los cadillos que se pegan a la ropa en una marcha por un campo pedregoso, y finalmente encontró a los evangelistas.
—Vuestra madre está preocupada por vosotros —les dijo.
—No pudimos evitarlo, señor —dijo el mayor, con los ojos agrandados por el miedo. —Y nos mantuvimos juntos.
Hawk le revolvió el pelo y miró al resto de los niños, todos absolutamente confiados en él.
Probablemente Clarissa Greystone también confiaría en él, pensó, si era tan honrada como parecía. El encuentro con ella le había enredado todos los hilos, pero ella seguía siendo su única pista para descubrir el núcleo de la conspiración, y debía seguirla.
Una vez que se ocupara de los deberes del presente.
Acompañado por sus cadillos dio la vuelta a la esquina, y se encontraron ante la posada Duque de Wellington. Al Gran Hombre no le haría ninguna gracia que una posada llevara su nombre.
El bodegón de la posada estaba atiborrado y muchos de los clientes formaban hileras en la calle en todas direcciones, todos con sus jarras de cerveza gratis, algunos ya borrachos. Divisó al pregonero apoyado, medio borracho, en el abrevadero para caballos. Dirigió a su escuadrón hacia ese lugar. Sacó una libreta del bolsillo y comenzó a anotar los nombres.
Cuando terminó la lista, sacó la hoja y se dirigió al pregonero, en su tono de comandante del ejército:
—Estos niños están perdidos. Vas a recorrer la ciudad pregonando sus nombres y dirás que se encuentran aquí.
El corpulento hombre se enderezó.
—Sí, señor.
—Muy bien. Empieza por la posada lord Wellington.
El potente pregón del hombre no tardó en sobreponerse al bullicio de la posada. Entonces Hawk volvió la atención a los niños.
—Quedaros aquí. Vuestros padres os encontrarán.
Puso al niño mayor a cargo de que los más pequeños no se alejaran, y luego llevó a Matt, Mark y Luckey hasta el lugar donde se encontraba su madre.
No lo sorprendió descubrir que la heredera y las niñas que tenía a su cargo ya se habían marchado. Eso no era ningún problema. Ya tenía un excelente pretexto para hacer una visita al colegio.