CAPÍTULO 22
Ella, abrió sus aturdidos ojos y lo vio enmarcado por el nimbo de luz de la lámpara.
—Esto es extraordinario —dijo.
Él se rió y su risa pareció de placer, sin reservas.
—Espero que lo sea más aún. —Repentinamente la atrajo hacia sí y la besó. —No tienes miedo, ¿verdad?
—¿Hay algo que temer?
—¿Un poco de dolor?
Ella se encogió de hombros.
—Seguro que dolía balancearse colgado de una cuerda sobre el estanque del jardín agreste.
—Ese fue Van, no yo.
—Pero tú habrías sido el siguiente, ¿no?
Él sonrió de oreja a oreja.
—Ya nos habíamos peleado por eso. Y tienes razón. No me habrían importado los arañazos ni las magulladuras. —Le apartó un mechón de la cara y se lo puso detrás de la oreja. —Pero hacer el amor es peligroso, Azor. Quedas avisada. En su mejor o en su peor aspecto nos lleva a lugares que salen de lo corriente. Más que una cuerda e incluso más que la batalla. Los franceses lo llaman la pequeña muerte. Creen que por un momento se para el corazón y cesan todas las sensaciones corporales, por lo que la vuelta a la vida es a la vez un exquisito placer y un exquisito dolor.
Ella volvió a estremecerse, por dentro, muy al fondo, con deseo, con avidez.
—¿Puede ser así la primera vez?
Él se rió, o tal vez emitió un gemido.
—Si puedo conseguirlo. Y en este momento —añadió, girándola para desabrocharle el vestido, —eso podría reducirse a la pregunta de cuánto tiempo podré soportar esta tortura.
—¿Tortura? —preguntó ella, moviéndose para que le bajara el vestido.
—De momento sólo moderada. Pero los corsés son el mismo demonio.
Ella se rió, pero no le quedó más remedio que esperar a que él terminara de soltarle los lazos. Después se giró.
—Yo me puedo quitar esto y la enagua mientras tú te desvistes. ¿O necesitas mi ayuda?
—Probablemente eso sería mi perdición.
Comenzó a quitarse la ropa y ella se quitó el corsé. Mientras tanto él la miraba de una manera que le hizo volver esa sensación de poder femenino, y la bullente excitación le entorpeció los dedos.
Él se quitó la camisa y ella se quedó paralizada con el corsé colgando de la mano, que sentía débil. Su pecho no era tan corpulento como el del mozo de la caballeriza Brownbutton, pero también estaba hecho para ser el sueño de toda doncella, con ondulantes músculos que le bajaban por el vientre y unos robustos y modelados brazos.
Encima de la tetilla derecha se veía una mancha oscura. Dejó caer al suelo el corsé y se le acercó.
—El tatuaje. Por fin lo veo.
—¿No has sabido siempre que lo verías?
Ella le sonrió.
—Sí. Esto era inevitable desde el primer día, ¿verdad? —Alargó la mano izquierda y pasó un dedo por las líneas púrpura. —¿Una ge y un halcón?
—El de Van es un demonio. El de Con un dragón.
—¿Por qué?
—¿Por qué los niños de dieciséis años hacen las cosas que hacen? Porque uno la sugiere y en el momento parece una buena idea. Nuestra intención era poder reconocernos mutuamente los cuerpos si quedaban destrozados o mutilados.
Ella se estremeció y, dejando la mano izquierda sobre el tatuaje, pasó la derecha por una rugosa cicatriz que tenía en el costado.
—Podrías haber muerto antes que nos conociéramos.
—Cierto, aunque yo no libré una guerra muy peligrosa.
—¿Cómo te hiciste esto, entonces? —preguntó ella, tocándole la cicatriz.
—En una oportunidad que tuve para balancearme sobre el jardín agreste. Cuando teníamos poco trabajo, a veces nos daban permiso para unirnos a los combatientes.
—Y supongo que tú cogías esas oportunidades al vuelo.
Él pareció sorprendido por su tono.
—Por supuesto. ¿Te imaginas lo frustrante que es estar rodeado por la fiebre, por la electricidad de la batalla y no estar participando en ella? —Le deslizó la mano por el costado y la detuvo en un lado del pecho y se lo acarició. —O imagínate mejor cómo sería si nos quedáramos suspendidos así el resto de nuestras vidas sin sumergirnos nunca totalmente en la locura del deseo.
Ante la expresión de sus ojos y la seductora caricia, ella sintió pasar un estremecimiento, un estremecimiento de placer y dolor tan intensos que no se los hubiera imaginado nunca. Se sentía como si entre las manos contuviera un hirviente poder. La excitación de él, su respiración agitada, su paciencia controlada...
Se apretó más a él y apoyó la mejilla en la cálida y suave piel de su pecho. Él hizo un brusca y profunda inspiración y se movió contra ella como una ola, meciéndola; entonces ella deslizó las manos por sus costados y lo abrazó, apretándose a él, sintiendo solamente la fina batista de su enagua entre sus cuerpos.
—¿Qué habría hecho yo si hubieras muerto? —musitó.
Él la rodeó con los brazos.
—Encontrar otro hombre al que amar.
—No lo veo posible.
Él apoyó la cara en su cabeza.
—No, ¿verdad? Esta mañana cuando te vi en la casa, cerca del reloj de sol, rodeada de rosas, fue como si hubiera caído en mi vida una pieza que faltaba. Te aviso, Azor. Tendrás que luchar para liberarte de mi capirote y pihuelas.
Ella sonrió con la boca apoyada en su pecho.
—Como tendrás que luchar tú. Además, no olvides que un azor es un ave superior al halcón.
Lo oyó canturrear, tal vez de placer.
—La idea de ti cazándome casi me tienta a volar.
—Tengo garras para apresarte —dijo ella, enterrándole suavemente las uñas en la espalda.
Él hizo una inspiración profunda y volvió a moverse contra ella, meciéndola.
—¿Tienes una idea de lo totalmente feliz que me siento en este momento? O, ahora que lo pienso, es más un estado de expectación totalmente feliz.
Al comprenderlo, ella retrocedió, aunque habría estado dispuesta a continuar horas y horas así, totalmente abrazada a él.
Él se sentó en la cama y se quitó rápidamente las botas. Ella se acercó a ayudarlo y tiró una y luego la otra hacia un lado. Puso las manos en su pierna derecha para quitarle la calceta, pero él la levantó por la cintura, la puso sobre la cama y se echó sobre ella dándole un embriagador beso.
¡Por fin!
Lo rodeó con brazos y piernas, correspondiéndole el beso y arqueándose para apretarse a él, con una ardiente y dolorosa necesidad. Entonces él se apartó y se liberó para quitarle la enagua.
Y así, finalmente, quedó desnuda, y le entró el miedo, no el miedo de la unión sino el miedo a decepcionarlo.
Él le colocó una mano en el pecho y de ahí la deslizó hacia abajo por sus costillas, cadera y muslo y luego hacia arriba.
—Qué hermosa eres —musitó.
—No tienes por qué mentirme.
Él la miró a la cara.
—No te miento, cariño. ¿No lo sabes? Tus piernas, tus caderas, tus pechos.... Eres nata, oro y miel. Un confite perfecto y delicioso.
Repentinamente bajó la cabeza y la lamió, le lamió el vientre y luego alrededor de los pechos.
¿Tenía un cuerpo hermoso? Nunca había pensado en ello, sólo en la fealdad de su cara, pero su forma de acariciarla con las manos y la mirada, el hambre que percibía en cada caricia la tentaron a creerlo. La joya perfecta en un día perfecto. Él sentía placer, verdadero placer, con su cuerpo.
Él le lamió un pezón, haciéndola retener el aliento, principalmente de expectación. Esa sensación ya la conocía, y le recordó cómo él se descontroló en el jardín agreste.
Deseó volver a hacerle eso.
Una y otra vez.
Siempre, eternamente.
Entonces él le succionó el pezón, primero suave y luego más y más fuerte, y ella se arqueó.
—De prisa. De prisa —dijo.
—Paciencia —musitó él. —Paciencia.
—No quiero tener paciencia.
—Confía en mí.
Le soltó el pezón y empezó a lamer en dirección al otro pezón. Ella le golpeó los hombros con los puños.
Él se rió.
Encantada con el tacto de sus anchos hombros, comenzó a palpárselos, a friccionárselos y a amasárselos. Le encantaban las sensaciones que le producía con la lengua, pero no tanto como cuando le succionaba.
Él volvió a canturrear, aprobador, así que continuó amasándole los músculos, hundiendo más la mano y los dedos mientras él le succionaba, desahogando un poco su deseo y necesidad con cada fricción, una y otra vez.
La pierna de él le rozaba la suya y le molestó el contacto con sus pantalones.
—Desvístete —le ordenó.
Él se apartó y ella lo cogió.
—No, no pares.
—Paciencia —dijo él, riendo y escapando. —Una corta espera te hará mucho bien.
Ella se sentó, con las manos en las caderas, fingiendo fastidio, aun cuando no tenía que fingir la frustración por la separación. Pero casi valió la pena, porque así pudo mirarlo mientras se quitaba el resto de la ropa.
Él sacó los pies de los calzoncillos y la miró, y de pronto se levantó esa parte viril, haciéndose más grande.
—Ah, caramba. Creía que los dibujos eran exagerados.
—¿Dibujos? —preguntó él, subiendo a la cama y tendiéndola suavemente de espaldas.
—Los hombres tienen libros y las mujeres los roban —explicó ella. —Seguía mirándole la Vara del Éxtasis, pensando si el libro tendría razón, si a él le gustaría sentir ahí sus Diestros Dedos. —Algunas chicas llevaban interesantes tesoros al colegio.
—Pero ¿tú no te lo creías del todo? Por lo que he visto en algunos libros de esos, debías ser muy sabia. —Le cogió la cara entre las manos y la miró a los ojos. —¿Estás asustada, cariño?
Ella se lo pensó. Sentía una especie de vibración por dentro, pero no creía que fuera de miedo. No deseaba parar, eso seguro.
—Lo que siento es algo que nunca he experimentado antes.
Él la besó, riendo.
—Sigues analizando.
A pesar de los revoloteos que sentía por dentro y por la piel, ella se rió.
—Por supuesto. No quiero perderme ni olvidar nada de esto. Tal vez debería escribirlo en un diario.
Él ya tenía nuevamente la mano en uno de sus pechos.
—Bueno, eso sí que escandalizaría a nuestros nietos.
Nietos. Pensamiento asombrosamente bello. Nietos en Hawkinville.
—Lo escribiría en lenguaje cifrado —musitó ella, ya atolondrada por sus caricias. —La primera visión de ti. El primer contacto con tu piel. El olor especial de tu cuerpo. El extraño estado en que me encuentro. Cada caricia tuya...
Él detuvo la mano.
—Es algo desconcertante, ¿sabes?, imaginarte tomando notas.
Ella lo miró.
—Hawk, ¿estás nervioso?
—¿Crees que no? —Cuando ella lo miró otra vez, añadió: —Deseo que esto sea perfecto para ti, corazón mío. Pero la perfección no es posible.
Ella le sonrió y le pasó la mano por el pelo.
—Sea como sea, será perfecto.
Él se apresuró a besarla.
—Continúa tomando notas, entonces —dijo, y volvió la atención a sus pechos.
—Me gusta eso. ¡Oh! Me siento como si fuera a caer enferma con fiebre. Pero no es como una enfermedad. Aunque sí algo incómodo. Por dentro.
Él deslizó la mano hacia abajo.
—Tal vez yo pueda remediarlo.
Detuvo la mano para trazarle un círculo alrededor del ombligo y luego pasó los dedos por entre el vello rizado y los acercó al lugar que le hormigueaba de deseo en la entrepierna.
Ella siguió mentalmente cada caricia y cada sensación, maravillándose.
—Ábrete para mí, mi amor.
¿En qué momento había juntado los muslos con tanta fuerza? Se apresuró a separarlos, con el aliento retenido, y él deslizó los dedos más abajo.
Se le resbalaron. Ella notó que tenía la zona mojada.
—El Delicioso Rocío del Deseo Licuador.
—¿Qué?
Ella no se había dado cuenta de que había dicho eso en voz alta.
—Lo leí en un libro.
—¿Un libro pasmoso para el desconcierto nupcial?
—Los anales de Afrodita —dijo ella riendo. —A veces exagera en la repetición de iniciales.
—Ah. Eres Decididamente Deliciosa.
—¿Insufriblemente Impaciente?
—Espantosamente Exigente.
Se desternillaron de risa. Entonces él la miró.
—¿No crees que tal vez podríamos tomarnos esto en serio?
—¿Por qué?
—Porque ya estoy Desesperadamente Deseoso.
Ella volvió a reírse por la coincidencia de las iniciales, pero vio que él estaba sonrosado y tenía la respiración agitada.
—Entonces yo estoy Deslumbrantemente Dispuesta.
El volvió a presionarle la entrepierna con la mano.
—Pero no Portentosamente Preparada, mi Hermoso Hontanar de placer.
Hermoso hontanar de placer. No sabía si era verdaderamente hermosa, pero él sí, y lo que estaban haciendo también, aún más por el agrado de la risa. Jamás se habría imaginado entrelazada con un hombre desnudo en una cama, y riéndose.
Se le levantaron las caderas como por voluntad propia para recibir sus dedos, y se le intensificó el deseo. La Penúltima Punzada de la Pasión. ¿Estarían cerca del final?
Él tenía los dedos muy adentro. Donde entraría su miembro después.
Pronto, rogó. Pronto.
—¿Te gusta esto? —le preguntó él.
—Ah, sí. Pero...
Él comenzó a mover la mano en círculos.
—¿Mejor?
Todas las sensaciones se acumularon en el lugar que él le presionaba y se le volvieron a levantar las caderas.
—¡Ah! La Perla Preciosa del Éxtasis del Edén.
—Probablemente —dijo él, riendo y mirándola a sus aturdidos ojos. —Ah, pues sí, ve diciéndome qué otras cosas reconoces.
—La Desenfrenada Oleada de la Acogida Femenina —exclamó, mientras se le arqueaba el cuerpo y volvía a bajar. —Lo intenté. Lo de frotar la Perla Preciosa... Fue agradable, pero no como esto.
Se le tensó el cuerpo, casi dolorosamente, pero deseaba más.
—Los libros para hombres tienden a dar importancia a la delicadeza de la perla —le susurró él al oído. —Aquellos para mujeres sin duda deberían dar importancia a la firmeza. Dime si te hago daño.
Le presionó más fuerte con la mano ahí y le cogió un pecho con su ardiente boca. Ella sintió pasar como una especie de rayo entre la boca y la mano de él, y se le escapó un chillido.
—¡La Lacerante Lanza de la Sublimación Sensual! —Sentía pasar chispas, rayos y vibraciones por toda ella, pero intentó hacer el comentario, tal como él le había pedido. —Y... La Flagrante Fragmentación Final. ¡Oh, oh! ¡No pares!
—No voy a parar.
Deseó moverse, empujar, y eso hizo, una y otra vez, buscando desesperada algo que no era posible expresar con palabras que tuvieran las mismas iniciales.
Y entonces se murió.
Eso le pareció. Ese paro repentino, perfecto, y luego el torrente de sensaciones que la dejaron temblando y jadeante.
Después él se colocó encima de ella y, puesto que ya había recuperado la conciencia, comprendió que lo que sentía ahí ya no era su mano.
Era su miembro.
Seguía temblorosa y algo dolorida, pero logró tragarse el grito, sin saber si era de deseo o de protesta. Sentía arder de sensibilidad el cuerpo, pero él le estaba abriendo las caderas, empujando y abriéndole ahí de una manera que no hizo con los dedos. Se sintió empalada. Se sintió devuelta al mundo real y violento. Ahogó el grito, pero logró decir:
—¡Eso duele!
Él se quedó inmóvil.
—¿Te sientes mal?
Ella deseó decir sí, que necesitaba tiempo para acostumbrarse a eso, que tal vez deberían intentarlo otro día, pero notó la tensión de su cuerpo por la desesperación del deseo, y se imaginó lo que estaría sintiendo.
—Nooo —dijo y trató de volver a reírse. —El... el Portal Perfumado ha sido Perforado. —Ah, sí que se sentía invadida. —Así que ha llegado el momento del Dominio Masculino de los Misterios Virginales.
—Ya no hay nada virginal —dijo él.
Entonces la recompensó empezando a moverse, rindiéndose a sus necesidades.
La temible Ferocidad Fálica. Entendió exactamente lo que querían decir en Anales.
Una y otra y otra vez.
Podía soportarlo, podía soportarlo, podía soportarlo. De pronto se desvaneció el dolor y empezaron a invadirla otras sensaciones, unas sensaciones fuertes, tormentosas, un intenso placer compartido con él. Cayó en la cuenta de que se movía para recibirlo, siguiendo su ritmo, más fuerte, con más y más ímpetu, correspondiendo embestida por embestida. Ah, ¡el Torneo Jubiloso!
De pronto él se quedó quieto. Ella sintió la tensión en todo su musculoso cuerpo. Abrió los ojos y se deleitó mirándolo, hermoso a los claros y sombras proyectados por la luz de esa habitación perfecta, inmerso en su pequeña muerte.
Ah, sí, hacer el amor era algo muy peligroso. Estaban más que desnudos; estaban desnudos hasta el alma.
Entonces él se relajó, como si hubiera pasado por encima de él en marejada la Oleada de la Acogida Femenina, y se desmoronó sobre ella, besándola como necesitaba ser besada; de la manera que expresaba la pasmosa y fulgurante experiencia que acababan de tener.
Después rodó suavemente hacia un lado, todavía unido a ella, abrazándola. Sus cuerpos se tocaban en todas las partes posibles, sellados por el sudor, y a ella le resultó imposible imaginárselos separados otra vez, aunque sólo fuera por la ropa.
Eran uno. Para siempre. Indivisibles.
Lo besó en el pecho y luego se movió hacia arriba para besarlo en la boca; después lo miró a los ojos.
—Ha sido perfecto.
—¿Perfectamente perfecto? Esas son las únicas palabras que comienzan con la misma inicial que se me ocurren por el momento. —Se veía risa en sus ojos, pero por encima de todo, satisfacción, y los tenía centrados en ella. —La perfección llegará, y disfrutaremos con la práctica. —Cerró los ojos y se rió. —¿Es posible decir una frase sin que dos palabras comiencen con el mismo sonido? Después de esto voy a pasar vergüenza cada vez que abra la boca.
Ella apoyó todo el pecho en el de él, mirándolo.
—¿Práctica Perseverante?
Él abrió los ojos.
—¿Deseas volar más y más alto?
—¿Por qué no? ¿Para qué estar tan pegados a la tierra?
—¿Por seguridad?
—¿Nos importa la seguridad?
—Sí —dijo él, desvanecida su sonrisa. —Creo que sí. Es mi intención tenerte segura y a salvo, mi amor, aunque eso signifique permanecer en el nido.
Ella se apretó más a él.
—Eso no será tan terrible si el nido tiene una cama. ¿Cuándo volveremos a hacerlo?
—Tuve la impresión de que te dolió bastante.
Pensándolo bien, tenía una ligera irritación ahí.
—El diseño del cuerpo femenino es muy poco práctico.
—La mayoría de sus partes son absolutamente deliciosas —dijo él, ahuecando la mano en uno de sus pechos y besándoselo. —Sobre todo las del tuyo.
—¿Te gustan mis pechos? —se atrevió a preguntar ella.
—Me encantan tus pechos.
—¿Más que los de otras mujeres?
Él levantó la cabeza y la miró.
—No digas eso. Ese es un juego en el que nadie puede ganar. Tú eres tú. Yo te quiero. Nunca en mi vida he amado a una mujer como te amo a ti. Ocurre que tienes unos pechos muy hermosos, llenos, blancos, con generosos pezones rosados, pero no importaría nada si no fueran así. Seguirían siendo los pechos de la mujer que amo.
Pensativa, ella se palpó el cuerpo y subió las manos hasta sus pechos.
—Me cuesta considerarme así.
—¿Hermosa?
—Y amada. —Sintió agolparse las lágrimas en los ojos, pero no quería estropear ese momento con lágrimas. Sonriendo le puso una mano en el pecho. —Tú tienes un cuerpo muy hermoso.
—¿Eso es lo que soy para ti? ¿Un cuerpo hermoso?
Lo dijo en tono de broma, pero ella vio que lo impulsaba la misma necesidad que a ella.
—No, tú eres el hombre al que amo. Si nuevamente fueras a la guerra y volvieras a casa lleno de cicatrices y mutilado, seguirías siendo el hombre al que amo.
—¿Por qué? —preguntó él, y al instante levantó una mano para impedirle contestar. —Buen Dios, no. Ese es otro juego en el que nadie gana.
Ella sintió deseos de reírse.
—¿Por qué no habría de enamorarse de ti cualquier mujer? Eres guapo, honorable, valiente, fuerte... —Bajó la cara para besarle el halcón tatuado en el pecho. —Pero para mí lo más maravilloso es la forma como he podido hablar contigo desde el comienzo. Eres mi mejor y más íntimo amigo, de toda la vida. Sé que tú tienes otros amigos...
Él la silenció poniéndole un dedo en los labios.
—Ninguno tan íntimo ahora.
—¿De verdad?
—De verdad —dijo él, mirándola con ojos serios, intensos. —Todo el tiempo que tú quieras.
A ella le brotaron las lágrimas; no pudo contenerlas. Ese era el momento más perfecto de su vida y estaba sollozando como si hubiera perdido todo lo que le importaba. Él la estrechó en sus brazos, meciéndola, y susurrándole que dejara de llorar. Ella lo intentó, pero no pudo.
—No pasa nada —logró decir. —Estoy feliz, no triste.
—Dios me libre de causarte tristeza, entonces, mi amor. Deja de llorar, por favor.
Ella se rió y se limpió la cara con la sábana.
—Me veo horrorosa cuando lloro también.
Él la ayudó a secarse los ojos sin negar esa afirmación. Eso, por algún motivo, dio el acabado perfecto a la perfección.
Todo era absoluta sinceridad entre ellos.
Deslizó la mano por sus anchos hombros y la bajó hasta el centro de su pecho, sólo por el deseo de acariciarlo. Volvió a pasar los dedos por su cicatriz, y sintió un escalofrío al pensar que esa herida podría haber sido fatal.
—El golpe sólo fue de refilón.
—Me extraña que no te rompiera las costillas.
—Me las dejó cascadas. Un dolor del mismo demonio.
Ella le acarició la cicatriz.
—Me alegra que ya no vayas a la guerra.
—Rara vez estuve en verdadero peligro. A diferencia de los demás.
—¿Por qué te sientes culpable? Tu trabajo era importante.
—Lo sé.
—Pero de todas maneras te sientes como si hubieras hecho el gandul —se aventuró a decir, poniéndose de costado, abrazándolo, con la cabeza de él apoyada en el hombro.
Pensó que no quería hablar de eso, por lo que no se atrevió a insistir. Pero entonces él comenzó a hablar de su vida en el ejército, principalmente de los demás, y de lord Vandeimen y lord Amleigh entre otros.
Ella lo escuchaba, acariciándole el pelo, sintiéndose más y más en armonía con él con cada palabra, inundada por la sensación de que había encontrado la felicidad perfecta, que iría aumentando, aumentando cada vez más. Se sentía como si pudiera volar, pero sería hacia el cielo.
Cielo. Ah, sí. Nada de purgatorio para ella. Y nada de infierno, por supuesto. Milagrosamente, tenía el cielo.
A no ser por el problemita de su participación en la muerte de Deveril.
Era el momento de contarle su historia. Pero todavía no; esos momentos eran para él. Además, él estaba hablando de Hawkinville.
—Entré en el ejército para irme de casa. Cuando volví hace unas semanas mi idea era ocuparme de cualquier problema que pudiera tener mi padre y marcharme. No era mi intención desconectarme de Van ni de Con, pero estaba convencido de que no podría vivir allí. Pero cuando entré en la aldea, todos me reconocieron. Dios sabe que no me habían visto desde que tenía dieciséis años. Yo los reconocí también, no inmediatamente en algunos casos, pero a los pocos minutos me sentía como si los años transcurridos hubieran desaparecido. Incluso mi vieja niñera...
Guardó silencio y movió la cabeza sobre el hombro de ella. Pasado un momento continuó:
—La abuela Brigg me salvó la vida. Fue mi madre en todos los verdaderos sentidos de la palabra. Incluso después que ella dejó de servir en la casa de mi padre, yo me pasaba más tiempo en su casa que en la mía. Le enviaba cartas y regalos, pero en realidad pensaba que ya no me importaba, hasta que volví a verla. En esos diez años había pasado de ser una mujer robusta a ser una mujer frágil, arrugada, encorvada y achacosa. Y en esos diez años yo apenas había pensado en ella, aparte de enviarle alguna cosa de tanto en tanto, despreocupadamente. Para ella todas esas cosas eran como tesoros.
Cambió de posición y se incorporó un poco para mirarla.
—¿Por qué te estoy aburriendo con todo esto? Venga, un beso por ser tan buena oyente.
El beso fue el beso de Hawk, tan delicioso y experto como siempre. Sin embargo, después, acurrucada en sus brazos, Clarissa suspiró por el vínculo que se habría forjado si él hubiera dicho lo que dejó sin decir.
—No me he aburrido —dijo. —Creo que no deberías sentirte culpable por no haber pensado en esas personas. Muchas veces cuando la persona crece se marcha de casa y comienza de nuevo. Y sin duda la guerra exige toda la atención de un hombre. No te habría convenido distraerte.
Él le estaba acariciando la espalda otra vez, y ella se acordó de cuando lo veía acariciar a Jetta y deseaba que él la acariciara igual. Ya lo había conseguido, para siempre, y mientras vivieran.
Él hundió la boca en su pelo.
—Nunca había pasado la vergüenza de parlotear tanto.
Ella sonrió con la boca en su pecho.
—Nunca habías estado casado.
—No lo estamos.
—Es como si lo estuviéramos. A los ojos de Dios. Yo tampoco me había sentido nunca así, Hawk. Nunca había tenido a nadie con quien estar así. Es como coger la luz del sol y descubrir que puedes sostenerla en las manos para siempre.
—O tener el cielo en la tierra.
—El Paraíso Perpetuo Perfecto —dijo ella, riendo.
Ese sería el momento para decírselo, pensó; estaban tan en paz, tan relajados, tan inextricablemente unidos.
Sin embargo, eso cambiaría las cosas. Tendrían que hablar, aclarar las cosas, abandonar las blandas nubes. Sin duda sería mejor dormir y dejar el relato para la mañana.