CAPÍTULO 26
Hawk cabalgaba hacia el sur como si fuera siguiendo una brújula interior, dirigido solamente por el deber. En realidad, podría ser agradable perderse. Pensó en algunos casos de personas que simplemente habían desaparecido. Tal vez ellas también se encontraron en un punto muerto de su vida y se marcharon; se marcharon a cualquier parte con tal de no estar ahí.
En el trayecto podría toparse con Van por pura casualidad, pero sería un encuentro que no podía evitar. En realidad, no importaba. Lo que importaba era si Van sería capaz, como Con, de continuar su amistad con él a pesar de su locura actual, aunque no podía hacer nada para influir en eso.
Sí podía hacer algo, en cambio, para restaurar la reputación de Clarissa, y puso a trabajar su mente en eso.
Llegó a Hawk in the Vale sin ningún incidente y vio que todos se volvían a mirarlo.
Las señoritas Weatherby salieron trotando de su casa, boquiabiertas. Estupendo.
Divertido, a pesar de su tristeza, se tocó el sombrero.
—Buenas tardes, señoras.
Ellas abrieron aún más las bocas, y él esperó a que le hicieran la pregunta.
En ese momento salió Slade por entre sus ridículos pilares, con la cabeza muy erguida, que le llegaba justo por encima de su silla de montar.
—¿Dónde está su impetuosa novia, comandante? ¿Huyó hacia brazos más cálidos?
Hawk se sintió hervir de rabia. Resistiendo apenas el deseo de enterrarle el puño y hacerlo tragarse todos los dientes, le puso la fusta bajo el barbudo mentón y se lo levantó.
—Diga una palabra más y le daré una paliza. La estupidez de mi padre es más culpable que su codicia, pero usted no es bienvenido aquí, señor. Y su grosero comentario sobre una dama sólo se puede atribuir a su vulgaridad.
Como si saliera de un hechizo, Slade apartó la fusta y retrocedió, lívido de cólera.
—¿Dama? —escupió, pero se interrumpió. —¿Podemos saber dónde está la encantadora señorita Greystone, comandante?
Muy bien. Esa pregunta de Slade le servía, y las Weatherby eran todo oídos.
—Aunque eso no es asunto suyo, Slade, se lo diré. Se enteró de que su querida amiga, la marquesa de Arden, estaba de parto, y deseó ir a acompañarla en ese trance. Como ha dicho, es algo impetuosa.
Slade abrió la boca y volvió a cerrarla.
—¿Y el feliz acontecimiento? —preguntó, pasado un instante, esbozando una sonrisita de incredulidad.
—Un hijo. El heredero de Belcraven, nacido justo antes del alba.
Oyó farfullar a las señoritas Weatherby, tal como suelen hacer las mujeres ante esos acontecimientos, y emocionadas además por la leve e indirecta conexión con el nacimiento de un niño tan augusto
El nacimiento era justo el tipo de realidad indiscutible que podía dar credibilidad total a casi cualquier mentira.
Estaba claro que Slade se lo creía.
—¿Y el dinero? —preguntó secamente.
Hawk se permitió esbozar una sonrisa desdeñosa.
—Lo tendrá, señor, antes de la fecha en que vence el plazo. Debo agradecerle que haya sido tan servicial con mi familia.
Acto seguido, hizo virar su caballo en dirección a la casa, que al parecer sobreviviría, junto con todo lo esencial de Hawk in the Vale. Pero en ese momento no sentía ninguna satisfacción. No desdeñaba el valor de conservar la aldea, pero tampoco el precio que había pagado por ello.
Cuando desmontó en el patio, llegó hasta él el perfume de las rosas, enfermándolo hasta el alma.
Entregó el caballo al mozo y se apresuró a entrar en la casa.
—¿George? ¿Dónde está tu novia?
Su padre estaba en la puerta del salón de atrás, apoyado en su bastón.
—¿No te interesa más saber dónde está el dinero?
—Ciertamente, ciertamente. ¿Lo tienes? Si es así, podemos comenzar a programar la celebración.
—Vete al diablo —ladró Hawk, y al instante controló su genio, no lo fuera a llevar a hacer algo que luego lo avergonzara. —Tengo el dinero para pagarle a Slade, pero no hay ningún extra, milord.
—Siempre hay más dinero, mi muchacho. Tenía pensada una grandiosa fiesta, similar a la que celebró Vandeimen para su boda. Pero más elegante y regia. Ropa de gala. Una procesión...
Hawk comenzó a subir la escalera.
—Haz exactamente lo que desees, señor. Yo no tengo el menor interés en eso.
—¡Malditos sean tus ojos! ¿Y dónde está tu novia, eh? ¿Ya la has perdido?
Hawk se detuvo en el rellano.
—Exactamente, señor.
Entró en su habitación tentado de esconderse en un rincón sumido en la oscuridad, pero había hecho todo eso por una causa, y la causa seguía en pie. Abrió su escritorio de campaña. Los conocidos papel y plumas lo arrastraron de vuelta a su otra vida. Quizás hasta puede que aún quedaran rastros de humo y pólvora atrapados en la madera, pensó.
¿Por qué ahora lo abandonaban las habilidades que en el ejército lo habían llevado a vencer dificultades y a hacer tareas aún más atormentadoras?
Cogió una bala de pistola aplastada que había sido su constante recordatorio del importantísimo papel que tiene la suerte ciega en el destino. Tal vez ya se le había agotado la suerte.
Pero no, no era eso. Normalmente en el ejército trabajaba concentrado en un solo objetivo apremiante. No había nada personal en juego, y una buena parte de su habilidad la aplicaba a bloquear todas las distracciones de hechos o sentimientos.
En realidad, su campaña era un éxito clamoroso.
Hawkinville estaba a salvo.
Se merecía una medalla.
Escribió una sobria y sucinta carta a Arden, agradeciéndole su ayuda y pidiéndole que diera la orden de que depositaran el dinero en su banco de Brighton antes de fin de mes. Acto seguido, con gran repugnancia, escribió una nota a Slade, pidiéndole el nombre de la institución en que debían depositarle el dinero.
Después bajó y envió a un criado a llevar las cartas.
Y ya está, todo concluido, y bastante bien.
Lo que le quedaba por hacer era el resto de su vida.
Salió de la casa por la puerta de atrás y bajó hasta el río. No vio a los patos; estarían disfrutando en otra parte, y unas nubes cargadas de agua se iban deslizando entre el sol y la tierra. Parecía simbólico, pero sabía que el sol volvería a brillar y los patos también volverían.
Solamente Clarissa estaría perpetuamente ausente.
¿Existiría una posibilidad de que ella se ablandara una vez que se le pasara la conmoción? No soportaba hacerse esperanzas. Si esperaba, con el tiempo quedaría paralizado, esperando y esperando.
Oyó pasos y se giró.
El puño de Van le golpeó con fuerza en la mandíbula y lo hizo caer de espaldas en el río.
Chapoteando, se sentó, con una mano en la dolorida mandíbula y notando el sabor de la sangre que le salía del interior de la mejilla.
Van estaba esperando, frío como el hielo.
—Si vuelves a pegarme, tendré que devolvértela.
—¿Crees que puedes ganar?
—¿Quién ganaría?
Van lo miró furioso, pero se había serenado un poco.
—¿Qué es esa burrada de que Clarissa se fue para acompañar a lady Arden en el parto?
Hawk decidió que podría ponerse de pie sin tener que matar a Van, y eso hizo.
—Es una historia que puede sostenerse si no se analiza en profundidad.
Eso era una indirecta para entablar conversación, y vio que Van la aceptaba.
—¿Qué ocurrió?
Tenía las botas llenas de agua.
—Intenté fugarme con ella. Eludí la persecución, pero cometí el error de pasar la noche en la aldea donde está la casa de Arden.
A Van se le escapó una risita.
—¡Wellington querría tus entrañas!
—Se me pasó la idea por la mente. Olvidé, supongo, que estaba en guerra.
Los patos eligieron ese momento para pasar graznando por esa parte del río, tal vez atraídos por el chapoteo. Un patito se acercó a picotearle las botas.
Hawk lo contempló, pensativo.
—Parece que hoy me van a atacar todos los animales.
—¿Te refieres a mí?
Hawk sonrió levemente.
—¿Un demonio es un animal?
Agitando la cabeza, Van le tendió una mano. Hawk se la cogió y salió del río, chorreando agua sobre la orilla.
—¿Qué ocurrió? —le preguntó Van. —Quiero toda la verdad.
—No quiero añadir una neumonía a mis otras locuras. Entremos, y te lo contaré mientras me cambio de ropa.
Al llegar a la casa se quitó las botas, las dejó junto a la puerta y fue dejando las huellas por las losas del corredor y luego por la escalera.
—Ojo con la cabeza —dijo al entrar en su habitación.
Van agachó la cabeza justo a tiempo y fue directo a sentarse en el enorme sillón de piel, con la mayor familiaridad. De niños rara vez elegían esa casa para estar, pues siempre preferían Steynings o Somerford Court, pero habían pasado algunos ratos ahí, especialmente en esa habitación.
—Me diste tu palabra de que no deshonrarías a Clarissa.
Hawk empezó a quitarse la ropa empapada, dejándola en la jofaina del lavamanos, para no mojar la madera del suelo.
—Si mal no recuerdo, dije que no la deshonraría ese día —contestó, con un ojo puesto en los puños de Van. —No era mi intención engañarte, pero ocurre que cumplí la promesa al pie de la letra.
—¿Y ayer?
Hawk cogió una toalla y comenzó a secarse.
—Y ayer no. Pero íbamos de camino a nuestra boda. Aunque nos impidieron casarnos, eso sí.
—Arden. No te veo ninguna magulladura, aparte de la que te he hecho yo.
—Mi pico dorado.
—¿Dialogaste con Arden, cuando te encontró en la cama con una mujer que seguro que considera que está bajo su protección?
—No estábamos en la cama en ese momento —dijo Hawk, sacando ropa limpia de sus cajones. —Además, estaba Con ahí. Y Clarissa.
—¿No quiso armar una escena delante de ella?
—Sería más acertado decir que no logró ser aceptado por ella. Esto antes de que se enterara de la verdad, claro. —Se puso los pantalones, se los abotonó y se sentó. —Ella no tenía ni idea de que el testamento es falso, Van. No tenía la menor idea.
Van lo miró un momento, insólitamente pensativo.
—¿Y ahora qué?
—Pues ahora le pagaré a Slade con dinero de Arden. Tiene que ser placentero poder permitirse ese gesto tan señorial, y parece que los Pícaros desean reunir el dinero para devolvérselo.
Le explicó los acuerdos.
—¿Y tu padre? Cuando llegué me abordó en el vestíbulo cacareando muy satisfecho que ahora me supera en rango, y sobre una grandiosa fiesta que va a dejar pequeña la celebración de mi boda.
Hawk exhaló un suspiro.
—Me merezco una penitencia, y ahí la tengo.
—Por lo menos estás libre de esa señora Rowland —dijo Van pasado un momento. —Ayer metió a su familia en la carreta del viejo Matt y se marchó.
La parte de Hawk que seguía siendo el Halcón, se despertó ante esa noticia.
—¿Sabemos por qué?
—No que yo sepa. La opinión general es que de buena nos hemos librado.
—Coincido en eso, pero tenía la intención de ir a visitar a su pobre marido para ver si se podía hacer algo por él.
—Yo lo intenté hace unas semanas. Lo más que logré, y por la fuerza, fue tener apenas un atisbo de él en su habitación. Creo que está acabado. Se veía macilento y frágil. Me imagino que recibió un fuerte golpe en la cabeza.
—Pobre hombre —dijo Hawk.
Pero en ese momento no era capaz de sentir mucha compasión por él. No lograba sentir nada de nada, aparte de su dolorosa sensación de pérdida.
—¿La amas? —le preguntó Van.
Su instinto de defenderse casi lo hizo negarlo.
—Sí, pero es absolutamente imposible. Aparte de mi conducta, ¿te la imaginas aquí con mi padre, insistiendo a cada paso en que lo llamen lord Deveril, y sin dejar de quejarse por no estar disfrutando de su verdadero esplendor en Gaspard Hall?
—Pero con su dinero...
—Tengo la clara impresión de que ella preferiría comer vidrio antes que coger un penique de un dinero robado, y, conociendo a Clarissa, estoy seguro de que se mantendrá en sus trece. —No era capaz de hablar de ella sin ponerse sentimental, así que se levantó de un salto y se puso la camisa. No podían exigirle que dijera una palabra más. —Transmítele mis disculpas a Maria. ¿Y la señorita Trist? ¿Qué ha sido de ella?
—Tengo entendido que Maria y lord Trevor la llevaron de vuelta a Brighton —contestó Van, levantándose también. —Sin duda no le hacía ninguna ilusión explicarle la situación a la señorita Hurstman. —Nicholas Delaney está aquí, por cierto. Está con su mujer y su hija, alojados en Somerford Court. Supongo que deseará hablar contigo también.
—Eso dijo Con. Creo que estoy bastante entero como para andar por ahí. ¿Te vas a Brighton, puesto que Maria está ahí?
—Sí. ¿Tú irás?
—¿Para qué?
Van hizo un gesto de pena, le puso la mano en el brazo, la mantuvo ahí un momento y después se marchó.
Hawk fue a asomarse a su ventana para contemplar los patos.
Ataviada con uno de los vestidos más sencillos de Beth, Clarissa estaba intentando tomarse un plato de sopa en un dormitorio para huéspedes mientras esperaba que volviera Con con un coche. Ella había sugerido que cogieran el calesín, pero él insistió en que regresaría a Brighton en algo mejor.
La sopa era una sabrosa combinación de caldo de pollo y verduras, y sin duda nutritiva, pero tenía dificultades para terminársela. Las lágrimas le hacían escocer constantemente los ojos, y la carta de Hawk era una presencia de duros y afilados contornos en su bolsillo.
Sonó un golpe en la puerta y entró Beth.
Clarissa se levantó de un salto.
—Beth, no deberías estar levantada.
—No empieces a fastidiarme con sermones —dijo Beth sentándose a la mesa. —Siéntate y come.
—Te veo muy bien.
Y era cierto. Beth llevaba una holgada bata y el pelo recogido en una larga trenza, pero se veía prácticamente igual que siempre.
—Estoy bien. El parto fue fácil, y he leído muchísimo para informarme. No hay ningún motivo para que las mujeres guarden cama días y días o incluso semanas después de un parto sin problemas. Es muy probable que esa práctica favorezca la debilidad. Eso y la falta de aire fresco y de ejercicio durante el embarazo. Yo caminaba como mínimo una milla cada día.
Clarissa se rió y se le evaporó algo de su llorosa tristeza.
—¿Y el bebé?
A Beth se le iluminó la cara.
—Perfecto, por supuesto. Tienes que ir a verlo cuando termines.
Clarissa no vio ningún problema en abandonar la sopa.
—Ya he terminado. No veo las horas de verlo.
Sonriendo de oreja a oreja, Beth salió con ella de la habitación y la llevó por el corredor hasta la sala cuna.
Cuando entraron, una doncella que estaba sentada en una silla junto a la cuna, se levantó y se inclinó en una reverencia.
—Esta habitación es contigua a nuestro dormitorio —dijo Beth, dirigiéndose a la elegante cuna dorada cubierta parcialmente por cortinas de satén azul que colgaban de un dosel.
Dentro de la cuna dormía un bebé diminuto. Clarissa le vio la carita arrugada, como si fuera gruñón, pero musitó que era muy hermoso.
Beth lo cogió y él abrió y cerró la diminuta boca unas cuantas veces y luego se quedó muy quieto. Llevándolo en brazos, salió de ahí, entró en su dormitorio y cerró la puerta.
—Es ridículo, pero me siento como si me lo estuvieran robando —dijo. —Hay tres personas para cuidarlo y eso que sólo ha librado una batalla real. Lucien no logra imaginarse por qué el bebé no debe tener su propio lacayo con librea. He tenido que ponerme muy firme para poder pasar un tiempo con él.
Clarissa sonrió.
—Sólo tiene ocho horas y ya estás en guerra.
—He estado meses estableciendo las reglas, pero aún falta ponerlas en práctica.
Pero eso lo dijo sonriendo, mientras se sentaba en una mecedora con el bebé en los brazos. Cuando estaba bien instalada, miró a Clarissa, con una expresión muy clara.
—Ahora cuéntamelo todo.
—¿No vamos a despertar al bebé?
—No, a no ser que tengas pensado hablar a gritos. —De todos modos —añadió, mirando al pequeño, —no me importará si se despierta. Tiene unos grandes ojos azules hermosísimos. Le doy el pecho, ¿sabes? Lo tengo un poco irritado de momento, pero es maravilloso.
Le acarició la mejilla al bebé y este movió la boquita como para chupar, pero no se despertó.
Clarissa estaba convencida de que a Beth no le convenía oír la historia del desastre. Pero entonces la miró, toda ella en actitud de profesora.
—Suéltalo, Clarissa. ¿En qué has estado andado?
Mientras contaba la historia, el bebé despertó, chilló un poco hasta que Beth se lo puso al pecho y, después de unos ligeros gestos de dolor por parte de ella, el pequeño comenzó a mamar. Beth le dijo que no interrumpiera la historia.
Cuando terminó, le preguntó:
—¿Qué vas a hacer ahora?
—No aceptar nada de ese dinero. Estoy resuelta en ese punto. Todavía me cuesta creer que los Pícaros se lo robaran.
Pensó que el gesto que hacía Beth era de dolor por la succión, pero entonces esta le dijo:
—En realidad, fue idea mía. Lo de falsificar el testamento.
—¡Idea tuya! —exclamó Clarissa, tan fuerte que el bebé se soltó del pecho y lloró.
Cuando Beth terminó de tranquilizarlo y ya lo tenía en el otro pecho, ella ya se había calmado. Seguía asombrada pero estaba tranquila.
—¿Por qué? —preguntó.
—¿Y por qué no? Todo el mundo decía que Deveril no tenía ningún heredero. Tú necesitabas dinero. Yo temía que ni siquiera Lucien lograra impedir que tus padres volvieran a venderte de una u otra manera.
—Pero es un delito.
Beth puso una expresión risueña.
—Entonces debo tener una tendencia a delinquir. Incluso participé cuando fueron a dejar el testamento en la casa de Deveril. Blanche y yo fuimos disfrazadas de prostitutas.
Clarissa la miró boquiabierta, y Beth se echó a reír.
—Lucien también se quedó pasmado y sin habla. Yo llevaba una peluca negra, la cara bien pintarrajeada y un corpiño que escasamente cubría lo esencial.
«Pasmado» lo resumía todo, sobre todo dado que Beth parecía estar recordando una experiencia deliciosa.
—Entonces, ¿piensas que debería quedarme el dinero?
Beth se puso seria.
—Ahora el asunto es más complicado, ¿verdad? Hay un nuevo lord Deveril, que sin nuestra intervención lo habría heredado todo. —La miró atentamente. —No tengo claro cómo consideras al comandante Hawkinville en este momento.
—Tal vez porque yo no lo tengo claro tampoco. Mi corazón me dice una cosa; mi mente me grita advertencias. En el colegio nos hablaban con frecuencia de los ardides de esos seductores sinvergüenzas y del corazón vulnerable de la mujer.
—Cierto —dijo Beth, aunque esbozando una sonrisa bastante enigmática. —Pero es tan erróneo esperar perfección en un hombre como arrojarse en manos de un sinvergüenza. Al fin y al cabo, ¿podemos nosotras ofrecer perfección? ¿Deseamos tener que intentarlo?
—De ninguna manera. Me escribió una carta.
—¿Qué dice?
—Aún no la he leído.
—No hay ninguna necesidad de precipitarse a tomar una decisión, querida mía, pero leer esa carta podría ser un buen comienzo.
En ese momento se abrió la puerta y entró lord Arden. Se detuvo en seco, y pareció casi azorado, tal vez porque sólo llevaba la camisa, con el cuello abierto, y los pantalones. Estaba descalzo, ni siquiera llevaba puestas las medias.
Entonces miró a su mujer con el bebé en brazos y Clarissa vio que todo lo demás dejó de importarle.
Cuando él echó a caminar hacia Beth, ella salió de la habitación, segura de una cosa. Deseaba tener eso algún día. Ser una madre con el milagro de un bebé recién nacido en los brazos y un marido que los mirara, a ella y al bebé, tal como lord Arden acababa de mirar a su mujer y a su hijo.
Y deseaba que el marido fuera Hawk.
Volvió a la habitación; la sopa ya estaba fría, y después de leer la carta, aún se enfrió más con sus lágrimas. Papel doblado en pliegues pulcros y concisos, frases pulcras y concisas, y luego esos conmovedores «tal vez».
¿O sería simplemente el análisis pragmático de la mente del Halcón?
Ojalá poseyera alguna especie de don místico que le permitiera detectar la verdad en el corazón de otra persona.