CAPÍTULO 21
Las barreras de peaje eran una institución muy útil, pensó Van. No sólo proporcionaban el dinero para mantener decentes los caminos; también registraban el paso de los viajeros, en especial de los que llamarían la atención, como un hombre a caballo con una dama a la grupa.
Cuando tomó el camino a Londres, el portazguero del primer puesto le dijo que no había pasado por ahí ninguna pareja que calzara con su descripción, ni a caballo, ni en coche ni a pie. Lógico. Hawk no iba ni a intentar superarlo a él en velocidad por la ruta directa, en un caballo con doble carga.
Tendría que volver en dirección a Brighton, para seguirles la pista por caminos secundarios, pero había muchísimos, y todos entrelazados en una compleja red, para unir aldeas, pueblos y ciudades entre sí. Maldito Hawk. Eso le llevaría horas y no tenía la paciencia para ese tipo de trabajo.
Era posible que Con viniera detrás, por lo que le dejó una breve nota con el portazguero, explicándole lo que había hecho y lo que haría, y añadiendo que dejaría una señal en los postes de señalización de los caminos que recorriera. Sería una de las señales que usaban en la infancia: una espiga de trigo. Había muchísimas en los campos.
Después de dejar el mensaje regresó, y fue preguntando a todas las personas con que se cruzaba si habían visto a la pareja; también se detuvo a la orilla de un campo a cortar un puñado de espigas. Tomó el primer camino secundario que encontró, dejando antes una vistosa espiga de trigo insertada en una grieta en lo más alto del poste de señalización.
¡Condenado Hawk! Lo estrangularía cuando lo cogiera. Sin embargo, una parte de él deseaba que su amigo llegara a su destino, se casara con Clarissa y que todo se solucionara de la mejor manera posible para ellos.
Hawk cabalgó por caminos secundarios y de tanto en tanto pasaba de uno a otro atravesando el campo, aunque con Clarissa a la grupa no podía saltar cercos ni vallas. Iban en silencio, y eso lo alegraba porque no sabía qué decir.
Correr ya no era importante; ocultarse sí. Entró en una aldea algo alejada del camino y se detuvo en la pequeña posada a preguntar si alguien de ahí tendría un calesín para alquilar. La suerte estaba de su parte, porque el señor Idler, el posadero turnio, le dijo que él contaba con una.
—La uso principalmente para el día de mercado, señor.
Hawk lo evaluó y, a pesar de los desconcertantes movimientos de sus ojos bizcos, llegó a la conclusión de que era un hombre honrado, y del tipo que sería discreto.
—¿Me alquilaría su calesín, señor, para una semana o más?
El hombre frunció los labios.
—¿Una semana o más, señor? Eso sería un engorro para mí.
—Le pagaría bien. Y dejaría mi caballo en prenda.
El hombre entrecerró los ojos y dio la vuelta alrededor de Centaur, examinándolo con mirada experta.
—Hermoso animal —dijo, pero continuaba desconfiado. —¿Adónde va, pues, con la dama, señor?
Hawk se decidió por la verdad.
—A Gretna Green. Pero el calesín sólo lo llevaré hasta Londres, o tal vez ni siquiera hasta Londres. De todos modos, no podré devolvérselo hasta que volvamos.
El hombre los miró a los dos y luego clavó los ojos, más o menos, en Clarissa.
—¿Va usted de buena gana, señorita?
Hawk la miró para ver su reacción. Ella sonrió radiante.
—Ah, sí. Y no me he dejado engañar por un sinvergüenza indigno. Mi acompañante es un oficial del ejército que luchó bien a las órdenes del duque de Wellington.
El señor Idler no se mostró impresionado.
—Hay muchos soldados gallardos que ninguna mujer cuerda desearía por marido, señorita, pero eso es asunto suyo. —Miró a Hawk. —Muy bien entonces, señor.
Una vez que resolvieron rápidamente lo del precio y las condiciones, Idler añadió:
—Su dama podría necesitar una capa, señor. Por un chelín yo podría venderle una que dejó aquí mi hija.
Realizada la compra, Clarissa subió en el calesín llevando la típica capa de campesina de lana rojo vivo con capucha sobre su elegante vestido todo manchado.
—Gracias —le dijo al posadero, sonriéndole. —Ha sido usted muy amable.
—Sí, bueno, eso espero.
Hawk le tendió la mano y, pasado un momento de sorpresa, Idler se la estrechó.
—Cuidaré bien de su caballo, señor. Pero si no vuelve con mi calesín dentro de unas semanas, lo venderé.
—Por supuesto. No le exijo nada, pero si pasaran por aquí los hermanos de mi dama, le agradecería si no les dijera lo de nuestro trueque.
Idler no quiso hacer ninguna promesa.
—Eso dependerá de lo que me expliquen, señor, y de la impresión que me lleve de ellos. Hawk se rió.
—Está en su derecho. Muchas gracias por su ayuda.
Subió al calesín, recibió la radiante sonrisa de Clarissa deseando merecerla, y emprendió la marcha por la accidentada ruta hacia el este, para tomar el camino de Worthing al norte de Horsham y de ahí seguir a Londres dando un rodeo.
Cuando llevaban cuatro horas por el camino de Worthing a Londres no habían avanzado mucho, ya que la marcha era bastante lenta y pareja debido a que sólo llevaban un caballo de tiro. Él hubiera deseado estar más cerca de Londres, pero el sol ya se había puesto y comenzaba a caer la oscuridad, y el tiempo amenazaba lluvia. Tomó un camino estrecho que llevaba a una aldea llamada Mayfield, que, esperaba, tuviera alguna especie de posada.
De todos modos, antes de llegar a la aldea detuvo el calesín.
—Tendremos que parar aquí para pasar la noche. ¿Sientes algún pesar?
Ella lo miró con mirada franca y tranquila.
—Ninguno, aparte de que no puedas decirme el por qué.
Él sintió la tentación, pero se limitó a decir:
—No, no puedo. Pero nos alojaremos aquí haciéndonos pasar por hermanos.
Ella sonrió, como si quisiera reprimir la risa.
—Nadie se lo creerá. No nos parecemos absolutamente en nada. Bien podríamos alojarnos como marido y mujer. Eso es lo que vamos a ser, ¿verdad?
A él se le aceleró el corazón, pero ella tenía razón.
—Sí. —Hurgó en el bolsillo y sacó los anillos que había traído: el sencillo aro de oro y el del rubí entre dos corazones. —Este ha sido el anillo de compromiso en mi familia desde la época isabelina. —Le cogió la mano izquierda y le puso el anillo con el rubí. —Te queda perfecto. Al parecer, estamos destinados a estar juntos.
—Eso creo yo —dijo ella, cerrando los ojos para contener las lágrimas. —Nunca creí que pudiera ser tan feliz. ¿Y el otro? Él lo sostuvo entre los dedos.
—Es el anillo de bodas de mi madre. No sé si nos conviene usarlo. Ella lo llevó toda su vida, pero por lo visto no quiso que la enterraran con él.
Ella cerró la mano alrededor del anillo.
—Tú no eres tu padre, Hawk, ni yo soy tu madre. Nos vamos a casar porque nos amamos. Nada más importa. —Abrió la mano y miró el anillo. —Ojalá pudiera esperar hasta que pronunciemos nuestros votos, pero supongo que tengo que ponérmelo.
Esa total confianza en él lo amilanaba, aun cuando ya sabía cómo sería. Más o menos como un hombre al que hay que amputarle un miembro. Sabe que tiene que hacerse.
Le sacó el anillo de rubí y le puso el otro.
—Con este anillo prometo que siempre te mimaré y cuidaré de ti, Clarissa, y haré todo lo que esté en mi poder para hacerte feliz.
Había dicho en serio cada palabra, pero incluso así estas estaban manchadas por lo que realmente ocurría.
Ella sonrió radiante, sin reservas. Le puso el anillo de rubí junto al otro y agitó las riendas para que el caballo comenzara a andar.
—Lógicamente esperaremos a haber hecho los verdaderos votos para ir más allá —dijo.
Ella no contestó, pero cuando él la miró de soslayo vio que estaba sonriendo de una manera condenadamente misteriosa.
La posada Dog and Partridge[8] era pequeña, pero la rolliza posadera dijo que tenía una habitación para una noche. Él vio que la mujer no se creyó ni por un instante que estuvieran casados, pero que estaba dispuesta a no ocuparse de asuntos que no fueran de su incumbencia.
Siguieron a la mujer por la escalera y cuando los hizo pasar a un dormitorio limpio y sorprendentemente espacioso, vio que Clarissa se ruborizaba, pero sin dudar ni vacilar. ¿Qué haría si ella comenzaba a tener dudas y a querer dar marcha atrás? ¿Obligarla a seguir hasta el final? Imposible.
La mujer encendió una lámpara y salió a ordenar que les llevaran agua para lavarse y la cena. Entonces se quedaron solos.
Además de la cama, en la habitación había una mesa con sillas y dos sillones de buen tamaño con cojines en los asientos. Un lavamanos ocupaba un rincón de la habitación y un bacín el otro; afortunadamente los tapaba un biombo, aunque él usaría el retrete y el aseo de fuera.
Clarissa se quitó la capa, la colgó y se sentó en una silla.
—Me siento asombrosamente feliz. Pero claro, ya sabes que tengo una naturaleza impaciente. Esperar semanas para casarnos en una iglesia habría sido una tortura. Sólo me gustaría que fuera posible volar a Gretna Green.
Hawk se rió, aunque le pareció que más bien le salía un gemido.
—A mí también me gustaría —dijo.
Con eso quería decir que ya no tendría que preocuparse por la persecución y acabaría antes con el engaño, pero vio que ella lo interpretaba como el deseo de tener su delicioso cuerpo desnudo en la cama con él.
Tuvo que reprimir otro gemido. Sí que la deseaba, y a juzgar por la leve y absolutamente picara sonrisa que le dirigió ella, tuvo claro que ella también lo deseaba.
¿Cómo diablos habían llegado a ese punto? Sin embargo, esa era la única opción que salvaría a la aldea y le daría a él por lo menos una frágil posibilidad de ganarse a Clarissa también. Y si no se la ganaba...
Podría pegarse un tiro. Pero Hawk in the Vale estaría salvada.
Aunque después la venderían si el terrateniente moría sin heredero. Condenación. ¿Tendría que dejarla embarazada para solucionar ese problema también?
Sonó un golpe en la puerta y pasado un instante entraron dos criadas con la cena y unas jarras con agua para lavarse. Él les dio sus propinas, y ellas hicieron unas reverencias y salieron.
Se obligó a recuperar el aplomo. Nunca había sido dado a hacer las cosas a medias. Esos silencios cavilosos no le servían de nada.
La miró sonriendo.
—¿Qué prefieres hacer primero, lavarte o comer?
—Comer —dijo ella, también sonriendo. —Pero por lo menos me lavaré la cara y las manos. Aunque estoy muerta de hambre. Estaba tan nerviosa durante el almuerzo que comí muy poco. —Lo miró, sonrojada por una especie de travieso sentimiento de culpa. —Verás, había jurado proponerte matrimonio si tú no te decidías a hacerlo. No iba a marcharme de Hawkinville sin intentar capturarte.
Él no pudo resistirse. Cruzó la distancia entre ellos y la besó.
—Estoy absolutamente cazado.
—¿No sientes ningún pesar? —le preguntó ella, franca y seria.
No podía mentirle de lleno.
—En un mundo diferente, Azor, habría preferido casarme contigo en una iglesia, ante tus amistades. Pero no lamento el matrimonio.
Eso bastó para hacerla sonreír.
No tardaron en sentarse a la mesa, separados por abundantes cantidades de apetitosa y muy necesitada comida.
Le parecía casi incorrecto tener tanta hambre en un momento así, pero claro, la vida continúa, incluso mientras se suceden los acontecimientos más extraordinarios.
Clarissa encontró desafortunado que las sillas estuvieran situadas en los extremos de la mesa; eso dejaba más o menos una yarda y media de distancia entre ellos. De todos modos, estaban solos, y en una situación decididamente más íntima de la que se hubieran encontrado nunca.
Además, por algún milagro, iban de camino a su boda.
Y sólo tenían una cama para pasar la noche.
Ya tenía acelerado el corazón, pero estaba dispuesta a esperar para hacer las primeras aproximaciones seductoras.
Hawk le sirvió vino en la copa y le señaló las fuentes.
—Creo que será mejor que cada uno se sirva lo que le apetezca.
Aunque ella fue sincera al decir que estaba muerta de hambre, en ese momento no sabía si podría comer; de todos modos se puso en el plato una pechuga de pollo y un poco de verduras. Después bebió un poco de vino, contemplándolo a él a la luz de la lámpara.
La luz le formaba visos dorados en el pelo y resaltaba los hermosos contornos de su cara y la elegancia de sus manos. ¿Sería tan amable con ella la luz? Sintió un revoloteo de incertidumbre por su apariencia. El pequeño espejo le había dicho que, como siempre, la pulcritud se le escapaba totalmente. Tal vez debería haberle pedido prestado el peine a él, que lo había usado para recuperar su habitual elegancia.
Entonces él la miró y el cálido brillo que vio bailar en sus ojos le calmó los revoloteos. Él levantó la copa hacia ella.
—Por nuestro futuro. Que sea todo lo que te mereces.
Ella levantó la suya.
—Y todo lo que tú te mereces también.
Mientras bebía vio el cambio de expresión en él.
—¡Hawk! ¿No crees que te mereces felicidad?
—Lo has olvidado. Cualquier futuro se construye sobre el pasado.
Eso le sentó como si Deveril estuviera intentando entrar por la fuerza en la habitación. Debería decirle todo antes de que él se comprometiera...
Desechó la idea.
—¿Podemos olvidar el pasado esta noche? —El pasado está siempre bajo nuestros pies. Sin él caminamos sobre la nada.
—Tal vez sin él volamos.
Entonces él sonrió, como si hubieran desaparecido las tinieblas. —Tal vez sí, sabia Azor, tal vez volamos. Come. Después lo lamentarás si no comes.
—¿Consejo basado en la experiencia?
De todos modos, cortó un trozo del tierno pollo y se obligó a comérselo. Entonces descubrió que tenía hambre, así que continuó comiendo unos cuantos bocados en silencio.
—¿Lo ves? —dijo él, sonriendo.
Lamentablemente, ella le arrojó un guisante.
Él lo cogió con la boca.
—Trucos del ejército. Jamás desperdicies la comida.
Los dos se rieron y ella pensó «amigo».
En el colegio había tenido amigas, y con algunas se sentía unida, pero jamás había sentido la amistad que sentía por Hawk. No sabía cómo expresarlo, le parecía casi infantil, pero era como una especie de calorcillo cerca del corazón. Algo estable y fiable. Distinto al ardor frenético de su amor.
Le habló un poco acerca del colegio de la señorita Mallory, y él le contó cosas de su época de escolar, en Abingdon.
—Van, Con y yo íbamos a distintos colegios. Eran diferentes tradiciones familiares. Y creo que nuestras familias pensaban que nos haría bien un poco de variedad. Al fin y al cabo, parte de la finalidad de ir a un colegio es establecer contactos útiles.
—¿Lo pasabas bien?
—Siempre era agradable el tiempo que pasaba lejos de la casa.
Ella percibió que lo que le decía era una dura verdad.
—No permitamos que tu padre destruya nuestra felicidad, Hawk.
—Eso deseo yo —dijo él.
Pero no dio la impresión de que lo creyera.
Ella conversó un rato acerca de cosas de Brighton, pero algo perturbaba ese calorcillo de amistad, como una corriente de aire frío agitando la llama de una vela.
Bien podrían hablar de asuntos serios.
—¿Cuánto tardaremos en llegar a Escocia?
—Tres días, a buen ritmo.
—¿Podremos eludir la persecución?
Él dejó a un lado su plato, todavía medio lleno. Hacía un rato que no comía nada.
—Eso espero. Sin duda Van viene con la idea de matarme. —Cogió el decantador de clarete. —¿Más vino?
Ella no estaba acostumbrada a beber mucho vino, y ya había tomado dos copas. Pero aceptó que le sirviera un poco.
—Por esta ruta no nos dará alcance jamás —dijo.
—Tendrá mucha suerte si nos encuentra —dijo él. —Aunque tiene una suerte increíble. —Se encogió de hombros y llenó su copa. —Mañana estaremos en Londres. Allí podremos buscarnos un disfraz y luego seguir viaje al norte a la mayor brevedad posible.
Ella se miró el vestido manchado y embarrado.
—Este vestido lo guardaré como un tesoro. Guarda recuerdos muy especiales. —Eso la llevó a otro asunto. —¿Sabes?, durante el trayecto estuve pensando en esa horrible señora Rowland. La conozco, la he visto antes en alguna parte.
—¿Dónde? —preguntó él, alerta, con los ojos repentinamente despabilados. —¿Hay algo más en esa sensación? ¿Alguna conexión?
Ella se echó a reír.
—¡Siempre el Halcón! No fue una sensación terrible ni de sospecha. Simple curiosidad. Ojalá pudiera recordar dónde la he visto.
Él se relajó, pero por sus ojos a ella le pareció que seguía interesado. Le había dicho que no podía resistirse a un misterio, y al parecer eso era cierto. Ciertamente haría lo correcto atándolo a ella.
—Bueno —dijo él— entonces, ¿dónde podrías haberla conocido?
—Ese es el problema. No tengo ni idea. Tienes que entender, Hawk, que no he llevado una vida muy aventurera.
Él se rió.
—¡No la he llevado! —protestó ella. —Últimamente me han ocurrido cosas, pero la mayor parte de mi vida ha sido francamente aburrida. El único lugar donde podría haberla conocido es en Londres, el año pasado.
—Más o menos por la época de Waterloo, cuando el teniente Rowland estaba en Bélgica, luchando y cayendo herido en la batalla. Sería raro que su mujer y sus hijos hubieran estado en Londres por entonces.
—Y estoy segura de que nunca he conocido a una belga. Estaba limitada a alternar en los círculos elegantes, y rara vez me escapaba de los ojos vigilantes de mi madre. —Movió la cabeza. —Debe de ser un error. Algunas personas se parecen a otras.
—Pero no la confundes con otra persona, ¿verdad?
Clarissa sólo pudo encogerse de hombros. Esa vaga sensación de reconocimiento iba perdiendo importancia momento a momento. La conversación había durado un rato, pero ella ya no estaba interesada.
—No te preocupes —dijo él deslizando suavemente un dedo por el alto pie de la copa.
Eso le recordó cómo él acariciaba a Jetta, y lo mucho que deseaba que la acariciara a ella.
No pudo soportarlo. Cogió su copa, se levantó y fue a ponerse a su lado junto a la mesa.
Se miraron a los ojos un momento y luego él echó atrás su silla y le hizo un gesto invitándola a sentarse en su regazo. Aceptó la invitación, con el corazón acelerado y sintiendo correr la excitación por toda ella.
Eso debía de deberse al vino, pero era algo mágico.
—Otra aventura —dijo, acomodándose y rodeándole el cuello con la mano libre. —Nunca antes me he sentado en el regazo de un hombre.
—Como siempre, captas la idea muy rápido —musitó él.
Le correspondió el osado beso y levantó una mano ahuecándola en su nuca. Abrió los labios y ella se entregó, derretida, a la profunda unión de sus bocas.
Pasado un largo rato se separaron y él musitó:
—¿Me conviene saber qué otras aventuras tienes pensadas?
—¿Pensadas? Soy una criatura de impulsos.
—El cielo me proteja. ¿Qué impulso te mueve ahora?
—Creo que lo sabes.
El se apartó un poco.
—Clarissa, le prometí a Van que no te seduciría.
—Yo no he prometido nada.
Ella le acercó la cara para darle otro beso, pero él la mantuvo apartada. Tenía la cara sonrojada y la respiración agitada.
—Creo que tal vez no estés acostumbrada a beber vino...
—No tan desacostumbrada. —Le cogió la cara entre las manos, palpando la piel áspera por la barba de un día. —¿Para qué esperar? ¿Y si nos dan alcance y nos lo impiden?
—Eso sería lo mejor.
—O sería esencial que nos casáramos.
Él le cogió las manos y se las apartó de la cara.
—Clarissa...
—Sólo hay una cama. ¿Dónde pensabas dormir?
—En el suelo. Lo he hecho antes.
—¿Te has fugado con alguien antes? —bromeó ella.
La expresión de sus ojos le produjo una sensación de extraordinario poder. Le costaba creer que estuviera haciendo eso, intentando seducir a un hombre. Ella, Clarissa, la fea, a la que ningún hombre miraba dos veces.
Pero lo estaba haciendo e iba ganando, y no le parecía algo tan extraordinario ni ridículo. Lo notaba en las manos de él, que seguían sujetándole las muñecas, y lo veía en sus ojos. Lo percibía en el aire que los rodeaba.
Era deseo apenas controlado.
Deseo de ella.
De ella.
—¿Qué harías si yo comenzara a desvestirme, aquí, delante de ti?
Él cerró los ojos, con una expresión que parecía de dolor.
—¿Te gustaría? —preguntó ella, asombrada de que eso le saliera casi como un ronroneo de Jetta.
—¿Me gustaría que me carbonizaran?
—Bueno, ¿te gustaría?
Él abrió los párpados, como si los sintiera muy pesados.
—Es el deseo más profundo de todo hombre.
Ella se inclinó, sin intentar soltarse las muñecas, y le rozó los labios con los suyos.
—Hazme el amor esta noche, Hawk. Ese es mi deseo más profundo.
Él movió los labios bajo los de ella un momento y luego apartó la cara.
—¿Y si después cambias de opinión y decides no casarte conmigo?
—¿Crees que quedaré tan decepcionada? —bromeó ella.
Él le impidió que volviera a besarlo.
—Clarissa, estoy intentando ser noble, caramba. Si algo impidiera nuestro matrimonio, estarías deshonrada.
—¿Quieres decir que no te casarás conmigo?
—No, pero tú podrías cambiar de opinión.
—Lo has olvidado. Estoy enamorada de tu casa.
Él se rió y echó atrás la cabeza, con los ojos cerrados.
—Piénsalo. Podrías quedarte embarazada.
Ella le mordisqueó el cuello.
—Entonces seré la Heredera del Diablo más escandalosa aún. No me importa.
—Al hijo podría importarle.
—Entonces le compraré un padre. Pero, Hawk, te deseo a ti. Nada me va a hacer cambiar de opinión. Te amo.
Él abrió los párpados, apenas un poquito.
—Has dicho que amas mi casa.
—Y a ti. Si Slade destruye Hawkinville Manor, seguiré amándote. Pero no lo hará. Vamos de camino a nuestra boda para impedir eso.
Él tragó saliva. Ella lo notó.
—¿No sientes cómo se te deslizan los pies, Azor? —dijo él dulcemente. —El amor sólo engrasa el camino. No promete una caída sin dolor.
—Algunos caminos conducen al cielo.
—¿Hacia abajo?
Ella se rió y bajó más la boca, mordisqueándolo por el borde del cuello de la camisa.
—Eso parecería...
En algún lugar de la posada comenzó a dar la hora un reloj. Ella decidió besarle el cuello y la mandíbula por cada campanada, y acabó a las diez.
—Diez brazas de profundidad —susurró, con la boca sobre su piel.
Él le soltó la mano para pasarle el brazo por los hombros. —Me rindo a las profundidades.
Triunfante, chispeante, ella se relajó y se apartó, y él le cogió la mano y se la llevó a la boca.
—Te doy mi amor y mi lealtad, Azor. Juro que si esto se derrumba será por deseo tuyo, no mío.
—Entonces nunca se derrumbará.
Él la bajó de su regazo y la condujo a la cama.
—Electricidad —dijo ella.
—Relámpago.
—Sí.
Notó que estaba ruborizada, pero no le importó. A pesar de Los anales de Afrodita, no tenía claro lo que iba a ocurrir, aunque eso tampoco le importaba.
Simplemente esperó a que él hiciera algo.
Él le pasó las manos por el pelo, que estaba hecho un desastre.
—Supongo que esta mañana tu doncella te peinó primorosamente. ¿Te parece que ha transcurrido mucho tiempo desde entonces?
—Sólo uno o dos siglos.
—Y la destrucción es considerable. —Le pasó los dedos por entre sus rizos y las horquillas cayeron al suelo. —Pero es un pelo alborotado, tempestuoso, como su dueña. —La miró a los ojos. —E igual de hermoso.
—¿Te gusta la tormenta y el alboroto?
—Muchísimo. —Le levantó la mata de pelo y la dejó caer. —Capta la luz de la lámpara en una red de fuego.
Bajó las manos y la giró hacia la cama. Esta era alta y ya estaban dispuestos los peldaños para subir. ¿Debería quitarse ella la ropa o lo haría él?
Él le soltó la mano y sacó la colcha color amarillo ranúnculo; la dobló meticulosamente y la dejó sobre el arcón al pie de la cama. Después echó atrás las mantas, dejando a la vista la gran extensión de sábanas blanquísimas.
Esos preparativos tan minuciosos le produjeron a ella una punzada de miedo.
—¿No voy a sangrar?
—Aquí ya deben de sospechar lo que ocurre. Si te preocupa, podemos detenernos.
—Ah, no, eso no. —Se lanzó de cabeza a ser sincera. —Lo que pasa es que de repente esto me asusta, aunque también me atrae. ¿Tiene eso sentido?
Él la cogió por la cintura, la levantó y la sentó en la cama.
—Por supuesto. A mí también me asusta. Porque lo deseo demasiado.
Él la estaba mirando a los ojos, como si quisiera detectar alguna duda, algún deseo de dar marcha atrás. Le sonrió y acercó la cara para besarlo.
Riendo, él se liberó.
—Quédate ahí.
Fue hasta la mesa, colocó los platos y las fuentes con los restos de la comida en la bandeja y fue a dejarla fuera de la puerta.
—Piensas en todo —dijo ella, y detectó en su voz un deje mohíno.
—Tengo fama de eso —dijo él, volviendo a la cama.
Se arrodilló, le cogió el pie derecho y comenzó a desatarle los cordones de la bota de media caña.
Sentada ahí ella se sentía ligeramente como una niña, pero al contacto de sus manos se sintió intensamente mujer. De pronto percibió el revoloteo de la expectación por dentro.
E impaciencia.
—Me parece —dijo, mirándole la cabeza inclinada— que en un momento como este debería llevar zapatos finos de satén, no unas botas embarradas.
Él dejó la bota derecha en el suelo y comenzó a desatarle los cordones de la izquierda.
—Por lo menos son de piel —dijo. —Parece que no ha entrado ni agua ni barro y tienes las medias secas.
Ella flexionó los dedos del pie derecho liberado. Sus medias con margaritas bordadas eran bonitas pero fuertes.
—Debería llevar medias de seda también.
Él levantó la cabeza y la miró sonriendo.
—¿Para un día en el campo? Yo te habría considerado una frívola.
—¿No me consideras frívola?
Él dejó en el suelo la bota izquierda.
—Mmm, ahora que lo dices...
Comenzó a subir las manos por una pierna por debajo de la falda, produciéndole un estremecimiento y haciéndola retener el aliento.
—¿Esto es... así es como se hace normalmente?
Él la miró a los ojos, pero continuó subiendo las manos.
—¿Qué?
—¿Es el caballero el que debe quitarle los zapatos y las medias a la dama? ¿Eso forma parte de todo esto?
Él curvó los labios.
—¿Vas a analizar todos los pasos que doy?
—Esta es una experiencia muy importante para mí, ¿sabes?
—Sí, creo que lo sé.
Encontró la liga y desató el nudo sin mirar, produciéndole las sensaciones más extraordinarias en el interior del muslo.
—Hay miles de maneras de hacer el amor, Clarissa. Más, sin duda. Si esta fuera nuestra noche de bodas, tal vez yo te habría dejado con tu doncella para que te desvistiera y te metiera en la cama, y después vendría a reunirme contigo. —Volvió a bajar la vista, le levantó las faldas hasta la rodilla y le bajó la media.
—Estas me las compré ayer —dijo ella en voz baja. —Pensando en ti.
—Se agradece.
La voz le sonó ronca, espesa, y ella no pudo reprimir la sonrisa, aun cuando el corazón le latía tan fuerte que pensó que igual se desmayaría.
Aturdida se miró la blanca pierna que iba quedando descubierta. La atenazaron las dudas. Es una pierna muy vulgar.
Él le acarició suavemente la espinilla con las yemas de los dedos y luego le levantó el pie y le besó el borde interior de la planta.
—Esto es sin duda un buen argumento para esperar con ilusión una boda.
—¿Qué? Ah, nada de doncella, etcétera.
—Exactamente.
—Tantos lugares para besar.
—Y es mi intención besarlos todos.
Tantos lugares en él para besar, pensó ella. ¿Tendría el valor suficiente para besárselos todos?
Entonces él le exploró la pierna izquierda buscando la liga. Clarissa se echó hacia atrás, apoyándose en los codos, y cerró los ojos para concentrarse en las sensaciones que le producían las manos de él. Se sentía débil, temblorosa. No sabía si le estaría temblando todo el cuerpo.
Cuando él terminó de quitarle la media, le levantó el pie sosteniéndole el talón entre los cálidos dedos y le besó el borde interior de la planta. Después subió lentamente las manos por sus piernas, abriéndoselas un poco, y ella sintió entrar el aire fresco. Le estaba levantando las faldas.
Entonces sí se estremeció, porque él ya debía tener las manos cerca de su parte íntima desnuda.
Sintió sus ardientes labios en una rodilla, luego en la otra, y las caricias de sus manos a lo largo de los muslos.
Entonces él la levantó y la bajó de la cama dejándola de pie.