CAPÍTULO 02

 

Cheltenham, Gloucestershire

18 de junio de 1816.

 

Clarissa Greystone miró pasmada y aterrada a la señorita Mallory.

—¿Quiere decir que tengo que marcharme?

La pulcra y gorda señorita Mallory le cogió la mano y le dio unas palmaditas.

—Vamos, tranquila, querida. No te voy a echar a la calle. Has sido bien acogida aquí este año, pero el año está a punto de acabar. Y este es un colegio, no un hogar para damas desamparadas. He estado en comunicación con el duque y con Beth Arden. Los dos están de acuerdo en que debes comenzar a ocupar tu lugar en el mundo.

Estaban en la sala de estar particular de la señorita Mallory, una acogedora sala perfumada con un tarro de pétalos de rosa secos y decorada en cálidos tonos lavanda; esa sala siempre le traía recuerdos agradables. La señorita Mallory tenía un despacho también en el colegio, y ahí era donde llevaba a las niñas cuando quería reprenderlas por mala conducta. La sala de estar, en cambio, era para invitarlas a té y otras exquisiteces.

—Pero ¿adónde voy a ir? El colegio ha sido como un hogar para mí desde que tenía diez años.

—Eso es lo que debes pensar, querida. No me cabe duda de que Beth estaría feliz de tener tu compañía cuando llegue el momento.

Cuando llegue el momento, porque Beth estaba esperando el nacimiento de su primer hijo muy pronto. Pero ella no deseaba vivir con los Arden, ni siquiera llegado el momento. Le tenía mucho cariño a Beth, que fue su profesora favorita allí, y que la ayudó el año anterior en Londres, pero no le caía bien lord Arden. Era un bruto aterrador.

—Y el duque también te ha ofrecido un hogar en Belcraven Park.

Clarissa reprimió un estremecimiento. Había estado de visita ahí una vez, para conocer al hombre que asumió su tutoría quitándosela a su padre. El duque y la duquesa, en especial la duquesa, fueron muy buenos y amables con ella, pero eran unos desconocidos. Además, Belcraven era una casa de magnificencia tan impresionante que jamás podría imaginarse viviendo allí.

—Creo que preferiría una casa pequeña con una acompañante. Tal vez aquí en Cheltenham.

—No. —La señorita Mallory tenía una voz que todas las chicas del colegio aprendían a respetar. —Aquí en Cheltenham no. Tienes que comenzar de nuevo. Pero una casa y una acompañante adecuada es una posibilidad. En Londres, tal vez. Deberías volver a la sociedad, querida mía.

—¡Volver a la sociedad! —exclamó Clarissa, notando que había elevado mucho la voz. —Señorita Mallory, nunca he formado parte de la sociedad. Era una Greystone y la prometida de lord Deveril. Créame, se me abrían muy pocas puertas. No, lo que quiero es vivir sosegada y discretamente. Tal vez en Bath.

Eso era una lúgubre perspectiva. La mayor parte de sus vacaciones escolares las había pasado con su abuela en Bath. Lady Molson ya había muerto, pero seguro que el lugar seguía tan estirado y remilgado como siempre.

Pero seguro. Tal vez.

—O en un pueblo pequeño —añadió.

Eso era mejor. En un pueblo pequeño habría menos probabilidades de que la reconocieran como la Heredera del Diablo, como la habían apodado en la alta sociedad.

Sintió pasar un escalofrío por toda ella ante los recuerdos que le trajo ese apodo. Se levantó.

—Lo pensaré, señorita Mallory. ¿Cuándo debo marcharme?

La señorita Mallory también se levantó y la abrazó.

—Ah, querida mía, no hay mucha prisa. Simplemente queremos que comiences a pensarlo. Pero te aconsejo que no intentes esconderte. Tienes toda tu vida por delante, y tu fortuna puede hacer que sea una buena vida. No son muchas las jóvenes que tienen las opciones que tienes tú. Sería un pecado no aprovecharlas.

La señorita Mallory era fiel seguidora de Mary Wollstonecraft, la autora de Vindicación de los derechos de la mujer, y, juiciosamente, transmitía estas ideas a las alumnas del colegio, por lo que Clarissa entendió muy bien lo que quería decir. Beth Arden también se adhería a estas ideas, y le había hablado con más detalles de esos temas. Después de la muerte de Deveril.

Debería sentirse feliz por ser libre.

Todo eso estaba muy bien en teoría, para rabiar y protestar por las trabas de la opresión masculina, pero cuando estaba saliendo de la sala de estar no pudo dejar de pensar que podría ser muy agradable ser cuidada y querida de tanto en tanto. Primero por un padre y luego por un marido; eso claro, si el padre es bueno, no como sir Peter Greystone.

En cuanto a un marido, suspiró; tenía muy poca fe en la idea de buen marido. Una mujer pone totalmente su destino en sus manos, y él puede ser un tirano.

Como lord Arden.

Jamás olvidaría la horrible discusión que oyó sin querer, ni que al entrar corriendo en la habitación encontró a Beth en el suelo, donde cayó sin duda arrojada por el golpe que lord Arden le había propinado. Al día siguiente Beth tenía un horroroso morado en la cara.

Beth le dijo entonces que eso ya había acabado, que había sido un problema que debían aclarar, pero para ella fue una lección que no olvidaría. Los hombres guapos podían ser hipócritas, sepulcros blanqueados, como llamó Jesús a los fariseos. Cuando cumpliera los veintiún años tendría cien mil libras o más. Sería una verdadera tontería ponerlas en manos de un hombre y ponerse ella totalmente bajo su tutela.

Subió la escalera y continuó por el corredor, mirando todos los conocidos rincones del colegio. No podía decir exactamente qué le era precioso. El año anterior había estado desesperada por marcharse de ahí y tomar su vida en sus manos. Aunque sabía que sus padres no la querían, aprovechó al instante la oportunidad de ir a Londres. Para disfrutar de la temporada; para asistir a bailes, fiestas y salidas.

Ya sabía que no era ninguna beldad, y que no podía ni hablar de dote, pero había soñado con pretendientes, se había imaginado cortejada por hombres guapos, que coqueteaban con ella, la besaban y finalmente se arrodillaban a suplicarle que les concediera su mano.

En lugar de todo eso, se encontró comprometida con lord Deveril.

Se detuvo un momento para arrojarlo al más negro y recóndito recoveco de su mente. Al odioso lord Deveril, su asqueroso beso y su sangrienta muerte. Por lo menos ahora no la estaba esperando ahí, en el temible mundo.

Sabía que todos tenían razón; no podía quedarse eternamente en el colegio.

Se miró la ropa que llevaba, el uniforme beis y marrón que usaban todas las alumnas del colegio. No tenía nada más que ponerse, aparte de los vestidos que usó en Londres, que estaban guardados en baúles en el ático. ¡Jamás se los volvería a poner!

Pero no podía ir así por el mundo. Se mordió el labio para no reírse fuerte al imaginarse regordeta y cincuentona, trotando por las calles de Cheltenham con el uniforme beis y marrón, la excéntrica señorita Greystone, con una fortuna en la mano y sin tener adonde ir.

Y era cierto que no tenía adonde ir. De ninguna manera volvería a vivir con su familia.

Sintiendo la necesidad de hablar con alguien, golpeó la puerta de su amiga Althea Trist. Althea era la profesora más joven; llegó en septiembre para ocupar el puesto dejado vacante por Beth Arden.

Se abrió la puerta.

—Voy a tener que... —alcanzó a decir Clarissa y se interrumpió. —Thea, ¿qué te pasa?

Su amiga había estado llorando, eso era claro.

Althea se puso un pañuelo empapado en los ojos y trató de sonreír.

—No es nada. ¿Querías algo?

Clarissa la obligó a sentarse y ella ocupó una silla a su lado. —No seas tonta. ¿Qué te pasa? ¿Has recibido alguna mala noticia de tu casa?

Althea hizo un gesto de pena.

—No. Sólo es el día. Dieciocho de junio. El aniversario. Waterloo.

—¡Oh, Thea! —exclamó Clarissa al comprender. —Y sientes toda la pena de nuevo.

El amado prometido de Althea, el teniente Gareth Waterstone, había muerto en esa batalla.

—Es una tontería —dijo Althea. —¿Por qué hoy y no cualquier otro día? Siento la pena todos los días. Pero hoy...

Movió la cabeza y tragó saliva.

Clarissa le apretó las manos.

—Por supuesto. ¿Qué puedo hacer? ¿Te apetece una taza de té?

Althea sonrió, y esta vez la sonrisa le salió más firme.

—No. Estoy bien. En realidad, dentro de un momento tengo que salir con las niñas.

—Si estás segura... —Entonces Clarissa cayó en la cuenta. —Thea, no puedes. ¡No puedes ir al desfile! La señorita Mallory no te lo habría pedido si se le hubiera ocurrido.

—No me lo pidió. La señorita Risleigh tenía que llevarlas, pero deseaba asistir a una fiesta. Tiene más antigüedad que yo.

—¡Qué crueldad! Iré a hablar con la señorita Mallory inmediatamente.

Se levantó y ya iba por el corredor cuando oyó gritar a Althea «¡Clarissa! ¡Para!»

Bajó corriendo la conocida escalera, fue hasta la sala de estar y golpeó la puerta. El desfile sería en honor y conmemoración de la gran victoria en Waterloo. De ninguna manera se podía esperar que Althea fuera ahí a aclamar y vitorear.

Pero su golpe en la puerta no recibió respuesta. Armándose de valor, la abrió y asomó la cabeza. No había nadie en la sala. Corrió a la cocina, y allí se enteró de que la señorita Mallory había salido y estaría fuera toda la tarde. Ese día se celebrarían muchas fiestas y a las personas más importantes de Cheltenham las habían invitado a asistir al desfile desde lugares selectos.

¿Qué hacer, entonces?

El colegio ya estaba cerrado oficialmente por vacaciones de verano, y sólo quedaban cinco niñas, esperando que vinieran a buscarlas de sus casas. Ahí sólo había tres profesoras: la señorita Mallory, Althea y la odiosa señorita Risleigh.

Las niñas podían pasar muy bien sin ir al desfile, pero sabía que Althea, como responsable, no lo permitiría jamás. Muy bien, sólo veía una solución. Subió corriendo a su habitación, se puso la capa marrón del uniforme y la papalina a juego, y volvió a la habitación de Althea.

Althea ya estaba vestida para salir.

—Quítate eso —le dijo. —Yo llevare a las niñas.

Althea la miró sorprendida.

—Clarissa, no puedes. No eres profesora. De hecho, eres una huésped que paga.

—Fui de las alumnas mayores hasta el año pasado. Siempre ayudábamos en las salidas.

—No como responsable en una salida como esta.

—Pero ya no soy alumna de las mayores. Sólo soy unos meses menor que tú.

Le cayó un mechón de pelo en la cara y fue a mirarse en el espejo para metérselo bajo la papalina. Si iba a hacer eso, valía más que pareciera madura y severa. O por lo menos sensata. Se metió otro poco de pelo y se enderezó la papalina.

—Es mi responsabilidad —protestó Althea, apareciendo en el espejo detrás de ella.

Clarissa no pudo dejar de desear que no hubiera hecho eso. Althea era pasmosamente hermosa, de una belleza excepcional, con brillantes cabellos oscuros, una tez de pétalo de rosa y todos los rasgos bien distribuidos para gustar.

Ella, en cambio, tenía la piel inalterablemente cetrina, unos rasgos que si bien eran tolerables, cada uno aislado, no estaban distribuidos exactamente para gustar. Su nariz recta era demasiado larga, sus labios llenos no tenían una forma hermosa, e incluso sus excelentes dientes estaban algo torcidos por delante. Sus ojos eran del azul más soso imaginable, y su pelo de un color castaño igualmente o más soso aún.

Eso no debería importarle, teniendo cien mil libras y ninguna necesidad de marido, pero la vanidad no suele seguir el camino de la lógica.

Desechando esos pensamientos, se giró a rodear con un brazo a su amiga.

—Sólo quedan cinco niñas, Althea. No es un trabajo terrible. Y tú no puedes, de ninguna manera, asistir al desfile para aclamar lo de Waterloo. Si la señorita Mallory lo supiera, diría lo mismo. Venga, acuéstate y no te preocupes. Todo irá bien.

Salió corriendo antes que a Althea soltara otra protesta.

Sólo diez minutos después, se habría reído a carcajadas de su predicción.

Una, dos, tres, cuatro, dijo en silencio, contando las sencillas papalinas marrones que la rodeaban, cinco. ¿Cinco? Se giró a mirar atrás.

—Lucilla, camina con nosotras.

La soñadora niña de diez años dejó de contemplar una tumba del camposanto de la iglesia Saint Mary y echó a caminar, lentamente. Sin darse cuenta, su paso lento obligó a una señora a detenerse bruscamente, y casi se cae al suelo, para no chocar con ella.

Clarissa puso los ojos en blanco, recordándose que una obra noble pierde su brillo si quien la hace se queja.

—¡Venga, de prisa! —les dijo alegremente a las chicas. —Ya casi hemos llegado.

Menos mal que la niña más pequeña, Ricarda, iba cogida de su mano como una lapa. Habría sido agradable, sin embargo, si dicha lady Ricarda no hubiera salido ya gimoteando que le tenía miedo a las tumbas, que tenía ganas de vomitar y que deseaba volver al colegio inmediatamente.

—No podemos volver —le dijo Clarissa, haciendo salir a la niña a la calle. —Escucha, seguro que oyes la música de la banda. —Miró atrás. —Horatia, haz el favor: deja de comerte con los ojos a todos los hombres que pasan.

Horatia Peel tenía quince años y se podría esperar que sirviera de ayuda, pero estaba más interesada en arrojar miradas seductoras; se había echado atrás la papalina para dejar a la vista sus brillantes rizos rubios, y ya había descubierto la manera de ponerse más rojos los labios.

Ante la orden de Clarissa, se giró malhumorada, dejando de sonreírles como una boba a un grupo de jovencitos aspirantes a dandis. Pero no era una chica insensible, pues le cogió la mano a Lucilla para evitar que volviera a quedarse atrás.

Las otras dos niñas a su cargo, Georgina y Jane, ambas de once años, eran íntimas amigas e iban cogidas del brazo sumidas en la conversación. No daban ningún problema, aparte de su lentitud para caminar.

Temiendo que si aceleraba el paso desapareciera alguna niña, reunió a su rebaño delante de ella y las fue acicateando como un perro ovejero inepto. Sería fabuloso poder dar mordiscos en algunos talones holgazanes.

¿Qué pensaría el mundo si la vieran en ese momento? La infame Heredera del Diablo, de dudoso pasado y fortuna, vestida con un feo uniforme y a cargo de un grupo de ovejas traviesas.

—Caminad más rápido, chicas. Nos vamos a perder el desfile de los soldados. Horatia, camina. No, Ricarda, no te van a pisotear. Lucilla, mira hacia delante; seguro que ya ves la bandera del regimiento.

Se sopló un rizo para quitárselo de los ojos, diciéndose que esa era una buena obra. Habría sido horroroso para Althea estar ahí. En cuanto a ella, no le vendría nada mal un poco de gritos de alegría y celebración. Ese día se cumplía un año de la muerte del odioso lord Deveril; un año desde que esa muerte la salvó. ¡Que vengan los estandartes y los tambores!

Volvió a contar las cabezas.

—No falta mucho. Encontraremos un buen lugar para ver pasar marchando a nuestros valientes soldados.

Se le apagó el buen ánimo forzado cuando salieron del callejón y entraron en Clarence Street. Estaba claro que había venido gente de todas las aldeas rurales de los alrededores a la festividad. La calle estaba atestada por un populacho hediondo, todos empujando, alargando los cuellos, hablando y gritando, y por todos los vendedores ambulantes y alborotadores atraídos por una muchedumbre así.

Un empujón por detrás de una pareja impaciente las metió de lleno en la apretada multitud, entre empellones y codazos, todos buscando un buen lugar.

Una, dos, tres, cuatro, cinco.

—Caminemos hacia Promenade, chicas. Es posible que allí haya menos gente.

—¡Yo quiero volver a casa!

—Ricarda, no puedes. Sujétate firme de mi mano.

Hawk tenía a la vista a un grupo de escolares.

Después de intensivas investigaciones en Londres había decidido venir a Cheltenham por si encontraba a la heredera. Ella era la clave, y la tenían oculta. Había descubierto que no estaba viviendo con su familia ni con su tutor, el duque.

Finalmente se enteró de que había pasado ese año en un colegio de Cheltenham, muy decente y formal, donde antes había cursado sus estudios. Le costaba imaginarse a la Heredera del Diablo en el Colegio de Señoritas de la Señorita Mallory, a cualquier edad, aunque suponía que su educación ahí se debía a su abuela; pero claro, no cuando ya casi tenía veinte años. Seguro que ese colegio era una tapadera de algún otro alojamiento más animado, pero era por ahí por donde debía comenzar.

Había pasado el día vagando por la ciudad, atento a si encontraba a alguna persona dispuesta a cotillear sobre asuntos del colegio. No tuvo suerte, pues el colegio ya estaba oficialmente cerrado por las vacaciones de verano, aunque por el hijo de un carnicero se enteró de que aún quedaban algunas profesoras y unas cuantas alumnas.

Bueno, por fin tenía posibilidades. Todas las alumnas llevaban una especie de uniforme beis, capa marrón y una sencilla papalina marrón. Dos de ellas estaban en edad de coqueteo: una vivaz rubia y una joven algo fea que al parecer estaba a cargo de las demás.

Centró la atención en la fea; las feas son más vulnerables. Pero cuando entró detrás de ellas en un camposanto, ya comenzaba a pensar que la rubia caería más fácilmente en sus manos. Al salir del colegio la chica comenzó a echarse hacia atrás la papalina, dejando a la vista cada vez más rizos; e incluso llevando de la mano a una rolliza niña, se quedaba atrás con la clara intención de coquetear con cualquier hombre que mostrara algún interés.

¿Podría ser ella la señorita Greystone? En realidad no se había imaginado que la encontraría en el colegio, y mucho menos vestida con uniforme, pero parecía ser del tipo. Bonita y totalmente descarada. No parecía tener diecinueve años, pero esas cosas suelen ser engañosas. Tampoco parecía malvada, pero, según su experiencia, muchas veces eso no significa nada. Sí que podía imaginarse a Deveril babeando por ese tierno bocado.

La chica aminoró más el paso para sonreírles a un grupo de aspirantes a galanes.

Apresuró el paso para acercárseles.

Estaba a poco más de una yarda de distancia cuando la fea se giró a mirar.

—Horaria, haz el favor, deja de comerte con los ojos a todos los hombres que pasan.

—No estaba comiéndome a nadie con los ojos, Clarissa. ¡Qué pesada eres!

A pesar de la protesta, la chica descarada avanzó para ponerse junto a las otras.

Él se quedó atrás para reorganizar sus pensamientos. ¿La fea era Clarissa Greystone? Le había visto claramente la cara cuando se volvió, y decididamente no tenía nada especial que mirar.

Mientras las seguía discretamente, comprendió que había sido un error suponer belleza. «Lord Diablo» no tendría muchas opciones para elegir esposa. Pocas familias de clase alta aceptarían ese destino para una hija. Los Greystone eran justamente el tipo que sí lo haría.

Todos eran jugadores empedernidos, y el padre y los hijos eran además unos borrachos. Lady Greystone era una lujuriosa desenfrenada, y aunque con la edad se estaba volviendo virtuosa, era sólo porque su apariencia ajada y depravada ya dejaba de ser atractiva. Cuando logró conversar con ella haciendo sus investigaciones, la condenada mujer le hizo insinuaciones.

Había supuesto que Clarissa Greystone era como el resto de su familia, pero al parecer era un cuco en ese nido.

O, tal vez, y eso era lo más probable, disfrazaba extraordinariamente bien su verdadera naturaleza.

Eso lo explicaba, y apuntaba directamente a que era culpable. La mayoría de las personas que roban se delatan disfrutando inmediatamente de lo robado. No así la inteligente señorita Greystone. Tal vez incluso simulaba estar de duelo.

Cobró vida su viejo y conocido entusiasmo; el entusiasmo del desafío, de una contrincante digna. Era tranquilizador también. Con un enemigo inteligente no hay ninguna necesidad de preocuparse, sentir escrúpulos o hacerle ascos a las tácticas.

Inteligente pero culpable como el diablo. Una semana en Londres separando hechos de falacias le había demostrado que su padre tenía razón. Ese testamento y todo lo que rodeaba la muerte de lord Deveril en realidad, apestaba a altas esferas. Tuvieron que mover muchos hilos para impedir que se investigara más a fondo.

A lord Deveril no lo aceptaban en la alta sociedad desde hacía casi dos años antes, cuando adquirió una fortuna. Nadie sabía de dónde salió esa fortuna, pero todos suponían que era dinero sucio. Era socio de la mujer que regentaba un popular burdel, una mujer llamada Thérèse Bellaire.

Daba la casualidad de que él sabía que Thérèse Bellaire había formado parte del círculo íntimo de Napoleón, principalmente sirviendo de alcahueta a sus oficiales superiores más amigos. En 1814 estaba en Inglaterra como espía francesa, trabajando para la restauración de su jefe. Logró huir antes que la arrestaran, tal vez dejando el burdel a su socio; pero la venta de ese burdel no habría producido una fortuna. De todos modos, Deveril estaba metido en otros negocios también: antros de juego, fumaderos de opio, trata de blancas.

Al margen de su procedencia, ese dinero le había servido de entrada para alternar con los miembros menos selectivos de la sociedad elegante. Y también le sirvió para alquilar una casa preciosa en el mejor barrio de la ciudad; no mucho después se anunció su compromiso con la señorita Greystone.

Y muy poco después de eso, murió asesinado.

El asunto tenía todas las señales de haber sido un plan astuto ejecutado con mucho ingenio, que superaba con mucho a los talentos de los Greystone. Todavía no sabía quién o quiénes estaban detrás, pero lo descubriría.

En sólo una semana logró tener algunos hilos entre los dedos. El falsificador del testamento era tal vez muy listo y no se delataría, pero él había encontrado los nombres de los dos testigos desaparecidos en el libro de registro de un barco que zarpó con rumbo a Brasil. Extraño destino para un par de matones londinenses, aunque era de suponer que les pagaron bien y les ordenaron esfumarse. Sería interesante seguirles la pista, pero en esos momentos no tenía tiempo de hacerlo.

Había logrado encontrar a otro secuaz de Deveril; no se los podía llamar criados. Después de beber una jarra de gin, el hombre, algo desdentado, recordó a unas prostitutas de primera clase a las que Deveril envió a la casa cuando él estaba cumpliendo su turno en ella.

«Fue la noche de la gran celebración; eso fue —recordó el hombre. —Cuando llegó la noticia del triunfo en Waterloo y en todo Londres se pusieron a celebrarlo. Estábamos clavados ahí, y entonces llegaron esas bonitas putitas, aunque después vinieron sus hombres y se las llevaron. Una de ellas golpeó a Tom Cross con una sartén. La llamó Pimienta, y sí que lo hizo estornudar.»

«¿Por qué crees que ella lo golpeó así?», le preguntó él despreocupadamente.

«Él le dio una palmada en el culo por ser coqueta. Apuesto a que su chulo la zurraba más fuerte. Parece que se habían escapado para hacer negocio por su cuenta. Una lástima, eso sí—suspiró, bajando más la cabeza sobre la jarra. —Ni siquiera logré tocarla.»

«¿No las buscaste después?»

«No dieron ningún nombre. En todo caso, al día siguiente encontraron el cadáver ensangrentado de Deveril, y ahí se acabó todo. Duquesa. Su compañera la llamaba Duquesa, por sus aires y elegancia. Le gustaba beber en una copa, eso.»

Durante un loco instante él pensó en la duquesa de Belcraven, pero esta era una exquisita francesa de edad madura. Seguía pensando cuál sería el papel del duque y la duquesa de Belcraven en el asunto Deveril. El duque tenía fama en todas partes de ser un hombre de gran dignidad y de principios.

De todos modos, siempre hay piezas que no calzan en una historia y esa calzaría con el tiempo.

Aunque el tiempo era condenadamente corto.

Esas prostitutas fueron una distracción para que alguien pudiera dejar el testamento falso en la casa. De eso estaba seguro. Y parecía probable que Clarissa Greystone fuera una de ellas.

¿La que llamaron Pimienta y Duquesa y golpeó a un hombre por atreverse a darle una palmada por ser coqueta? Eso calzaba.

Hasta ese momento.

Contempló a la preocupada joven que iba delante de él, llevando casi a rastras a una niña llorona por la atiborrada calle, e instando a las otras a que caminaran delante de ella como un perro ovejero demente, soplándose los mechones de pelo que se le habían escapado de la papalina.

¿Podría haber más de una Clarissa en el colegio de la señorita Mallory?

 

 

—¡No veo nada! —chilló Ricarda, todavía aferrada a ella.

Estaban en Promenade, una calle mucho más ancha, pero aún así seguían viendo solamente una apretada hilera de espaldas.

Clarissa ya estaba dispuesta a reconocer la derrota y volverse, cuando los adultos que tenían delante les abrieron paso y una sonriente campesina les dijo:

—Pasad delante, cariños. Podemos mirar por encima de vuestras dulces cabecitas.

Oyendo que se acercaba la música y los tambores estremecían el aire, Ricarda le soltó la mano y cogió la de Lucilla, y las dos pasaron delante. Georgina y Jane también. Entonces se cerró la hilera de adultos, entre ella y las cuatro niñas. ¡Ay, no!

Se puso de puntillas para mirar a las cuatro. Estaban quietas junto a otros niños, pero Lucilla era capaz de alejarse a vagar en cualquier dirección, y ahora que le tenía cogida la mano a Ricarda, lo más probable era que se la llevara con ella.

Contando continuamente las cuatro papalinas marrones, calculó que ya se acercaba el desfile sólo por el ruido de los tambores. Miró una vez y vio que el señor alcalde todavía estaba a cierta distancia, marchando con la túnica y cadena de su oficio, acompañado por su macero. Más atrás vio a los concejales, en una o dos carretas, y el magnífico color escarlata del regimiento local.

La visión de las casacas rojas captó su atención un momento. Tantos hombres valientes, y tantos otros, como el Gareth de Althea, muertos en la guerra contra el Monstruo Corso. Más de diez mil muertos sólo en Waterloo.

¿Cómo podría alguien imaginarse a diez mil muertos, todos en el mismo lugar?

Obligó a su mente a pasar a cosas más simples, como la de contar a las niñas a su cargo. Una, dos, tres, cuatro... ¿Cinco?

Horatia. ¿Dónde estaba Horatia?

Exhaló un soplido de alivio al verla a su lado, al lado derecho. Horatia no podía ver mucho del desfile, era más baja que ella, pero, lógicamente, esa coqueta no estaba interesada en el alcalde, y ni siquiera en los soldados. Estaba sonriendo, enseñándole sus hoyuelos al hombre guapo que estaba a su lado.

Un hombre guapo y peligroso. Horatia estaba poniendo a prueba sus técnicas de seducción con un libertino que se podía catalogar a primera vista.

Se quedó inmóvil, sin saber qué hacer.

Entonces el hombre la miró a ella por encima de la papalina de Horatia; la miró a los ojos. Los ojos de él quedaban a la sombra de la ancha ala ladeada de su elegante sombrero de copa. Mirándola ensanchó la sonrisa. Esa sonrisa era un descarado e insolente desafío a su capacidad de proteger a las niñas que tenía a su cargo.

Cogiendo a Horatia por la muñeca, la hizo pasar hasta el otro lado de ella, ocupando así su lugar, y se desentendió totalmente de ese sinvergüenza. A Horatia le siseó:

—Admira a los soldados. Son menos peligrosos.

Mucho menos peligrosos.

Le habría encantado asegurar que era inmune a los libertinos guapos, pero tenía los nervios tirantes como la cuerda de un arpa tensada. ¿Quién sería él? No era un dandi provinciano, eso seguro. Llevaba una chaqueta verde oliva de excelente corte, la nívea corbata anudada en un complejo nudo, y tenía un aire indefinible aunque no el de un hombre al que se pudiera ignorar. Durante su breve estancia en Londres había aprendido algo acerca de juzgar a los aristócratas, y él estaba en la cima de los árboles.

Otra rápida mirada le confirmó esa evaluación. Tenía todo el lustre y la arrogancia de un galán londinense, y una cara hermosa además.

De repente él miró de reojo, la sorprendió mirándolo y a sus ojos volvió ese destello de travieso desafío.

Ella desvió bruscamente la mirada y la fijó en la calle donde estaba a punto de pasar el desfile, y por una vez en su vida agradeció las alas de la papalina que le escondían la cara y disimulaban su rubor. Recordando a las niñas, se puso de puntillas y las contó: una, dos, tres, cuatro.

Horatia continuaba a su lado, y más allá de ella había una pareja mayor.

Estaban seguras por el momento.

Todas seguras.

Bueno, aparte de ese algo que tenía el hombre que estaba a su otro lado. En Londres había conocido a galanes guapos y a pícaros sinvergüenzas, y había podido reírse de la tontería de otras mujeres. Eso le resultaba extraordinariamente fácil, puesto que ni los galanes ni los pícaros le prestaban la menor atención.

Con ese pícaro debería ocurrirle lo mismo, y sin embargo sentía una sensación de hormigueo, como si él la estuviera examinando.

No lo miraría para comprobarlo.

De pronto un movimiento de la multitud la hizo chocar con él, y él le puso la mano en el brazo para afirmarla. Sintió el contacto. Durante un espantoso momento, antes de poder apartarse, sintió su mano, sintió todo su cuerpo, brazo, cadera y pierna, apretados a ella.

Entonces se sintió como Ricarda, aterrada y ansiosa por encontrarse en la seguridad del colegio.

Del que tendría que marcharse pronto.

Muy bien. Pronto tendría que marcharse del colegio y aventurarse en un mundo lleno de hombres guapos. Tendría que aprender a arreglárselas. Al fin y al cabo, tenía una fortuna y hombres que irían tras ella.

Tragó saliva y concentró la atención en el desfile. En ese momento iba pasando un carro que llevaba a un hombre gordo vestido de Napoleón, con aspecto derrotado y abatido. En otro iban hombres disfrazados de duque de Wellington, Nelson, sir John Moore y otros jefes heroicos.

A continuación pasó un san Jorge con armadura romana, lanza en mano y con un pie apoyado en el cuello de un dragón derrotado que iba cubierto con la bandera tricolor francesa. Daba la impresión de que el san Jorge era el señor Pinkney, que dirigía una pequeña biblioteca circulante y era el hombre menos marcial imaginable.

—Sin tope —dijo el hombre, que, dadas las circunstancias, continuaba demasiado cerca de ella.

Ella tuvo que girar la cabeza hacia él.

—¿Qué ha dicho, señor?

—Esa lanza es para arrojarla, no para matar a un dragón con ella de cerca. No tiene guarnición. Eso es un error común en el arte. Si el san Jorge lograra enterrársela al dragón, el animal seguiría enterrándose en ella y se comería al santo mientras se muere. Claro que la doncella podría aplaudir. ¿Qué?

Clarissa ya comenzaba a temer que ese hombre estuviera loco además de ser un sinvergüenza. Pero, Señor, ¡qué guapo!, sobre todo cuando hacía ese guiño con los ojos.

Él miró hacia la mujer de túnica blanca que iba al lado de san Jorge, supuestamente la doncella rescatada, que también se las arreglaba para parecer Britania, la antigua Gran Bretaña.

—Si su salvador muriera en el intento, ella estaría libre sin tener que convertirse en el premio del vencedor —explicó.

La doncella era la bonita hija del alcalde, y ciertamente no le gustaría tener que estarle muy agradecida al señor Pinkney.

Sin querer, Clarissa se sintió seducida por la tontería del hombre, y por el efecto de su travieso humor en su fisonomía ya hermosa, pero volvió firmemente la atención al desfile.

Mientras tanto la multitud abucheaba a Napoleón y aplaudía a los héroes. Entonces comenzaron los hurras por los verdaderos héroes, los veteranos de la gran batalla, que marchaban al compás de la música de pífanos y al imponente ritmo marcado por los palillos sobre los flexibles parches de los tambores.

Ella se unió a la aclamación, agitando su sencillo pañuelo.

—¡Clarissa! ¡Clarissa! —gritó Horatia. —¿Viste eso? Me sopló un beso, de verdad. Ooh, ¿no es el hombre más guapo que has visto en tu vida?

La chica estaba saltando, con la cara roja y haciendo bailar sus rizos. Clarissa reprimió la risa. El oficial era bastante vulgar, y mucho mayor que los chicos con los que solía practicar Horatia sus técnicas de seducción, pero estaba en un momento de gloria y se había fijado en ella, por lo tanto era un Adonis.

De pronto sonó un chillido y el terror la recorrió toda entera. ¡Ricarda! Volvió a ponerse de puntillas, alargando el cuello, y vio que la niña estaba bien. Tal vez el chillido lo causó un caballo que arrojó una humeante bosta en la calzada delante de ella.

—Todas están bien y seguras —dijo el libertino. —Yo no tengo ninguna dificultad para verlas, y le avisaré si ocurre algo adverso.

Era de lo más indecoroso que dos desconocidos hablaran así, pero la situación le hacía imposible poner reparos.

—Gracias, señor —dijo.

Él había ladeado la cabeza de tal manera que los ojos le quedaron fuera de la sombra del ala del sombrero. Ella quedó atrapada por esos ojos pasmosamente azules; el vivo azul aciano resaltaba aún más por el contraste con su piel bronceada, más tostada de lo que estaba de moda. Eso, un detalle tan tonto, era tal vez lo que lo hacía parecer más peligroso que el galán londinense normal.

O tal vez no.

Continuó mirándolo, como si estuviera atrapada, y entonces esos ojos de intensa mirada se entrecerraron en un leve guiño travieso, como invitándola a participar de su humor.

Se apresuró a volver sus sosos ojos grises hacia el frente, aunque de repente se sentía totalmente distinta a como era ella.

Como si pudiera hacer algo escandaloso.

Con él.

¡Rayos! ¿Es que estaba coqueteando con ella? No, los hombres no coqueteaban con ella. Ni siquiera en su horrible temporada en Londres coqueteó algún hombre con ella. ¿Qué pretendía ese libertino, entonces?

Ah. Quería llegar a Horatia a través de ella, claro. Pues no, Señor, mientras ella tuviera una gota de sangre en las venas.

Pero entonces Horatia alargó el cuello y lo miró por delante de ella.

—¡Es usted muy amable, señor! La pequeña Lucilla, la regordeta, sueña mucho despierta. Si se le metiera en la cabeza echar a caminar delante de los caballos, lo haría.

—No lo haría —dijo Clarissa. —Ricarda echaría abajo el cielo gritando.

—Ricarda le tiene miedo a los caballos, señor —continuó la irrefrenable Horaria, sonriendo inocentemente, de una manera pensada para invitar a un hombre a su cama.

—Mira el desfile, Horatia —le ordenó Clarissa. —Ya está a punto de terminar.

Horatia torció el morro, pero obedeció.

Pasado un rato, Clarissa se arriesgó a mirar disimuladamente de reojo al libertino. Estaba mirando el desfile, no a ella.

¡Victoria! El hombre había comprendido que sus malvados planes estaban frustrados.

Sonrió para sus adentros, pensando que ese pensamiento parecía una frase de una obra excesivamente dramática, pero de verdad se sentía victoriosa. Ya está, no era tan difícil tratar con hombres inoportunos.

Pero claro, una escaramuza ganada era suficiente para un día. Afortunadamente, eso acabaría muy pronto y podría llevar a su rebaño de vuelta al colegio.

Tan pronto como terminó de pasar el desfile y la multitud comenzó a disolverse, reunió a las cuatro niñas menores alrededor de ella, asegurándose de que Horatia estuviera cerca también. El libertino se alejó sin mirar atrás.

Qué tontería sentirse decepcionada por eso.

—Vamos —dijo enérgicamente. —Ya terminó todo.

Impaciente por acabar con la tarea, hizo avanzar a su grupo por en medio de la muchedumbre. No era tan fácil caminar como se había imaginado. En realidad la multitud no se iba dispersando; era un verdadero y caótico remolino girando en torno a ellas.

Cuando había venido hacia aquí, todo el mundo caminaba en la misma dirección, pero en ese momento las personas se dirigían a destinos diferentes. Era el día de mercado y muchas personas iban en esa dirección, pero otras querían ir a las tabernas, a sus casas o a la feria que estaba instalada en las afueras de la ciudad.

La gente empujaba, tironeaba, moviéndose en vaivén, como un monstruo con cien manos tratando de coger a una niña o a otra. Ricarda se echó a llorar otra vez. Le soltó la mano a Lucilla para cogerse de la falda de Clarissa y ésta abrió los brazos para acercar a Jane y Georgina.

Entonces se oyó una potente voz; la del pregonero de la ciudad:

—¡Oíd! ¡Oíd! ¡El señor Huxtable, el posadero de la Duque de Wellington, ha sacado tres barriles de cerveza y los ofrece gratis para que todos podáis brindar por nuestros nobles héroes!

Cambió la disposición de la multitud justo cuando Clarissa estaba reuniendo a las niñas. Algo captó la atención de mariposa de Lucilla, y empezó a alejarse girando entre un hombre enorme y dos muchachos que se iban abriendo paso a codazos. Clarissa alcanzó a cogerla por la espalda de la capa y de un tirón la acercó a ella, poniendo en peligro el cuello de la pobre niña.

Se quitó la capa, que cayó al suelo y al instante quedó pisoteada.

—Cógete de mi falda —le ordenó. —Jane, Georgina, vosotras también. Horatia, ayúdame para que nos mantengamos unidas. Nos vamos a quedar quietas un momento para dejar pasar a la gente.

Trató de poner toda la calma y seguridad que pudo en sus palabras, y las niñas se pegaron a ella. Pero quedarse quietas era más fácil decirlo que hacerlo. La mayoría de la gente parecía empeñada en llegar pronto a la posada donde ofrecían cerveza gratis, mientras los demás se esforzaban en no dejarse arrastrar y salir del tumulto.

Empujada y zarandeada por todos lados, se sintió avasallada por el terror. Los gritos y chillidos que oía alrededor le trajeron bruscamente los recuerdos de otros chillidos, y de sangre.

De ruidos. El atronador sonido de un disparo. El de vidrios rotos.

Sangre, mucha sangre.

Y la voz de una mujer citando a lady Macbeth: «¿Quién habría imaginado que ese viejo iba a tener tanta sangre?»

Se le nubló la visión periférica y sólo vio oscuridad, negrura.

No, se dijo, tranquila. Continúa en el presente. Las niñas te necesitan. ¡No puedes desmoronarte en otra crisis!

Se pellizcó fuerte la mano izquierda para recuperar el aplomo, y rodeó con un brazo a la aterrada Ricarda, acercándola más a ella. Comenzó a hacer avanzar al pequeño grupo hacia un lado, en dirección a una pared de ladrillos donde tal vez el tropel de gente pasaría sólo por delante de ellas y no por todos lados.

—¡Todas juntas! —gritó. —Resistid.

Pero su grito quedó apagado por el cacofónico bullicio de la multitud. De todos modos, las niñas continuaban con ella, tironeándole los brazos y la falda.

La presión de tantos cuerpos empujando y codeando la tenía bañada en sudor de calor y de miedo, pero no desfallecería, se mantendría firme. Si alguna se caía ahí, sería pisoteada. La hediondez le revolvía el estómago. Pisó algo viscoso, se resbaló y estuvo a punto de caerse. Rogó que solo hubiera sido un inocente trozo de fruta que se le cayó a alguien.

Una, dos, tres, cuatro, cinco.

Horaria, buena chica, le había pasado el brazo por la cintura, con lo que formaban una apretada unidad.

Entonces se le cayó la papalina hacia delante y el ala le tapó el ojo derecho, por lo que no veía nada por ese lado. No se atrevió a levantar el brazo para arreglársela, no fuera que se le perdiera una de las niñas. Estaban tan apretujadas por la multitud que igual no podría volver a bajar el brazo.

Las cuatro niñas más pequeñas estaban gimoteando, y ella sintió un intenso deseo de gimotear también. Pero no podía; ella era la protectora.

—Tranquilas —dijo, sin saber qué decía. —Mantengámonos juntas. Todo irá bien.

Alguien chocó con ellas desde atrás y ella no vaciló en enterrarle el codo.

—¡Uuf! —exclamó una voz. Un fuerte brazo las rodeó y la voz continuó. —Paso, paso, dejad pasar, eh, ahí, dejad pasar.

El hombre no gritaba, eso no serviría de nada en el tumulto, pero su tono autoritario llegaba a la gente, que se detenía o apartaba, y así pudieron avanzar.

La multitud volvía a cerrarse detrás de ellas, pero la voz de él continuó abriéndoles paso hasta que llegaron a la pared y se agruparon ahí en un enredo.

Pero en la pared no había ningún entrante, ninguna puerta en cuyo vano cobijarse. No había ninguna protección, aparte de un sencillo poste de hierro de farola. ¿Es que habían salido de las brasas para caer las llamas? Ahí las aplastarían. Unos chillidos de terror le indicaron que tal vez eso ya estuviera ocurriendo por ahí cerca, en medio de la enloquecida multitud.

Entonces el hombre se cogió del poste e hizo de barrera, de modo que la gente tenía que pasar por delante de él, con lo que se creó una pequeña bolsa de seguridad y cordura.

Temblorosa, Clarissa abrazó a las niñas acercándolas más a ella.

—Tranquilas, cariños —repitió. —No tengáis miedo. Este hombre amable nos está protegiendo para que no nos ocurra nada.

Lógicamente, el hombre amable era el pícaro con el que ella se había mostrado tan fría. Horatia tenía más intuición. Era un verdadero héroe. Las había rescatado, erigiéndose en su protector.