CAPÍTULO 10
Clarissa lo observaba atónita. Jamás se hubiera imaginado que su halcón de elegante plumaje se tomaría tantas molestias por un escuálido gato.
Viendo que el gato ya estaba calmado, miró alrededor. En ese momento vio salir a un hombre por la parte de atrás de una tienda cercana. El hombre metió unas cuantas ratas muertas en un saco y volvió a entrar. Del interior de la tienda salían chillidos, aullidos y gritos.
Fue hasta la tienda y abrió la cortina de lona. Tal como pensaba, era la tienda del cazador de ratas, donde ponían a gatos y perros a matar ratas. La gente estaba apretujada en hileras de toscos bancos, animando a los cazadores y haciendo apuestas a gritos.
Asaltada por el ruido, la hediondez y la violencia, retrocedió tambaleante.
Entonces un hombre corpulento se plantó en la puerta, bloqueándole la vista.
—Si quiere entrar, dé la vuelta y pague.
Clarissa recordó a qué había ido allí.
—¿Quién ha arrojado ese gato?
—¿Y a usted qué le importa?
—Me ha caído encima. Más aún, está herido y necesita cuidados.
—No le retorcí el pescuezo. ¿Qué más necesita? Un pescuezo inútil, además.
—Tal vez no lo sepa —dijo una voz tranquila detrás de ella. —El gato golpeó a la dama.
El hombre se apresuró a quitarse el sombrero.
—¿Golpeó a la dama, señor? ¡Caramba! ¿Se encuentra bien, señorita?
Qué indignante no ser tomada en serio sin tener a un hombre detrás. Eso era una lección en directo sobre los argumentos expuestos por Mary Wollstonecraft en sus escritos.
—¿Qué va a ser del gato? —preguntó.
En realidad, estaba comenzando a comprender que lo último que necesitaba el pobre animalito era ser devuelto a ese lugar. Además, por los alrededores las personas empezaban a girarse a mirar, y sus ávidas caras sugerían que esperaban ver otra jugosa batalla.
El hombre cambió la cara en una expresión de pedir disculpas.
—Verá, señorita, resulta que no servía mucho para cazar. Si le tiene lástima a la querida criatura, llévesela, por favor.
Clarissa sentía vibrar los ronroneos a su lado. Miró a Hawk, con la esperanza de que él continuara con la discusión, y casi se distrajo al verlo en mangas de camisa. Pero él parecía muy ocupado sosteniendo al gato envuelto en la chaqueta, que seguía ronroneando, y la miró con una expresión que parecía decir: «Es tu juego. Tú lo juegas».
—Muy bien, me lo llevo. ¿Tiene nombre?
—Fanny Laycock —dijo el hombre, con una sonrisa falsa.
Se oyó una risita procedente del público.
—Cógela —dijo Hawk.
Y Clarissa se encontró con los brazos ocupados por la chaqueta con la gata. La gata dejó de ronronear y comenzó a estremecerse levemente. Ella le susurró palabras tranquilizadoras y el animalito se calmó un poco. Pero toda su atención estaba en Hawk, que se había acercado al hombre. De repente éste agrandó los ojos. Lo que fuera que hacía Hawk para impresionar, lo estaba haciendo ahora.
—No puede ir por el mundo arrojando gatos —dijo él, en tono casi indolente. —No me cabe duda de que cuando mi acompañante se vea a la luz descubrirá que tiene el vestido roto y manchado de sangre. Dudo que pueda permitirse pagarle un vestido para reemplazar ese, pero una guinea servirá para compensarla.
—¡Una guinea...!
El hombre se interrumpió, tragó saliva, se metió la mano en el bolsillo y comenzó a hurgar. En ese mismo instante Clarissa captó un movimiento y vio que se acercaban dos hombres. ¡Eran inmensos!
—¡Hawk! —exclamó para avisarle, justo en el momento en que el primer hombre se abalanzaba sobre él. —No deberías —dijo Hawk.
Pero ya había enterrado el puño, arrojando al hombre en medio de las hileras de bancos, lo que produjo griterío y conmoción entre las personas sentadas en ellos. Hawk entró en la tienda y ella no alcanzó a ver cómo se las arregló para escaparse de los otros dos.
Entonces unos cuantos hombres se levantaron de un salto de los bancos y comenzaron a volar los puños. Las ratas se escaparon y empezaron a correr por entre los pies de la gente, perseguidas por los feroces perros y gatos. Las mujeres chillaban y se rompieron unos cuantos bancos.
¡Un violento alboroto otra vez!
Para proteger a la nerviosa gata, Clarissa se vio obligada a retroceder, alejándose de la alborotada tienda y acercándose a la multitud de mirones que se había congregado allí.
¿Qué estaría ocurriendo dentro de la tienda?
¡Hawk!
¿Y si lo mataban?
Aunque trató de calmar a la gata, y de calmarse ella, le corrieron lágrimas por las mejillas. Otro desastre, y todo por culpa suya. De verdad era un Jonás.
Justo entonces oyó voces parloteando y vio que el tumulto se había calmado. Se abrió la cortina de lona y apareció Hawk, rodeado por un grupo de admiradores de muy buen humor.
Era difícil imaginárselo con la ropa tan desordenada y embarrada, pero se veía ileso. Se le escapó una risita. ¡Había vuelto a perder el sombrero! Entonces salió alguien corriendo detrás de él y se lo entregó.
Hawk les dio las gracias a todos los hombres, que al parecer se habían puesto de parte de él, y luego miró alrededor, buscándola. Al verla se le acercó.
—¿Estás bien?
—Sí. ¿Y tú?
—Nada grave. —Le quitó una lágrima de la mejilla. —Lo siento si te he asustado.
—No ha sido culpa tuya.
—Es el deber de un escolta proteger de toda afrenta. Está claro que necesito práctica. —Le quitó la chaqueta con la gata y la ingrata comenzó a ronronear al instante. —Vamos a buscar a los demás, no sea que llamen al ejército.
Cuando se iban alejando, sorteando los charcos, ella miró atrás.
—¿Qué ha pasado con los cazadores de ratas?
—Decidieron no dar más problemas. Ah, eso me recuerda —se detuvo. —Uno de ellos le afanó una guinea a su amo para ti. Está en mi bolsillo derecho.
Ella le miró los ceñidos pantalones.
—Me la puedes dar después.
—¿Me incitas a estar en deuda contigo?
Ella lo miró a los ojos y reprimió una sonrisa.
—Soy lo bastante rica para no preocuparme por una guinea. Considérala tuya, por favor.
—Me decepcionas, Azor. Imagínatelo como escalar una muralla con estacas puntiagudas bajo el fuego enemigo.
Después de tanta violencia, ella se estremeció.
—¿Lo has hecho alguna vez?
—Sí.
A pesar de lo que él decía de su vida militar, seguro que arriesgó su vida en muchísimas ocasiones.
—Entonces no puedo echarme atrás, ¿verdad?
—Me parece que no —dijo él, casi con un ronroneo.
A ella le entraron ganas de reírse, pero logró mantenerse seria y fruncir el entrecejo.
—Sé muy bien lo que pretendes. Crees que no soy capaz de resistir un desafío.
—Me parece que tengo razón. Tal vez necesitas lecciones. A veces es prudente dar marcha atrás.
—¿En este caso?
—Probablemente.
—Sólo es un bolsillo —dijo ella.
Miró alrededor. Estaban bastante alejados de ese lado de la feria y no se veía a nadie cerca. Estaban a la vista de unos diez o más coches que esperaban, pero no lograba ver a los demás de su grupo, por lo tanto era dudoso que ellos la vieran.
A decir verdad, no le importaba. Deseaba tener ese pretexto para tocarlo; tal vez ese deseo tenía que ver con la violencia, con el peligro, o tal vez con el peligroso pasado de él...
Se puso detrás y le metió la mano en el bolsillo.
Lógicamente para eso tuvo que ponerse muy cerca y deslizar la mano por su cadera, como si apenas hubiera nada entre su mano y su cuerpo desnudo. Bueno, en realidad apenas había algo entre ella y el cuerpo de él desnudo, su cálido cuerpo desnudo, pero lo iba a hacer de todos modos.
En realidad, puesto que era un desafío, elevaría la apuesta. Sacó la mano, se quitó el guante y volvió a meterla.
Lo oyó sofocar la risa y sonrió.
—Es que tratar de palpar una moneda con guantes sería muy incómodo —le explicó.
Abrió los dedos y exploró, procurando no hacerle cosquillas. Lo que descubrió al palpar sobre dos capas de algodón fue hueso duro y cálido músculo.
Y placer por la firmeza que sentía en la mano.
Él estaba quieto, pero ella sintió su tensión. Bueno, era él quien la había invitado a hacer eso, desafiándola. Si ahora lo azoraba, no era culpa suya. Ella debería sentirse azorada, pero no sentía nada de eso. En realidad se sentía como si se estuviera convirtiendo en una mujer muy distinta a Clarissa Greystone.
Se le acercó otro poco, rodeándole el torso con el brazo izquierdo y apoyó la mejilla en su espalda. Qué firme; músculos por todas partes. Acostumbrada a vivir cerca de cuerpos femeninos, descubrió que eso tenía su propia magia.
Apareció una imagen en su mente, la del mozo de establo con el pecho desnudo, con ondulantes y bien definidos músculos. El comandante no era corpulento, pero ¿sería así su pecho desnudo?
¿Lo descubriría alguna vez?
De repente, estando tan cerca de él, teniéndolo prácticamente abrazado, le pareció que era el momento de la verdad desnuda. —Eres un cazador de fortunas, ¿verdad, Hawk? Notó su instantánea tensión.
—¿Por qué, si no, estabas en Cheltenham? Conocías mi existencia y fuiste ahí para adelantarte a otros. Me tentaste de venir a Brighton, y desde entonces me has ido detrás.
Lo sintió soltar el aliento y hacer tres respiraciones tranquilas.
—¿Y si lo soy?
—No me importa. —Pensando que había ido demasiado lejos, y con precipitación, añadió: —Pero tampoco te voy a hacer ninguna promesa.
—Comprendo. Pero ¿comprendes que un hombre lo intente?
—Sí —contestó ella, sonriendo con la boca en su espalda. —Comprendo que un hombre lo intente.
Y, la verdad, estoy impaciente por ver que gane, añadió para sus adentros.
Sonriendo al pensar en su futuro dorado, introdujo más la mano, siguiendo la hondura del bolsillo del hombre que algún día sería su marido, cuyo cuerpo conocería íntimamente el suyo. Hizo una rápida inspiración, luego otra más lenta para calmarse, y movió los dedos, hurgando, para encontrar la moneda. De repente él se puso rígido.
—¿Te he hecho cosquillas?
—Por así decirlo.
Entonces sus dedos tocaron un hueso, pero en ese momento cayó en la cuenta de que no podía tener un hueso en medio del vientre. En la yema del meñique sintió el borde de la moneda, al tiempo que entendía qué era lo que estaba tocando.
Un colegio de niñas no es un puerto de inocencia. Hablaban muchísimo y se intercambiaban conocimientos, y no faltaban chicas que llevaban furtivamente libros al colegio robados a sus padres o hermanos.
Según un libro delgado, bastante metafórico y rebuscado en sus expresiones, titulado Los anales de Afrodita, estaba rozando la Vara del Éxtasis. Pero ¿no decía que los hombres sólo se Levantan a la Magnificencia justo antes de la Conquista Carnal?
Cogió la moneda, sacó la mano y se apartó unos pasos, poniéndose el guante, su armadura sensata.
Entonces él se giró y ella vio que no estaba distinto en ningún aspecto importante; pero una rápida mirada le reveló que seguía Levantado a la Magnificencia. Sintió arder la cara, seguro que la tenía roja, muy roja.
—¿Así que el soldado novato ha escalado la muralla pero es derrotado por el fuego de dentro?
—Derrotado no. Simplemente no dispuesto a que lo quemen.
—¿Ni aunque sea la llamada del deber?
—El deber, creo, me llama en otra dirección totalmente diferente —contestó ella, echando a andar rápidamente hacia los coches.
Él no tardó en darle alcance.
—No tenía pensado violarte.
—Estupendo. No quiero hablar de eso.
—Qué desilusión.
Ella lo miró fingiendo indignación.
—No, no me vas a desafiar a hablar.
Pero le encantaba, le encantaba eso. Poder hablar así con un hombre.
—En otra ocasión, entonces —dijo él riendo.
Entonces Hawk recordó tristemente que no habría otra ocasión. Estando ya seguro de que su Azor se había visto involucrada en la muerte de Deveril, tenía que tomar una decisión difícil, y no lograba ver ninguna opción que llevara a un final feliz.
Ni para él ni para ella.
Cuando llegaron a los coches vio que Van le dirigía una severa mirada. Dado que Maria era la carabina en esa excursión, Van se sentía responsable y no le gustaba lo que veía. ¿Qué vería realmente?, pensó.
La versión resumida que dieron de la historia satisfizo a Maria, pero a Hawk le pareció que Van continuaba observándolo, vigilante. Eso no le extrañaba. A pesar de los largos periodos de separación entre ellos, se conocían muy bien.
—¿Qué vamos a hacer con el gato? —les preguntó entonces Maria, que, evidentemente, no le había tomado ninguna simpatía al animalito.
Hawk lo miró: estaba dormido, sucio, flaco, y le faltaba un trozo de oreja.
—Me lo quedaré yo —dijo.
—Los perros de tu padre se lo van a comer —pronosticó Van.
—Ya lo protegeré.
Subió al coche, con la gata todavía envuelta en su chaqueta, sintiendo una sensiblera necesidad de proteger a alguien.
Clarissa sentía la urgente necesidad de pedir consejo, y dado que Althea no le parecía una persona capaz de ayudarla en eso, después de quitarse el vestido sucio y ponerse otro, salió a buscar a su carabina. La señorita Hurstman, como siempre, estaba en el salón que daba a la calle leyendo un libro que parecía un tratado muy serio.
—Señorita Hurstman, ¿puedo hablar con usted? —dijo desde la puerta. —Sobre el comandante Hawkinville.
La mujer arqueó las cejas y al instante dejó el libro a un lado.
—¿Qué ha hecho?
—¡Nada! —exclamó Clarissa, entrando en el pequeño salón. —Bueno, me está cortejando. Es un cazador de fortunas, no me cabe duda, aun cuando él dice que va a heredar la propiedad de su padre. Reconoció que esta no es muy grande, y más o menos que desea casarse conmigo. Por mi dinero...
Se interrumpió para respirar.
La señorita Hurstman la miró atentamente.
—¿Hay verdadera necesidad de sentir tanto terror?
Repentinamente incapaz de encontrar las palabras, Clarissa negó con la cabeza.
—¿Qué lo ha provocado, entonces?
La calma de la mujer era contagiosa. Clarissa se sentó.
—Yo no pensaba casarme. No veía ninguna necesidad. Pero ahora comienza a atraerme la idea. Usted me lo advirtió. No sé si esto indica que tengo una mente flexible o una débil.
La señorita Hurstman curvó los labios.
—Chica lista. Es difícil discernir la diferencia entre esas dos cosas. La principal pregunta, la única pregunta en realidad es, ¿será un buen marido los próximos veinte, cuarenta, sesenta años?
Clarissa notó que se le agrandaban los ojos ante esa idea.
—No lo sé.
—Ahí está, de eso se trata, exactamente. Es un hombre guapo y supongo que sabe agradar e interesar a una mujer. Su padre lo sabía, ciertamente.
—¿Su padre?
—Le conocí cuando yo era joven. Un gallardo militar, con todo su interés puesto en mejorar su situación económica.
Un cazador de fortunas. ¿De tal palo tal astilla? Y sin embargo estaba claro que el padre se había conformado con su modesta propiedad.
La señorita Hurstman la estaba mirando como si pudiera leerle todos los pensamientos.
—Aún no conoces al comandante Hawkinville lo bastante bien como para tomar una decisión racional, Clarissa. El tiempo lo resolverá. Tómate tu tiempo.
—Lo sé pero... —Miró fijamente a la mujer mayor. —Usted habla de cuando era joven. ¿Recuerda esa época? En este momento la razón no tiene nada que ver con eso.
La señorita Hurstman entrecerró los ojos en un guiño.
—Justamente por eso, querida mía, las jóvenes tienen carabina. ¿Lady Vandeimen no hizo bien su papel?
Clarissa se mordió el labio.
—Quedamos separados de ellos un rato por una racha de lluvia.
—¿Un rato suficientemente corto, espero?
—Ah, sí. No ocurrió nada, nada, de verdad.
La señorita Hurstman emitió uno de sus bufidos, aunque si era de desaprobación o de diversión no quedó claro.
—Me gusta un sinvergüenza emprendedor —dijo. Bueno, entonces era de diversión. —¿Se te ha pasado el terror?
Sorprendentemente, sí se le había pasado. Tal vez se debía simplemente a que estaba lejos de Hawk, o tal vez al lacónico sentido práctico de la señorita Hurstman, pero ya no se sentía atrapada en el torbellino de inquietud y locura.
El tiempo. Esa era la solución a su problema con Hawk Hawkinville, y tenía tiempo de sobra; sólo su impaciencia le hacía ver que le faltaba. Se obligaría a esperar una o dos semanas más para decidir. Y no se dejaría comprometer.
No se engañó diciéndose que eso sería fácil.
Deseó poder hablar de su otro problema con la señorita Hurstman, de la muerte de Deveril, de cómo una y otra vez a ella se le escapaba algo respecto a todo aquel asunto, y de los desastrosos efectos que parecía tener ella en la vida de otras personas.
Pero su confianza no llegaba a tanto.