CAPÍTULO 11

 

Cuando Hawk entró en la casa de Marine Parade con sus amigos subió inmediatamente a su habitación con la gata. Su deseo y su intención habían sido eludir a Van, pero no se sorprendió cuando este vino a verle no mucho después.

Ya había sacado a la gata de la chaqueta y estaba examinándola con mucha suavidad para ver si tenía heridas o lesiones graves.

—¿Qué vas a hacer con ese gato? —le preguntó Van.

Tal vez sería mejor que tocaran el tema enseguida.

—Supongo que la señorita Greystone querrá que me haga cargo de él.

—¿Y los deseos de la señorita Greystone son importantes para ti? —Sí.

Lo terrible era que no deseaba mentirle a su amigo, ni siquiera con evasivas, pero no podía decirle la verdad. Por encima de todo, necesitaba tiempo para pensar.

Seguro que tenía que haber una manera de salvar Hawkinville de Slade y a Clarissa de la horca al mismo tiempo.

La gata chilló cuando le tocó un lugar doloroso, pero fue una protesta educada, sin sacar las uñas.

—Toda una dama, ¿eh? —musitó.

Van se acercó a mirar.

—¿Sí? ¿Hembra, quiero decir?

—Sí, y no está en mala forma, teniendo en cuenta las circunstancias.

Cuando terminó el examen puso a la gata sobre la alfombra. Después de darse una buena sacudida, esta comenzó a caminar por la habitación como una señora andrajosa inspeccionando condescendiente una humilde casita.

—No tiene ninguna dificultad para andar —comentó. —En realidad, es bastante elegante. Qué, ¿encuentra tolerable la habitación, su señoría?

La gata le dirigió una mirada inescrutable.

Hawk cogió su chaqueta y contempló el desastre. Desde que había vuelto a Inglaterra no se había tomado la molestia de buscar un ayuda de cámara, y en ese momento lo necesitaba.

Van cogió la chaqueta y se dirigió a la puerta.

—¡Noons! —gritó.

Pasado un momento apareció su ayuda de cámara, se quejó por el estado de la chaqueta y se la llevó para limpiarla.

La gata ya estaba sentada y había empezado a asearse con gran concentración.

—La limpieza por encima de todo —dijo Hawk. —Así me gusta.

Diciendo eso la cogió y la llevó hasta el lavamanos. Existía la pequeñísima posibilidad de que si Van estaba muy ocupado dejara la conversación para otra ocasión.

—Lo que vas a tener —le dijo a la gata depositándola con sumo cuidado en la ancha jofaina de loza— es una ayuda en cuanto a la limpieza. Y no vas a ser tan mal educada que me arañes.

Oyó reírse a Van y pensó que tal vez sí lograría salirse con la suya.

La gata se había quedado rígida, pero no estaba asustada.

—Aguanta como un buen soldado —le dijo en tono tranquilizador vertiendo un poco de agua tibia en el lado donde tenía pegada más sangre seca.

La gata protestó con un maullido, pero giró la cabeza para lamerse.

—No, no —dijo él, apartándole la cabeza. —Déjame a mí. Después podrás limpiarte lo que quede.

Le frotó suavemente la sangre con agua hasta que se ablandó y con otro chorro de agua se la lavó, teniendo sumo cuidado al pasarle los dedos por encima de la herida; continuó hablando, para mantenerla tranquila:

—No toda esta sangre es tuya, ¿verdad? Tú también debes de haber hecho un poco de daño. Me parece que podrías haber cogido cualquier rata que quisieras. Pero lo consideraste indigno de ti, ¿eh, duquesa? Aunque a causa de eso te arriesgaste a que te retorcieran el cuello, ¿no?

Cuando comenzó a limpiarle una parte ensangrentada en el lomo, Van interrumpió su monólogo:

—¿Cuáles son exactamente tus planes respecto a la señorita Greystone?

No, en realidad no había esperado librarse de eso.

—Hablas in loco parentis[6] ¿eh?

—Por así decirlo, sí.

Hawk intentó desviar un poco el tema.

—El matrimonio te está volviendo condenadamente soso.

Por el rabillo del ojo vio que Van estaba tratando de reprimir un estallido de furia. Condenación. Cuando eran niños un comentario como ese habría llevado a una pelea a puñetazos o Van habría salido dando un portazo a descargar la furia en otra parte. Cualquiera de esas dos cosas habría interrumpido la conversación.

Ya no eran niños.

La gata le lamió la mano. Era tal vez una orden para que le echara más agua, así que le vertió otro poco y comenzó a limpiarle otro lugar.

—Maria cree que está ayudándote en un cortejo serio —dijo Van. —Un cortejo muy ventajoso para ti. Mucha generosidad de su parte, ¿no te parece?

Hawk hizo un mal gesto ante ese comentario incisivo.

—No necesito ayuda necesariamente.

—La vas a tener de todas maneras, siendo como son las mujeres. La pregunta es, ¿te la mereces?

Hawk sacó a la gata del agua sucia de sangre y barro y la envolvió en una toalla para secarla rápidamente. Aunque no lo arañó, el animal tampoco ronroneó.

Tenía que decir algo.

—No sé qué has querido decir con eso, Van. Van se frotó la cara con una mano.

—Yo tampoco. Maldita sea, Hawk, a Maria le cae bien la señorita Greystone. Está haciendo de casamentera. No quiero que sufra.

Ah, eso sí lo entendía. Dejó a la gata en el suelo y esta se apresuró a instalarse en un rincón y comenzó a lamerse enérgicamente.

—No deseo que sufra nadie, Van. Ni siquiera una maldita gata. Maravillosa situación para un veterano, ¿no?

—Una situación bastante natural, diría yo. ¿Qué pasa?

Hawk comprendió que no le servían de nada las evasivas. Van no se distraería ni quedaría satisfecho con una negativa, y eso se debía en gran parte a que estaba preocupado por él. El pasado es como un animal raro, pensó. Se queda dormido, aparentemente inofensivo, pero tiene colmillos y garras y salta a dar otro mordisco en cualquier momento.

Mala analogía, porque si podía, aceptaría el pasado y el futuro que se le prometía.

Tendría que contarle una parte por lo menos.

Vació la jofaina en el cubo para el agua sucia, y puso agua limpia para lavarse las manos.

—Mi padre le ha pedido un préstamo a Josiah Slade hipotecando Hawkinville.

—¿Ese maldito quincallero? —exclamó Van. —¿Por qué? Pasado un momento añadió: —¿Cuánto?

Hawk se giró hacia él secándose las manos.

—Más de lo que tú te puedes permitir.

Van sonrió.

—Venga. No me avergüenza invertir el dinero de mi mujer en una buena causa.

—¿Cuánto queda de ese dinero? Maria ha devuelto el dinero que su marido le hizo perder a tu familia con engaños. Y lo mismo ha hecho con otras personas también, ¿verdad? Tiene que ocuparse de los que dependen de ella, y está la restauración de Steynings.

—¿Crees que arreglar el estucado de yeso de Steynings es más importante que impedir que Slade se apodere de Hawkinville? Perdición, también se convertiría en el terrateniente, ¿verdad? ¡Intolerable! ¿Cuánto?

—Veinte mil.

Van lo miró en silencio, pasmado.

—Aún en el caso de que pudieras prestarme esa cantidad, ¿cuándo podría devolvértela? Incluso apretando a los inquilinos para sacarles hasta el último penique, me llevaría décadas.

—Pero ¿qué alternativa tienes? No puedes permitir que Slade... —Se interrumpió y él mismo se contestó. —Aah, la señorita Greystone.

Mintiendo por silencio, Hawk dijo:

—Ah, sí, la señorita Greystone.

Van frunció el ceño, pensativo.

—¿La amas?

—¿Cómo se sabe si es amor?

—Créeme, Hawk, se sabe. ¿Le tienes afecto al menos, te importa?

—Eso sí, por supuesto. Pero ¿se casará ella conmigo sin que le declare mi amor?

Si se fugará contigo querrás decir, pensó.

Van hizo un mal gesto.

—Probablemente no.

—Teniendo ante mí el ejemplo de mi padre, me repugna naturalmente cortejar a una heredera con fingimientos.

Pero ¿no era eso lo que estaba haciendo?, pensó.

La gata fue a frotarse contra su pierna, maullando. La cogió en brazos.

—El cazador de ratas le dijo a Clarissa que la gata se llamaba Fanny Laycock.

—Ahora entiendo por qué tuviste que darle una paliza.

Era una palabra muy grosera que se utilizaba para llamar a una prostituta de los bajos fondos.

—Pero prefiero ponerle otro nombre antes de que ella lo recuerde. —Miró los ojos verdes sesgados de la gata. —¿Me darías una idea? No, creo que «Su Alteza» no es aceptable. Te llamaré Jetta[7]. Eres negra azabache, y fuiste arrojada, jetée, como dirían los franceses, getare en italiano, aunque me parece que en castellano simplemente significa «hocico». —Miró a Van, que estaba sonriendo por esa teatral escena. Por lo menos había conseguido cambiar de tema. —Creo que será mejor que baje a la cocina a mendigar algunas sobras para ella. No se me ocurrió preguntarte si te molestaría tener un gato en la casa.

—No, claro que no. Pero los perros de tu padre se la van a comer cuando la lleves a la casa.

Hawk volvió a mirar a la gata.

—No sé por qué, pero lo dudo.

No escapó ileso. Van salió de la habitación con él y le dijo en voz baja:

—Necesito tu palabra, Hawk, de que no te vas a pasar de la raya con la señorita Greystone.

Hawk se tragó la rabia. No tenía ningún derecho a sentirla en todo caso.

—La tienes, por supuesto.

Acto seguido se alejó rápidamente, pensando si también sus amistades iban a llegar hasta el fondo de ese maldito enredo.

En la cocina le dieron leche y trocitos de pollo para Jetta, y puesto que la cocinera no manifestó ninguna molestia por la presencia de la gata, él se escapó por la puerta de la cocina. De todas formas, ahí no había ningún espacio para pensar, así que rodeó la casa hasta salir a la calle y se dirigió a la playa.

Iba sin chaqueta y sin sombrero, pero no le importó. En todo caso, el mal tiempo había ahuyentado a casi todo el mundo. Aunque no estaba lloviendo, el viento soplaba, trayendo humedad e incluso gotas de las agitadas olas. Vio entrar el paquebote procedente de Francia avanzando por el mar agitado y se imaginó el estado de los pobres pasajeros.

Pero ese tiempo era excelente para pensar, eso sí. Borrascoso y limpio.

¿Amaba a Clarissa? ¿Cómo podía saberlo si no tenía ninguna experiencia en el amor? Van le había dicho que lo sabría, por lo tanto eso no era amor. O no ese tipo de amor. Sus sentimientos eran parecidos a los que tenía por Van y Con y a los que tuvo por algunos amigos del ejército.

Amistad, entonces. De una manera frágil, él y Clarissa eran amigos. Lanzó un gemido al viento. Eso aún lo hacía peor. La traición en el amor es un mal teórico; la traición en la amistad...

Además, condenación, ahora Maria y Van, su amigo íntimo y necesario, estaban enredados en el asunto.

Intentó controlar los pensamientos para no aterrarse. ¿Cuándo fue la última vez que sus pensamientos lo aterraron?

Hecho uno: Clarissa por lo menos estuvo presente en el asesinato de Deveril; esa era la única explicación lógica de su reacción ante el cuchillo y de que supiera la fecha exacta.

Hipótesis: Podría haberlo matado ella, pero habría sido en defensa propia, no por quedarse con el dinero.

¿Estaba chalado por pensar eso? No. No la conocía mucho, pero sí lo suficiente como para saber que no podía ser una villana insensible y codiciosa. Un crimen motivado por el miedo o el terror estaría mucho más de acuerdo con su carácter.

Hecho dos: Si salía a la luz que ella había matado a un par del reino, fuera cual fuera la provocación, podrían colgarla; o como mínimo deportarla. En el mejor de los casos, tendría que esperar el juicio en la cárcel, rodeada por la hez del mundo.

Por lo tanto, su crimen no debía hacerse público jamás.

Lo calmó comprender que eso era una certeza absoluta.

Destruiría Hawk in the Vale él mismo antes de llegar a eso.

Habiendo llegado a esa objetiva comprensión, descubrió que nuevamente era capaz de pensar derecho.

Comenzó a analizar la posibilidad de que ella sólo hubiera sido testigo del asesinato. Tal vez fue otra persona la que mató a Deveril, para salvarla. ¿Encajaba mejor esa posibilidad, o es que simplemente él deseaba que fuera así? Esto no mejoraba en nada las cosas; de todos modos sería cómplice del asesino y correría el riesgo de sufrir el mismo castigo; además, él no podía llevar a un hombre a juicio por defenderla.

Sin embargo, si no podía hacer juzgar a nadie por el asesinato, tampoco podría invalidar el testamento.

Se apoyó en una baranda de madera, maldiciendo en voz baja hacia el agitado mar.

Siempre, siempre, siempre, estaba el hecho de que el testamento tuvo que haber sido falsificado y puesto furtivamente en la casa de Deveril. Eso destrozaba cualquier ilusión de que hubiera sido un acto noble. Un astuto pillo estaba detrás de esto y él no lograba creer que este tuviera la intención de dejar a Clarissa en posesión de una fortuna.

Por lo tanto, no era una opción alejarse de ella y dejarla en paz.

Le dio vueltas y vueltas al asunto hasta que llegó al punto esencial. Podría persuadirla de fugarse con él.

De ninguna manera podía casarse con ella de la manera tradicional. Tan pronto como le pidiera su mano al duque de Belcraven, su familia sería investigada. E incluso la investigación más a la ligera revelaría que su padre era un Gaspard, y tal vez que sólo le faltaban unos días para ser nombrado vizconde de Deveril. Y aun en el caso de que Belcraven diera su permiso para el matrimonio, se lo diría a Clarissa y ahí acabaría todo. No sabía si ella sería capaz de soportar la idea de ser algún día lady Deveril, pero sí sabía que no le perdonaría el engaño.

La fuga, entonces. Tendría que fingir amor, aunque por lo menos le tenía cariño. No sería como su padre. Ella no tendría motivo alguno para quejarse de abandono o negligencia. Con suerte, ella no sería lady Deveril hasta pasado mucho tiempo, así que tal vez el golpe no sería tan terrible.

Pero podría serlo. ¿Y si ese golpe, en particular el engaño por parte de él, mataba todo el afecto de ella? ¿Acabaría él entonces en un matrimonio tan desgraciado como el de sus padres, con un sólo hijo, fruto de una única relación sexual la noche de bodas?

Eso podría hacérselo a sí mismo, por Hawkinville, pero no podía hacérselo a ella. No podía hacerle eso a su Azor, que justo estaba empezando a volar.

En todo caso, pensó, riendo sarcástico, le había hecho una promesa a Van, y no le cabía duda de que éste consideraría que fugarse con ella era pasarse mucho de la raya.

Y eso lo llevó, después de pasar por una aguda y dolorosa sensación de pérdida, de vuelta al asesino. ¿Habría tal vez otra manera?

 

 

Clarissa y Althea habían prometido asistir a una fiesta de cumpleaños que ofrecía lady Babbington para su hija Florence ese anochecer. Clarissa no sentía el menor deseo de ir, pero Florence era una vieja amiga del colegio; además, no le haría ningún bien quedarse en casa ahogándose en anhelos, dudas y preguntas. A la fiesta sólo iban a asistir las jóvenes amigas de Florence, por lo que al menos no tendría que volver a vérselas con Hawk.

Descubrió que la reunión en el pequeño salón de los Babbington se parecía mucho a las que tenían en la sala de estar de las niñas mayores en el colegio, así que, muy aliviada, se entregó a los recuerdos de un pasado sin complicaciones. No tardó en estar hablando y riendo, y el buen ánimo continuó durante la cena, en la que, a diferencia del colegio, se servía vino.

Tal vez a eso se debió que después de cenar la conversación se volviera traviesa, especialmente cuando descubrieron que Florence había escrito una copia de Los Anales de Afrodita. Aquellas que no conocían el libro se agruparon a leerlo y repetían en voz más alta las frases más interesantes. Mientras Clarissa las oía, pensaba cuántas de ellas habrían tenido la corta experiencia de tocar la Vara del Éxtasis Levantada.

Después Florence puso tarjetas con letras en una bolsa y las invitó a todas a sacar dos, para conocer las iniciales de sus futuros maridos. A Clarissa le interesó fijarse en cuántas de las diez chicas deseaban sacar un determinado par de iniciales.

El corazón le dio un vuelco cuando la primera letra que sacó fue una ge, pero luego perdió toda la fe cuando la segunda resultó ser una be.

Todas comenzaron a dar sugerencias.

—Gregory Beeston.

—Lord Godfrey Breem.

—Florence —dijo una, —¿tu hermano no se llama Giles?

—Sí, pero está casado.

—¿Sigue siendo tan guapo? —preguntó Clarissa.

Entonces recitó su poema, que fue recibido con un gran aplauso. Todas comenzaron a componer ramplones versos admirativos.

—George Brummel —sugirió lady Violet Stavering.

Esta damita también había sido alumna del colegio de la señorita Mallory, pero consideraba a Clarissa muy inferior para fijarse en ella. Seguía gustándole envolverse en una actitud de hastiada sofisticación, y no tomó parte en la composición de versos.

—Le vendría muy bien tu fortuna, Clarissa —añadió.

A veces Clarissa se sentía confundida entre la gente de la alta sociedad, pero sabía desenvolverse como un pez en el agua ante la malevolencia colegiala.

—Casi a todo el mundo le vendría bien —dijo, devolviendo las letras a la bolsa. —Incluso a tu hermano, Violet. Pero no voy a ofrecer mi riqueza a un dandi viejo y arruinado como Brummel. Si entro en el mercado del matrimonio, compraré la mejor calidad.

—¿Como el comandante Hawkinville? —le preguntó lady Violet con un ronroneo.

Ah, o sea, que habían observado sus encuentros con él, pensó Clarissa, dándose la orden de no ruborizarse.

—Tal vez —dijo. —O algún otro joven honorable.

Florence se apresuró a hacer sugerencias, mientras Clarissa lamentaba que esos desagradables chispazos de antipatía estropearan la fiesta de su amiga. Muy pronto quedaron evaluados todos los hombres cotizables de Brighton con sorprendente franqueza.

El señor Haig-Porter tenía las piernas demasiado flacas; lord Simón Rutherford tenía los dedos cortos y gordos; sir Rupert Grange se reía como un burro, y el vizconde Laverley tenía tan estrecho el pecho que era sorprendente que pudiera respirar.

—Pero es vizconde —dijo Cecilia Porteus, cautelosa. —Eso hay que tomarlo en cuenta.

Casi todas estuvieron de acuerdo en que a un par del reino se le podían disculpar ciertos defectos.

—Incluso a lord Deveril —musitó lady Violet.

—No seas gata, Vi —ladró Florence. —Todas sabemos que la pobre Clarissa no deseaba casarse con él.

—Y todas agradecimos al cielo su oportuna muerte —concedió lady Violet dulcemente.

Clarissa se tensó, pensando si lady Violet sospecharía algo.

Pero era ridículo. Se trataba de un simple arañazo para divertirse.

La salvó de contestar una intervención de Miriam Mosely.

—No sé cómo a hombres como lord Vandeimen y lord Amleigh, que tienen título y buen físico, los atrapan antes de que aparezcan en el mercado. Eso lo encuentro muy injusto.

—Pero no olvides —dijo lady Violet, —que se creía que lord Vandeimen estaba tan arruinado como Brummel, además de estar metido hasta el cuello en el juego y la bebida, antes de casarse con la Azucena de Oro.

Eso era una novedad para Clarissa, y comprendió que lady Violet lo había sacado a relucir porque los Vandeimen eran amigos suyos. Cómo le gustaría meterle caracoles en la cama. Otra vez.

Deseó que pasaran por alto ese comentario, pero otras de las chicas ya estaban pidiendo más detalles. Lady Violet cogió una ciruela confitada y le hincó el diente.

—Ah, cuando Vandeimen volvió de la guerra se encontró con su padre muerto y sus propiedades totalmente arruinadas.

—Entonces no es como Brummel —dijo Clarissa.

Eso no silenció a lady Violet.

—Se consoló con la bebida y el juego, pero luego tuvo la buena suerte de cazar a la rica señora Celestin. Comerciante, ¿sabéis?

—Eso no es cierto —protestó Dottie Ffyfe. —Se casó con un comerciante pero nació en una buena familia. Es pariente de la mía.

Lady Violet apretó los labios, pero se encogió de hombros.

—Al casarse, una mujer se pone al nivel de su marido. Primero un comerciante, y extranjero. Y luego un demonio. —Hizo una pausa para dar efecto y continuó: —Según mi hermano, en el ejército lo llamaban Demonio Vandeimen.

Ahora todas estaban inclinadas pendientes de cada palabra. Clarissa se sintió fatal por haber sacado el tema. Lord y lady Vandeimen eran amables, buenos, correctos, y era evidente que estaban enamorados. Dos personas más manchadas por relacionarse con ella.

—Mi hermano dice que Vandeimen y Amleigh son amigos de toda la vida —continuó Violet, relamiéndose por ser el centro de atención. —Y el comandante Hawkinville —añadió, dirigiendo una ladina mirada a Clarissa.

Clarissa le sonrió, intentando darle a entender amablemente que estaba aburriéndose.

—Todos nacieron y se criaron aquí —continuó Violet. —Reggie dice que cada uno lleva un tatuaje en el pecho. —Alguien ahogó una exclamación. —Dice que vio el de lord Amleigh cuando estaban en el ejército, y que oyó hablar de los de los otros dos. —Las miró a todas, lamiéndose los dedos para quitarse el azúcar. —El del comandante Hawkinville es un halcón, el de lord Amleigh un dragón —se lamió los labios— y el de lord Vandeimen un demonio.

Las inspiraciones simultáneas resonaron en la sala como un «ooooh».

—Qué pena que no haya posibilidades de ver esos tatuajes —comentó Miriam.

Mientras tanto Clarissa estaba pensando en lo maravilloso que sería ver ese tatuaje, porque eso significaría verle el pecho desnudo a Hawk. Imposible, claro, a no ser que se casara con él.

Casarse.

Estaba muy bien para la señorita Hurstman hablar de razón, de esperar y de pensar en los años de matrimonio, pero ¿podría ella soportar no hacerlo? ¿No lo lamentaría toda su vida, pensando cómo habría sido? ¿Si podría haber sido como tocar el cielo?

—... Hawkinville.

Sobresaltada cayó en la cuenta de que seguían hablando de Hawk, como si fuera un trozo de carne sobre el tajo de un carnicero.

—Guapo.

—Tal vez algo delgado.

—Pero de hombros anchos.

—¡Y excelentes muslos!

¡Muslos! ¿Sally Highcroft le había estado mirando los muslos a Hawk?

—Deliciosos ojos azules.

—Yo los prefiero castaños —dijo Violet.

Clarissa se quedó atónita al descubrir que tenía los dedos flexionados en una garra.

Pero fue Althea la que habló:

—No encuentro nada decente hablar así de un caballero.

Violet se rió. Con su muy practicada risa quería decirle a las demás que eran unas tontas, bobas y nada sofisticadas.

—Ellos hablan así de nosotras todo el rato, según dice mi hermano.

—Las damas debemos imponer valores más elevados —dijo Althea, —y deberíamos mostrar más respeto por aquellos que lucharon por nosotras en la guerra.

Eso las hizo callar a todas. Clarissa le dirigió una sonrisa de gratitud a Althea.

—Pero ¿él luchó? —preguntó Violet, que nunca se quedaba callada mucho rato. —Estaba en intendencia, creo.

Nuevamente fue Althea la que intervino:

—Esos asuntos administrativos son importantísimos, lady Violet. Mi difunto novio estuvo en el ejército y lo oí decir eso muchas veces.

—No puedes negar que un oficial que está batallando con frecuencia es más gallardo.

—No. Pero sí puedo negar que ser gallardo sea lo más importante en un caballero.

Althea estaba en su modalidad mártir cristiana, lista para arrojarse a los leones. O convertirse en uno. Y la pobre Florencia parecía estar a punto de echarse a llorar. Clarissa se apresuró a lanzarse a la refriega:

—Aquí se ha hablado de un buen número de hombres cotizables como maridos que no fueron a la guerra. Supongo que podemos evaluar a cada caballero según sus cualidades. —Y recordando las palabras de la señorita Hurstman añadió: —Sus cualidades como marido pasados los próximos veinte, cuarenta o sesenta años.

—¡Buen Dios! —exclamó Florence, aunque mirándola agradecida, —eso es muy deprimente. Para entonces todos serán aburridos, tripudos y calvos.

—También la mayoría de nosotras —dijo Althea, todavía en actitud militante.

—Calvas no —observó Clarissa.

—Canosas entonces —añadió Althea, ya relajada.

—Gracias al cielo por la crema para teñirse...

Violet se interrumpió por la entrada de una criada. Florence se levantó de un salto, con visible alivio, y anunció:

—Hablando del futuro, tengo un regalo especial para todas. Hemos contratado a la adivina Madame Mystique para que nos lea el futuro a cada una. Seguro que una de las cosas que podrá predecir será nuestro destino conyugal. ¿Quién quiere ser la primera?

Todas la instaron a ser ella la primera. Una vez que salió Florence, Clarissa inició resueltamente una conversación acerca de la moda. Violet seguiría siendo mordaz, pero era improbable que con ese tema hiciera críticas o ataques personales.

Cuando volvió Florence traía las mejillas sonrojadas. Violet se levantó de un salto para ser la siguiente y salió.

—Bueno, ¿qué te ha dicho? —le preguntó Sally. —¿Se te permite decirlo?

Florence fue a sentarse entre ellas.

—No es como pedir un deseo, Sally. Habló de un hombre de honor y buena familia. Y se refirió a su frente ancha. —Las miró a todas, ruborizándose. —Eso se parece bastante a lord Arthur Carlyon, ¿verdad?

Así que ahí estaba el interés de Florence, pensó Clarissa. Un hombre agradable que mostraba signos de una calvicie prematura; la frente ancha. Madame Mystique tenía tacto, sin duda, además de ser lista.

En el colegio muchas veces jugaban a decir la buenaventura, así que ya sabía cómo se hacía. La adivina averigua de antemano todo lo que es posible acerca de su dienta, y, lógicamente, ciertas cosas agradan a casi todo el mundo: promesas de felicidad en el amor y de buena suerte; comentarios halagadores acerca de la fuerza y sabiduría de la persona. Además, y muy importante, la adivina observa las reacciones que producen sus comentarios al azar.

Habiendo sido contratada para esa fiesta, sin duda Madame Mystique se habría enterado de todo lo que pudiera acerca de Florence, como mínimo. Tal vez incluso le dieron la lista de las invitadas. Por lo tanto, supuso que a ella le hablaría de Hawk; le hablaría de un hombre guapo, honorable, héroe de guerra y tal vez añadiría algo críptico acerca de un pájaro.

Violet volvió bastante fastidiada, porque la adivina le dijo que el marido ideal para ella no era de alcurnia pero sí rico.

—¡Esa mujer es una charlatana! —comentó.

En cambio Miriam volvió muy animada, con la esperanza de casarse con sir Ralph Willoughby.

—Pero la reina Cleopatra me ha dicho que debo ser más osada con él.

—¿La reina Cleopatra? —preguntó Florence.

—Al parecer, a veces la reina Cleopatra habla a través de madame, cuando tiene un mensaje especial. Dijo que si quiero que sir Ralph manifieste la intensidad de sus sentimientos debo... no debo ponerme nerviosa cuando esté a solas con él.

Las miró a todas, en busca de opiniones y consejos.

Pensando en el rato que pasó a solas con Hawk en la feria, Clarissa comprendió que la reina Cleopatra tenía toda la razón, aunque no podía decirlo delante de Violet.

—Tiene razón en cierto modo, Miriam —dijo Althea. —Al fin y al cabo yo he estado comprometida en matrimonio. A algunos hombres les cuesta muchísimo demostrar sus sentimientos cuando están constantemente rodeados de otras personas. Eso no significa que debas alejarte mucho con él ni que te pongas en peligro.

Era evidente que Miriam tenía un torbellino de pensamientos en la cabeza; paseó la mirada por el grupo.

—Ah, también dijo...

¿Sí?

—Que tocarlo podría alentar a un caballero.

¡Tocarlo! Clarissa no logró imaginarse a Miriam metiendo la mano en el bolsillo de sir Ralph.

—Dijo que aunque muchos contactos físicos son indecorosos, pueden tener inmenso poder. Que dado que por lo general las damas llevamos guantes, nuestras manos desnudas —se miró sus blancas manos— tienen poder sensual.

—¡Desnudas! —exclamó Florence, mirándose la mano. —Las llevamos enguantadas cuando salimos de casa. Así que tendremos que buscar un pretexto para quitarnos los guantes...

—Y así tocarle la piel —dijo Miriam, que parecía no poderse creer lo que decía.

Clarissa recordó la feria, los bollos pegajosos y la mano de Hawk en su muñeca. Su muñeca desnuda.

—¡Buen Dios! —exclamó Violet. —Habláis como si fuerais prostitutas de Haymarket. Esa mujer es una depravada.

—Sólo estamos hablando de tocar las manos, Violet —dijo Miriam, ruborizada.

—O las caras, supongo —dijo Florence, con los ojos brillantes de travesura. —Las manos y las caras son los únicos lugares desnudos disponibles, ¿no? Con razón los hombres van tan envueltos. Tal vez llevan la ropa como armadura.

Riendo se inventaron una divertida visión del mundo en que los hombres andaban aterrados por culpa de las manos femeninas que los atacaban.

Y entonces le tocó a Clarissa ir a visitar a Madame Mystique.