CAPÍTULO 23

 

Clarissa abrió los ojos y se encontró inmersa en la luz del sol, el calor, los olores almizclados y la rareza del entorno y de su interior. Entonces llegaron los recuerdos.

Giró lentamente la cabeza, y vio que él estaba ahí, a su lado, todavía dormido, confiadamente, de espaldas a ella. Se había bajado las mantas hasta la cintura, por lo que pudo complacerse en el lujo de admirar los contornos de su espalda, de su musculoso brazo tan cerca del suyo. Deseó acercarse a besarle la espalda, para saborear su cálida piel, pero no quería despertarlo todavía.

Cuando despertara tendría que decírselo todo, y eso la amilanaba un poco, la incordiaba. No era exactamente incorrecto no habérselo dicho antes; no tenía por qué ser tan importante para él; al fin y al cabo, ella no corría el peligro de ser arrestada.

Pero deseaba que ese momento estuviera enmarcado en una total sinceridad.

Pensando en eso, le tocó el brazo.

Él se despertó, se dio la vuelta y abrió los ojos. Ella vio pasar una breve expresión de desorientación por su cara, pero al instante se relajó y sonrió. Una sonrisa reservada; había sombras tras esa sonrisa. ¿Por qué?

Ah.

—No siento ningún pesar —dijo, sonriéndole. —Te amo, y esta ha sido la primera noche de nuestra vida juntos.

Él le cogió la mano en la que llevaba los anillos, y se la acercó a los labios.

—Yo también te amo, Clarissa. Esto será todo lo perfecto que yo pueda hacerlo.

Ella estuvo a punto de desentenderse de su motivo para despertarlo, pero no, no quería ser débil.

—Casi ningún pesar —enmendó. —Tengo que decirte una cosa, Hawk, y creo que eso exige que nos vistamos y que mantengamos la cabeza fría y despejada.

Él continuó con su mano en la suya.

—¿Ya estás casada?

—¡Nooo!

—No eres Clarissa Greystone sino su criada disfrazada.

—Has leído muchas novelas, señor.

Él la atrajo hacia sí.

—Te fugaste conmigo sólo porque estabas consumida por el deseo carnal de mi delicioso cuerpo.

Ella se resistió.

—Empiezas a hablar como los autores de Los anales de Afrodita —dijo severamente, —y por supuesto que te deseo. Pero también te amo.

—Entonces no tenemos ningún problema.

—Podría haber perdido todo mi dinero invirtiendo estúpidamente en capas de piel para África.

Él ensanchó la sonrisa.

—Eres menor de edad.

—Engatusé a mis abogados.

—Eso no me sorprende. —La tironeó suavemente, atrayéndola más. —¿Te importaría engatusarme a mí?

Ella se dejó atraer por el beso y al momento se desprendió de él y se bajó de la cama.

—Después —dijo, y de repente se quedó inmóvil, al darse cuenta de que estaba totalmente desnuda.

Entonces se echó a reír y lo miró descaradamente.

Él se sentó, también descaradamente, todo espléndido, despeinado, sonriente.

—Deseo carnal —musitó ella, obligándose a girarse a coger su enagua, su corsé y sus medias por desgracia llenas de barro. Cuando se volvió a mirarlo, él ya se había puesto los pantalones. —Ojalá tuviera un vestido limpio que ponerme.

—Buscaremos uno en Londres. Aunque me gustaría que nos quedáramos aquí, mi amor, será mejor que desayunemos y nos pongamos en camino.

La pura realidad y el hecho de que los persiguieran le desvaneció el placer. Rápidamente se puso la enagua y el corsé y recurrió a él para que le atara los lazos. Esa era una tarea agradable y fácil, y sin embargo que se la hiciera un hombre parecía marcar un cambio total en su vida.

Cuando terminó de atarle los lazos, se giró entre sus manos e hizo lo que debía hacer:

—Estuve presente cuando murió lord Deveril —dijo, observando atentamente su expresión.

En realidad eso no pareció cambiar nada.

—Lo suponía.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Tal vez porque soy el Halcón.

Pero eso lo dijo con las pestañas bajas, como si no fuera toda la verdad. Ella prefirió obviarlo.

—Necesito contártelo. Debería habértelo explicado antes, pero no podía, hasta ahora. Comprenderás por qué.

Él ya la estaba mirando con los ojos bien abiertos y serios otra vez.

—Muy bien, pero, ¿no dijiste que necesitábamos estar vestidos y tener la cabeza fría?

Ella se apresuró a ponerse el vestido y las medias, aunque le costó encontrar la segunda liga. Cuando terminó él ya estaba vestido, y ella se le acercó para que le abrochara los botones de la espalda. Cuando él le abotonó el último, le apartó el pelo y ella sintió calor, calor húmedo en la nuca.

—Cuando te vi con este vestido, Azor, me vino a la cabeza la nata fresca de la lechería y deseé lamerte.

Ella se giró riendo y lo apartó con un empujón juguetón. Eso era algo que podía hacer, sabiendo que habría un mañana, y otro mañana y otro y otro.

Incluso, tal vez tendrían tiempo después que se lo dijera. Era evidente que habían eludido a los perseguidores. No había verdadera necesidad de salir a toda prisa hacia Londres.

Quizá después, cuando ya tuviera limpia la conciencia.

Se sentó en la silla algo dura de un extremo de la mesa y le indicó que se sentara en el otro extremo, separados por una distancia prudente.

El arqueó las cejas, pero obedeció.

—Estuviste presente en la muerte de Deveril —dijo amablemente. —Supongo que iba a hacer algo infame y se mereció morir. También supongo que no lo mataste tú, pero que si lo hubieras hecho eso sólo me haría admirarte más.

Ella se mordió el labio para no llorar ante su comprensión.

—No es necesario que me digas nada más, Azor. En realidad no importa.

Ella sonrió.

—Pero es que quiero decírtelo. Tengo muchas flaquezas y una de ellas es la sinceridad.

—Yo eso no lo considero una flaqueza, mi amor.

Pero ella vio algo sombrío en él. Mi amor. Se lanzó:

—No hace falta que te diga que Deveril era un hombre malo, depravado. Después de que me besó, huí de él.

—Cuando le vomitaste encima.

—Sí. Tal vez debería haber sido capaz de dominarme más.

—No, no, usamos las armas que tenemos a mano.

Ella se rió.

—Comprendo qué quieres decir. Sin duda lo obligó a parar. Bueno, me escapé por la ventana, vestida con ropa de mi hermano, pero Deveril me siguió y me encontró en... en la casa de una amiga. —Incluso en ese momento vacilaba de decírselo todo. —Llegó acompañado por dos hombres, así que no pudimos hacer nada, y nos amenazó... Nos iba a hacer cosas horribles a las dos, pero a mi amiga la iba a matar. Así que... así que, lo mataron. —Hizo una pausa para respirar y luego torció el gesto. —No es toda la historia completa, ¿verdad?

—Se salta el quién, el dónde y, en especial, el cómo, cosas que, reconozco, me fascinan. Pero lo comprendo y tú no tienes ninguna culpa.

—¿No te vas a sentir obligado a obrar de acuerdo con la justicia en este caso?

Él le tendió la mano por encima de la mesa.

—¿Cuál es la justicia en esto? Concederle una medalla de honor a tu noble defensor.

Ella puso la mano en la suya, sintiendo que se le deshacían nudos que ni siquiera sabía que tenía.

—Sabía que pensarías eso. Lo siento, Hawk, lamento muchísimo no habértelo dicho todo antes.

—¿Antes?

—Antes de que nos comprometiéramos.

Él le tironeó la mano, ella entendió y fue a sentarse en su regazo, para estar en sus brazos.

—No hay nada de qué avergonzarse en eso, Azor. Pero confieso que siento la curiosidad del Halcón. Acerca del cómo, y de cómo se ocultó.

—El cómo se debe principalmente a que Deveril fue cogido por sorpresa. Y a los refuerzos. —Le tocó un botón plateado de la chaqueta. —No sé cuánto más puedo decir, ni siquiera a ti. —Lo miró a los ojos. —Hay secretos que tenemos el deber de guardar. ¿Se aplica eso al marido y la mujer?

—No, si afecta tanto al marido como a la mujer. Pero tómate tu tiempo, cariño. Nuestra única urgencia ahora es comer algo y ponernos en marcha.

—Deseo que haya absoluta sinceridad entre nosotros. En todas las cosas, aunque, ¿tú me dirías algo verdaderamente secreto que te hubiera contado lord Vandeimen?

Él lo pensó un momento.

—Tal vez no. —Le acarició la mejilla. —Haz lo que te parezca mejor, cariño. Confío en ti.

Confianza. Eso era como una rosa dorada y perfecta. Enderezó un poco la espalda y lo miró.

—Entonces tengo que decirte una cosa, Hawk. No me porté en absoluto como un azor el año pasado. Estaba paralizada de miedo. Paralizada. No hice nada. Y después... después, después fui insensible y cruel con la persona que me salvó. Me horrorizó que los otros no estuvieran horrorizados...

Él le puso un dedo en los labios.

—Chss. Tranquila. Fue tu primera batalla. Muy pocas personas son héroes a la primera. Yo vomité después de la mía.

Su comprensión era absolutamente perfecta. Le cogió la cara entre las manos y lo besó; no tenía palabras para expresar la inmensidad de lo que sentía.

Se apartó, sobresaltada, al oír los alborotados repiques de las campanas de una iglesia.

—¿Es domingo y yo no me había dado cuenta? —preguntó.

—No, a no ser que hayamos pasado días en el cielo y no sólo una noche. Y es demasiado temprano para una boda.

 

 

Hawk bajó a Clarissa de su regazo y fue a asomarse a la puerta. Podía haber muchos motivos inocentes para los repiques de las campanas, pero su instinto estaba siempre alerta ante la posibilidad de cualquier peligro.

De todos modos, no podía tener nada que ver con Van.

Justo en ese momento acababa de subir la escalera una criada con los ojos chispeantes y se detuvo a decirle, casi sin aliento:

—¡No se preocupe, señor! Es que por fin ha nacido el heredero del duque y todo ha ido bien. Y en el bodegón se va a servir cerveza gratis para celebrarlo.

—¿Duque? —preguntó Hawk, ya desvanecida su alarma, aunque intentando pensar qué propiedad ducal habría en las cercanías.

—¡Belcraven, señor! No es el heredero del duque el que ha nacido, por supuesto, sino el heredero del heredero. Su propiedad está aquí. Un niño sano y hermoso ha nacido para ser duque algún día, Dios mediante, tal como nació su padre aquí hace veintiséis años.

—Un verdadero motivo de celebración —dijo Hawk, asombrado de que la voz le saliera normal.

¿Arden estaba ahí? ¿Qué extraño azar les había llevado a eso?

Sabía que el marqués tenía una propiedad en Surrey, llamada Hartwell, su principal residencia en el campo, pero no se preocupó de averiguar dónde estaba exactamente. Detalles, detalles. Todo residía siempre en los detalles.

—¿La propiedad del marqués está muy cerca? —preguntó, con una débil esperanza.

—A menos de una milla de la aldea, señor. Y él y su hermosa esposa son de lo más simpáticos con todo el mundo. —Lo miró ladina. —No como antes, cuando sus acompañantes eran muy diferentes, permítame que lo diga.

—El matrimonio reforma a muchos hombres.

—¡Y a muchos no! —replicó ella, sonriendo, y continuó su camino a toda prisa.

De abajo subía un murmullo de voces cada vez más fuertes.

Hawk entró lentamente en la habitación, evaluando rápidamente la situación y las posibles consecuencias. ¿Podrían marcharse sin ser detectados? Por lo que sabía del marqués de Arden, era probable que manifestara su desagrado violenta y eficazmente.

Clarissa, en cambio, parecía no comprender el peligro. Le brillaban los ojos.

—¡Beth ha tenido a su bebé y todo ha ido bien! La habrá fastidiado un poco que sea niño, claro.

—¿Fastidiado que sea un niño? —preguntó él, recogiendo sus pocas pertenencias.

—No aprueba la obsesión de los aristócratas por los herederos varones.

Eso sorprendió a Hawk lo bastante para hacer que se detuviera.

—Es firme partidaria de la igualdad de derechos de las mujeres, ¿sabes?, y es un poco republicana.

—¿La marquesa de Arden?

—Escribió que ya sería bastante malo tener un hijo nacido para ser duque sin que fuera el mayor. Deseaba tener antes unas cuantas hijas para mantenerlo a raya. Al parecer, lord Arden es el menor, y tiene dos hermanas mayores; ella dice que estas podrían haber sido su salvación.

Hawk se echó a reír.

—Muy probablemente. Lamento lo del desayuno, pero tendríamos que alejarnos de aquí inmediatamente. De todos modos, dudo mucho que nos sirvan algo.

—Ah, sí, eso supongo. —Descolgó la capa y se la puso, diciendo tristemente: —Encuentro que es una lástima no poder visitar a Beth estando tan cerca.

—No —dijo él con firmeza, haciéndola salir de la habitación.

—Lo sé, lo sé. Y sin duda ahora estará reposando. Pero me parece... ¿Una nota? No —contestó ella misma.

—No —repitió él cuando ya estaban bajando la escalera, aunque deseando poder darle esa pequeña satisfacción.

En el sencillo vestíbulo detuvo a un entusiasmado camarero que pasaba por allí y le pidió que fuera a buscar a la posadera. Fuera se veía gente caminando en dirección a la posada, procedentes de todas direcciones.

—Esto se parece un poco al alboroto que hubo para ir a la posada Duque de Wellington, ¿verdad? —comentó ella.

—Espero que no —contestó el, pensando que tenía prisa.

De pronto ella se giró hacia él, bien arrebujada en la capa roja.

—Has dicho que la muerte de Deveril estaba justificada, así que voy a decirte quién lo mató.

Confiada y sincera. Él deseó poder decírselo todo en ese momento; pero todavía cabía la posibilidad de que ella se echara atrás en lo del matrimonio.

—Arden —dijo, mirando alrededor en busca de la posadera. —No importa, aparte de que no nos conviene que nos sorprenda aquí.

—¿Por qué? Aunque, no fue el marqués.

Él la miró sorprendido. Ya había renunciado a la idea de chantajear al marqués y al duque, pero de todos modos se sintió como si hubiera desaparecido el suelo sólido que estaba pisando. ¿Es que se había equivocado en todo?

—Fue Blanche Hardcastle —le susurró ella.

—¿La actriz?

Bueno, esa era la reacción más estúpida de la que podía sentirse culpable.

—Sí. Sé por qué te impresiona tanto. Una mujer, y una que se ve tan delicada. Pero al parecer su padre era carnicero. Y ahora, claro, está representando a lady Macbeth.

—¡Zeus!

En realidad no lo sorprendía que una mujer le hubiera abierto de un tajo el corazón a Deveril. Un hombre tiene que ser muy duro de mollera para conservar ilusiones acerca del sexo débil en tiempos de guerra. Pero, no sabía por qué, lo horrorizaba que Blanche estuviera interpretando el papel de la mujer del cuchillo ensangrentado.

Clarissa lo estaba mirando algo nerviosa, y lo alivió poder decirle con sinceridad:

—La señora Hardcastle no tiene nada que temer de mí, Azor. Le rindo homenaje.

De todos, modos, reconoció con ironía, había tenido en sus manos un arma más afilada de lo que había imaginado. Belcraven y Arden bien podrían haberlo llamado mentiroso, sabiendo que si él se lanzaba tras una victoria a cualquier precio, estarían amparados tras los altos muros de su poder y sus privilegios. Pero una actriz era otra historia totalmente diferente. A una actriz con un pasado algo turbio la colgarían por el sangriento asesinato de un par del reino.

—Comprendes, ¿verdad? —dijo ella, todavía algo nerviosa, —que Blanche no debe sufrir nunca por su heroísmo. Se lo llevó..., se lo llevó a su cama, para alejarlo de los guardias. Fue tremendamente valiente.

—Comprendo. No te preocupes por eso.

Ella le sonrió, con los ojos empañados otra vez.

—Me alegra tanto habértelo dicho. Ahora sí que me siento libre de verdad. Libre para ser feliz.

—«Y conoceréis la verdad, y la verdad os liberará» —citó él.

Estuvo oscilando al borde del abismo para dar el gran salto, de confiar en su amor, en la magia que habían compartido.

Ella amaba Hawkinville y amaba la aldea.

Lo amaba a él.

Si todo eso sobrevivía al engaño y a la perspectiva de heredar el título en el futuro.

Los años de cautela le ataron la lengua. ¿Y si estaba equivocado?

Había sabido de hombres condenados a muerte que alargaban y alargaban los últimos momentos aferrándose a un pretexto u otro, retrasando contra toda razón lo inevitable. En ese momento, por fin lo entendió.

Otro momento más de la admiración y confianza absolutas de ella...

En ese instante entró en la posada un hombre rubio y atlético, sonriente, llevando en la mano los guantes y la fusta. Hawk supo al instante, y por desgracia, quién era. Irradiaba arrogancia preducal por todos los poros.

Todas las personas que se habían ido congregando ahí se precipitaron hacia él, para mostrarle sus respetos y felicitarlo.

Pasado un momento, la sonriente mirada del marqués se posó en Clarissa, luego en él, y entonces cambió su expresión.

No había manera de escapar. Hawk puso a Clarissa detrás de él. El marqués volvió a sonreír a los que lo rodeaban y enseguida se liberó y echó a andar hacia ellos, con una fría mirada que no presagiaba nada bueno.

Clarissa se apresuró a ponerse delante de él.

—Felicitaciones por el bebé, lord Arden.

Condenación, ella intentaba protegerlo y él detectó el miedo en su voz. Arden nunca golpearía a una mujer, pero de todos modos la cogió del brazo y la puso a su lado.

La mirada de Arden se suavizó y se tornó de preocupación cuando la miró a ella.

—Gracias. Clarissa...

—Espero que Beth esté bien —interrumpió ella, en un tono demasiado elevado.

—Beth está muchísimo mejor de lo que se consideraría decoroso —dijo el marqués en un tono que sonó algo exasperado. —El bebé nació a las cuatro de la mañana, pero la madre ya está en pie y se siente tan bien que se ha peleado con la comadrona por insistir en la necesidad de que se quede en la cama, y conmigo, por las disposiciones adecuadas para un futuro duque de Belcraven. A mí, habiendo perdido una noche de sueño y años de mi vida, no me importaría pasar unas cuantas horas en la cama, y mucho menos tener una semana de descanso y atención amorosa, pero, ¿cómo puedo sentarme siquiera para intentar recuperarme cuando Beth anda tan animosa por ahí? ¡Y ahora me encuentro con esto!

Ante la posibilidad de que volviera a ponerse furioso, Hawk supuso que Clarissa se amilanaría, pero ella alzó el mentón:

—¿Piensa pegarle a alguien otra vez?

Las mejillas de Arden se tiñeron de rojo.

—Probablemente.

—¡Típico!

Hawk obligó a Clarissa a ponerse detrás de él.

—¿Te ha pegado? —le preguntó. ¡Por el infierno que destrozaría a Arden!

—¡Nooo! —exclamó ella, cogiéndole del brazo derecho.

Entonces él cayó en la cuenta de que tenía las manos cerradas en un puño. También las tenía Arden, aunque parecía más sorprendido que furioso.

Entonces Arden miró a Clarissa con los ojos entrecerrados:

—Deja de intentar desviar la conversación.

Y tenía razón. ¡Qué lista era!

—¿No os parece que deberíamos hablar de esto en un lugar privado?

Esa era la voz de otra persona. Hawk miró por encima del hombro de Arden y vio que había entrado Con en la posada. Y que un grupo de aldeanos estaba pendiente de cada palabra.

Vio que Con se detenía ante la puerta de un pequeño cuarto. Llevó a Clarissa hasta allí, sintiendo que algo se chamuscaba y moría.

Con había venido persiguiéndolos y había logrado darles caza. Al encontrarse en esa zona habría buscado alojamiento en la casa de su amigo para pasar la noche, una noche que tuvo que ponerse interesante con el parto.

Ahora los habían descubierto y lo que veía en los ojos serios de Con sólo podía ser decepción.

Y también preocupación, tal vez. ¿Por el papel que le tocaría hacer? ¿Padrino en un duelo? No, él no permitiría que las cosas llegaran a tanto.

Pero ojalá hubiera aprovechado el momento para decirle la verdad a Clarissa.

Arden entró en la sala y Con cerró la puerta.

—¿Nos lo vas a explicar, Hawk?

Se había situado cerca de Arden. ¿Una muestra de apoyo hacia el marqués o simplemente intentaba controlar sus impulsos violentos?

—Nos fugamos, lord Amleigh —dijo Clarissa, antes que él pudiera contestar. —¿Qué explicación necesita?

—El por qué sería un comienzo —dijo Arden.

Se hizo el silencio y entonces Clarissa lo miró a él.

—Dile por qué.

Estaba totalmente segura de que él podía dar la explicación.

Sonriendo sarcástico, miró a Con en lugar de a Arden, al ver en este la firme resolución de un verdugo. Para Con no era un asunto de Pícaros contra Georges; era simplemente cuestión de hacer lo correcto.

Resbaladizas laderas. De lo correcto a lo incorrecto como también de la virtud al pecado.

—¿Por qué, Hawk? —le preguntó Con.

Eso era una repetición de la pregunta, pero con ella le ofrecía la oportunidad de decírselo él a Clarissa antes de que lo hiciera otro. Por lo tanto, se volvió hacia ella y se puso el dogal al cuello.