CAPÍTULO 12
Sonriendo, Clarissa siguió a la criada hasta la sala dispuesta para la sesión, con la esperanza de que a ella también le diera algún consejo la traviesa reina Cleopatra. Sin duda esos estimulantes consejos explicaban la popularidad de la mujer.
Cuando la criada abrió la puerta, Clarissa se encontró ante una cortina. La hizo a un lado y entró.
Se detuvo ante la penumbra. Si esa sala tenía ventanas, estaban corridas las cortinas, porque no se apreciaba luz natural.
Aunque algo de luz había. Del cielo raso colgaban unas lámparas de aceite que parecían joyas por sus cristales de vivos colores, y que convertían la sala en una cueva misteriosa de sombras móviles. Sin duda el aceite estaba perfumado, porque el aire se hallaba impregnado por un olor dulzón, exótico, que hacía pensar en otro mundo, un mundo que no tenía nada que ver con el elegante Brighton. Clarissa se estremeció, aunque enseguida se dijo que todo eso era puro teatro para crear efecto.
Madame Mystique estaba sentada tras una mesa cubierta por un brillante paño de color claro. Vestía una especie de túnica de seda oscura y un velo le cubría la parte inferior de la cara, Una especie de red de monedas de plata le cubría todo el pelo, por los lados y por detrás, y le llegaba hasta los hombros, mientras que por delante le tapaba la frente hasta las cejas. Unas líneas negras ribeteaban sus grandes ojos.
—Siéntese —le dijo la mujer en voz baja y con marcado acento extranjero— y le revelaré los secretos de su corazón.
Dominando un repentino terror que la impulsaba a salir corriendo de ahí, lo que sólo la haría parecer tonta, Clarissa avanzó unos pocos pasos y se sentó en la silla colocada enfrente de la mujer.
No había nada que temer, sin embargo el recelo le tensó los músculos de los hombros y le hizo latir más deprisa el corazón. Tal vez eso sólo se debía a la penetrante mirada de aquella mujer, pero claro, esta tenía que observarla con atención para detectar cosas que utilizaría en sus predicciones.
No vio ninguna bola de cristal. Sobre la mesa estaban distribuidas una buena variedad de cosas: una baraja de cartas muy usadas con extraños dibujos, unos palillos tallados, discos con signos, piedras sin pulir de muchas formas y colores, y vistosas cintas, algunas con nudos.
—Supongo que ya conozco los secretos de mi corazón —dijo Clarissa en el tono más alegre que pudo. —Preferiría que me dijera algo que yo no sepa.
—¿Sí? Entonces mire los objetos que están sobre la mesa —dijo la mujer, moviendo con elegante gesto la mano llena de anillos sobre todo aquello— y elija los tres que más le interesen.
Clarissa observó los objetos, pensando qué significado podría tener cada uno. No creía en la buenaventura, pero de todos modos la ponía nerviosa dejarse sondear por esa mujer. Eligió los más vulgares, los que no revelaran nada: un palillo, un trozo de cinta liso, sin nudos, y un trozo de cristal de roca transparente.
Madame Mystique cogió los objetos y se los puso en la palma.
—Usted tiene secretos. Muchos secretos. Y le preocupan muchísimo.
Clarissa se tensó de fastidio. Está claro que alguien que elige los objetos más sencillos intenta ocultar cosas.
—Todo el mundo tiene secretos —contestó ella.
—Todo el mundo no —dijo la mujer, mirándola con sus grandes ojos sonrientes. —¿No se ha fijado en cuántas personas ansían contar sus secretos si encuentran un pretexto para hacerlo? Usted, en cambio, tiene verdaderos secretos. No los diría ni en susurros junto al suelo, no fuera que la hierba los revelara.
Clarissa estuvo a punto de levantarse y salir de allí, pero recordó a tiempo que cualquier reacción brusca le diría a Madame Mystique que no se equivocaba en su suposición. Logró encogerse de hombros.
—Quiere decir entonces que me oculto a mí misma esos secretos también.
¿Por qué tocaba esos asuntos la mujer?, pensó. ¿Sería posible que realmente tuviera poderes adivinatorios? ¡Eso sería desastroso!
Siempre con los objetos en la palma, la mujer le preguntó:
—¿De qué deseaba enterarse al entrar aquí?
—No deseaba nada. Usted es simplemente un entretenimiento en esta fiesta —dijo Clarissa, con la intención de hacerle un desaire.
Pero la cara de la mujer no se alteró, continuó imperturbable como la de una Esfinge. Clarissa captó entonces que las líneas negras que le ribeteaban los ojos eran de estilo egipcio.
—Pero ha venido. ¿Qué la trajo aquí? ¿Qué desea saber?
Pasado un momento, Clarissa le dijo lo que le pareció más obvio; eso no llevaría a temas peligrosos:
—Algo acerca de mi futuro marido.
—Muy bien. —La adivina dejó caer los tres objetos en la mesa y cogió las tres cartas sobre las que habían caído y las fue poniendo cada una delante de ella, con un golpe seco. —Será guapo —plaf, —será valiente —plaf, —será más pobre que usted —plaf.
Clarissa miró las cartas con el corazón ya acelerado. Pocas damas se casaban con hombres más pobres que ellas. Pero entonces casi se le hundieron los hombros de alivio. Madame Mystique había hecho su trabajo preparatorio y sabía que ella era la Heredera del Diablo.
—Qué tedioso —dijo, arrastrando la voz. —¿No me puede decir algo más?
—¿Qué desea saber exactamente?
Las preguntas pasaron veloces por su cabeza: ¿Hawk me va a proponer matrimonio? ¿Debo aceptar? ¿Continuará sacando el tema de la muerte de lord Deveril hasta que nos mate a los dos? ¿De quién puedo fiarme?
Puesto que no podía hacer ninguna de las preguntas que le importaban, se limitó a mirar a Madame Mystique en silencio.
—¡Ah, es muy reservada! —exclamó la mujer, exasperada. —Es como un nudo. ¡Se va a estrangular!
Le cogió la mano derecha y le miró las líneas de la palma. Clarissa tuvo la intención de retirarla, pero una parte de ella deseaba saber qué le diría.
—Ah —dijo otra vez Madame Mystique, pero en tono más suave. —Ahora veo. Sangre. Y un cuchillo.
Clarissa alcanzó a reprimir el movimiento de retirar la mano, al recordar que la mujer buscaba ver una reacción en ella. Así era como trabajaban las adivinas. Eso, más el conocimiento adquirido de antemano.
De todos modos, sintió pasar un escalofrío por todo el cuerpo, como si el viento que soplaba fuera se filtrara por las ventanas. Eso era como querer pescar en aguas desconocidas.
Tranquilamente, retiró la mano. Debía alejarse de aquella mujer, por si existía una mínima posibilidad de que fuera vidente.
—No tiene nada que temer de mí —le dijo ella, —pero tiene razón al tener miedo. Sus secretos son peligrosos. —Y añadió en voz muy baja: —Un asesinato, ¿verdad?
Clarissa se quedó clavada donde estaba, sin saber si quedarse o huir.
—Un asesinato relacionado con dinero —continuó Madame Mystique. —Mucho dinero. Pero ese dinero está envenenado, querida mía. Procede de la maldad y siempre llevará maldad. Debe escapar de sus lazos.
—No sé de qué me habla —dijo Clarissa.
Al instante comprendió que no debería haber dicho nada, porque ni toda la fuerza de voluntad del mundo podría darle a su voz un tono convincente. Aunque su silencio habría sido elocuente también.
Sintió bajar un sudor frío por la espalda y no supo qué hacer. Era como si la mujer estuviera abriendo por la fuerza una puerta al pasado, entrando en secretos y lugares que deberían continuar en la oscuridad para siempre.
—Escuche —le dijo la adivina, inclinándose hacia ella y atrapándola en la penetrante mirada de sus grandes ojos. —Ese dinero sólo le reportará sufrimiento. Debe decir la verdad, de lo contrario, le causará sufrimiento y muerte. ¡Protéjase, protéjase! Hay pícaros a su alrededor que le causarán ruina y muerte.
¿Pícaros? Clarissa sintió que el corazón le subía a la garganta, ahogándola.
¿La Compañía de los Pícaros?
Entonces se estremeció de alivio. «Pícaros» sólo era una palabra; una palabra para referirse a sinvergüenzas. Lógicamente, una persona debe evitar a los sinvergüenzas. No era posible que esa mujer supiera lo de la Compañía de los Pícaros.
Y todo lo que había dicho hasta el momento era de dominio público. Ella era la Heredera del Diablo. Lord Deveril murió de una puñalada y ella acabó con un dinero indudablemente sucio. No lograba entender por qué Madame Mystique hacía un drama de eso, a no ser que fuera sólo para causar efecto.
Que una invitada al menos saliera de ahí pálida y temblorosa sería beneficioso para su negocio.
—Heredé una inmensa cantidad de dinero de un hombre que fue asesinado —le dijo lisa y llanamente. —Todo el mundo lo sabe. Pensé que usted me diría algo nuevo.
Encontró satisfactorio el destello de fastidio que vio pasar por los ojos de la mujer, pero de todos modos deseaba salir de ahí. ¿Daría a entender que se sentía culpable si se marchaba?
—Se niega a reconocer el peligro en que se encuentra —dijo entonces la mujer. —Le pediré a la reina Cleopatra que la aconseje.
Ah, la estratagema sensual. No sería difícil hacerle frente a eso. Justo entonces sonó una campanada del reloj y pegó un salto que casi la hizo caer de la silla.
—Soy Cleopatra, la reina del Nilo —dijo Madame Mystique, con voz aguda, etérea, y los ojos cerrados. —Mi doncella habla por mí.
A su pesar, Clarissa no pudo evitar estremecerse.
—Ten cuidado —entonó la voz. —¡Cuidado con todos los pícaros!
Eso es sólo una palabra.
—Desconfía de un hombre cuyas iniciales son ene de.
Clarissa dejó de respirar.
¿Nicholas Delaney?
¿Podría Madame Mystique haber descubierto el nombre del jefe de los Pícaros? ¡Imposible!
¿Tendría el verdadero don de la videncia?
En ese caso, ¿que había visto esa mujer en su mano? ¿Habría visto de quién era la sangre, de quién era el cuchillo? ¿Y cuál sería ese peligro que la rodeaba, relacionado con el dinero?
—Ene de no quiere que digas la verdad, pero debes hacerlo —continuó la espeluznante voz. —Sólo entonces quedarás libre. Haz caso de mis palabras, o de lo contrario, morirás antes que termine el año.
¿Morir? Clarissa ya sentía dificultad para respirar. ¿Decir la verdad? No podía. No podía de ninguna manera. Se abrieron los ojos ribeteados de negro.
—La reina Cleopatra no le habla a todo el mundo —dijo Madame Mystique, con su voz normal. —Espero que le haya dicho algo útil.
—¿Usted no la ha escuchado?
—Soy simplemente la transmisora de sus palabras. —Esos grandes ojos la miraron detenidamente. —Está preocupada. Lo siento. Normalmente da buenos consejos.
Clarissa logró salir del trance en que había caído. La mujer no debía saber jamás cuánto se habían acercado sus palabras al asunto peligroso.
—Todo lo que he oído aquí han sido tonterías —dijo. —De hecho, no me ha predicho el futuro.
Madame Mystique no pareció molesta. Cogió el cristal de roca, se lo colocó en la palma y le cerró la mano.
—Usted no cree, pero guarde esta piedra. La ayudará cuando comience a tener problemas.
En lo único que pudo pensar Clarissa fue en que mientras el contacto de la mano de Hawk le causaba estremecimientos de placer, el de esa mujer le producía escalofríos. Deseó convencer a la adivina de que no le veía ningún sentido a sus predicciones y avisos, pero por mucho que lo intentó, no logró encontrar las palabras. Al final, simplemente se levantó, se dio media vuelta y salió de la sala.
Una vez fuera, se tomó un momento para serenarse y se dio unas palmaditas en las mejillas; estaba segura de que las tenía pálidas. Después volvió al salón, procurando esbozar una sonrisa, por débil que fuera.
Otra de las chicas salió a ver a Madame Mystique y las demás comenzaron a hacerle preguntas.
—¿Qué te ha dicho?
—¿Con quién te vas a casar?
—¿Has tenido miedo? —le preguntó Althea. —Estás algo pálida.
Clarissa encontró el valor para hacer un encogimiento de hombros.
—¡Fue aterrador! Me dijo que me casaría con un hombre más pobre que yo.
—Pero eso es cierto —dijo Violet.
—Ah, sí, por supuesto. Está claro que tiene el don. Althea, ¿te ha venido uno de tus dolores de cabeza? Althea, bendita ella, captó la indirecta.
—La verdad es que sí, Clarissa, pero no quiero estropearte la fiesta.
—No, no pasa nada. Además, se ha hecho tarde.
Después de darle las gracias a Florence por la invitación a esa simpática fiesta, salieron al aire fresco y emprendieron el corto trayecto a casa, seguidas por su lacayo de escolta.
—Pareces preocupada —le dijo Althea pasado un momento.
—No, no, de verdad que no, pero ha sido un poco tonto.
Althea la miró de soslayo.
—¿Porque hablaron del comandante Hawkinville?
Hacer conjeturas sobre ese tema era mucho más seguro que hacerlo de cualquier otro, por lo tanto Clarissa sonrió y reconoció que sí.
De todos modos, esa noche, ya en la cama, la ansiedad derrotó al sueño.
Era evidente que Madame Mystique había visto más de lo que se podría atribuir a una suposición o averiguación. ¿Qué pasaría si la mujer hablaba? Incluso podría ir a los magistrados a decirles que una joven estaba involucrada en un asesinato con sangre. ¿No comenzarían las elucubraciones cuando la gente descubriera que esa joven había sido la prometida del asesinado lord Deveril y era su heredera?
Era evidente que los Pícaros habían encubierto con mucha habilidad los acontecimientos de aquella noche, pero ¿sería tanta la habilidad como para resistir una intensa investigación?
Madame Mystique no vería ningún provecho en acudir a las autoridades, se dijo, tratando de convencerse. Los magistrados solían mirar agriamente esos trucos de feria; además, la mujer no tenía ninguna prueba.
De todos modos, no podía estar segura de eso. No podía estar segura.
Y, además, le pronosticó que moriría si no se libraba del dinero de alguna manera.
No, si no decía la verdad acerca de su procedencia. ¿Qué verdad? El testamento al menos era auténtico.
Con «verdad» debía de referirse a que una persona involucrada en una muerte no podía beneficiarse de ella. Eso se lo habían explicado. El señor Delaney no se lo dijo de esa manera tan brutal, pero ella lo entendió; si se le escapaba la verdad sobre la muerte de lord Deveril sufrirían muchas personas, incluida ella. Le avergonzaba pensar que en aquellos momentos hubiera parecido ser el tipo de boba capaz de soltarlo todo parloteando, pero claro, entonces no estaba en su mejor momento.
Y tal vez sí era ese tipo de boba. Con Hawk se le habían escapado unas cuantas cosas que no debería haber dicho.
Y no podía decir la verdad. Eso era totalmente imposible. ¿Qué debía hacer?
Pensando, se mordisqueó los nudillos. Debería avisar a los Pícaros de ese peligro. No deseaba encontrarse con el señor Delaney, porque tendría que confesarle que no era tan discreta y digna de confianza como era de esperar, pero, sobre todo, era porque esos hombres la ponían nerviosa, la inquietaban. Parecían buenos y honorables, a excepción del brutal lord Arden, pero también eran despiadados. Sólo tenía que pensar en la tranquilidad y frialdad con que reaccionaron ante ese sangriento asesinato. Incluso tuvo la impresión de que el señor Delaney parecía, divertido.
Tal vez debajo de esa apariencia superficial también eran como Arden, dados a la violencia cuando se los fastidiaba.
Pero tenía que advertirlos. Habían arriesgado mucho por ella, por lo tanto debía protegerlos. Se bajó de la cama y encendió una vela en la lámpara que quedaba encendida durante la noche. Al ver que Althea estaba profundamente dormida y que ni siquiera se movía, le escribió una carta a Nicholas Delaney, eligiendo cuidadosamente las palabras. La dobló, la selló y volvió a la cama para pensar cómo llevarla al correo sin que nadie se diera cuenta. Tal vez exageraba, llevando las cosas a esos extremos, pero seguro que la señorita Hurstman le haría preguntas acerca de su relación con el señor Delaney, y no quería enredarse en más engaños.
Madame Mystique recogió los objetos de la mesa y dejó a su ayudante Samuel encargado de descolgar las lámparas y las cortinas. Cuando oyó la alegre despedida de la última de las invitadas, salió de la sala y envió a una criada a decirle a lady Babbington que estaba lista para marcharse.
Pasado un momento apareció la regordeta y amable dama, sonriendo de oreja a oreja.
—Muchísimas gracias, Madame Mystique. Las chicas están fascinadas con sus pronósticos.
Thérèse sonrió; a las jóvenes siempre las fascinaba aprender maneras de atraer y hechizar a los hombres.
Lady Babbington le tendió la mano con las guineas y, tratando de reprimir el entusiasmo, farfulló:
—Dicen que hay que llenar la palma de la gitana con oro, ¿verdad?
A las mujeres mayores también las fascinaba, pensó Thérèse.
—Pero yo no soy gitana, señora. Mi arte es mucho más antiguo que el de ellas. —Tendió la mano, y cuando la aturullada mujer le puso las monedas en ella, añadió: —A veces me vienen las visiones. Es usted una mujer muy afortunada, señora, bendecida por los hados con una familia sana y un marido amoroso.
—Ah, sí. Sí, desde luego.
—Pero ¿tal vez el fuego está ardiendo sin llama? —Hurgó en la bolsa de los objetos y sacó una cinta al azar. Salió una azul. —El azul es su color de poder. Acepte esta cinta, lady Babbington y llévela siempre consigo. Le recuerda sus años de juventud, ¿verdad? ¿Cuando se enamoraron usted y su marido?
Lady Babbington la miró un momento como si no entendiera, pero enseguida dijo:
—Por entonces tenía cintas de todos los tipos y colores.
—Lo recordará. Recordará muchísimas cosas de esa época. Entonces mirará a su marido y verá al hombre que tanto la fascinaba, y todo volverá a ser como antes.
La mujer estaba ruborizada, pero fascinada. Incluso se veía más joven.
Madame Mystique le dio una palmadita en la mano.
—Usted y su marido no son tan diferentes ahora, ¿verdad? Buenas noches, milady, y gracias por haberme contratado.
—Ah, buenas noches, sí.
Madame Mystique, o, mejor dicho, Thérèse Bellaire, se dirigió a la parte de atrás de la casa para salir por la puerta de servicio, no del todo decepcionada con su trabajo de esa noche. Varias mujeres llevarían vidas más interesantes gracias a eso, y había conocido a la heredera de Deveril.
La chica no era lo que había supuesto; tenía más cerebro y agallas. Pero con sus reacciones le confirmó que los Pícaros estaban involucrados.
Que Nicholas estaba involucrado.
Se quedó en el semisótano a esperar a Samuel, diciéndoles la buenaventura a los criados, prometiéndoles rachas de suerte, admiradores y admiradoras, y la valoración de sus talentos.
Eso era lo que más deseaban muchísimas personas: ser valoradas por sus talentos, talentos que muchas veces no poseían. La cocinera no era la mejor de las cocineras, pero un simple cumplido por su pastel la hinchaba de orgullo. Cuando le dijo que la valoraban sin duda se vio como la celebridad de Brighton por sus habilidades culinarias.
Seguro que el larguirucho lacayo al que le quedaba grande la librea y se le movía la nuez del cuello se vio como el objeto de deseo de todas las criadas, y la tímida criada con cara de masa para el pan se imaginó llevada en los brazos de un próspero comerciante debido a su bondad sin pretensiones.
Decir la buenaventura era un trabajo facilísimo con el que sin duda podría ganarse la vida eternamente. Pero ella quería tener su propia fortuna.
Si Deveril no hubiera muerto ya, ella lo habría matado por haberle robado su fortuna hace dos años. Ahora su único objetivo era recuperarla. Le pertenecía a ella, se la había ganado con las tácticas más deliciosas imaginables, y Deveril no habría podido robársela si no hubiera sido por Nicholas Delaney y su Compañía de los Pícaros.
Llegó Samuel, con las cortinas enrolladas bajo el brazo y las lámparas sin velas colgando de su inmensa mano derecha.
Era un muchacho alto y fornido para sus diecisiete años y, lógicamente, la adoraba y le era leal.
Y ella lo adoraba, como adoraba a todos los jóvenes guapos.
Como un tigre adora a los carneros.
Se levantó y se despidió de los deslumbrados sirvientes, que correrían la voz acerca de sus habilidades. No, a Madame Mystique nunca le faltaría el trabajo en Brighton. Pero toda su atención se centraba en su plan.
¿Haría caso de su aviso la heredera? ¿Le confiaría a alguien que los Pícaros mataron a Deveril y redactaron ese testamento falso? Lo más probable era que no, por desgracia, y no le aportó ninguna información.
Demasiado cerebro y agallas.
Durante el trayecto a pie hasta su casa fue lamentando el fracaso de su bonito y elegante plan: demostrar que el testamento era falso y liar a los Pícaros, al mismo tiempo con una acusación de asesinato; así el nuevo lord Deveril tendría el dinero.
El marido inválido de la señora Rowland moriría y pasado un corto periodo su viuda se convertiría en lady Deveril. Poco tiempo después volvería a quedar viuda y dueña de todo ese dinero, y el hijo podría quedarse la insignificante propiedad.
Un plan deliciosamente astuto, ¿a que sí? Por si la gente pudiera sospechar algo, se marcharía a las Américas, dueña legalmente de la riqueza. Pero no había logrado encontrar ninguna prueba. La única esperanza que le quedaba era el Halcón.
Si él le hacía el trabajo, todavía podría resultarle el plan. Tenía al señor terrateniente Hawkinville en la palma de su mano, y ese tedioso trabajo sólo lo endulzaba el hecho de estar danzando bajo las mismas narices del Halcón sin ser detectada. Tal vez sería más delicioso aún si era él quien despojaba a la heredera del dinero que iría a parar a ella.
Subió la escalinata hasta la puerta de su casa, la abrió y envió a Samuel a guardar las cosas, aunque dirigiéndole una mirada que él reconoció y lo hizo ruborizarse.
Aah, los diecisiete años.
Entró en su habitación, se quitó el disfraz de Madame Mystique y se puso una bata de seda que había sido apreciada por el propio Napoleón. Desafortunadamente, al día siguiente tendría que volver a Hawk in the Vale, para volver a ser la triste señora Rowland durante un tiempo más. El pretexto que daba para ausentarse era que iba a hacer gestiones relativas a una elusiva herencia, pero no podía estar ausente demasiado tiempo.
Razón de más para disfrutar de esa noche.
Tiró del cordón de la campanilla para llamar y ordenó que le llevaran la cena y llamaran a su joven corderito.
Hawk durmió esa noche. Si no hubiera aprendido a dormir, a pesar de los torbellinos internos y externos, no habría sobrevivido ni un mes en su trabajo en el ejército. Ya había trazado su plan, eso sí. Había encontrado la manera de solucionar el problema, pero esta sería más sólida si lograba sonsacarle más información a Clarissa.
Eso significaría que ella nunca más volviera a hablarle, aunque prefería considerarlo una manera de liberarla de él.
Durante el desayuno notó que Van lo observaba, aunque la conversación fue pura cháchara y cotilleos. María había recibido una carta con una nueva opinión sobre la novela Glenarvon, de Caroline Lamb. Estaba muy interesada, puesto que había sido testigo de varios de los escandalosos incidentes entre dicha dama y Byron.
Con, Susan y De Veré se marchaban esa mañana, asegurando que con un poco de Brighton tenían bastante. Todos se levantaron de la mesa a despedirlos.
Después que se marcharon, Maria exclamó:
—¡Ha salido el sol! Tenemos que salir inmediatamente, antes que vuelva a llover.
Van se rió.
—No es tan horroroso, querida mía.
—¿No?
—Enviaré una nota para ver si la señorita Greystone y la señorita Trist desean acompañarnos.
Hawk correspondió mansamente la mirada de Van, en la que le enviaba un claro aviso.
—No te preocupes —dijo, cuando salían de la sala. —No tengo la menor intención de seducir a la señorita Greystone hoy.
Y eso, por desgracia, era absolutamente cierto, maldita sea.