CAPÍTULO 09

Más tarde esa mañana, cuando estaban desayunando, llegó una nota de lady Vandeimen invitando a Clarissa y Althea a salir a dar un paseo con ella. La señorita Hurstman no puso ninguna objeción, y comentó que Maria Vandeimen sería una carabina estricta.

—Ya la enamoró un oportunista guapo una vez.

—¿Un cazador de fortunas? —preguntó Clarissa.

—Hay diferentes tipos de fortuna.

—¿Cuál era la suya?

—El linaje. Celestin tenía dinero y deseaba entrar en la buena sociedad. Pero, verás, no era ella lo que le importaba. Podría haberse casado con cualquier mujer de alcurnia.

Clarissa asintió, comprendiendo la advertencia.

—Sí, comprendo.

Tal como suponía, cuando llegó lady Vandeimen, la acompañaban su marido, los Amleigh y el comandante Hawkinville. Hawk.

Y la pregunta era: ¿Sólo deseaba su dinero o había algo en ella que lo atraía también?

Cuando salieron no la sorprendió en absoluto que pasado un momento Althea acabara caminando con los Amleigh, dejándola a ella en compañía de Hawk. Tampoco lo lamentó. Una cosa era segura: no podía tomar ningún tipo de decisión sin saber algo más acerca de Hawk Hawkinville, y las lecciones eran absolutamente deliciosas.

El día no estaba delicioso, eso sí. Estaba nublado y hacía un poco de frío. Pero como comentó lady Vandeimen cuando llegó a buscarlas, con el cambiante tiempo del verano el cielo cubierto era una agradable alternativa a la lluvia. Ese mal tiempo le había dado a ella la oportunidad de ponerse una chaquetilla prusiana azul muy elegante, con trencillas y botones de bronce, y eso era un rayito de esperanza.

Cuando se detuvieron a mirar las casetas de baño no ocupadas por nadie, comentó:

—Ojalá mejorara el tiempo. Podría atreverme a darme un baño en el mar.

—¿Sabes nadar?

Ella lo miró.

—No, pero los encargados cuidan de los bañistas, ¿verdad?

—Y los mantienen en aguas poco profundas.

Entonces él se giró a apoyarse en la baranda de madera. Eso era un gesto deliberado, sin duda; una estratagema para dejarla sin aliento al contemplar su cuerpo alto y esbelto, y su fuerza, que era evidente, incluso estando ahí quieto.

Pero recurrir a una estratagema no quería decir que todo fuera falso. Esos días había conocido a un buen número de hombres, muchos de ellos guapos, pero ninguno ejercía sobre ella el poder que parecía tener ese hombre.

—En mi pueblo tenemos un río —dijo él. —El Edén. Tal vez te lleve algún día ahí a bañarte.

—Tal vez —dijo ella, intentando hablar en el mismo tono despreocupado de él, aunque temía que se le notaran los sentimientos. —¿Puedo fiarme de que no me llevarás a aguas muy profundas?

La leve sonrisa de él le indicó que había entendido el doble sentido.

—No se puede nadar en aguas poco profundas.

—Pero es que de verdad no sé nadar.

—Yo podría enseñarte.

—O ahogarme.

—Oh, mujer de poca fe.

—Oh de mucha cautela, comandante.

Santo cielo, con sólo ese juego verbal podría seducirla a cometer una locura, y eso sin tener en cuenta el resto de sus encantos. —Hawk —le recordó él.

—Muy bien, Hawk. —Se giró a mirar hacia atrás. —Quisiera saber dónde están los demás.

—¿Estás nerviosa?

—Nooo, claro que no.

Pero la sola sugerencia le había puesto los nervios de punta. Los demás estaban a unas pocas yardas de ellos, conversando con otro grupo. Había gente por todas partes. No había nada que temer, aparte de las reacciones que sentía ella por dentro, y que se le estaban descontrolando muy rápido.

—Tal vez deberías estarlo.

Ella se giró a mirarlo.

—¿Por qué?

—Porque ya estamos en aguas profundas. ¿No lo notas?

Ah, sí que lo notaba.

—Estamos en un lugar público, en Marine Parade, el paseo marítimo de Brighton.

—De todos modos...

Entonces se les reunieron los demás y Clarissa no pudo dejar de alegrarse. No sabía si sería capaz de encontrar una respuesta coherente.

—Los Pytchley nos han hablado de la feria —dijo María Vandeimen. —Dicen que es muy entretenida. Estábamos pensando en ir allí esta tarde en coche. ¿Les gustaría venir si están libres, señorita Greystone, señorita Trist?

—¿La feria? —dijo Clarissa, tratando de salir a la superficie de las aguas profundas.

—Está en las afueras, en las Downs[4] —dijo lord Vandeimen. —Una feria es siempre un poco desmadrada, pero no hay ningún peligro con unos buenos escoltas.

Ella no pudo evitar mirar a Hawk. ¿Y si los escoltas también se desmadraban?

—Tendré que preguntárselo a la señorita Hurstman.

Cuando se lo preguntó, esta tampoco puso ninguna objeción. De todos modos a Clarissa le pareció que no la complacía del todo.

—No se os ocurra separaros del grupo —les dijo a las dos, aunque Clarissa tuvo la impresión de que se lo decía particularmente a ella.

 

 

El sol apareció entre las nubes cuando los dos coches cerrados se detuvieron ante la extensión de casetas, tiendas y tenderetes montados en las Downs.

Clarissa se giró a mirar por la ventanilla de atrás la ciudad que se extendía ante ellos y, más allá, el plateado mar, y luego se volvió a contemplar el alboroto y bullicio de la feria.

—Tiene los ojos chispeantes, señorita Greystone —dijo Hawk, que iba sentado frente a ella.

—Nunca he estado en una feria.

Él sonrió.

—Entonces me alegra particularmente que Maria haya tenido este antojo.

Compartían el coche con lord y lady Vandeimen; Althea venía en el coche de atrás con los Amleigh y el secretario de lord Amleigh, el señor De Veré. Clarissa tenía la esperanza de que este no le hiciera tilín a Althea; seguro que no tenía fortuna y parecía ser un hombre muy travieso.

Cuando bajaron todos de los coches, se dirigieron a las primeras tiendas, aunque tuvieron que caminar con cuidado, porque el terreno estaba blando por el tiempo húmedo y había muchos surcos de carretas y de pies. Eso significaba que Clarissa tenía que ir firmemente cogida del brazo de Hawk, lo que no le desagradaba en absoluto.

—¿Qué atracción de la feria te atrae más?

—No lo sé. ¡Todo!

Él se rió y se detuvieron a mirar una maqueta de París, con el Sena espejado y todo.

—¿Está a escala? —preguntó Clarissa.

—Sí, parece que sí —dijo él, echando una moneda en la caja que estaba ahí para tal efecto, —aunque Versalles no está tan cerca. Ella lo miró.

—Debes de haber visto muchos países.

—No tantos. Mi trabajo en el ejército se limitaba a Europa.

Ella miró otra maqueta, que, según el letrero, era de Roma.

—Me encantaría viajar. Me gustaría visitar España, Italia y las ruinas de Grecia.

—Cuando tengas tu fortuna y tu independencia, nada podrá impedírtelo.

—Cierto.

Pero sabía que no era lo bastante valiente para vagar por el mundo sola. Era una debilidad, pero debía enfrentarla. Venir a Brighton ya había sido una buena aventura para ella por el momento.

Había más exposiciones de cosas populares, pero el grupo continuó caminando sin pararse a mirar. Alargó el cuello y vio una representación de la batalla de Waterloo.

No era de extrañar que no se detuvieran. Pero la sorprendió pensar que no hacía mucho sus acompañantes habían participado en esa horrible y desesperada batalla.

Habían matado.

Miró hacia lord Vandeimen, el de sedoso y liso pelo rubio; pero claro, estaba esa cicatriz.

Lord Amleigh era más taciturno, pero cuando sonreía se le formaban hoyuelos en las mejillas.

A nadie se le ocurriría que el sonriente De Veré hubiera estado en la guerra. En cuanto a Hawk, daba la impresión de que le fastidiaría que se le desordenara la ropa, y sin embargo fue un héroe al menos una vez, según lord Trevor; y aunque no levantó una espada en Waterloo, estuvo ahí, en medio de la matanza.

Qué poco lo conocía, en realidad, comprendió. Debía tener cuidado.

Pero por el momento estaba disfrutando de una inocente diversión. Todos fueron pasando alegremente de caseta en caseta, de tienda en tienda; en ellas se representaban obras de teatro menores, se retaba a pruebas de habilidad y había concursos de animales. Los hombres les hacían bromas a las damas animándolas a probar sus habilidades en todo, aplaudiendo los éxitos y condoliéndose de los fracasos. En la prueba de tirar cocos, lady Amleigh demostró tener muy buena puntería y fuerza en el brazo; lady Vandeimen fue muy hábil en el tiro al arco. Clarissa no tenía ninguna de esas habilidades, pero tuvo suerte al tirar los dados y convirtió sus seis peniques en un chelín, y Althea consiguió pescar un pez de corcho con una caña de pescar muy pequeña, y ganó un abanico tallado.

Se detuvieron fuera de una tienda de lona negra adornada con estrellas doradas de lentejuelas.

—Madame Mystique —dijo lord Vandeimen. —Es la última sensación aquí en Brighton. ¿Alguna de las damas desea que le digan la suerte?

Althea contestó con un rotundo «no» y las otras dos señoras comentaron riendo que ya tenían una suerte excelente. Clarissa sintió la tentación, pero no quería ser la única, así que también dijo «no», y continuaron caminando. Llegaron a un tenderete en que vendían unos pegajosos bollos; los hombres los aclamaron como si estuvieran muertos de hambre, y muy pronto todos tuvieron un bollo en la mano, aunque las damas se vieron obligadas a quitarse los guantes.

—Esto lo encuentro maravillosamente inicuo —declaró Clarissa, lamiéndose los labios para quitarse el dulce.

—¿Inicuo? —preguntó Hawk.

—Estar comiendo en un lugar público, y comiendo así, con las manos, ensuciándomelas. La señorita Mallory no lo aprobaría, seguro.

Él sonrió.

—Podemos hacer muchísimas cosas más inicuas que esto, te lo aseguro, Azor. Pero tal vez igual de maravillosamente dulces.

Los demás se estaban riendo y tratando de limpiarse las manos pegajosas. Clarissa saboreó su último bocado, mirándolo, recordando el seductor beso que se dieron.

—Tal vez eres un demonio que tienta y no un halcón que caza.

—Cualquier buen cazador sabe atraer a su presa. Y el demonio caza almas, eso seguro.

—Hasta destruirlas.

—Cierto.

Entonces él le cogió la muñeca y le examinó la mano. Por un momento en que casi se le paró el corazón, ella creyó que él le iba a limpiar los dedos lamiéndoselos, pero simplemente la llevó hacia un lado del tenderete, donde unas emprendedoras niñas habían instalado un servicio para lavarse las manos.

Clarissa casi se tambaleó; él le tenía sujeta la muñeca con suavidad y firmeza, pero el contacto de su mano sobre su piel le alborotaba los nervios.

Cuando él la soltó, sin darse cuenta ella se cogió la muñeca, donde él había tenido la mano, y notó lo acelerado que tenía el pulso.

Una sonriente niña cogió el penique que él le pasó y otra vertió agua sobre las manos de Clarissa encima de una jofaina. Una tercera le ofreció jabón, de modo que ella se frotó las manos quitándose todo lo pegajoso, aunque tuvo buen cuidado de no lavarse la muñeca. Deseaba conservar el recuerdo de su contacto.

Una cuarta niña, una bonita pilluela pelirroja, le ofreció una toalla. Clarissa se secó las manos mirando a los demás del grupo que estaban esperando su turno para hacer lo mismo. Todo eso era una diversión inocente, pero sentía latir algo más fuerte debajo. Sabía, y lo sabía muy bien, que era peligroso, pero no podía resistirse.

Una gota de lluvia la sacó bruscamente de su ensoñación.

Vio que nuevamente había desaparecido el sol y se acercaban unos gruesos nubarrones negros. Por el momento la lluvia sólo se olía en el aire, pero lord Vandeimen dijo:

—Creo que debemos volver a los coches.

Nadie protestó, aunque Clarissa deseó hacerlo. ¿Qué habría ocurrido?

—Ojalá ese volcán hubiera conservado la cabeza —dijo lady Amleigh.

—Tal vez estaba enamorado —contestó su marido.

La expresión de sus ojos y el rubor de su mujer le dijeron a Clarissa que eso tenía un significado especial para ellos. ¿Cómo sería tener ese tipo de conexión íntima, ese tipo de amor?, pensó.

El amor comenzaba a parecerle un premio más valioso que una simple fortuna.

Varias personas habían tenido la misma idea de marcharse de la feria, pero en vista de que la lluvia se hacía esperar, algunas habían vuelto. De pronto se formó una agitada muchedumbre que le recordó el alboroto en Cheltenham después del desfile.

Hawk la rodeó con un brazo y la acercó a él.

—No te preocupes. Aquí el espacio es abierto, sin límites, no se puede formar una multitud ni una avalancha.

De todos modos, estaban algo apretujados, por lo que él pasó con ella por entre dos tenderetes y salieron a un espacio más abierto. Clarissa no pudo dejar de notar que las otras dos parejas habían tomado otra dirección.

¿Era casual o intencionada esa separación?

Lo miró, aunque no estaba en absoluto nerviosa. Él le había hablado de apartarse de los demás con ella y estaba dispuesta a descubrir qué ocurriría. Miró al cielo, que se iba oscureciendo más y más, rogando que la tormenta se esperara un rato.

De pronto una ráfaga de viento le agitó las faldas casi levantándoselas. Se las alisó y sujetó con las dos manos.

—¡Creo que está a punto de desatarse la tormenta! —exclamó ella, por si los perversos designios de él no le dejaban ver los elementos de la naturaleza.

—Lo sé —dijo él, mirando alrededor. —¡Vamos!

La rodeó con un brazo y la llevó corriendo hacia una enorme tienda. La lluvia comenzó a caer como cortinas de aguas justo cuando acabaron de ponerse a resguardo.

La tienda era un tosco establo en que había una hilera de caballos amarrados, muchos de ellos moviéndose nerviosos por la tormenta. Se agitaron aún más cuando comenzaron a entrar más personas, unas más mojadas que otras.

Un par de mozos intentaron impedir la invasión, pero no les sirvió de nada. La lluvia caía torrencial y empujada por el viento, de modo que el suelo pronto estuvo empapado.

Al final quedaron solamente veinte personas en el interior de la tienda, aunque todas apretujadas para no acercarse a los nerviosos caballos. El olor a animal, a bostas, a ropa mojada y a cuerpos sucios, casi le hizo desear a Clarissa estar fuera bajo la lluvia.

Hawk logró hacer un espacio para ellos en un rincón.

—Mis disculpas —le dijo.

—No ha sido culpa tuya, pero ojalá tuviéramos más aire fresco.

Entonces, de repente, en su mano apareció un cuchillo, un cuchillo bastante delgado, y con él cortó la lona como si fuera muselina. Cuando se aseguró que la lluvia entraba por el otro lado, hizo otro corte dejando una especie de puerta rectangular.

—¿Tienes un alfiler?

—¿Qué dama no llevaría uno? —dijo ella, impresionada por la eficacia del cuchillo.

Jamás se habría imaginado que un caballero llevara con él una cosa así y no supo de qué podía servirle esa información. Le pasó un alfiler.

—Eres muy ocurrente, Hawk, y vas muy bien equipado.

Él estaba prendiendo el trozo de tela suelto para dejar una abertura. El cuchillo había desaparecido. Entonces él la miró un momento, bajó la mano y echándose atrás el puño, volvió a sacar la daga.

—Interesante accesorio para la ropa elegante —comentó ella.

—Mala costumbre, más bien.

—Creí que los soldados llevaban armas más normales.

—Los soldados juiciosos van armados de cualquier manera que los mantenga vivos. Aunque he estado en lugares donde casi se espera que haya un arma secreta. —Curvó los labios. —No me creas un héroe. Por lo general era cuestión de vérmelas con comerciantes tramposos, ladrones e incluso piratas. Y hay poca diferencia entre esos tres tipos.

Ella sonrió, contenta de tener aire fresco para respirar. No estaban solos, pero los demás eran, al parecer, campesinos o trabajadores de la feria. No había nadie a quien le importara lo que hicieran o dijeran ellos.

—Has de saber que eso lo encuentro fascinante —comentó.

 

 

Hawk casi la tenía donde la deseaba, donde tenía que desearla, pero, como siempre, su encantadora franqueza era como un escudo, lo desarmaba.

Se obligó a sonreír travieso.

—¿Sí? A la mayoría de las damas les asustan los cuchillos como este.

Vio que ella hacía un esfuerzo para permanecer impasible, un enorme esfuerzo, pero un ligero movimiento de sus músculos delató que la había impresionado.

—¿Para matar? —dijo ella entonces, aunque de la manera que lo diría alguien que piensa que debe decirlo.

Él movió el estilete cuidando de no rozar a ninguna de las personas que estaban cerca.

—Un cuchillo como este no es para sacarle punta a las plumas, Azor. Aunque sirve muy bien para eso. —Se lo tendió, con el mango hacia ella. —Ten.

Ella miró el cuchillo espantada, bajando totalmente la guardia.

—¿Qué? ¡No lo quiero!

—Dijiste que te fascinaba.

—¡No he dicho eso!

Estaba mirando el cuchillo como un conejo a una serpiente que lo va a matar. La vio tragar saliva. Esa reacción le sentó como si le hubieran enterrado un cuchillo en las entrañas; un cuchillo que debía enterrar más, no sacarlo.

—¿Qué quisiste decir, entonces?

Ella levantó la vista. Intentó retroceder pero se lo impidió un poste de soporte de la tienda que tenía detrás. Estaba pálida, con los ojos angustiados, pero contestó con una especie de alegre despreocupación:

—Quise decir los piratas y esas cosas. Cosas románticas.

—Si crees que los piratas son románticos, debería equiparte con un cuchillo y enseñarte a usarlo.

—No, gracias.

—¿No? —Volvió a mover el cuchillo, pensando, ¿tú mataste a Deveril? Si no, ¿quién le enterró el puñal? A esto yo lo llamo mi garra. Un Azor también debería tener garras. —Al ver que ella no contestaba nada, añadió: —¿Por qué te pone nerviosa? ¿Por algo que tiene que ver con lord Deveril?

Ella guardó silencio un momento, con una expresión muy parecida a la de un hombre que se da cuenta de que tiene las tripas colgando y se está muriendo.

—¡No! —exclamó ella entonces.

Varias personas se giraron a mirarlos. Condenación. Guardó el estilete en su funda y le cogió las manos enguantadas.

—¿Te he perturbado? Lo siento, perdona.

Ella no dijo nada, aunque a juzgar por los movimientos de su pecho tenía la respiración agitada.

—Es por la muerte de lord Deveril, ¿verdad? —le dijo él en voz baja, compasiva. —Esas cosas sanan cuando se habla de ellas.

Normalmente esa táctica era sorprendentemente eficaz. Hablando así él había hecho confesar delitos que llevaron a muchos hombres a la horca. Cuando no decían nada él les hacía preguntas sencillas, puntuales. Muchas veces empezaban a hablar y no podían parar.

—¿Cuándo murió?

Ella lo miró pestañeando.

—El dieciocho de junio. El día en que tantos otros estaban muriendo.

Contra toda razón, él la cogió en sus brazos y la mantuvo abrazada.

—Chss, tranquila, no es mi intención perturbarte. No hables de eso si no quieres.

Pero había conseguido lo que deseaba, y esas palabras le pesaban como plomo en el corazón.

El 18 de junio; el día de la batalla de Waterloo, el día que murieron tantos otros, sí. Pero el cadáver de Deveril lo encontraron el 21, y nunca se supo de cierto la fecha de su muerte.

Para estar tan segura, Clarissa tenía que saberlo todo acerca del asesinato, y en ese momento caía en la cuenta de que él había tenido la estúpida esperanza de que no lo supiera, que fuera tan inocente como parecía.

¿Cómo ocurriría? ¿Lo mató para impedirle que la violara? ¿Y él la iba a enviar a la horca por eso?

Eso o Hawkinville, se dijo, para afirmar su resolución.

Repentinamente, y con asombroso alivio, comprendió que no podría hacerlo. Ni siquiera Hawkinville lo valía.

Tal vez la idea de su padre era la correcta después de todo. Persuadirla de casarse con él. Al fin y al cabo él no sería como su padre, que cortejó a su madre sólo para lucrarse y luego la trató con crueldad. De verdad admiraba a su valiente Azor. La protegería, la trataría bien, la mimaría. Comenzó a formársele un cuadro de los dos juntos en Hawkinville. Hijos...

Pero entonces cayó una cortina negra. Él no era solamente Hawk Hawkinville, un cazador de fortunas; ¡era el heredero de lord Deveril!

Le costó no echarse a reír a carcajadas ante la farsa que era todo aquello. ¿Cuándo le diría que iba a tener que vivir con el apellido que odiaba? No antes de la boda, seguro. Ella huiría. ¿Justo después de la ceremonia? No, mejor asegurársela y esperar a que estuviera consumado el matrimonio.

Detestable.

Además, ¿cómo esperaba casarse con ella? Si ella mató a Deveril, no lo hizo sola. Y estaba ese testamento falso y la persona que le iba detrás al dinero. Cuando se anunciara el compromiso la otra persona tendría que actuar.

Por una vez en su vida, se sentía totalmente desorientado.

La apartó suavemente.

—Ha dejado de llover. Fuera es un mar de barro, pero tendríamos que tratar de encontrar a los demás.

Ella lo miró, algo pálida, pero bastante recuperada, e incluso él creyó ver un leve destello de estrellas en sus ojos; estrellas que él se había esforzado tanto en poner en ellos. Estrellas puntiagudas, que no harían otra cosa que herirla, de una manera u otra.

La gente empezó a salir de la tienda, pero muy lentamente. De repente, impaciente por salir, sacó de nuevo su estilete e hizo más grande el agujero. Entonces salió y la ayudó a ella. El lugar al que fueron a parar era un prado, por lo que no tendrían que pisar barro, pero antes ella tenía que saltar un charco bastante profundo, a cuyo borde se quedó vacilante. Eso pareció llevarse totalmente las nubes; ella se echó a reír, mirándolo, firmemente cogida de su mano.

Él la cogió por la cintura, con las dos manos, la levantó y la pasó al otro lado del charco, deseando poder continuar llevándosela, lejos, lejos; deseando ser otro, no Hawk, el heredero de John Gaspard, vizconde Deveril.

—Qué optimista es la gente —comentó ella, mirando el cielo.

—Viene en camino otro aguacero —convino él. —Pero el optimismo es bueno. Carpe diem[5].

Ella lo miró, con el aspecto de estar casi totalmente recuperada.

—¿Eso es optimismo? Yo diría que optimismo debería querer decir que el mañana será tan agradable como hoy.

—Mientras que con esa frase Horacio nos aconseja no fiarnos del mañana.

Ya estaban a bastante distancia de la multitud, aunque al parecer a él ya no le importaban los cánones sociales. Se sentía como si ese fuera a ser su último momento. La cogió en sus brazos y ella se le acercó de muy buena gana, como una palomita confiada.

—Esto es muy indecoroso —musitó, con la boca ya sobre sus labios.

—Indecoroso, sí, ¿pero muy?

Eso lo hizo sonreír de verdad, y le entregó la sonrisa en el beso, y luego lo olvidó todo al saborearla totalmente por primera vez. Sus labios dulces, tiernos. Con maravilloso regocijo descubrió que podía saborear la encantada curiosidad de ella cuando la instó con la lengua a abrir la boca.

Ella se aferró fuertemente a él. Pudo palpar todas las prometedoras y firmes curvas de su cuerpo y notó en él un leve temblor que podría incluso ser parte de un estremecimiento.

¿Cuándo fue la última vez que besó sólo por el placer del beso? ¿Cuándo se había entregado tanto a un beso que cuando se separaron sus bocas se sintió aturdido, como si hubiera estado mucho tiempo bajo un sol abrasador? No había sol ese día en el prado mojado por la lluvia.

Ella tenía los ojos agrandados, pero no de horror. Pasado un momento dijo:

—Creo que ya no tengo que preocuparme por el recuerdo del beso de Deveril.

Él volvió a estrecharla en sus brazos y la mantuvo así.

—Ah, pues me alegro de eso.

¿Quería decir eso que Deveril ya no tenía tanto poder en su mente? Si él le decía la verdad en ese momento, ¿ella le restaría importancia?

Si no, habría quemado todos sus puentes.

Ella se apartó un poco y le preguntó:

—¿No te alegran otras cosas?

¿Qué podía decir? No era de extrañar que ella esperara más después de ese beso. No era de extrañar que esperara una proposición.

—Me alegro porque ha dejado de llover, y me alegro por la punta de tu nariz.

Ella se rió y se ruborizó.

—Me alegra estar fuera de la tienda, y me alegro por tus elegantes tobillos.

A ella le brillaron los ojos.

—Me alegro de que algún día quizá pueda descubrir otras partes elegantes...

Lo salvó de continuar por ese loco camino algo que llegó volando por el aire y la golpeó a ella.

Clarissa chilló, pero él cogió el objeto y descubrió que era un gato todo embarrado y a mal traer. El gato se debatió, bufando y tratando de enterrarle las uñas.

—¡No! —gritó Clarissa.

—No lo voy a matar.

Siempre había tenido un don para congraciarse con los animales. Lo acunó y comenzó a susurrarle. El gato no tardó en calmarse.

—¿Está bien? —preguntó ella, acercándose. —¿De dónde ha salido?

—Chss —dijo él.

Con sumo cuidado, se quitó la chaqueta, primero una manga y luego la otra, para no soltar al gato, sin dejar de susurrarle para tenerlo calmado, y poco a poco lo envolvió con la chaqueta. Entonces, dentro de la chaqueta, se oyó un ronroneo, que fue aumentando rápidamente de volumen.