CAPÍTULO 01

 

Sussex

Junio de 1816.

 

Su terruño. Esa palabra nunca había tenido mucho sentido para el comandante George Hawkinville, pero ese día, en que la aldea estaba de fiesta por la boda de su amigo, la palabra cobró sentido, pues su relación con la gente y la muy arraigada sensación de estar en su ambiente natural lo impactaron como una bala de cañón, una bala que cayó muy cerca de él, dejándolo sin aliento.

Al salir de la iglesia detrás de Van y María y encontrarse en medio de la multitud que aplaudía, vitoreaba y saltaba, se sintió casi aturdido al contemplar el antiguo y conocido prado comunal rodeado de casas nuevas y viejas, la hilera de destartaladas casitas de inquilinos a la orilla del río, la casa solariega amurallada y con techo de paja al final de la hilera.

La casa solariega Hawkinville, su infierno personal, que en esos momentos parecía ser su cielo esencial.

—¡Bienvenido a casa, señor!

Hawk [1] se dio una sacudida mental y le estrechó la mano al sonriente Aaron Hooker. Y luego a otro, a otro y a otro. Algunas mujeres lo besaban, de modo nada decoroso. Sonriendo, aceptó los besos.

La fiesta era para celebrar la boda de Van, pero Con estaba presentando también a su flamante esposa Susan. Quedaba claro que los aldeanos estaban aprovechando la ocasión para celebrar el regreso de los tres.

Los tres Georges.

Los engorrosos diablillos.

Los valientes soldados.

Los héroes.

No era el momento para tomarse eso con sarcasmo, así que dio y recibió besos, estrechó manos y aceptó las palmadas en la espalda de hombres acostumbrados a dar palmadas a los bueyes. Finalmente dio alcance a la arrebolada recién casada con Van y a la recién casada unas semanas antes con Con, y les reclamó los besos correspondientes también.

—Hawk —le dijo Susan, entonces, con los ojos brillantes, —¿te he dicho cuánto me gusta Hawk in the Vale?

—Una o dos veces, creo.

Ella se rió de su tono sarcástico.

—Qué suerte habéis tenido los tres de haberos criado aquí. No sé cómo pudisteis soportar marcharos.

Porque basta una cucharada de hiel para amargar una bañera de ponche dulce con leche cuajada, pensó él, pero no torció la sonrisa. A los dieciséis años había estado desesperado por marcharse de allí, y no lamentaba haberlo hecho, pero sí lamentaba haber arrastrado con él a Van y Con. Aunque claro, no habría podido impedirles la marcha cuando sus familias no lo consiguieron. Los Georges siempre habían hecho casi todo juntos.

Lo hecho, hecho estaba, como dice una especie de vulgar sabiduría, y los tres sobrevivieron. Ahora, en parte debido a esas maravillosas mujeres, Con y Van eran incluso felices.

Felices. Le dio la vuelta a ese concepto en la cabeza como se le da vueltas a un alimento desconocido en la boca, sin saber si era apetitoso o no; fuera como fuera, no estaba en su plato. No era el tipo de hombre para novias ni azahares, y no traería a ninguna mujer que amara a compartir la casa solariega Hawkinville con él y su padre. Sólo había vuelto a ella porque su padre estaba discapacitado por un derrame.

Ojalá se hubiera muerto cuando le dio el ataque.

Desechó ese pensamiento y se dejó llevar por una rolliza mujer a bailar una contradanza. Lo asombró ver que la mujer era la tímida Elsie Dadswell, ahora Elsie Manktelow, madre de tres hijos, dos niños y una niña, y en la que no se veía ni un asomo de timidez. Además, era evidente que estaba en camino de tener otro bebé.

Algo alarmado, le preguntó si podía estar bailando con tanto vigor en ese estado, y ella simplemente se rió, se cogió de su brazo y lo hizo girar con tanta energía que casi perdió el equilibrio. Riendo también, pasó con ella bajo la hilera de los fuertes brazos de mujeres trabajadoras.

Su gente. Era su responsabilidad proteger y cuidar de esas personas, aun cuando tuviera que pelearse con su padre para hacerlo. Algunas de las casas necesitaban reparaciones, había trabajo que hacer en la ribera del río, pero sacar dinero de las manos del señor terrateniente, su padre, era como intentar conseguir que un cadáver soltara una espada.

Una ruborosa joven a la que le faltaban dos dientes delanteros le pidió la siguiente danza, y él aceptó, feliz de poder olvidar por unos momentos esas vulgares preocupaciones. Había tenido que vérselas con la organización de las avanzadas del ejército en masa por terrenos montañosos, bajo tormentas asesinas. Seguro que el señor terrateniente de Hawk in the Vale no lo derrotaría. Coqueteó con la chica, y lo desconcertó descubrir que era hija de Will Ashbee. Will era sólo un año mayor que él.

Will había pasado toda su vida ahí, criando hijos y trabajando a lo largo de los ciclos de las estaciones. Él había vivido en el ciclo de muerte de la guerra. Marchando, esperando, riñendo, luchando, y luego encargándose de los heridos y enterrando a los muertos.

¿Cuántos de sus conocidos ya habían muerto? Ese no era un cálculo que deseara hacer. Dios había sido bueno, y Van, Con y él mismo estaban de vuelta en su tierra.

Su terruño.

Los violines y silbatos acabaron la pieza y él le pasó su pareja a un muchacho rubicundo no mucho mayor que ella.

Amor. Para algunos el amor parecía ser algo tan natural como los pájaros en primavera. Tal vez algunos pájaros jamás le cogían el tino tampoco.

Vio que se había iniciado un partido de criquet en un lado del prado. Eso tenía menos probabilidades de provocarle pensamientos sensibleros, así que caminó hasta ahí a mirar y aplaudir.

—¿Quiere jugar, comandante? —le preguntó el bateador.

Estaba a punto de decir que no cuando vio el brillo en muchos ojos. Por detestable que lo encontrara, él era un héroe para la mayoría de esas personas. Él, Van y Con eran héroes, los tres. Eran veteranos, pero, más importante aún, los tres habían estado en la gran batalla de Waterloo hacía un año.

Así pues, se quitó la chaqueta y se la pasó a Bill Ashbee, el padre de Will, para que se la guardara, y fue a coger el bate de hechura casera. Parte de su papel ahí era participar en todo. Siendo el hijo del señor terrateniente, y el futuro señor terrateniente, era un elemento importante de la vida de la aldea.

Pero no le hacía ninguna gracia que lo consideraran su héroe. Después de sólo dos años de servir en el ejército como alférez de caballería, fue trasladado al Departamento del Intendente General, por lo que la mayor parte del tiempo de guerra lo pasó fuera de los combates, sin luchar. Los verdaderos héroes eran los hombres como Con y Van, que respiraban el aliento del enemigo y vadeaban por charcos de sangre. O incluso lord Darius Debenham, el amigo de Con y entusiasta voluntario en Waterloo, que murió allí.

Pero él era comandante, mientras que a Con y a Van sólo los habían ascendido a capitanes, y también conocía al duque de Wellington, y a veces hasta tenía la impresión de que lo conocía bastante mejor de lo que habría deseado.

Cogió el bate y se enfrentó al lanzador, que tendría alrededor de catorce años y se veía muy resuelto a eliminarlo con un tiro. Era de esperar que lo consiguiera.

La pelota salió disparada en vuelo amplio, por lo que Hawk inclinó el cuerpo y la golpeó enviándola a través del prado directo a las manos de uno del equipo defensor. Había jugado muchísimo al criquet durante los momentos de ocio en el ejército. Seguro que podría arreglárselas para complacer a todo el mundo.

La pelota siguiente la golpeó más fuerte para hacer una carrera, dejando el bate a otro. El lanzador eliminó a ese jugador. Era desconcertante no poder llamarlo por un nombre. Pasado un rato, estaba nuevamente frente al resuelto lanzador. Esta vez la pelota iba directa al palo; un ligero giro del bate la llevó a golpear los palitos haciéndolos volar. Se elevaron gritos de aclamación entre el público y el joven lanzador lanzó un triunfal grito de alegría.

Sonriendo, Hawk se le acercó a darle una palmada en la espalda y después fue a coger su chaqueta.

Ashbee lo ayudó a ponérsela y luego se apartó con él del grupo que estaba mirando el partido.

—¿Cómo está el señor hoy, señor?

—Mejorando. Está fuera mirando las festividades sentado en un sillón cerca de la casa.

Sentado en toda su gloria y majestad, lo más seguro, aunque logró decirlo en tono amable. Los aldeanos no tenían por qué sentir el sabor a bilis que le provocaban los asuntos de la familia Hawkinville.

—Buena salud para él, señor —dijo Ashbee, en el mismo tono.

Era tonto pensar que los aldeanos no sabían cómo estaban las cosas, siendo todos los criados de la aldea, a excepción del ayuda de cámara del señor.

Además, los hombres de la edad de Bill Ashbee recordarían sin duda el día que el guapo capitán John Gaspard llegó a la aldea a cortejar a la señorita Sophronia Hawkinville, la hija única del señor terrateniente, y se casó con ella, aceptando tomar el apellido de la familia. También recordarían la amarga desilusión de la dama cuando la muerte de su padre convirtió al enamorado pretendiente en un marido indiferente. Al fin y al cabo, su madre no sufrió en silencio. Pero sufrió. ¿Qué otra opción tenía?

Y su madre ya había muerto, hacía más de un año, de la gripe que asoló esa región. Él esperaba que hubiera encontrado paz en otra parte, y lamentaba no haber podido sentir verdadera aflicción por su muerte. Ella era la parte agraviada, pero también estuvo siempre tan inmersa en su sufrimiento por el maltrato que nunca tuvo tiempo para su hijo, aparte de una que otra discusión con su padre a causa de él.

Comprendió que Ashbee seguía a su lado porque deseaba decirle algo.

Ashbee se aclaró la garganta.

—Estaba pensando si usted habría oído algo acerca de cambios a la orilla del río, señor.

—Quieres decir reparaciones en las casas. —Maldito fuera su padre. —Sé que hace falta hacer...

—No, señor, no es eso. El otro día anduvieron unos hombres fisgando por ahí. Cuando la abuela Muggridge les preguntó qué hacían, no quisieron decírselo, pero ella los oyó hablar de cimientos y niveles de agua.

Hawk se las arregló para no soltar una palabrota. ¿Qué diablos estaba tramando su padre? Aseguraba que no había dinero para gastos extras, lo que él no lograba comprender, ¿y ahora estaba planeando hacer obras de mejora en la casa solariega?

—No lo sé, Ashbee. Se lo preguntaré a mi padre.

—Gracias, señor —dijo el hombre, pero no pareció muy satisfecho. —Lo que pasa, señor, es que después Jack Smithers, de la Peregrine, dijo que los vio hablando con ese Slade. Verá, los hombres habían dejado sus caballos en el establo de la Peregrine, y Slade los acompañó desde su casa a la posada.

Slade. Josiah Slade era un fundidor de hierro de Birmingham que había hecho una fortuna fabricando cañones para la guerra. Por algún motivo inspirado por el diablo se había ido a vivir a Hawk in the Vale hacía un año, y no tardó en convertirse en el amiguete del señor terrateniente. ¿Cómo?, no lograba imaginárselo. Su padre procedía de una familia aristocrática y despreciaba a los industriales y comerciantes.

De todos modos, de alguna manera Slade había convencido a su padre de permitirle construir una monstruosa casa estucada en el lado occidental del prado. Esa casa no estaría tan fuera de lugar en el paseo marítimo de Brighton, pero en Hawk in the Vale era como una lápida sepulcral en un jardín. Su padre había eludido sus preguntas con bastante astucia.

No todo estaba bien en Hawk in the Vale. Él había llegado a casa con la esperanza de no tener que remover las cosas otra vez, pero al parecer eso no iba a ser fácil.

—Lo investigaré —dijo. —Gracias.

Ashbee asintió y se alejó. Misión cumplida.

Hawk volvió a meterse entre la multitud, buscando a Slade. El problema era que ahí él estaba absolutamente atado de pies y manos. En el ejército tenía rango, autoridad y el respaldo de su departamento. Ahí no podía hacer nada sin el consentimiento de su padre.

Por el contrato de matrimonio, su padre tenía el dominio absoluto de la propiedad Hawkinville de por vida. Había oído decir que su madre estaba deseando casarse con el gallardo capitán Gaspard y que era muy consentida, la niña de los ojos de su abuelo. Pero cómo deseaba él que se hubieran esforzado en conseguir mejores cláusulas para ese contrato de matrimonio.

Todo eso era una inequívoca lección sobre las locuras que puede cometer una persona por imaginarse que está enamorada.

Vio bailando a Van y María, mirándose como si en los ojos de cada uno brillaran estrellas. Tal vez a veces, para algunas personas, el amor era real. Sonrió mirando hacia Con y Susan también, pero sorprendió a Con de ánimo contemplativo, con una expresión sombría que habría sido extraña en él hace un año, antes de Waterloo.

No, el cambio en Con se produjo antes de Waterloo, en los meses que estuvo en casa, apartado del ejército, creyendo que había llegado la paz. Debido a ese cambio, a ese ablandamiento, la batalla lo golpeó con tanta dureza. Eso, y la muerte de lord Darius. En medio de tantas muertes, una muerte más o menos no debería ser tan importante, pero las cosas no funcionan así. Recordaba haber llorado días y días por la muerte de un amigo en Badajoz.

Cómo deseaba haber podido encontrar el cadáver de Dare, por Con. Había puesto el mayor empeño en ello.

Vio que Susan le tocaba el brazo a Con y que al instante a este se le disipaba el ánimo sombrío. Con estaría muy bien.

Divisó a Slade junto a un barril de cerveza, dando audiencia. Nunca faltaba alguien dispuesto a darle coba a un hombre rico, aunque lo complacía ver que no eran muchos los aldeanos que entraban en esa categoría. Estaban ahí el coronel Napier y el nuevo médico, el doctor Scott. Recién llegados; gente nueva, de fuera.

Tenía que reconocer que Slade era un hombre de buen tipo para su edad, pero encajaba en la aldea tan mal como su casa. Vestía ropa de campo perfecta; ese día llevaba una chaqueta marrón, calzas color tostado y brillantes botas de caña alta. El problema es que la ropa era demasiado perfecta, nueva, tan realista como un disfraz de pastora en un baile de máscaras.

Había oído comentarios de Jack Smithers acerca de los caballos que Slade tenía en el establo de la posada Peregrine. Eran caballos de primera clase, pero el hombre les tenía miedo, y cuando salía a cabalgar montaba como un saco de patatas. Estaba claro que Slade deseaba trocar su dinero por la vida de un caballero rural, pero ¿por qué ahí, por el amor de Dios?

¿Y qué nueva monstruosidad tenía pensado hacer?

¿Reemplazar el viejo puente de arco que cruzaba el río por una imitación en miniatura del de Westminster?

Caminó hasta el grupo y cogió la jarra de cerveza que le ofreció la mujer de Bill Ashbee, y aceptó su beso.

—Grandioso acontecimiento, comandante —declaró Slade, sonriendo.

Hawk ya había observado que las sonrisas que le dirigía ese hombre eran falsas. No sabía por qué. Tanto Van como Con se habían quejado de la forma como les sonreía Slade, en un evidente intento de presentarse a los dos nobles de la localidad. ¿Un simple Hawkinville no era digno de que le dieran coba?

—Tal vez deberíamos organizar más fiestas como estas —dijo, simplemente para darle conversación.

—Eso tendría que decidirlo el dueño, ¿verdad, señor?

Hawk le dio vueltas a eso en la cabeza, pensando qué querría decir. Era evidente que significaba algo más que lo obvio.

—Dudo que mi padre ponga objeciones mientras no tenga que correr él con los gastos.

—Pero no será el terrateniente eternamente —dijo Slade.

Hawk bebió un poco de cerveza, perplejo. Y alerta. Captaba al instante cuando una persona daba a entender algo sin decirlo, para divertirse.

—Yo no pondría ninguna objeción tampoco, Slade, con las mismas condiciones.

—Si surgiera la necesidad, comandante, puede acudir a mí para un préstamo. Le aseguro que siempre estaré feliz de apoyar las inocentes celebraciones de mis rústicos vecinos.

Hawk miró a los «rústicos vecinos» que estaban cerca y vio que algunos ponían los ojos en blanco y curvaban los labios. Ellos se lo tomaban a broma, pero sus instintos más profundos y bien sintonizados estaban captando un mensaje diferente.

Levantó la jarra hacia Slade, en un gesto de brindis y dijo:

—Los rústicos vecinos siempre seremos convenientemente agradecidos, señor.

Se bebió el resto de la cerveza, oyendo unos cuantos sonidos de risitas reprimidas y vio que a Slade se le quedaba fija la sonrisa en la cara.

Pero no se le desvaneció. No, el hombre seguía creyendo que tenía una mano de cartas ganadoras. Aunque ¿a qué demonios estaba jugando?

Se giró y se fue abriendo paso entre el gentío en dirección al lugar donde estaba sentado su padre cerca de la puerta de la muralla exterior de la casa, rondado por su ayuda de cámara. Otras cuantas personas habían llevado sillas para hacerle compañía: residentes más nuevos que sin duda se consideraban de una categoría tan elevada que les impedía divertirse y bailar con sus «rústicos vecinos», aunque fuera en la boda de un noble.

Desechó esa idea. Todas eran personas inofensivas. Las solteronas señoritas Weatherby, cuyas únicas armas eran sus lenguas chismosas; el párroco y su mujer, que tal vez preferirían estar participando en la diversión y no lo hacían por sentirse obligados por la caridad a acompañar al inválido; la tal señora Rowland, que aseguraba que su marido era pariente lejano del señor terrateniente, una mujer de cara cetrina y lúgubre que vestía ropa negra muy holgada. Pero no, no debía ser tan poco caritativo; su marido seguía sufriendo de una lesión recibida en Waterloo, y necesitaba angustiosamente la caridad.

Su padre le había dado a esa mujer la tenencia gratis de unas habitaciones en la parte de atrás de la casa del encargado de vender el grano, y la obtención gratis de los productos de la granja de la casa. A cambio, ella lo visitaba con frecuencia y al parecer le levantaba el ánimo, a saber por qué y cómo. Tal vez hablaban de la gloria de los Gaspard del pasado.

Eso le recordó que se había hecho el propósito de ir a visitar al teniente Rowland para ver si se podía hacer algo por su salud. Nadie de la aldea lo había visto nunca. Otro deber de una larga lista.

Por el momento estaba más interesado en Slade. Veía claramente que algo iba mal en relación con ese hombre.

Tan mal, en realidad, que cambió de decisión y regresó a la celebración. No quería enfrentarse a su padre en público, aunque lo haría, y le sonsacaría la verdad como fuera. Fuera lo que fuera que pretendía hacer Slade, se podría impedir. Todo el terreno de la aldea formaba parte de la propiedad.

Había aprendido a dejar de lado los problemas pendientes para disfrutar del placer que ofreciera el momento, así que se acercó a un grupo de jóvenes de su edad con los que había jugado y peleado cuando era un muchacho.

Mientras, con un ojo vigilaba la puerta exterior de la casa, y cuando por fin vio que entraban a su padre, se apartó de los juerguistas y se dirigió hacia allí. Atravesó el prado, tomó el camino que lo rodeaba y pasó por entre las altas puertas que siempre estaban abiertas. En otro tiempo esas puertas y la alta muralla que rodeaba la casa habían servido de defensa. Todavía se alzaba una torre de piedra en una esquina, restos de una vivienda medieval aún más austera de los Hawkinville. Sintió un extraño impulso de cerrar las puertas y poner vigilantes en la muralla.

¿Para defenderse de Slade?

Entonces se abrió la puerta y salió la señora Rowland, con una cesta al brazo.

—Buenas tardes, comandante Hawkinville —dijo, como si al decir «buenas» tuviera que hacer un esfuerzo para mostrarse optimista. Era belga y hablaba con un fuerte acento. —Una boda simpática, ¿verdad?

—Deliciosa. ¿Cómo está su marido, señora Rowland? Ella suspiró.

—Tal vez esté recuperando un poco las fuerzas. —Debo ir a visitarle pronto.

—Ah, muy amable. Tiene algunos días mejores que otros. Espero que le sea posible.

Diciendo eso le hizo la reverencia y se alejó, con un paso de monja que lo hizo pensar cómo se las había arreglado para tener dos hijos. Era una mujer muy rara.

Moviendo la cabeza atravesó el patio; el aire del atardecer estaba impregnado de la fragancia de las rosas y los trinos de los pájaros. Los perros cazadores lo recibieron en la puerta, aun no del todo acostumbrados a él. El único que quedaba de su infancia era Galahad; en realidad, fue él quien le puso ese nombre, para gran fastidio de su padre, por ser un nombre muy romántico.

Su padre lo llamaba Gally.

Tal vez era un milagro que los perros de su padre no lo mordieran nada más verlo.

Al entrar por la puerta de roble resonaron sus botas en el suelo enlosado del corredor vestíbulo. Curioso las cosas que recuerda una persona. Cuando regresó, hacía dos semanas, ese sonido, el de sus botas en las losas de piedra y el ligero tintineo de sus espuelas, le desencadenó una explosión de recuerdos, buenos y malos.

Había otros desencadenantes también. El olor de la cera de abeja con que abrillantaban los muebles, que ahí, tan cerca de la puerta, se combinaba con la fragancia de las rosas del patio. Como en ese momento, siempre había habido rosas en un jarrón de cerámica sobre la mesa cercana a la puerta. En invierno, una mezcla de pétalos de rosas secos.

Tal vez las rosas Hawkinville habían sido las salvadoras de su madre. A lo largo de los años le había ido dejando todo a su marido a excepción de la rosaleda. Qué irónico, recordaba los celos que él les tenía a las rosas.

Cuando era niño; cuando era muy, muy pequeño.

Siempre había sido práctico, y no tardó en aprender a arreglárselas sin el cariño de la familia. De todos modos, tenía las familias de sus amigos para llenar ese vacío.

Ahora sería diferente. Tal vez eso era lo que había teñido el día con una ligera melancolía. Milagrosamente, la íntima amistad de los

Georges había sobrevivido, aunque nunca volvería a ser igual, ahora que Van y Con tenían cada uno a otra persona especial en su vida. Sin duda, pronto comenzarían a llegar hijos.

Tal vez eso fuera el atractivo de Hawk in the Vale; ahí estaba el hogar de sus más íntimos amigos. Pero ahí, en el vestíbulo de la casa donde nació, comprendió que era algo más que eso.

Los Hawkinville llevaban ahí mucho más tiempo que la casa, pero aún así sus familiares habían dejado huellas en esas losas de piedra durante cuatrocientos años, y sin duda maldecían la humedad que subía de ellas cuando las fuertes lluvias mojaban la tierra de abajo.

Tal vez sus antepasados no necesitaran agachar la cabeza para pasar bajo los dinteles de roble de algunas puertas, aunque por lo menos a uno lo apodaban Piernas Largas. Los Hawkinville habían dejado marcas en los paneles y muebles de madera también, a veces por casualidad y a veces con intención. Había una bala de pistola incrustada en el zócalo del salón, consecuencia de un desgraciado desacuerdo entre hermanos durante la Guerra Civil.

Había creído que no le importaba nada de eso. No recordaba haber sentido nostalgia a lo largo de los años en el ejército. Sí que a veces sentía un feroz deseo de alejarse de la guerra, un anhelo de paz y de Inglaterra, pero no nostalgia de ese lugar.

Fue, por lo tanto, una conmoción enamorarse así. No, no enamorarse; más bien era como si un amor no reconocido hubiera salido de un salto de las sombras y enterrado sus garras en él.

Hawk in the Vale. La casa solariega Hawkinville. Apoyó la mano en la jamba de la puerta del salón y la palpó. La madera se sentía cálida, casi viva, en su palma.

Buen Dios, podría ser feliz aquí.

Si no fuera por su padre.

Retiró la mano. Era mala suerte desear una muerte, y en realidad no la deseaba. Pero no lograba negar la realidad de que la realización de sus sueños dependía de ocupar el lugar de un hombre muerto. No habría felicidad para él ahí mientras viviera su padre.

Subió la escalera, muy estrecha para ser la de la casa de un caballero, gruñía siempre su padre, y fue a golpear su puerta. La abrió el ayuda de cámara, Fellows. —El señor está preparándose para acostarse, señor. —De todos modos debo hablar con él.

Con una expresión de infinito sufrimiento, Fellows lo dejó entrar. A saber qué le habría dicho su padre a su ayuda de cámara, pero estaba claro que este no tenía una opinión muy elevada de él.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó el señor terrateniente.

A pesar de tener la boca ligeramente torcida, las palabras le salían claras. Y tal vez era esa anomalía la que le hacía mostrar una sonrisa burlona. Pero no, toda la vida le había sonreído burlón.

El derrame le había afectado el brazo y la pierna derechos también y todavía tenía poca fuerza en esas extremidades, pero a primera vista no se veía muy afectado. Rondando los sesenta, seguía siendo un hombre guapo, con su pelo rubio tocado por hilos de plata. Seguía la antigua usanza y llevaba el pelo recogido en una coleta en la nuca; para las ocasiones formales, incluso se lo empolvaba. Aunque en ese momento estaba sentado en un sillón, en mangas de camisa y zapatillas de levantarse; no estaba particularmente elegante.

Decidió ir al grano sin preámbulos.

—¿Slade tiene planes para hacer más construcciones aquí?

Su padre apretó los labios y desvió la mirada.

—¿Por qué?

Se sentía culpable, estaba claro.

Entonces el señor lo miró, recuperada su arrogancia.

—¿Qué puede importarte a ti? No es asunto tuyo. Sigo gobernando aquí, muchacho.

Once años en el ejército enseñan autodominio. Y un buen número de esos años trabajando cerca del duque de Wellington lo perfeccionan.

—Es mi herencia, señor —dijo, —por lo tanto es asunto mío. ¿Qué está planeando Slade y por qué se lo permites?

—¿Cómo voy a saber yo lo que intenta hacer ese hombre?

—¿Ese hombre? Lo tuviste cenando aquí hace dos noches.

—Cortesía con un vecino.

No volvió a desviar la mirada, pero Hawk había interrogado a mentirosos más hábiles que su padre y veía claramente la mentira.

—Me han dicho que anduvieron por aquí unos hombres con pinta de agrimensores observando el terreno a lo largo del río, y que después hablaron con Slade. ¿Qué interés podría tener Slade aquí? No hay terreno disponible.

Su padre lo miró fijamente y ladró:

—¡Coñac!

Fellows corrió a obedecer, aunque protestando que no se le permitía beber coñac. El amo bebió un largo trago y dijo:

—Muy bien. Te irá bien saberlo. Slade quiere echar abajo esta casa y las casas de los inquilinos también, para construirse una grandiosa villa a la orilla del río.

Hawk casi se echó a reír.

—Eso es ridículo. —Ante el silencio que siguió, añadió: —No tiene el poder para hacerlo. —Entonces le entraron la duda y el miedo. Con todos sus defectos, su padre no era tonto, y la enfermedad no lo había vuelto loco. —¿Qué has hecho?

El señor terrateniente bebió otro poco de coñac, arreglándoselas para mirarlo despectivamente por encima de la nariz, aun cuando estaba sentado en un sillón. Era una pose. Hawk lo vio.

—He adquirido un título de nobleza para nosotros.

Hawk no recordaba haberse sentido tan desconcertado.

—¿De Slade?

—Nooo, claro que no. Se supone que eres inteligente, George. ¡Usa tu inteligencia! Es un título de mi familia. Vizconde Deveril —dijo doblando la lengua como si lo paladeara. —Cuando lord Deveril murió el año pasado se creía que la familia estaba extinguida, pero yo demostré que desciendo del primer vizconde.

—Mis felicitaciones —dijo Hawk, con total indiferencia, pero entonces su memoria extraordinariamente infalible le presentó hechos. —¡Deveril! Por el amor de Dios, padre, ese apellido es archiconocido porque representa todo lo que es depravado. ¿Para qué diablos querrías ese título?

El señor se puso rojo.

—Es un vizcondado, bobo. ¡Ocuparé mi escaño en el Parlamento! Asistiré a la corte.

—Ya no hay corte. El rey está loco.

¿Como su padre?, pensó.

Su padre se encogió de hombros.

—Voy a volver a usar mi apellido familiar legítimo también. Ahora soy John Gaspard, y pronto seré el vizconde Deveril.

—¿Te vas a marchar de aquí también?

Lo dijo en tono soso, indiferente, pero le costó bastante. Estaba apareciendo una luz del sol inverosímil. Dios santo, ¿es que todo lo que deseaba le iba a caer en las manos?

Entonces recordó a Slade.

—¿Qué tiene que ver Slade con todo eso? No puedes... —Estuvo un momento sin lograr encontrar las palabras. —No se te permite vender la propiedad, padre.

—Por supuesto que no la he vendido —declaró su padre altivamente. Pero pasado un momento añadió: —Simplemente está hipotecada.

Hawk alargó una mano para afirmarse en el respaldo de una silla cercana. Conocía palabra por palabra el contrato de matrimonio con la enamorada, el que le daba ese poder a su padre; podía usar la propiedad para reunir dinero.

La cláusula no era monstruosa puesto que el administrador de una propiedad podría necesitar dinero para hacer mejoras o para compensar la cosecha de una temporada desastrosa. Su abuelo fue lo bastante sensato para redactarlo de modo que la propiedad Hawkinville no se pudiera utilizar como apuesta de juego ni servir para pagar deudas de juego. Aunque en eso nunca había habido ningún problema; los defectos de su padre no incluían el juego.

—¿Hipotecada por un préstamo? —preguntó.

—Exactamente.

—Debo reconocer, señor, que no entiendo cómo has podido contraer tantas deudas. La propiedad no es ubérrima, pero siempre ha producido dinero adecuado para la familia.

—Es muy sencillo, mi muchacho —dijo su padre, en tono casi jovial; no era más que una pose. —Necesitaba el dinero para adquirir el título. Investigación, abogados. Ya sabes cómo es eso.

—Sí, lo sé. Así que le pediste prestado a Slade. Pero supongo que si tienes el título tienes también la propiedad que viene con él para pagarle.

Su padre palideció.

—Ese era mi plan. Pero Deveril, podrido su negro corazón, entregó todo lo que tenía en su testamento.

—¿No estaba vinculado?

—Sólo la propiedad.

—Bueno...

—Que al parecer es improductiva.

Hawk hizo una honda inspiración.

—A ver, aclárame eso. Has hipotecado esta propiedad a Josiah Slade para adquirir algo sin valor.

—¡Es un título! El título de mi familia. Habría pagado más.

—Pedido prestado más, quieres decir. ¿Cuánto?

Pasada la primera conmoción, Hawk empezaba a ordenar los hechos y a hacer cálculos. Él tenía un poco de dinero. Y podía pedir prestado para pagarle a Slade.

—Veinte mil libras.

Eso lo golpeó como un balazo.

La propiedad Hawkinville sólo producía unos cuantos miles al año.

—¿Veinte mil libras? Nadie se gastaría tanto dinero para recuperar un título.

—Le he estado yendo detrás al dinero de Deveril también, por supuesto.

—De todos modos. Tus abogados deben de haber estado comiendo aves con plumas de oro para desayunar.

—Inversiones —masculló su padre.

—¿Inversiones? ¿En qué?

—En todo tipo de cosas. A Slade le ha ido muy bien con ellas. Hace un tiempo estuvo aquí un extranjero, Celestin. Hizo una fortuna con inversiones. Después apareció Slade con buenas ideas.

Celestin, el difunto marido de María, que llevó al padre de Van a la ruina de esa manera. Pero Slade..., Slade era el verdadero villano en ese asunto.

—¿Así que Slade te prestó dinero y luego te prestó más para que invirtieras y le pagaras con las ganancias? Veinte mil libras.

Una suma inalcanzable, y estrangular a Slade no arreglaría el desastre. Obligó a su mente a explorar posibilidades.

—¿Cuánto le dejó Deveril en su testamento a esa otra persona?

—Cerca de cien mil. Comprendes por qué tengo que tenerlas.

—Comprendo por qué tienes que tenerlas ahora. ¿Qué motivos tienes para pensar que puedes invalidar el testamento?

—Porque se lo dejó todo a una muchacha intrigante con la que pensaba casarse, en un testamento escrito a mano que sin duda es falso.

—Entonces, ¿por qué no has obtenido ese dinero?

Su padre se bebió el resto del coñac y puso la copa para que Fellows se la volviera a llenar.

—Porque la puñetera muchacha tiene todo el dinero de Deveril para pagar abogados, ¡por eso! Y, además, cuenta con unos pesados protectores de altos vuelos. Su tutor es el duque de Belcraven, nada menos. Y la marquesa de Arden, la esposa del heredero del duque, es amiga suya. No me sorprendería que la putita tuviera al condenado regente en su bolsillo.

—Tendría que ser un bolsillo muy grande —comentó Hawk, con la mente girando por muchos planos.

Veinte mil libras. Esa no era una suma para pedirla prestada. Ni siquiera a los amigos; mucho menos a los amigos. Aun en el caso de que lograra reunir ese dinero, le llevaría toda una generación Hawkinville devolverla, y solamente apretando duro a los aparceros.

Su padre se echó a reír por el comentario.

—He de decir que te has tomado esto mucho mejor de lo que me imaginaba, George.

Hawk lo miró.

—Me lo he tomado extraordinariamente mal, señor. Te desprecio por tu tontería y egoísmo. ¿Se te ha ocurrido pensar en el bienestar de tu gente aquí?

—¡No son mi gente!

—Te ha complacido bastante llamarlos así durante más de un cuarto de siglo. Esas familias llevan siglos viviendo en esas casas, padre. ¿Y no te importa nada esta casa?

—¡Menos que nada! Es una maldita casa de granja, por mucho que te guste llamarla casa solariega.

Hawk deseó que su padre estuviera bien, porque entonces tal vez se sentiría justificado al golpearlo.

—Y Slade va a ser el señor terrateniente aquí, puesto que el título va con la propiedad. Has vendido a todo el mundo de aquí por tus mezquinos fines.

A su padre se le puso roja la cara, pero alzó el mentón.

—¡No me importa! ¿Qué es este lugar para mí?

—¿Qué es algo para ti, entonces? ¿La propiedad Deveril? Maldita y fría comodidad va a ser sin dinero para llevarla, ¿verdad?

Su padre lo miró furioso, pero dijo:

—Tienes razón en eso. Por eso se me ha ocurrido una solución. No eres un hombre mal parecido y tienes cierta habilidad en el trato. Cásate con la heredera.

Hawk se echó a reír.

—¿Casarme con la «puñetera muchacha» para rescatarte? Creo que no.

—Para rescatar Hawk in the Vale, George.

Eso dio en el clavo, y su padre lo vio.

De todos modos, se le sublevaron todos los instintos. Muchísimos años antes había hecho el juramento de que no repetiría el error de sus padres. No se casaría a no ser que estuviera seguro de que viviría en armonía con su pareja. Había aceptado que eso significaba que tal vez no se casaría nunca, pero eso sería mejor para todos que más amargura y mal humor.

—Tengo una idea mejor —dijo. —¿Tienes alguna razón convincente para creer que el testamento es falso? ¿Qué argumentos han expuesto los abogados en el tribunal?

Su padre lo miró furioso, pero contestó:

—Fue escrito a mano y le deja todo el dinero a esa chica, que tendrá todo el control cuando cumpla los veintiún años.

—Absurdo.

—Absolutamente. Y la heredera es una tal Clarissa Greystone. Puede que no hayas oído hablar de los Greystone. Borrachos y jugadores, todos y cada uno.

—Y sin embargo no lograste invalidarlo. ¿A qué se debe el fracaso, aparte de los mejores abogados y la influencia de personas poderosas y elevadas? Nuestros tribunales no son tan corruptos, espero, como para rechazar la razón.

—Porque el testamento estaba escrito con la letra de Deveril y lo encontraron en un cajón cerrado con llave en el que no había señales de que hubieran forzado la cerradura.

—¿Testigos?

—Dos hombres empleados de él, que desaparecieron después del asesinato.

—¿Asesinato? ¿Cómo murió?

—Apuñalado por la espalda en la parte de atrás de un tugurio de uno de los barrios pobres de Londres. Tardaron unos días en encontrar su cadáver.

—Buen Dios. O sea, ¿que fue asesinado, esa chica Greystone tiene todo su dinero y nadie ha podido demostrar que ella lo asesinó? —Se rió. —¿Y crees que yo me casaría con una mujer como esa?

—O eso, o pierdes Hawkinville, mi querido muchacho.

Hawk apretó fuertemente el respaldo de la silla.

—Encuentras una especie de satisfacción en esto, ¿verdad? ¿Tanto placer te da verme retorcerme colgado de este anzuelo?

La sonrisa torcida sí fue una sonrisa burlona.

—Me da placer verte en cualquier situación que te haga bajar los humos. Te sientes tan superior, sobre todo desde que has vuelto a casa. Siempre me has despreciado porque me casé por dinero, ¿verdad? Bueno, ¿qué vas a hacer ahora que te encuentras en esa misma situación?

—¿Qué voy a hacer? —¿Que no sea estrangularte? Voy a demostrar que ese maldito testamento es falso, y, si es posible, me encargaré de que cuelguen a esa muchacha Greystone por asesinato. Y después, espero, te veré marcharte de aquí y comenzaré a reparar los daños que has hecho durante toda tu vida.

La sonrisa burlona se quedó algo inmovilizada, pero su padre no se dignó a contestar.

—¿Cuándo vence el plazo del préstamo? —preguntó.

Su padre se echó a reír.

—El uno de agosto.

—¡Dos meses! —Domínate, domínate, se dijo Hawk, soltando lentamente las manos del respaldo. —Entonces será mejor que comience, ¿no?

Sólo cuando ya había salido de la apestosa habitación cayó en la cuenta de otro aspecto desastroso, y la comprensión lo golpeó fuerte. Los títulos son hereditarios; algún día tendría que ser lord Deveril.

Por primera vez, le deseó sinceramente a su padre una vida muy, muy larga.

Pero lejos de allí.

En sus preciosas propiedades Deveril.

Sin darse cuenta, por instinto, salió a refugiarse a la rosaleda de su madre, aun cuando ella era la culpable de todo ese desastre. Le habían dicho que en ese tiempo la cortejaban hombres sensatos, dignos de confianza, de la localidad.

Movió la cabeza de un lado a otro. Eso era historia pasada. Por el presente y por el futuro, el Halcón tenía que emprender el vuelo para otra caza y, como recompensa, lo aguardaba un seductor y dorado futuro.

Podría demostrar que el testamento era una falsificación, obtener ese dinero para su padre, y entonces el nuevo lord Deveril se marcharía de ahí; después de pagarle la deuda a Slade, lógicamente.

Veinte mil libras. La sola idea de esa suma lo hacía tambalearse, pero la hizo a un lado. Lo esperaba cinco veces eso si hacía bien su trabajo.

Entonces tendría Hawkinville. Su padre la llamaba una casa de granja y tenía razón. Era una casa de dos plantas y sólo tenía cuatro dormitorios. El cielo raso era bajo, los muebles y accesorios simplemente prácticos, y el «terreno» consistía en el patio y una huerta atrás.

Pero ese era su trozo de cielo. No permitiría que la derribaran, ni permitiría que Slade arrancara el corazón de la aldea Hawk in the Vale.

Salió por la puerta exterior y echó a caminar de vuelta al prado comunal. Unas cuantas personas lo llamaron, agitando las manos, sin tener idea de que su mundo estaba en peligro. Los saludó agitando la suya, pero se volvió a mirar la casa y la hilera de casitas de aparceros.

La mayoría de las puertas estaban abiertas y por ellas entraban y salían niños corriendo. Los mayores, que habían vivido la mayor parte de su vida en esas casas, estaban sentados fuera, encorvados, mirando la alegría y los juegos de los críos. Las madres, con sus bebés en la cadera o al pecho, conversaban entre ellas, vigilantes, con un ojo puesto en sus familiares.

Ninguna de las casas tenía las paredes parejas ni lisas, y la mayoría de los techos de paja necesitaban reparación; eso era responsabilidad del terrateniente, no de los inquilinos o aparceros. No había rosales floridos delante de las casas, porque estas daban al camino circular que rodeaba el prado comunal, con las fachadas hacia el norte, pero él sabía que en las largas huertas de atrás, junto al río, florecían rosas entre las bien cuidadas verduras que alimentaban a esas familias.

Vio pasar a Slade por ahí, sonriendo de oreja a oreja; estaba claro que, en su imaginación al menos, ya se sentía el amo allí. Tal vez estaba visualizando todo eso despejado y limpio, con la mejora de un edificio moderno.

El puro y simple deseo de asesinarlo lo mantuvo rígido un momento. Pero no, eso no serviría de nada.

¿Qué haría si no lograba demostrar que el testamento era falso?

Pues, intentaría demostrar que la chica Greystone era una asesina. Eso daría tan buen resultado como arrojar dudas acerca del testamento. Probablemente ni siquiera sería difícil para un hombre como él. Parte de su trabajo en la guerra era hacer investigaciones, y era muy bueno en eso.

Había esperado no tener que soltar nunca más al Halcón. Esas investigaciones le habían dejado recuerdos muy desagradables, y a veces lo llevaron incluso hasta el borde de su honor.

Pero este asunto era de nuevo la guerra. En silencio se prometió a sí mismo que ni la codicia ni la locura destruirían la aldea Hawk in the Vale.