CAPÍTULO 14
Mientras iban caminando de vuelta a casa, Van le dijo a Hawk:
—¿No era la Paloma Blanca la mujer con la que estuvisteis hablando? No es de buen gusto presentársela a una damita decente, ¿sabes?
—¿Qué damita decente? Clarissa me la presentó a mí.
Van se rió, pero dio la impresión de que no se lo creía del todo.
—¿La Paloma Blanca? —preguntó María. —Ah, la actriz. La vimos en el papel de Titania, Van, ¿te acuerdas? Es una excelente actriz. De hecho, está aquí representando a lady Macbeth.
—Un violento cambio de papeles —comentó Hawk. —Y es difícil verla como el sangriento poder detrás del podrido trono.
Maria lo miró enfurruñada.
—¿Quieres decir que una mujer hermosa no puede ser peligrosa también?
Él le sopló un beso.
—Ningún hombre sensato se lo creería.
—Y mucho menos si va armada con una pistola —dijo Van, como si eso fuera un chiste secreto.
Hawk, mientras tanto, estaba pensando que también la belleza clásica tenía algo que ver con eso.
Qué tremendamente fácil sería tomar el camino que lo llamaba.
Casarse con ella. No, fugarse con ella. Sospechaba que lograría convencerla de hacerlo. Rosas. Infierno.
Piensa en los tres días de viaje a la frontera, se dijo, rodeado por su radiante entusiasmo, sabiendo que la llevas al matadero. Imagínate la noche de bodas; su rendición, inocente, confiada.
Dios santo, no, no. No debía ni pensarlo.
Mucho mejor que ella simplemente lo odiara y fuera libre.
Carpe diem, le susurró el demonio.
Sí, tal vez podría robar un día más antes del mañana.
Y le iría muy bien ser práctico como el halcón. Todavía sabía muy poco sobre ella y los Arden. Si jugaba bien sus cartas, podría enterarse de los detalles que necesitaba.
Mañana.
En Hawk in the Vale.
Al día siguiente, a rebosar de entusiasmo, Clarissa contemplaba el paisaje por las ventanillas del coche de los Vandeimen cuando este iba atravesando el puente de arco para entrar en la aldea Hawk in the Vale. Sentía una enorme curiosidad, pero también iba preparada para aprovechar cualquier oportunidad que se le presentara para favorecer su causa. Si Hawk no le proponía matrimonio, se prometió, lo haría ella antes de que se marcharan de allí.
Las damas iban en el coche y los caballeros, Hawk, lord Vandeimen y lord Trevor, cabalgaban a los lados. Althea había mascullado que no necesitaba un acompañante, pero pareció aliviada cuando se enteró de que este sería lord Trevor, que era una excelente compañía, ya que no daba señales de desear ser un pretendiente.
La señorita Hurstman no los acompañaba, puesto que ese día tocaba la reunión semanal de la Sociedad Intelectual de Señoras, la cual, aseguraba, era «un oasis de cordura en medio del Manicomio».
Clarissa no había notado nada particularmente diferente en la actitud de su carabina, y no había visto ni rastro del señor Delaney. De todos modos, la aliviaba estar fuera de Brighton y sentirse segura.
Los tres caballeros eran excelentes jinetes, pero Clarissa no podía dejar de sonreír cada vez que miraba a la gata, instalada muy orgullosa y erguida sobre el caballo, delante de Hawk. Jetta se había negado rotundamente a ir en el coche, dando a entender claramente que consideraba inferior la compañía femenina.
De tanto en tanto, Hawk la acariciaba y la gata entrecerraba los ojos de placer. Clarissa se imaginaba bastante bien el placer que sentiría ella si él la acariciara así. ¿Los hombres acariciarían a las mujeres de la misma manera que acariciaban a los gatos?
Durante el trayecto, lady Vandeimen había insistido en que todas se trataran de tú, llamándose por sus nombres de pila. Clarissa aceptó feliz, pensando que pronto serían verdaderas amigas. La dama les explicó lo que sabía de Hawk in the Vale, y ella saboreó cada bocado, debido, sobre todo, a que eso la hacía sentirse como si la acogieran bien en la comunidad.
Durante la conversación se enteró de que la familia de Hawk era la más antigua y, en cierto modo, la más importante del lugar, a pesar de que no poseía ningún título, aparte del de señor terrateniente, que iba con la casa solariega. Si otra persona la comprara, se convertiría en el terrateniente.
Las otras familias principales eran los Vandeimen y los Somerford, cuya cabeza visible era lord Amleigh. Estas dos familias tenían propiedades fuera de la aldea, pero Hawkinville Manor estaba en Hawk in the Vale, al estilo antiguo.
A lo largo de la conversación María fue intercalando algunos cotilleos interesantes.
«No hace mucho lord Amleigh heredó el título de conde de Wyvern. La sede del condado está en Devonshire. Sin embargo, parece que el difunto conde tenía un hijo legítimo, que tenía el derecho a reclamar el título. Es una historia bastante extraña. El conde se había casado en secreto con una mujer de una buena familia de la localidad. Pero los dos estaban tan descontentos el uno del otro que guardaron en secreto el matrimonio, y ella se lió con el tabernero del pueblo y se fue a vivir con él. ¡Se dice que el tabernero era también contrabandista!»
«¿Y ahora aparece el heredero secreto? —preguntó ella. —Es como una obra de teatro. O una novela gótica.»
«Sólo que en este caso el "conde malo" es lord Amleigh, y él no desea para nada esa herencia.»
«Pero es una idea interesante —dijo ella. —Un matrimonio de prueba, quiero decir. Me imagino la cantidad de desastres que se podrían evitar con eso.»
«¡Clarissa! —protestó Althea, aunque riendo.»
«Bueno, es cierto.»
«Sí que es cierto —dijo María, y parecía decirlo en serio.»
Eso la hizo pensar cómo sería el primer matrimonio de la dama, porque saltaba a la vista que en el segundo no había ningún tipo de desilusión.
«De todos modos, está el asunto de los hijos —continuó Maria. —¿Qué pasa si el matrimonio de prueba tiene consecuencias?»
¿Qué pasa si se descubre el matrimonio de prueba?, pensó ella.
¿Podría ella comprometer de alguna manera a Hawk para obligarlo a casarse con ella?
«He enviado un mensaje a los Amleigh invitándolos a almorzar con nosotros en Steynings —dijo María entonces. —Es decir, si por fin han acabado el enlucido del comedor».
Entonces tuvo que enterarse de más cosas de las que le interesaban acerca de las dificultades de reparar una casa descuidada durante diez años, y una casa que no había sido bien construida además.
La casa de Hawk era más antigua. ¿Estaría entonces en peores condiciones? Al igual que María, ella tenía el dinero para repararla.
Él se había adelantado para asegurarse de que todo estuviera preparado para ellos. Ya anhelaba verlo.
En ese momento el coche iba traqueteando por un accidentado camino que pasaba por un lado del verde prado comunal de la aldea, dejando atrás una hilera de viejas casitas de piedra que se veían tan necesitadas de reparación como el camino.
Tal vez por eso Hawk le iba detrás a una fortuna.
De repente, del pasaje entre dos casas salieron corriendo varios cerditos, perseguidos por tres niños descalzos. Fue una suerte que salieran después que el coche hubiera pasado, no antes. Divertida observó a los pihuelos tratando de hacer volver a los cerditos a la casa.
María dirigió su atención a la iglesia.
—Es anglosajona, por supuesto.
Sí, lo parecía; incluso la torre de piedra de planta cuadrada. Su antigüedad hacía pintoresca la aldea, pero poseía algo más, algo más sutil, que la hacía verse... mmm... correcta. Ella nunca había visitado un pueblo o ciudad en que los diversos detalles y piezas calzaran o concordaran tan bien, como la variedad de flores en un jardín silvestre.
Entonces los ojos se le quedaron clavados, no, más bien enganchados, en una pieza discordante: una monstruosa casa estucada con columnas corintias flanqueando su liso y reluciente camino de entrada. Había otras casas nuevas, además de casas de todos los periodos a lo largo de cientos de años, pero solamente esa se veía horrorosamente fuera de lugar.
—¿Qué es esa casa blanca? —preguntó.
—Ah —dijo María. —Pertenece a un recién llegado. Un industrial rico apellidado Slade. —Arrugó la nariz. —No encaja, ¿verdad? Pero él está muy orgulloso de ella.
—¿No se lo pudieron impedir?
—Por lo visto, no. Al parecer, se ha congraciado con el señor terrateniente. El padre de Hawk.
El coche se detuvo y al instante saltó el lacayo al suelo para ayudar a bajar a las damas. Lord Trevor y lord Vandeimen desmontaron, y por la puerta abierta salió trotando un mozo a encargarse de los caballos.
Por esa puerta Clarissa vio una vieja casa. Hawkinville Manor. Esa tenía que ser.
Le asombraba no haberla visto desde el coche cuando iba mirándolo todo, pero claro, la casa parecía fundirse con el entorno, y su apariencia no desentonaba en absoluto con las casitas en hilera ni con otras casas cercanas; además estaba rodeada por una muralla alta prácticamente tapada por una exuberante variedad de plantas. La torre también estaba revestida de hiedra.
La muralla y la torre sin duda debieron ser necesarias para la defensa en el pasado. En ese momento, con las puertas de la entrada abiertas de par en par, vio un patio ajardinado y parte de la casa, con techo de paja y viejas ventanas con paneles romboidales. Por la pared de la fachada subían rosales y otras plantas trepadoras, que parecían más una obra de la naturaleza que de la arquitectura.
Absorta contemplando lo que se veía de la casa oyó vagamente el crujido de las ruedas del coche alejándose en dirección a la posada. Sin embargo, ella estaba entrando por la puerta.
—Encantadora —dijo Althea, educadamente.
—Sí —convino ella, aunque encontraba totalmente inadecuada esa palabra.
Sólo un poeta sería capaz de hacerle justicia a esa pura magia de la casa Hawkinville.
El suelo del patio estaba sensatamente allanado con gravilla, pero ese era el único toque moderno. En el centro, semejante a una isla, un jardín lleno de rosales cargados de rosas daba cabida a un antiquísimo reloj de sol. El reloj estaba orientado de una manera que indicaba a las claras que no señalaba la hora, pero claro, ella dudaba mucho que alguna vez los relojes de sol hubieran señalado la hora con precisión.
Ese lugar existía ahí desde antes que tuviera algún sentido llevar la cuenta de los minutos o incluso de las horas.
Tanto el patio como la casa estaban bañados por la luz del sol; un sol que calentaba, por milagro, y daba la impresión de que siempre brillaba allí. Muchas ventanas estaban abiertas, como también la puerta de la casa, de roble macizo sobre un marco de hierro. La puerta abierta ofrecía un atractivo atisbo de un corredor enlosado que continuaba hacia atrás, el suelo irregular como la superficie de un río, desgastado en el centro por muchas pisadas, hasta otra puerta abierta por la que se divisaba otro seductor jardín. Avanzó otro paso.
Oyó el gruñido de un perro. Pestañeando sorprendida, vio a cuatro enormes perros cazadores echados al sol cerca del umbral de la puerta. Uno la estaba mirando indolente, pero alerta.
—Daffy.
Al oír esa palabra el perro apoyó la cabeza en las patas, relajado. Entonces salió Hawk de la casa, pasando por un lado del perro, con Jetta en los brazos.
Él acarició a la ronroneante gata, pero con los ojos fijos en ella.
—Bienvenida a Hawkinville.
¿Por qué diablos se sentía casi conmocionado al ver a Clarissa ahí, cuando sabía muy bien que venía y la esperaba?, pensó Hawk. Era como si el aire se hubiera enrarecido, o como si hubiera cabalgado y trabajado tanto que estaba a punto de desplomarse de agotamiento.
Sobreponiéndose, comenzó a contestar las preguntas. Sí, el reloj de sol era muy antiguo, y lo habían traído del monasterio de Hawks Monkton después de que lo destruyeran en el siglo dieciséis. Sí, la torre databa de antes de la Conquista, pero la habían reparado y reconstruido muchas veces.
Clarissa llevaba un vestido sencillo para ese día en el campo. Él no le había visto nada especial antes, pero en ese momento el color le recordó la nata más exquisita y fresca de la lechería, y lo hacía desear lamer algo.
Sí, la casa tenía una granja, dijo, contestando a lord Trevor, y estaba allí, hacia ese lado. La casa solariega también servía como modesta casa de granja. Más allá de ese muro de la derecha había más dependencias.
Sin duda el vestido era la idea de simplicidad de una modista muy cara, pero el efecto era encantador y agradable, y ahí encajaba tan bien como las rosas. Las cintas doradas de la pamela de paja pasaban por encima de las anchas alas ciñéndoselas a cada lado de la cara.
¿Por qué no se había fijado antes en que eso dificultaría besarla?
Ella se giró a mirar más de cerca el reloj de sol, y se inclinó, al tiempo que riendo intentaba proteger la vaporosa falda de las espinas de las rosas.
Él avanzó unos pasos para ayudarla y ella lo miró y le sonrió; al instante el zumbido de los insectos que pululaban entre las flores se convirtió en un zumbido dentro de su cabeza. A ella la pamela le protegía la cara del sol, pero la sombra arrojada por el ala de paja daba a su cara un resplandor dorado y una insinuación de misterio. Sus sonrientes labios estaban rosados y entreabiertos y él se imaginó su calor, y casi lo saboreó.
¿Qué era la belleza sino eso?
Con aterradora claridad se la imaginó ahí como su mujer. La cogería en sus brazos, así riendo, y subiría con ella la escalera hasta una cama con suaves sábanas, de olor fresco por haber estado tendidas al sol. Y ahí le haría el amor pausadamente, a la perfección.
Se acordó de respirar, y cuando dejó de temblarle la mano, sacó su navaja.
—Permitidme cortar una rosa para cada una, señoras.
Para la señorita Trist cortó una rosada y antes de entregársela le quitó cuidadosamente las espinas al tallo. Para Maria cortó una blanca. Después buscó una dorada, una rosa dorada perfecta, y cuando encontró una que estaba empezando a abrir los pétalos, la cortó y se la ofreció a Clarissa.
Ella se acordó. Él vio que lo hacía, porque se ruborizó, añadiendo el color del rubor al resplandor dorado de misterio que le daba su pamela, y levantó la rosa para aspirar su perfume.
Recordó sus tontas e irreflexivas palabras sobre las rosas. Y recordó que ella no era para él. Carpe diem.
El mañana no era para ellos.
Sintió un intenso deseo de alargar la mano y tocarla, simplemente acariciarle la mejilla. Deseó decirle que ese momento, por lo menos, era verdadero. Deseó encerrarla con llave en un lugar seguro y secreto donde no volviera a estar nunca más en peligro.
El reloj de la iglesia comenzó a dar las campanadas, devolviéndolo bruscamente a la realidad.
Cuando sonó la décima y última campanada, pudo volver a hablar con normalidad y hacer pasar a la casa a los invitados. Los invitó a virar a la derecha y a entrar en el salón principal, que daba al patio de entrada. Después escapó, disculpándose con que tenía que ir a avisar a su padre que habían llegado.
Clarissa paseó la mirada por el salón, que era sencillo pero bello. El cielo raso era bajo, y había notado que Hawk tuvo que agachar un poco la cabeza para pasar por la puerta, pero todo en él era acogedor, la envolvía en una sensación de agrado y bienestar. Podía imaginarse sentada ahí una tormentosa noche de invierno, con un buen fuego ardiendo en el hogar, y las cortinas bien cerradas. Una persona se sentiría siempre segura ahí. Incluso la Heredera del Diablo.
Entonces supo sin lugar a dudas que estaría segura y a salvo en los brazos de Hawk y en su casa.
Volvió a llevarse la rosa dorada a la nariz. Desprendía poco aroma, y este bastante elusivo, pero era delicioso y parecía contener el hechizo de la luz del sol. Una rosa dorada. Eso tenía que significar que el afecto de él era real, y que su plan era bueno.
Fuera cual fuera el motivo que lo hacía vacilar, no era renuencia.
Tal vez simplemente pensaba que estaría mal meterle prisas. Aunque le parecía que llevaba toda una vida en Brighton, sólo llevaba allí poco más de una semana. Tal vez él se había impuesto una restricción: no proponerle matrimonio hasta pasadas dos semanas, por ejemplo.
Volvió a aspirar la rosa, sonriendo. Estaba segura de que esa restricción se podía anular.
Maria se sentó en uno de los viejos sillones de madera con cojines cuyas fundas estaban bordadas con estambre.
—¿Te gusta la casa, Clarissa?
Clarissa se apresuró a volver a la realidad.
—Es preciosa.
—Mejor que pienses eso. Pero por lo menos necesita alfombras nuevas.
—Maria, no comiences a redecorar una casa ajena —le dijo su marido.
Se miraron sonriendo traviesos.
—Eso le corresponderá a la esposa de Hawk —dijo Maria.
—No hasta que haya muerto su padre —dijo lord Vandeimen.
Clarissa vio pasar una ligera expresión de reserva por su cara. ¿Era por pensar en la esposa, o por pensar en el padre? Maria Vandeimen era muy discreta, pero denotó una cierta frialdad en su voz cuando habló del señor terrateniente Hawkinville durante el viaje.
Eso era una pequeña nube en el horizonte, tuvo que reconocer. Le encantaba esa casa, pero, ¿cómo sería compartirla con el padre de Hawk, en especial si era un hombre desagradable?
Un pequeño precio por el cielo.
—¿Cuál es tu opinión, entonces, Clarissa, sobre el tema de las alfombras? —le preguntó Maria.
Ella miró la descolorida y desgastada alfombra turca que cubría el suelo de tablones de roble oscuro, revelando que algunos de estos estaban combados, y pensó que cualquier cambio estropearía algo tan natural y perfecto como las rosas del jardín. Mirando con más atención, vio que los cojines de los viejos sillones estaban hundidos, y los bordados descoloridos y desgastados por el tiempo.
—Pienso que le sientan bien a la casa —contestó sonriendo.
Maria se echó a reír.
—Va bien que tengamos gustos diferentes, ¿verdad? Clarissa miró hacia lord Vandeimen, hombre de muy buena apariencia y agradable, que no le despertaba el menor interés.
—Sí, desde luego —dijo.
Maria volvió a reírse.
Un enorme hogar ocupaba gran parte de una pared, y a un lado había un viejo sofá de roble. En la pared de la fachada había una hilera de ventanas de paneles pequeños, todas abiertas al soleado patio. Clarissa fue a situarse junto a una de ellas. Hasta ahí llegaba un suave perfume, a rosas, a lavanda y a muchas otras plantas que no sabría nombrar. De los aleros llegaban trinos de gorriones, de más allá arrullos de palomas, y por todas partes se oían cantos de pájaros.
Ay, sí que deseaba Hawkinville Manor.
Encontraba casi incorrecto sentir eso. Era a Hawk al que debía desear, y sí, lo deseaba, angustiosamente, pero se estaba enamorando locamente de su casa también.
Era más que amor. Era como si esa casa fuera un engarce para ella, en la que encajaba a la perfección. En ese momento se sentía como si estuviera echando raíces, como si de sus pies estuvieran brotando raicillas que iban perforando la descolorida alfombra y el viejo suelo de roble y enterrándose en la tierra, resueltas a quedarse ahí.
Por fuera de la puerta de la muralla pasó un calesín, y el ruido la sacó de sus impacientes pensamientos. Detrás pasaron dos mujeres, charlando y riendo. Al instante retrocedió, como si ellas pudieran mirar hacia dentro y verla, como si pudieran percibir sus anhelos. De todos modos, le encantaba ver cómo la casa formaba parte de la aldea, ya que no estaba enclavada en el interior de un enorme parque.
Entonces volvió Hawk, haciéndole bailar el corazón y casi mareándola. La gata seguía en sus brazos.
—Permíteme que te muestre esta planta. He de decir que esto no es una gran mansión, sino simplemente una casa.
Clarissa salió con él al corredor con el suelo de losas de piedra.
Las paredes estaban pintadas de blanco, y un zócalo alto de roble oscurecido cubría la parte inferior; aquí y allá colgaba algún cuadro. Sobre una mesilla adosada a una pared había un jarrón con algunas flores del jardín. No era un arreglo formal ni elegante, lo mismo que la casa, pero sí bonito y totalmente acertado para ese entorno.
Jetta emitió un suave ronroneo. Clarissa pensó que ella ronronearía así también si Hawk la estuviera acariciando de esa manera distraída pero sin parar.
—Es preciosa —dijo.
—Eso me parece a mí. Sin duda no es práctico de mi parte, pero no querría que cambiara.
—¿Quién querría?
Él la miró sonriendo.
—Muchísimas personas, sobre todo si tuvieran que vivir aquí. Y si son altas.
Agachó ligeramente la cabeza para entrar con ella en un comedor de paredes revestidas con paneles de roble oscuro, en el que había otro inmenso hogar, antiquísimos aparadores de roble y una mesa maciza. Esa mesa había sido amorosamente abrillantada durante tanto tiempo que su reluciente superficie parecía tener la profundidad de un estanque oscuro.
En eso entró una mujer con cofia y delantal con una pila de platos en las manos. Se inclinó en una reverencia y sin más continuó con su trabajo.
—¿No te tienta agrandar un poco las puertas? —le preguntó Clarissa.
—Sería un serio desafío estructural —dijo él. —Estoy aprendiendo con dolorosas experiencias.
La llevó a través de otra puerta a otro salón, contiguo al comedor.
También en esta sala una hilera de ventanas ocupaba casi toda una pared, con un asiento adosado a todo lo ancho. La vista que se contemplaba desde ahí era una sencilla extensión de césped con un pequeño jardín de rocas y parterres de flores. Más allá fluía el río, en el que nadaban dos cisnes, como para completarle el cuadro para su disfrute particular.
Qué maravilloso pasar la largas tardes de verano en ese asiento, tan cerca de ese río.
Con Hawk.
Y eso no era sólo una ilusión.
Estaba resuelta a convertirlo en una realidad.