CAPÍTULO 16
Hawk le ofreció el brazo a Clarissa para guiarla hacia el bosque y la soledad. La miró, pero la pamela de paja dorada le ocultaba la cara, convirtiéndola en una mujer misteriosa, como si no hubiera ya suficiente misterio en ella.
No había planeado ese paseo sin carabina, pero puesto que le había caído en las manos, no rechazaría el regalo. Podría aprovecharlo para indagar detalles sobre la muerte de Deveril, pensó, aunque sabía muy bien que simplemente deseaba disfrutar de ese tiempo con la mujer a la que no podía tener.
Era peligroso, eso lo reconocía. Una extraña magia se había ido introduciendo en ese día, y se sentía como si fuera caminando por el interior de un círculo feérico, que lo iba despojado lentamente de la lógica y la fuerza de voluntad.
Pero no haría nada incorrecto. Se lo había prometido a Van y una promesa así era sagrada.
De todos modos, con la compañía de una carabina severa sería todo más seguro.
Al oír un maullido miró atrás y vio a Jetta, que venía corriendo hacia ellos como un purasangre.
—Ah. Una carabina después de todo.
—¿Necesitamos una? —preguntó ella.
La miró y alcanzó a ver una expresión de recatada picardía que lo hizo desear gemir. ¿Qué haría si ella tenía intenciones descocadas hacia él?
Llegó la gata y emitió un último maullido de protesta. Él la cogió al tiempo que le decía a Clarissa:
—Si crees que no la necesitamos, Azor, es que eres una ingenua.
Ella se ruborizó, lo que sólo aumentó el aniquilador resplandor de su cara.
—Soy capaz de decir no a cualquier cosa que no desee, Hawk. ¿Quieres decir que me forzarías?
Continuaron caminando, él con la gata ya muy contenta y relajada en su brazo.
—Tienes una idea equivocada sobre el papel de la carabina, niña mía. Su papel no es impedir que los lobos ataquen sino impedir que las doncellas se arrojen en las fauces de los lobos.
Entonces ella lo miró y él pudo verle toda la cara, y su expresión era decididamente descocada.
—Siempre me ha fastidiado tener carabina.
Él acarició a la gata.
—Jetta, creo que eres muy necesaria aquí.
Clarissa se rió, con un encantador borboteo que él no le había oído. Unas semanas atrás, en Cheltenham, ella no se reía así, tan relajada y feliz. Seductora.
Se la imaginó claramente riéndose así en la cama. Desnuda en una cama bien usada.
Había visto a hombres hechizados por mujeres descocadas, muchas veces hasta el punto de olvidar y mancillar su honor, y una o dos veces hasta el punto de arruinarse totalmente. ¿También ellos se sentirían despreocupados al caer, como si unos momentos mágicos valieran cualquier destino?
Si tuviera algo de sensatez, se volvería inmediatamente a la casa.
Pero continuó caminando con ella, dejando atrás la luz del sol y entrando en el fresco misterio del bosque. Jetta saltó al suelo para explorar y él buscó algo inocuo que decir.
—Jugábamos muchísimo aquí de niños.
—¿A caballeros y dragones?
—Y a cruzados e infieles. A piratas y marinos de la armada, pero siempre éramos los piratas.
A ella se le ladeó un poco la pamela y él alcanzó a verle la nariz.
—Una inclinación a la delincuencia, veo.
Esa era una oportunidad, no podía dejar de aprovecharla.
—Por supuesto. ¿Nunca has jugado a ladrones o bandidos?
La observó atentamente, pero puesto que sólo le veía la nariz, era difícil juzgar su reacción.
—¿Y tú? —preguntó ella.
Sí, ahora, pensó él.
Qué apacible parecía todo en ese mundo distinto, a la sombra del verde follaje, rodeados por trinos y gorjeos de pájaros. Jetta se metió de un salto entre unos helechos y al momento salió, afortunadamente sin ningún trofeo.
Contemplando a la sirena que caminaba tan recatadamente a su lado, deseó que eso fuera realmente un paseo inocente, en absoluto ensombrecido por los problemas que les acechaban.
—Aquí no. Ninguno de nosotros deseaba representar a un verdadero villano. A los piratas no los considerábamos villanos, lógicamente. Los dragones, los infieles y los marinos de la armada tenían que ser imaginarios.
Ella giró la cara para mirarlo y él pudo verle la sonrisa completa.
—Pero los villanos suelen tener los mejores parlamentos. Siempre pedía ser la villana en las obras de teatro que representábamos en el colegio.
—Una inclinación a la villanía, veo.
—Tal vez —dijo ella, aunque en tono de risa, sin dar un sentido tenebroso a la palabra. —Prefería eso a ser la heroína. Hay muy pocos papeles buenos para una heroína.
—Shakespeare tiene algunos.
—Cierto. Porcia, Beatriz. Una vez representé a lady Macbeth...
¿Se lo imaginó, o a ella se le oprimió la garganta como si una mano se la hubiera apretado para impedirle decir algo más? ¿Por qué? ¿Qué había en lady Macbeth que no se pudiera decir? Como lejanos redobles de tambores hablando de muerte, recordó la daga ensangrentada de la obra.
—Pero ¿lady Macbeth es una heroína? —preguntó, observándola. —Incita un asesinato.
Estaba casi seguro de que fue lord Arden el que mató a Deveril, pero, ¿que lo hubiera incitado Clarissa? ¿Que le hubiera puesto la daga en las manos? Eso no era un cuadro que deseara imaginar.
—Sufre por eso —dijo ella.
—Pero algunos asesinos se benefician de sus crímenes.
—Sólo si no los cogen.
Lo hacía cada vez mejor lanzando palabras sin mostrar sus sentimientos. La admiraba por eso, pero ojalá fuera un poco más transparente.
¿Cómo habría ocurrido exactamente? ¿Un asesinato premeditado o un impulso del momento? Eso era importante. A él le importaba porque no deseaba que ella fuera culpable ni en el más mínimo grado, e importaría si alguna vez, no lo permitiera Dios, llegaba a los tribunales.
Se estaba zambullendo en un juego peligroso. Removiendo esa olla corría el riesgo de que se derramara todo y llevara a la destrucción.
—Ese es un papel difícil para una escolar —comentó, —pero representar a Macbeth sería más difícil aún.
—Ah, en realidad no —dijo ella, y su voz volvió a sonar normal. —Lo descubren por algunos indicios, ¿verdad? En todo caso, a las escolares les encantan los dramas tenebrosos y las tragedias. Toda chica de quince años ansia morir como una mártir. Nos gustaba representar la historia de Juana de Arco para entretenernos.
Se había alejado hábilmente del borde del abismo.
—Vosotras jugabais a ser Juana de Arco mientras nosotros jugábamos a ser Robin Hood. Una santa y un ladrón. Tal vez eso refleja la diferencia entre chicas y chicos.
—Una santa militante y un ladrón honorable. A nosotras no nos atraía el tipo de santa que se pasa la vida orando y en paz, así como ninguno de vosotros deseaba ser un verdadero villano.
Él apartó una rama para abrirle paso.
—Reclutábamos a algunos. El cuidador del campo de aquí era sin saberlo nuestro sheriff de Nottingham. Eludirlo era un reto, en especial porque no siempre aprobaba lo que hacíamos y siempre llevaba un grueso palo.
—¿Y la doncella Marian? —preguntó ella, mirándolo traviesa.
—No se nos ocurrió pensar en ella hasta que no fuimos mucho mayores.
Ella volvió a reírse, con esa encantadora risa.
Él se detuvo bruscamente y sin pedirle permiso ni disculpas le soltó las cintas de la pamela hasta que esta le quedó colgando a la espalda.
Ella simplemente lo miró, sin resistirse. Tentadora, exigente incluso.
Con dificultad, él recordó la promesa que le había hecho a Van. ¿Un beso, tal vez?
No, incluso un beso era muy peligroso en ese momento.
—Nosotras representamos Robin Hood una vez —dijo ella.
—¿Quién eras tú? ¿Robin? ¿La doncella Marian? ¿El malvado sheriff?
—Alan-a-Dale.
—¿El juglar? ¿Cantas, entonces?
Lo sorprendía que pudiera haber algo de ella que él no supiera.
Ella sonrió, todo un hermoso cuadro de inocencia pecosa bajo la luz verde dorada que se filtraba por las copas de los árboles. Entonces comenzó a cantar:
Aquel que quiera reposar conmigo
bajo el árbol del verde bosque
y unir su alegre canción
a los melodiosos trinos de los pájaros.
Comenzó a retroceder, sin dejar de cantar:
Venga aquí, venga aquí, venga aquí.
A ningún enemigo hallará aquí,
sino sólo invierno y tiempo crudo.
Venga aquí, venga aquí, venga aquí.
Hawk se quedó inmóvil, atrapado por su dulce y potente voz y la invitación que veía en sus ojos.
«Ningún enemigo, sino sólo invierno y tiempo crudo.» Si eso pudiera ser cierto. Avanzó lentamente.
—¿Shakespeare? No sabía que hubiera escrito nada acerca de Robin Hood.
—A vuestro gusto. En su mayor parte está ambientada en el bosque, así que cogimos algunos fragmentos.
—Tienes una bella voz, y haces una bella invitación.
—«El mundo entero es un teatro —citó ella alegremente— y todos los hombres y mujeres simples comediantes.»
Él deseó ahuyentarla, tal como ella había ahuyentado a los patitos antes. «Estás en compañía de predadores. Huye, huye, vuelve a la seguridad.» Pero le falló la fuerza de voluntad y le tendió la mano.
Un beso. Sólo un beso.
Con los ojos reposados y pensativos, ella se soltó uno a uno los dedos de un guante de encaje blanco y lentamente se lo quitó. Después hizo lo mismo con el otro. Él la observaba mientras iba dejando al descubierto la piel blanca y sedosa, sintiendo pasar un estremecimiento por todo su ser.
Se cogieron las manos, las de ella frescas y suaves, y él la atrajo hacia sí, levantándoselas para que le rodearan con ellas el cuello. La luz moteada le daba a su pelo un vivo color de oro bruñido, y se deleitó contemplando el movimiento de la luz que lo hacía parecer alborotadas llamas. Le gustaba todo de ella, en todos los aspectos; toda ella parecía estar hecha para él. La curva de sus labios carnosos y la expresión tranquila de sus ojos eran perfección pura.
Ella se le acercó un poco más y alzó la cara, expectante, esperando el beso. Esa misma osadía era un aviso, pero él ya no podía hacerle caso a ese aviso. Tomó el beso que ella le ofrecía y que él necesitaba.
Clarissa también lo necesitaba.
Cuando se unieron sus labios y sintió pasar en espiral la deliciosa satisfacción por toda ella, no lamentó nada del pasado ni pensó en el futuro. Se sumergió en el sabroso placer que le daba la boca de él y alegremente se ahogó en ella. Se entregó toda entera, sin reservarse nada, estrechándolo fuertemente, apretándolo contra sí para estar unida a él pulgada a pulgada, para absorberlo.
Cuando el beso acabó se estremeció, en parte de placer, sin duda, pero más aún por el dolor de la separación y el hambre de más; el hambre de eternidad.
Esperó oír las palabras que expresarían el mensaje que veía en sus ojos oscurecidos, que sentía en sus manos acariciándole suavemente las mejillas, pero entonces él se apartó y retrocedió prudentemente.
—¿Dónde estará Jetta?
Ella le cogió la mano.
—¿Nos importa?
Él le apretó la mano, pero dijo:
—Sí, creo que debe importarnos.
Él tenía razón, por supuesto, pensó ella. Si deseaban mantener su honor intacto no debían continuar besándose así. Pero ¿por qué él no decía nada? Aunque se sentía como si se fuera a morir a causa de ese silencio, le daría tiempo hasta que casi estuvieran de vuelta en la aldea. Le daría todo ese tiempo.
Ella fue la que se dio media vuelta y reanudó la marcha por el sendero, y él se dejó llevar, con la mano entrelazada con la suya.
—Cuéntame más de ti, Hawk. Háblame de tu trabajo en el ejército.
Ansiaba saberlo todo de él, y era mucho lo que no sabía.
Creyó que se resistiría, pero pasado un momento, él comenzó a llevarla a ella y contestó:
—Comencé en la caballería, pero pronto me trasladaron al Departamento del Intendente General. Esa es una unidad administrativa separada del resto. Está también la Comisaría, y muchas veces se solapan los deberes y trabajos de ambas divisiones. Su principal finalidad es la administración y organización del ejército. No es tarea fácil la de trasladar de un lado a otro de modo eficiente a decenas de miles de hombres y a todos los parásitos que los acompañan, y llevarlos a la batalla de manera ordenada. Además, el campamento del ejército es como una ciudad. Ahí ocurren todas las cosas que pasan en una ciudad: riñas, robos y otros delitos, como agresiones por venganza o envidia. La mayoría de estos problemas los resuelven los oficiales; imagínatelos como magistrados. —La ayudó a saltar sobre una zanja abierta por un deslizamiento de tierra. —A veces se presentan problemas más complejos, como robos organizados, falsificaciones, asesinatos.
—¿Asesinatos?
Después de decirlo deseó que su tono hubiera sido de simple curiosidad; había reaccionado a esa palabra como un caballo desbocado.
Él le dirigió otra de sus miradas penetrantes. Eso no tenía importancia, se dijo. Pronto estarían unidos y entonces ella se lo diría todo.
—Asesinato —repitió él, —pero rara vez ejecutado con inteligencia. Normalmente es cuestión de seguir las huellas de las pisadas y la sangre.
Ella deseó no haberse estremecido.
—Principalmente investigábamos los delitos que tenían que ver con oficiales o civiles, y claro, siempre hay espías, algunos de ellos traidores.
—¿Hombres del ejército que se han vuelto traidores? —le preguntó ella, verdaderamente horrorizada.
—A veces.
—¿Por qué haría eso alguien?
—Por dinero. No hay límites a lo que pueden hacer las personas por dinero.
A ella le pareció detectar un tono sombrío. ¿Sería porque él se consideraba un cazador de fortunas? ¿Acaso era el sentimiento de culpa el que lo hacía vacilar a la hora de proponerle matrimonio?
Pero estaban hablando de delitos y asesinatos. Esa era una excelente oportunidad para tantear hasta qué punto él se ceñía a la letra de la ley.
—¿Siempre estás a favor de castigar una transgresión de la ley? A veces la infracción tiene una explicación o disculpa. ¿Hay que colgar a una persona por robar una barra de pan?
—No se debería colgar a nadie por robar una barra de pan. Nuestro sistema punitivo es bárbaro e irracional. Pero aquellos que poseen riqueza viven amedrentados por aquellos que son pobres y podrían robarles.
Eso la llevó a hacer la siguiente pregunta:
—¿Y los que le roban la vida a alguien? ¿Siempre hay que colgar a una persona por asesinato?
Él la miró y ella no logró detectar nada en su expresión.
—¿Crees que debería haber clemencia?
—¿Por qué no? La Biblia dice ojo por ojo. ¿Y si el asesinato ha sido una venganza?
—La Biblia también dice: «Aquel que golpea a un hombre hasta matarlo debe ser castigado con la muerte».
Eso no era lo que ella deseaba oír.
—¿Y en el caso de un duelo? ¿Debe ejecutarse al que gana y mata a su contrario?
—Eso dice la ley. Por lo general no se aplica si el duelo se lleva de acuerdo con las reglas.
Ella decidió arriesgarse y referirse a lo esencial del asunto.
—Sin embargo, dijiste que te habría gustado matar a lord Deveril por mí.
Él la estaba mirando fijamente. Lo miró a los ojos, esperando la respuesta.
—Algunas personas se merecen morir —concedió él. —Entonces, ¿en un caso así no querrías que la ley siguiera su curso?
Eso era demasiado franco y osado, pero necesitaba saberlo.
Él no manifestó su acuerdo inmediatamente. Lo pensó.
—¿Quiénes somos nosotros para hacer de ángel de la muerte o de ángel de la misericordia? ¿Quiénes somos nosotros para subvertir la justicia?
—¿Subvertir la justicia?
—¿No es eso lo que has sugerido? ¿Proteger al criminal de la ira de la ley?
Eso era exactamente lo que ella había querido decir, y no le gustaba nada su respuesta.
—Estaba pensando más en un jurado —se apresuró a decir. —Muchas veces prefieren dejar libre a una persona antes que exponerla a un castigo cruel.
—Ah, muy cierto, y a eso se debe que nuestro sistema no funcione. —Se habían detenido y él le frotó suavemente la hendidura bajo el labio inferior con el dorso de un dedo. —Nos hemos metido en un tema muy serio para una tarde de verano. ¿Piensas con frecuencia y a fondo en la justicia y la ley?
—En el colegio teníamos que hablar de esos temas —contestó ella, comenzando a derretirse otra vez, ante esa suave caricia. —¿Te molesta una es..., una mujer reflexiva, educada?
¡Estuvo a punto de decir «esposa»!
A él se le arrugaron las comisuras de los ojos de risa.
—Nooo, no. —Se puso serio y añadió: —¿Qué es, pues, lo que deseas saber sobre mis opiniones acerca de la ley?
Ella lo pensó un momento y contestó con otra franca pregunta:
—¿Alguna vez has dejado libre a una persona porque lo encontrabas justo, aun cuando la ley la habría castigado?
Él dejó inmóvil la mano. Pasado un momento de reflexión, contestó:
—Sí.
Ella hizo lo que le pareció la primera respiración después de varios minutos.
—Me alegra.
—Eso me pareció. Pero en al menos un caso, yo estaba equivocado y por lo tanto fui responsable de otra muerte.
—Pero...
Justo en ese instante Jetta salió disparada de debajo de un arbusto y Clarissa pegó un salto del susto. Se puso una mano en el pecho y Hawk se echó a reír.
—Esa gata va a ser mi muerte. Vamos. Nuestra carabina nos ordena que sigamos caminando.
Jetta había echado a caminar muy altiva delante de ellos.
A pesar de la carabina, Hawk la rodeó con un brazo, tal como hiciera esa vez en la feria, aunque ahí no había ninguna necesidad de protegerla de una multitud.
Esa dulce actitud protectora la relajó, pero también le dio el valor para hacerle otra pregunta:
—¿Te tocó alguna vez investigar a un amigo?
—Una vez. No tuve otra opción. Era culpable de repetidos actos de cobardía y era un peligro para todos sus compañeros.
—¿Qué le ocurrió?
—Nada terrible. Le permitieron dimitir de su puesto alegando mala salud. Lo último que supe de él fue que iba por ahí contando sus actos de valentía y lamentando que la debilidad de su cuerpo lo hubiera obligado a abandonar el escenario de la batalla. —Pasado un momento la miró y añadió: —A veces no conocemos a nuestros amigos.
¿Era eso una advertencia dirigida a ella?
—¿Podemos conocer de verdad a las personas? —preguntó. —¿Alguna vez podemos conocer tan bien a una persona que no nos sorprenda?
—¿Podemos conocernos tan bien a nosotros mismos que no nos sorprendamos?
Ella frunció el ceño.
—Yo creo que me conozco bastante bien, con mis defectos y todo.
—Pero, perdóname, Azor, sólo has volado en territorio circunscrito. Si te aventuraras en lo extraordinario, sin duda te sorprenderías a ti misma, en uno u otro sentido.
Ella lo miró a los ojos.
—Si estamos tan inseguros de todo, incluso de nosotros mismos, ¿en qué nos basamos para conducirnos?
—En último término, en la fe ciega y la confianza.
Confianza. Eso era lo esencial.
—Yo confío en ti, Hawk.
Él desvió la mirada.
—Ah —dijo, —tal vez no deberías.