CAPÍTULO 04

 

Clarissa dejó a las niñas instaladas tomando el té bajo la vigilancia de la cocinera y subió a su habitación con una bandeja con el té para ella. Esperaba que Althea ya estuviera lo bastante recuperada para conversar.

Mientras ponía la bandeja en la pequeña mesa de delicadas patas talladas junto a la ventana, pensó en lo mucho que echaría de menos esa habitación. En otro tiempo había estado impaciente por marcharse del colegio y salir a ver mundo. En esos momentos el colegio y el jardín amurallado eran su consuelo y refugio.

Entonces cayó en la cuenta de que la pared que cerraba el jardín era la que daba a la caballeriza de alquiler Brownbutton. Pero desde esa planta no se veía el patio. Así que podrían andar hombres musculosos totalmente desnudos y ella no los vería.

Por lo tanto estaba más segura.

Segura. Pero obligada a marcharse.

Sonó un golpe en la puerta y fue a abrir.

—Pasa Thea. Estaba a punto de invitarte a tomar el té. —Entonces observó que su amiga tenía algo distinto. —Te has quitado el luto.

Althea llevaba un bonito vestido de muselina de fondo crema con flores azul celeste formando espigas, y se veía muy hermosa.

Más que hermosa, en realidad. El afable comandante Hawkinville se enamoraría al instante si viera a Althea así vestida.

Prefirió no examinar por qué eso la deprimía.

Eso ya había acabado. Jamás volverían a encontrarse.

—Ha pasado un año —dijo Althea, alisándose la suave tela. —Gareth no querría que yo llevara colores lúgubres eternamente. A él... le gustaba este vestido. —Sacó un pañuelo, se lo apretó sobre los ojos y se sonó la nariz. —Se me hará más fácil.

—Sí, sin duda —dijo Clarissa, sin saber qué otra cosa decir. —Venga, vamos a tomar el té.

Althea se sentó y Clarissa le sirvió una taza y le ofreció un pastel.

—Este día tiene que haber sido difícil para ti. Althea tomó un bocado de pastel, con los ojos todavía empañados por las lágrimas. —Para ti también. Ay, Dios.

Le había hecho creer a Althea que ella también estaba de duelo. Eso simplemente ocurrió, por las circunstancias, y después no encontró la manera de aclarar el asunto. La habían convencido de que nadie debía saber la verdad acerca de la muerte de lord Deveril, y que sería mejor que ella no manifestara de ninguna manera el alivio que sentía por su muerte.

Pero repentinamente le resultaba intolerable mentirle a Althea; al fin y al cabo, ¿quién podría creerse que ella no odiaba al lord Diablo?

—Es un aniversario —dijo, —pero no uno triste.

Althea la miró sorprendida.

—Lamento haberte hecho creer otra cosa. Nunca... nunca deseé casarme con lord Deveril. Lo eligieron mis padres. Nunca he lamentado su muerte.

—¿Nunca? —preguntó Althea, con los ojos agrandados por la sorpresa. —¿Nunca, nunca?

—Nunca —repitió Clarissa; después de pensarlo un momento, le hizo otra confesión: —En realidad, me alegré cuando murió. Me sentí más que contenta. Loca de contenta.

Althea se limitó a mirarla, y quedó claro que su alma cristiana estaba horrorizada.

—Lord Deveril tenía la edad de mi padre —se apresuró a explicar Clarissa, pensando si no habría sido mejor no decir nada después de todo. —Pero la edad no era el problema. Era muy feo. Pero ese tampoco era el problema. —Miró a los ojos a su amiga. —Dicho simplemente, Thea, era malo. A pesar de su riqueza y su título, no lo aceptaban en ninguna parte. Nadie me habló nunca de esas cosas, pero no pude dejar de darme cuenta de que se entregaba a todo tipo de depravaciones.

Se sobresaltó al sentir la mano de Althea en su mano.

—Cuánto lo siento. Ojalá me lo hubieras dicho antes, pero me alegra que me lo hayas dicho ahora. Eso explica muchas cosas. Por qué estás aquí. Lo que piensas acerca de los hombres. —Pasado un momento añadió: —No todos los hombres son así.

Clarissa se rió, con la visión algo empañada.

—El mundo sería insoportable si lo fueran. De verdad, Thea, dudo que alguna vez hayas conocido a una persona tan asquerosa. Siento deseos de vomitar con sólo pensar en él.

Althea le llenó la taza y se la puso en la mano.

—Bebe. Eso te afirmará el estómago. ¿Por qué tus padres permitieron ese compromiso?

Clarissa casi se atragantó con el sorbo de té.

—¿Permitirlo? Lo concertaron ellos, y me obligaron a aceptarlo. Me vendieron a él —continuó, notando la amargura en su voz, pero sin poder parar. —Dos mil libras a la firma de mi compromiso, dos mil a la celebración de la boda y luego cinco mil al año mientras yo viviera con lord Deveril como una sumisa esposa.

—¿Qué? ¡Eso es atroz! Tiene que ser ilegal.

—Es ilegal, creo, obligar a alguien a casarse, pero no es ilegal que los padres golpeen a una hija ni que la maltraten de todas las maneras posibles.

A Althea le brillaron los ojos, no de aflicción sino de indignación.

—Aunque tal vez no esté del todo de acuerdo con los evangelios, Clarissa, me siento más que encantada de que lord Deveril haya muerto.

Clarissa se rió de alivio.

—Yo también. Me alegra que haya muerto y me alegra habértelo dicho. Para mí ha sido una carga haberte mentido. Althea ladeó la cabeza. —¿Por qué me lo has dicho ahora? Clarissa puso la taza en el platillo.

—Detesto mentir. —Suspiró. —La señorita Mallory dice que debo marcharme y mi tutor está de acuerdo. —¿Qué harás? —Ese es el enigma. —¿Qué deseas hacer? Clarissa se presionó y frotó las sienes.

—Nunca he pensado en una situación así. El año pasado deseaba asistir a bailes y fiestas y conocer a hombres guapos y galantes. —No hay nada malo en eso.

—Pero ahora soy un escándalo ambulante. Me llaman la Heredera del Diablo. Y encima soy una Greystone. No creo que vaya a recibir muchas invitaciones. Y claro, cualquier hombre galante que atraiga, irá tras mi dinero.

—No todos, estoy segura —dijo Althea, sonriendo.

—Thea, por favor, sé sincera. Ningún hombre ha manifestado jamás un interés en mis encantos. —Hizo un mal gesto al ver la aflicción de Althea. —Perdona. No tiene importancia. De verdad, no deseo casarme, y con el dinero que tengo, no necesito casarme.

—Pero deseas ir a bailes y fiestas.

—Ya no —dijo Clarissa, consciente de que era una mentira.

Si lo pudiera hacer sin provocar un escándalo, seguirían deseando lo que desean la mayoría de las damitas, un breve periodo de frivolidad social.

Althea estuvo un momento pasando los dedos por las flores de su falda.

—Es posible que yo me marche del colegio también.

—Pero si llevas menos de un año aquí.

Un delicado rubor realzó la belleza de Althea.

—Un caballero de mi pueblo le pidió mi mano a mi padre. Un tal señor Verrall.

Aun cuando Clarissa acababa de decir que se iba a marchar, eso le pareció un abandono.

—¿Le pidió tu mano a tu padre? ¿No encuentras muy frío eso?

—Bucklestead Saint Stephens está a setenta millas de aquí, y el señor Verrall tiene cuatro hijos que cuidar.

Peor que peor.

—¿Es viudo? ¿Qué edad tiene?

—Alrededor de cuarenta, supongo. Su hija mayor tiene quince. Su esposa murió hace tres años. Es un caballero agradable. Honrado y amable.

Clarissa sabía que ese era un arreglo sensato. Althea viviría cerca de su amada familia y sin duda ese señor Verrall sería un buen marido. Dado que el padre de Althea era párroco y tenía una familia numerosa, esta no tendría muchos pretendientes dignos. De todos modos, ese señor Verrall se le antojaba mendrugos de pan seco.

—¿No crees que deberías explorar un poco el mundo antes de comprometerte en matrimonio con ese hombre? Atraes a todos los hombres.

Althea negó con la cabeza.

—No volveré a amar.

—Deberías darte la oportunidad, por si acaso. Althea entrecerró los ojos en un guiño.

—Desde luego. ¿Con quién? ¿Con el señor Dill el relojero? ¿Con el coronel Dunn, que siempre levanta su sombrero cuando pasamos por la calle? ¿Con el reverendo Whipple?, aunque claro, está casado.

Clarissa arrugó la nariz.

—Qué cierto es eso, ¿no? No conocemos a muchos hombres interesantes. En esta época del año no pasan ni siquiera hermanos guapos por aquí.

—Y normalmente los hermanos guapos dependen de sus padres, que se volverían muy almidonados al pensar en un matrimonio con una profesora sin un penique.

—No eres tan pobre —protestó Clarissa.

—Tratándose de caballeros bien cotizados, lo soy. Mi dote es inferior a cinco mil libras.

Eso era prácticamente nada, pensó Clarissa. Tomó otro bocado del pastel y lo masticó pensativa. Ojalá ella pudiera darle a Althea algo de su dinero, pero sus abogados fideicomisarios eran terminantes en vigilar que nadie se aprovechara de ella. Y no daba la impresión de que Althea estuviera dispuesta a esperar que ella cumpliera los veintiún años.

—Beth Armitage se casó con el heredero de un ducado —dijo, —y aunque la admiro muchísimo, puedo decir que no posee ni la décima parte de tu belleza.

Althea se rió amablemente.

—Ese es el tipo de historia que nos hace idiotas a todas. No se puede depender de esas cosas.

—Muy cierto —convino Clarissa, recordando el lado negro del cuento de hadas.

Althea tenía razón. Para recomendarla sólo tenía su belleza y su natural bondadoso; el mundo diría que debía agradecer cualquier proposición aceptable, incluso la de ese viudo mayor con una hija pocos años menor que ella.

—Vine a darte las gracias por haber llevado a las niñas —dijo

Althea, con el claro deseo de cambiar de tema. —Lamento que hayas acabado metida en ese problema. —No fue tan terrible.

—Al parecer las niñas lo consideran una aventura maravillosamente peligrosa, con rescate por san Jorge incluido, con nimbo y todo.

Clarissa se rió.

—No fue tan peligroso, y sí, el comandante Hawkinville nos ayudó. —Le contó lo ocurrido, y al final añadió: —Me gustaría saber si encontró a los evangelistas perdidos de esa mujer. Parecía muy capaz.

Althea ladeó la cabeza.

—¿Cielo, purgatorio o infierno?

—No soy creyente, ¿no lo recuerdas? Nada de matrimonio para mí.

—Qué tontería. No me cabe duda de que lord Deveril era tan malo como dices, pero cuando conozcas el cielo cambiarás de opinión.

—No me fío del cielo —dijo Clarissa. En cierto modo en su mente el comandante Hawkinville se fusionaba con el guapo lord Arden hirviendo de furia. —Cualquier hombre, si está muy furioso, puede convertirse en un infierno.

—Gareth no —dijo Althea firmemente.

Clarissa prefirió no discutir, para no herirla.

—Tal vez no, pero ¿cómo podemos saberlo?

—Con un periodo decente de cortejo. Con Gareth nos conocíamos de muchos años y nos cortejamos durante dos.

Clarissa se cogió de eso al vuelo.

—Entonces no debes considerar casarte con ese viudo sin un periodo decente de cortejo.

—Pero es que al señor Verrall lo conozco de muchos años también y me gusta.

Clarissa vio su fracaso, pero de todas maneras protestó:

—Necesitas conocer a otros hombres antes.

—Tal vez sea una lástima que no llevara yo a las niñas al desfile, así me hubiera liado en una aventura con el guapo comandante.

Clarissa se rió, y mientras se reía comenzó a idear un plan. Althea necesitaba conocer a hombres atractivos y, tal como dijera ella misma, eso era prácticamente imposible estando en el colegio. Cuando las últimas niñas se marcharan a sus casas, volvería a Bucklestead Saint Stephens y se casaría con su viudo, que sin duda ya chocheaba.

La situación requería lo que en el ejército se llama un ataque preventivo.

—He estado pensando adonde debería ir —musitó. —«El mundo es una ostra para mí...»

¿«Y la abriré con mi espada»? —terminó Althea.

—Con dinero, tal vez. Me asusta, Althea. La señorita Mallory dice que no debo quedarme en Cheltenham, porque me es muy conocido, y Bath es tremendamente aburrido.

—Londres, entonces.

—No. —La palabra le salió muy brusca, pero claro, Althea supondría que Londres le traía malos recuerdos. —En todo caso, ya está a punto de terminar la temporada ahí. Dentro de poco no quedará nadie.

Aun no tenía claro cómo poner el tema para llegar al punto de su verdadero objetivo: convencer a Althea de acompañarla unas cuantas semanas para que encontrara un marido conveniente.

—¿Adonde irías tú si estuvieras en mi lugar?

Althea negó con la cabeza.

—Soy un ratón de campo. Me gusta la vida de una aldea.

—Creo que a mí también podría gustarme —dijo Clarissa, —aunque nunca la he probado. Mi padre vendió su propiedad cuando yo estaba en la cuna para pagar sus deudas y comprarse una casa en Londres.

Pero en una aldea sería muy difícil que Althea encontrara un marido de primera clase.

Sus inútiles pensamientos fueron interrumpidos por un golpe en la puerta. Fue a abrir. Era Mary, la doncella de la primera planta.

—Un caballero pregunta por usted, señorita Greystone —dijo. Su expresión era una combinación de desaprobación e interés. —Aun no ha llegado la señorita Mallory.

—¿Un caballero?

—Comandante Hawkinville ha dicho. Pero no lleva sombrero —añadió, desaprobadora.

A Clarissa se le escapó un gritito de sorpresa, pero se las arregló para parecer serena. El comandante. ¡Ahí!

Entonces vio sonreír a Althea con interés, y comprendió que esa era la oportunidad para presentarle por lo menos a un hombre cotizable. Él tenía que ser un buen partido, seguro, y estaba claro que a Althea le gustaría un militar.

—El comandante Hawkinville perdió su sombrero por salvarnos a mí y a las niñas, Mary. No podemos rechazar su visita. La señorita Trist y yo bajaremos dentro de un momento.

Tan pronto como se alejó la doncella, fue a mirarse en el espejo. En su cabeza resonó una de las amonestaciones predilectas de la señorita Mallory: «Sólo Dios puede dar belleza, chicas, pero cualquiera puede ser pulcra». Generalmente cuando decía «pulcra» la miraba a ella apenada. Dios había descuidado darle pulcritud también.

Comenzó a quitarse las horquillas.

Althea se le acercó y le apartó las manos. Después de cepillarle bien el pelo dedicó otro momento a recogérselo con las horquillas, dejándole un muy pulcro moño que incluso era ligeramente favorecedor.

—No sé cómo lo haces —dijo, algo malhumorada.

Althea volvió a reírse.

—¿No tienes ninguna cinta?

—No, y una cinta se vería bastante ridícula con este sencillo vestido. —Bueno ya había dicho bastantes tonterías. —Gracias por arreglarme. Ahora vamos a darle las gracias al héroe del día.

—¿No tienes otros vestidos? —le preguntó Althea, ceñuda, mirándole el uniforme beis.

Clarissa prefirió ni pensar en los baúles que tenía en el ático.

—No. Vamos, Althea. No tiene ninguna importancia cómo me veo.

—¿No? —bromeó Althea.

Decididamente no mientras esté contigo, pensó Clarissa, sin amargura, echando a andar delante para bajar.

De todos modos, el corazón le latía acelerado, como unos pies pequeños corriendo nerviosos, por lo tanto se ordenó ser sensata. El comandante venía a verla simplemente por cortesía. A pesar de su comportamiento ese día, no existía la menor posibilidad de que hubiera quedado prendado de sus maravillosos encantos.

Y claro, ella no deseaba el interés serio de ningún hombre.

Sin embargo, era justo el tipo de hombre que podría conseguir arrancar el corazón de Althea del pasado y hacerla pensar más allá del viejo canoso que la esperaba en su pueblo.

Cuando llegaron al pulcro vestíbulo de entrada, se detuvo un instante para hacer una inspiración profunda, para serenarse, y entró delante de Althea en el salón de los padres, llamado así porque ahí llevaban a los padres cuando venían de visita.

Ay, caramba, hablando de maravillosos encantos...

La imagen que llevaba en la mente no era nada fantasiosa.

Incluso sin sombrero, el comandante era pasmosamente elegante, no sólo por la calidad de su ropa, sino también por su manera de llevarla y por su forma de moverse. Sus hombros derechos hablaban de autoridad militar, pero también de sorprendente donaire.

Él se inclinó en una venia, perfecta.

—Señorita Greystone, perdone mi intrusión, pero quería asegurarme de que ni usted ni las niñas hubieran sufrido ningún tipo de daño.

Clarissa flexionó las rodillas inclinándose en una reverencia, y ordenándole a su corazón que se tranquilizara para poder pensar con claridad. Pero su corazón era rebelde, como también su pasmada mente.

—Muy amable, señor. Todas estamos sanas y salvas.

Le presentó a Althea y fue a sentarse en el sofá, invitándolo a sentarse en un sillón.

Hablaron del alboroto posterior al desfile; al parecer dos personas resultaron gravemente lesionadas, pero para la mayoría sobre todo fue un susto. Continuamente Clarissa tenía que combatir la tendencia a deslumbrarse, y observaba a Althea para ver su reacción ante esa joya.

Althea estaba resplandeciente, por lo que era una visión realmente extraordinaria. Esa tenía que ser la Althea que amó Gareth Waterstone, pensaba Clarissa, y la sorprendía que, estando Althea ahí, el comandante se las arreglara para mostrar un cortés interés en ella.

Pero eso era lo que hacía él. Repartía su atención entre las dos, y cuando la miraba a ella tenía que esforzarse por ser sensata, porque sus atentos ojos y sus sonrisas parecían dirigidos verdaderamente a ella.

No necesitaba a un hombre.

No deseaba un hombre. Y seguro que estaba equivocada. Los hombres de ese tipo jamás se interesaban por ella.

Aunque no le molestaría la compañía de uno si, sorprendentemente, él encontrara en ella algo que admirar.

Tal vez ese interés se debía al comportamiento de ella durante el alboroto. Lo hizo bien. ¿Sería posible que él la «admirara»?

Volvió a acelerársele el corazón.

—¿Vive en Cheltenham, comandante? —le preguntó.

Esos ojos. Esos ojos a los que parecía gustarles mirarla a ella.

—No, señorita Greystone. Estoy de paso, de camino a visitar una propiedad de la familia. Mi casa está en Sussex, no lejos de Brighton.

—¿Ha visto el Pabellón? —le preguntó Althea con interés, atrayendo su atención.

—Muchas veces, señorita Trist, cuando era niño. He estado muchos años fuera del país, con el ejército.

Clarissa vio que los pensamientos del ejército y de Gareth apagaban el ánimo de su amiga, así que se apresuró a hablar:

—Brighton es un lugar muy de moda para pasar el verano, ¿verdad, comandante?

—Pues, sí, señorita Greystone. Se lo recomiendo.

Ella lo miró sorprendida.

—¿A mí?

—A cualquiera que desee un lugar agradable para pasar unos meses del verano —contestó él tranquilamente.

Pero ella no creyó que hubiera sido eso exactamente lo que quiso decir.

¿Es que leía los pensamientos? Ahí estaba ella, con su muy usada ropa de colegiala, y él le sugería que se trasladara al balneario más elegante y caro de Inglaterra.

Disminuyó un tanto su sensación de agrado, como si se hubiera oscurecido un poco la sala.

—Cheltenham es un lugar delicioso —continuó él, —pero no tiene mar y, claro, no recibe la visita del príncipe de Gales ni de la mayor parte de los miembros de la alta sociedad.

—Muy cierto —dijo ella, sosteniéndole la mirada de sus ojos sonrientes y tratando de ordenar sus alborotados pensamientos.

—La señorita Greystone se va a marchar pronto de aquí, comandante —terció Althea, —para entrar en la vida del mundo elegante.

Clarissa sintió subir el rubor a las mejillas; sabía que eso no le mejoraba la apariencia. Althea tenía buena intención, pero ella deseó que no hubiera dicho eso.

El comandante sonrió como si hubiera recibido una buena noticia.

—Entonces tal vez vaya con su familia a visitar Brighton, señorita Greystone.

Su familia. ¿No debía conocer a los Greystone un hombre como él, de la ciudad? ¿Y saberlo todo acerca de la Heredera del Diablo?

Ocultó su tonto resentimiento tras una sonrisa formal y una actitud ligeramente fría.

—Dudo que sea posible trasladarse ahí por estas fechas, tan avanzado el año, comandante Hawkinville. Tal vez el año que viene...

Se levantó, para dar a entender que la visita llegaba a su fin.

Él también se levantó, con admirable afabilidad.

—¿Está pensando en la dificultad de encontrar una buena casa para alquilar, señorita Greystone? —Sacó del bolsillo una tarjeta y un lápiz y escribió algo en la cara de atrás. —Si se le ocurriera visitar Brighton, acuda al señor Scotburn y mencione mi nombre. Si hay una casa buena para alquilar, sin duda él se la encontrará.

Clarissa cogió la tarjeta, pensando que sería menos peligroso no aceptar nada tangible de ese encuentro con él, aunque, ¿cómo podía no aceptarla sin ser absolutamente descortés?

Después de eso él se marchó, y eso debería ser el fin de todo, pero claro, ella tenía su tarjeta, con su letra pareja y fluida. La giró y confirmó lo que ya sospechaba.

Tenía también su dirección.

Comandante George Hawkinville, Hawkinville Manor, Hawk in the Vale, Sussex.

Comandante George Hawkinville, que casi seguro era un cazador de fortunas, que sabía quién era ella y que conocía exactamente su valor en dinero; cuya admiración se la despertó su dinero, no sus encantos.

De todos modos, pensó, mirando nuevamente la tarjeta, esa admiración había sido deliciosamente placentera. ¿Por qué una dama no puede participar en el juego también y disfrutar de la compañía de un hombre como él, sobre todo si se da cuenta de todos sus ardides?

Cuando salió del colegio, Hawk no se detuvo ni un instante a saborear su éxito. Por lo general se observa a los que se marchan.

Su presa se enfrió por algún motivo, pero no creía que estuviera fuera de su alcance. La verdad, estaría dispuesto a apostar que ella ya estaba pensando en trasladarse a Brighton. Si no, ya se le ocurriría otra manera de persuadirla. Era el balneario idóneo para una damita rica en busca de aventuras sociales durante el verano, y estaba seguro de que la señorita Greystone estaba buscando aventuras sociales.

En realidad, ella estaba en su punto para meterse en problemas, y el apremiante impulso de él era protegerla. Condenación, ¿por qué no podía ser la arpía que se había imaginado?

Desperdició un buen rato buscando otras maneras de llegar al dinero Deveril, consciente de que esos otros caminos los había andado enteros, y no quedaba nada por explorar. Sencillamente no deseaba hacer lo que estaba haciendo, jugando con la vulnerabilidad de una joven inocente.

Hawkinville, se dijo.

Y por muy inocente que fuera ella, ese dinero no le pertenecía legítimamente.

De todos modos, decidió ir inmediatamente a inspeccionar Gaspard Hall. Sabía lo útil que puede ser la estrategia de la ausencia. Odiaba la nueva propiedad de su padre sin siquiera haberla visto, pero si era posible hacer algo de ella, tal vez podrían sobrevivir sin el dinero Deveril.

¿Veinte mil libras?

Además, condenación, ese testamento era una falsificación. Le fastidiaba pensar que alguien se beneficiara de él, aun cuando fuera esa vivaz jovencita.

Esa era la primera vez en su vida que una cara bonita lo desviaba de la batalla. Ni siquiera era bonita, pero tenía personalidad.

Hawkinville, se repitió.

¿De verdad estaba dispuesto a llevar a la horca a Clarissa Greystone, aunque fuera por Hawkinville?

Clarissa entró en su habitación con la tarjeta en la mano.

—Brighton —declaró.

—¡Clarissa! No debes. No conoces a ese hombre.

Clarissa se rió.

—No me voy a casar con él, Thea, pero es el lugar idóneo para ir. Piénsalo. Soy la Heredera del Diablo y, vaya donde vaya, tarde o temprano la gente lo sabrá. Bien podría ser descarada y disfrutar en un balneario elegante.

—Pero eso no significa que el comandante...

—Por supuesto que no. El simplemente me puso la idea en la cabeza. De todos modos —añadió, girando la tarjeta, —si nos encontramos ahí no será desagradable.

—¿Y si es un cazador de fortunas?

Aunque eso sólo expresaba con palabras lo que ella pensaba, a Clarissa le dolió.

—Ah, probablemente lo es —dijo alegremente. —Como he dicho, no tengo la menor intención de casarme con él. Si él desea representar el papel de acompañante encantador, bueno, ¿por qué no?

—Si es un cazador de fortunas, no quiero tener nada que ver con él.

Althea tenía en la cara la expresión que ella llamaba de mártir cristiana, de la primera época del cristianismo. Puesto que su intención era llevar la conversación a un tema con el que consiguiera convencer a su amiga de acompañarla, esa no era la dirección correcta. A no ser que ella le diera un giro.

—Tengo que marcharme de aquí y entrar a vivir en el mundo, Thea —dijo mansamente, —pero será difícil. No he hecho nada malo, pero soy una Greystone, estuve comprometida en matrimonio con lord Deveril, y él encontró una muerte muy horrible.

—¿Sí? —preguntó Althea, olvidada su desaprobación, por la curiosidad.

—Lo apuñalaron en un barrio muy pobre de Londres.

—¡Lo apuñalaron! —exclamó Althea.

Clarissa se esforzó en concentrarse en el papel que estaba representando sin dejarse trastornar por los recuerdos de la verdad que podían invadirla.

—Sin duda tuvo algo que ver con la gente con que se relacionaba —dijo, —y lo tuvo bien merecido. De lo que se trata, Thea, es que estoy un poco preocupada porque temo que la sociedad no me acepte.

Althea le cogió la mano.

—Nada de eso fue culpa tuya.

—No es así como lo verá toda la gente. Por eso he estado pensando —continuó, lanzándose, —que me sentiría mejor, más cómoda, con una acompañante. Con una amiga. —Comprendiendo que lo que decía era muy cierto, la miró. —Contigo. Si voy a Brighton, Thea, te pido muy sinceramente que me acompañes durante un tiempo.

—¿Yo? —exclamó Althea, con los ojos agrandados. —Clarissa, no podría. No sé nada de los círculos elegantes. Clarissa le apretó la mano.

—Eres de cuna respetable, y tienes modales excelentes y una belleza indiscutible.

Althea se soltó la mano.

—Sólo tengo veinte años. No tengo la edad para ser tu carabina en un lugar como Brighton.

—Pero es que yo no quiero que seas eso. Deseo que me acompañes como una amiga, que disfrutes de Brighton conmigo. Di que sí.

Althea se ruborizó y se cubrió las mejillas con las manos.

—De todas maneras es imposible, Clarissa. No tengo el tipo de ropa que se necesita en un lugar como Brighton, y no tengo dinero para comprármela.

Clarissa asimiló esa verdad. Sabía que sus fideicomisarios no le permitirían comprarle ropa a Althea. Se le ocurrió que podría compartir sus vestidos con ella, porque necesariamente tendría que comprarse todo un guardarropa nuevo y elegante. Pero los colores que le sentaban bien a Althea no le sentaban bien a ella; además, Althea era unos cuantos dedos más baja que ella.

Entonces le vino la idea a la cabeza. La cogió de la mano y la llevó fuera de la habitación.

—¿Adónde vamos?

—¡Al ático!

—¿A qué?

—A echarle una mirada a mi ropa de Londres.

Subieron por la estrecha y crujiente escalera y entraron en los cuartos de trastos y almacenaje. En la polvorienta penumbra Clarissa no tardó en ver los dos baúles con ropa apenas usada. No le hacía ninguna gracia abrirlos, por los repugnantes recuerdos que le traería esa ropa, pero tenía que hacerlo. Por Althea.

Althea se merecía, como mínimo, pasar unas cuantas semanas de placer en Brighton. Y si había suerte, con su belleza, su virtud y su natural dulce podría atraerse un maravilloso marido.

Un noble. ¡Incluso un duque!

Por lo tanto, levantó la pesada tapa de uno de los baúles y apartó la tela de muselina, dejando a la vista un vaporoso vestido azul celeste adornado con encaje blanco.

—Si vas a entrar en la sociedad, vas a necesitar todos estos vestidos —protestó Althea.

Clarissa sacó el vestido y se lo pasó.

—Nunca volveré a ponerme estos vestidos.

Apartó la siguiente capa de muselina y extendió el segundo vestido. El rosa.

Se estremeció. Ese era el vestido que llevaba puesto cuando Deveril la besó. Su madre chilló muchísimo por el problema que iba a dar quitarle las manchas de vómito, pero, por lo visto, alguien consiguió hacerlo.

—Todos estos vestidos los eligió y pagó lord Deveril —dijo, pasándole el vestido adornado con cintas y encaje plisado en los puños. —Cualquier cosa relacionada con ese hombre me repugna, y ni siquiera me sientan bien. Imagíname con ese matiz de rosa. Si no los aceptas, se los daré a las criadas para que obtengan lo que sea que les den por ellos.

Althea dejó a un lado el azul y examinó el rosa.

—El color me sentaría bien, pero es un poco...

—¿Sobrecargado? ¿De mal gusto? Ah, sí, decididamente. —Dominando la repugnancia, lo puso delante de Althea sujeto por los hombros. —Pero el color te queda precioso.

—¿No te molestará verme con estos vestidos?

Horribles recuerdos parecían girar por el ático junto con las motas de polvo, pero Clarissa se obligó a no pensar en ellos.

—Será necesario arreglarlos todos. Tú eres más delgada y más baja que yo. Al mismo tiempo podemos quitarles los adornos. —Le entregó el vestido. —Aquí hay todo un guardarropa para ti, si tienes el valor para aventurarte conmigo.

—¿Aventurarme? —dijo Althea, pero le brillaban los ojos y tenía un hermoso rubor en las mejillas.

Qué pena que no estuviera Gareth para disfrutar de la Althea que conoció y amó, pensó Clarissa, pero resolvió que ella le encontraría un hombre casi tan bueno. No sólo un marido conveniente, sino también otra oportunidad de tener el cielo.

—¿Qué te parece, entonces? —le preguntó. —¿Me acompañarás?

Althea miró hacia el espacio, con la mirada desenfocada, y tal vez pensó en Gareth, porque se puso seria. Pero quizá Gareth también le habló, porque sonrió, con los labios firmes, de una manera no menos gloriosa.

—Sí, te acompañaré.

 

 

Al día siguiente, Hawk aminoró la marcha de su caballo al tomar el camino de entrada cubierta de malezas hasta un palmo de altura y comenzó a observar Gaspard Hall, la propiedad arduamente ganada de su padre. Una chimenea había caído sobre el techo, lo que explicaba en parte las tejas rotas y la falta de otras. Por una pared subía una grieta bastante ancha, lo que sugería que habían cedido los cimientos, y de los marcos de las ventanas con los cristales rotos se desprendían astillas y láminas podridas.

Con sumo cuidado guió a Centaur para dar la vuelta por el costado de la casa, llevándolo por la hierba y no por el sendero; por ahí había menos peligro de encontrar hoyos y trozos de escombros.

Dos años atrás, con los elevados precios de los productos agrícolas y la lucrativa industria, esa propiedad podría haber tenido valor solo por el terreno. Pero con el final de la guerra llegaron los tiempos difíciles. Las rutas comerciales estaban abiertas a la competencia, y habían bajado los precios, en algunos casos a niveles desastrosos. En diversas partes del país la gente estaba abandonando las granjas.

En su estado actual Gaspard Hall no era otra cosa que una carga extra. Todavía tenía que haber inquilinos ahí, y otras personas que dependían de la propiedad, todos con la esperanza de que el nuevo lord Deveril los asistiera.

En la parte de atrás de la casa se encontró con el patio desierto del establo. Se apeó y llevó al caballo a un abrevadero que tenía una bomba. Como era de suponer, la bomba estaba estropeada.

—Lo siento, muchacho —le dijo a Centaur dándole una palmadita en el cuello. —Te encontraré agua tan pronto como sea posible.

Se dio una vuelta completa, mirándolo todo, y gritó:

—¡Hooola!

De los aleros salieron volando unos cuantos pájaros, pero no hubo ninguna otra respuesta.

Un rápido examen del interior del establo le reveló paja vieja y mohosa y madera roída por ratas. Desde ahí contempló la pared de atrás de la casa; estaba en tan mal estado como la fachada.

Ofendía a su ordenado corazón ver una casa en ese estado, pero para restaurarla haría falta una fortuna. ¿Por qué el difunto lord Deveril no gastó parte de su dinero ahí?, pensó. Sólo podía suponer que simplemente no le importaba.

Sin embargo, no le costó nada retroceder unos cincuenta o más años en la imaginación y ver una simpática casa rodeada por atractivos jardines sita en medio de excelente tierra de labranza. Una familia había vivido ahí y amado ese lugar tanto como él amaba Hawkinville Manor. Al pensar eso le vino la extraña idea de que en otro tiempo hubo un lord Deveril agradable y sano. El lord Diablo debió de nacer ahí hacía cincuenta años más o menos. ¿Sería un niño normal? ¿Cómo serían sus padres? ¿Cómo serían sus abuelos?

Dejó de lado esas conjeturas ociosas. La fea realidad era que Gaspard Hall no ofrecía nada. No era una casa para un terrateniente sin fortuna que tuviera que repararla.

Se encontraba lanzado de vuelta al deber del que había querido escapar.

Llevó de vuelta a Centaur por el mismo camino que entraron. En la aldea cercana tendría que haber una posada donde podría pasar la noche. Al día siguiente...

Al día siguiente debería volver a Cheltenham, a seducir a Clarissa Greystone para arrancarle los secretos. Pero le repugnó la idea y la desechó. Volvería a Hawk in the Vale y mantendría la esperanza de que ella fuera a Brighton. Podría resultarle más fácil darle caza y aniquilarla en medio de ese artificial y relumbrón ambiente.