CAPÍTULO 06
Cuando Hawk entró en Brighton eran justo las ocho y media de la mañana, hora en que aún no se habían levantado los residentes de la zona elegante de la ciudad. Entró en la posada Red Lion, donde alquiló un corral del establo para dejar a Centaur. Estaba invitado a alojarse con Van y su mujer en una casa que estos habían alquilado en Marine Parade, el paseo marítimo, pero no quería ir allí a molestar a esa hora.
No sabía por qué había llegado a una hora tan intempestiva, aparte de porque deseaba emprender la persecución de la señorita Greystone. Se iba acortando el tiempo que faltaba para el plazo del pago de la deuda a Slade, pero lo que más lo motivaba, como a un novato antes de la batalla, era el miedo de perder el valor.
La señorita Greystone podía parecer inocente, pero no lograba imaginarse cómo podría no haber estado involucrada en la muerte de Deveril y la falsificación de ese testamento. Por lo que él sabía, era la única beneficiarla. Era probable que cualquier cosa que descubriera llevaría a la chica a la horca y eso, sencillamente, le repugnaba, lo impulsaba a impedirlo. Había pasado esas semanas buscando alguna otra manera de reclamar el dinero Deveril para su padre.
Y había fracasado.
Si él había fracasado, dudaba que fuera posible. Lo había examinado concienzudamente desde todos los ángulos y recurrido a todos sus contactos con el fin de descubrir al falsificador o una pista del asesino. No había encontrado nada, lo que significaba que estaba ante una mente muy inteligente, y la línea de investigación llegaba a un punto muerto, sobre todo debido a la escasez de tiempo. Pero algún día esperaba saber quién ideó el engaño y cómo.
Y el motivo. Eso en particular lo desconcertaba. La heredera tenía el dinero. ¿Por qué esa mente inteligente llegó a tales extremos de ilegalidad por ningún beneficio obvio?
¿Un amante? No quería ni pensar en que ella lo hubiera engañado hasta tal punto en ese sentido.
Basándose en cotilleos e información de criados había hecho una lista de las personas con las que se vio a Clarissa durante su temporada en Londres, pero era corta e inútil. A los Greystone y a Deveril solamente los toleraban, por lo tanto el círculo social de la chica no era amplio. Su conexión de más alcurnia era lady Gorgros, una mujer tan estúpida que no podía ser el genio que estaba detrás de todo.
El vizconde Starke se relacionaba con Deveril, pero era un hombre que le estrecharía la mano a cualquiera por conseguir otra botella de coñac, y las manos le temblaban solas todo el tiempo. Había otras personas de ese tipo y un par de familias arribistas que ofrecían cenas y vino a los Greystone con la ilusión de que eso era un paso hacia la alta sociedad.
Pero después de la muerte de Deveril, la marquesa de Arden se hizo cargo de la chica. Eso lo había encontrado lo bastante raro como para despertarle el interés, hasta que se enteró de que lady Arden había sido profesora en el colegio de la señorita Mallory. Era evidente que en un momento de necesidad Clarissa había recurrido a ella. Él habría ido a hablar con la marquesa para ver si tenía algo que aportar, pero la dama estaba residiendo en el campo, y esperaba el nacimiento de su primer hijo en cualquier momento.
Tal vez fuera mejor así. Meter las narices en aguas tan elevadas podría ser peligroso. En todo caso, eso explicaba por qué el tutor de la heredera era el duque de Belcraven, el padre de Arden. Al padre de la chica lo habían persuadido de firmar un documento por el que cedía todos sus derechos sobre su hija, por cinco mil libras. Por lo visto, en el matrimonio Greystone todo estaba a la venta.
Resumiendo, después de esas semanas de trabajo, tenía información de hechos, pero ninguna pista sobre el misterioso socio de Clarissa en el crimen. Por lo tanto, su única pista era la propia Clarissa. Tal vez su inocencia y sinceridad eran un disfraz muy bien llevado y ella era una verdadera villana. O tal vez era el títere de un manipulador bien oculto.
Fuera cual fuera la verdad, él la iba a descubrir y para eso haría lo que fuera necesario.
Tan pronto como abrió la oficina de correos, fue a hablar con el servicial informante que tenía ahí. Dado que él pertenecía a una muy conocida familia de la localidad, el señor Crawford no puso ninguna objeción a aceptar una corona para que le enviara un mensaje cuando la señorita Greystone llegara a la ciudad.
—Vino a registrarse aquí ayer, comandante Hawkinville —le dijo aquel hombre gordo haciendo un guiño. —La señorita Greystone, una bonita amiga suya y su carabina.
—¿Ha llegado alguna otra persona notable? —le preguntó Hawk, con el fin de disimular un poco su interés.
Crawford consultó su libro.
—El conde y la condesa de Gresham, señor. La señora y la señorita Nutworth-Hulme...
Cuando el hombre terminó de leer la lista, le dio las gracias otra vez y se marchó. Y justo en el momento en que iba a alcanzar la puerta se detuvo para dejar entrar a una pareja. Una pareja impresionante.
La mujer era una beldad de pelo plateado y vestía toda de blanco, desde las plumas que adornaban su papalina a los zapatos de cabritilla. Algo le pellizcó la memoria al verla, aunque no la conocía; ningún hombre la olvidaría, seguro. Su acompañante era un hombre guapo, alto, moreno, y llevaba una manga vacía prendida entre los botones de su chaqueta. Un militar, supuso, aunque no uno que conociera.
—¡Señora Hardcastle! —exclamó el señor Crawford, dando la vuelta al mostrador para ir a inclinarse ante la dama.
Ah, ya la recordaba. Era la actriz del Drury Lane a la que llamaban la Paloma Blanca. Estaba haciendo el papel de Titania cuando él siguió a Van hasta el teatro hacía un tiempo; en esos momentos él tenía toda la mente ocupada por el peligro en que se encontraba Van, pero la gracia y el encanto de la actriz le impresionaron.
Sin embargo, ella no tenía ninguna relación con el problema que le ocupaba en esos momentos.
Cuando ya salía oyó a Crawford saludar al hombre llamándolo comandante Beaumont, confirmándole que era un militar y un desconocido. En todo caso, ya tendría grabado en la mente ese apellido raro.
Encontraba pesada esa necesidad suya de ordenar, hacer encajar y memorizar todos los detalles, incluso los de un encuentro casual con una actriz y su acompañante, pero ya había aprendido a vivir con eso, y, además, eso era justamente el fundamento de su pericia. Todavía tenía que matar un poco de tiempo en algo, así que echó a caminar hacia la playa, con la esperanza de que la fresca brisa le despejara la cabeza.
No estaba acostumbrado a tener la mente enredada, pero Clarissa Greystone había conseguido que la tuviera. Mirado desde el ángulo de los hechos, no podía ser inocente. Demonios, era una Greystone, y aun cuando hubiera pasado la mayor parte de esos últimos años en el colegio de la señorita Mallory, pertenecer a esa familia tenía que entrañar una mancha.
Además, él sabía mejor que muchos que las apariencias suelen ser totalmente engañosas. Recordaba a un chico de Lisboa, de ojos grandes e inocentes, que mutilaba a los soldados después de asesinarlos y robarles.
Probablemente la etérea Paloma Blanca era una fresca malhablada y la sanota Clarissa Greystone estaba metida hasta el cuello en lodo. No debía sentir ningún escrúpulo en agradarla y galantearla hasta que a ella se le escapara algo que abriera la enigmática caja de los asuntos Deveril.
Ojalá pudiera no sentir esos escrúpulos.
Se detuvo un momento a observar a los encargados que llevaban los caballos a la playa y los enganchaban a las casetas de baño, preparándose para los primeros bañistas del día. Era posible que hoy no hicieran muchos beneficios, dadas las nubes que oscurecían el cielo. Tal vez él debería darse un baño en el mar, a pesar del tiempo, para lavarse y quitarse el mal olor que empezaba a invadirlo.
Una idea sensiblera, pensó, pero nunca había empleado el galanteo como un arma.
Pero entonces recordó una vez en que tuvo que ordenarle a alguien que hiciera justamente eso, si aparearse con una archiconocida prostituta se puede llamar galanteo. De eso hacía dos años, ya que fue justo después de la toma de París. Napoleón había abdicado, y habían encontrado apuñalado a Richard Anstable, un inofensivo diplomático.
El hombre que lo encontró fue Nicholas Delaney, y a él le sonó el nombre. Delaney había sido el fundador y jefe de la Compañía de los Pícaros, un grupo de amigos de Con en Harrow.
Sorprendido al saber de esa persona de la que tanto había oído hablar, de inmediato pensó qué estaría haciendo Delaney en la liberación de París. Lo buscó y el hombre le cayó bien al instante, aunque instintivamente él erigió un muro para protegerse de su carisma.
Sin embargo, fue justamente ese carisma el motivo de que a Delaney le encargaran un trabajo muy horripilante, y dado que él lo conocía, le encomendaron la tarea de asignarle ese trabajo.
Tanto el Ministerio del Exterior, como la Guardia Montada y la intendencia del ejército tenían archivos sobre una mujer llamada Thérèse Bellaire. Hija de una familia noble de segundo orden, se había hecho rica y poderosa como amante y alcahueta de los oficiales más importantes de Napoleón. En 1814, con la abdicación del emperador, recurrió al coronel Coldstrop, de la Guardia, para que la ayudara a huir a Inglaterra. Nadie pensó que su finalidad fuera inocente.
Entonces se decidió apoyar su plan con el fin de descubrir qué se proponía y con quiénes contactaba. Según los informes de los archivos, unos años antes Delaney había sido su amante fijo durante unos meses. Los archivos también decían que él la dejó, no ella a él, y que ella todavía lo quería.
La orden que le dio el general Featheringham fue tajante: «Esta mujer se propone algo y necesitamos saber qué. Sólo un idiota se creería que Boney se va a quedar sentado en Elba cultivando violetas, y hay simpatizantes bonapartistas por todas partes, incluso en Gran Bretaña. Dígale a Delaney que vuelva a congraciarse con la mujer y le sonsaque la verdad».
Él se lo dijo de modo más suave, pero al oírlo los ojos de Nicholas Delaney se tornaron fríos y serios. Lo único que dijo fue: «Y pensar que me sentía culpable por no haber luchado en la Península».
Entonces él intentó endulzarle la píldora: «Me han dicho que es una mujer hermosa y muy hábil en las artes eróticas». Delaney se levantó del asiento. «Entonces hágalo usted», dijo y se marchó.
Pero eso no fue una negativa; él lo comprendió en el momento y después se enteró de que Delaney formaba parte de un grupo de desmadrados al que también pertenecía Thérèse Bellaire. Poco después de eso Delaney se fue a Inglaterra con esa mujer, supuestamente haciéndole un noble servicio.
Más tarde, él no supo más del asunto, y tampoco le importaba, pero cuando Napoleón, como se había predicho, huyó de Elba y volvió a Francia y al poder, Thérèse Bellaire reapareció en su círculo de íntimos. Después desapareció, más o menos por la fecha de la batalla de Waterloo, y él supuso que ya la habrían descubierto y estropeado los planes.
Todo eso le vino a la mente porque no hacía mucho se había vuelto a encontrar con Delaney, en Devon, en la casa que Con tenía ahí. Delaney vivía en su propiedad del campo, situada no muy lejos de allí, y fue a mirar la colección de cosas raras que había dejado el predecesor de Con en esa casa, y a ayudarle a solucionar un problema que tenía con Susan.
Cuando se encontraron en esa casa, tanto él como Delaney simularon que no se conocían de antes, y él tuvo la impresión de que Delaney no le guardaba ningún rencor. De todos modos, se preguntaba cuántas espinas de su pasado volverían para pincharlo.
Y espinas de su presente también.
Volvió a la posada Red Lion, donde tomó un desayuno bastante mediocre y se quedó esperando que salieran a la calle los elegantes de Brighton; confiando que Clarissa Greystone fuera vulnerable a sus ojos y garras de Halcón.
Los elegantes salían temprano a pasearse por Brighton, así que a las once salió a pasearse entre ellos. Comenzó el paseo por la zona cubierta de hierba llamada el Steyne, deteniéndose a conversar con conocidos, muchos de ellos militares, y mirando despreocupadamente alrededor por si veía a su presa.
A la primera que reconoció fue a la señorita Trist. O, mejor dicho, se puso alerta al ver la atención que atraía una hermosa dama que llevaba un vestido blanco adornado con cintas azules, y entonces vio quién era. Le llevó un momento darse cuenta de que la vivaz dama que iba a su lado era Clarissa Greystone.
En ella no quedaba ni rastro de la poco elegante escolar. Qué excelente actriz era.
No llevaba papalina, sino un elegante y atrevido sombrero con el ala ligeramente curva que dejaba a la vista su cara y una buena parte de sus rizos muy bien peinados. Eso no la convertía en una beldad, pero le daba vigor y energía a su fisonomía. Para protegerse la piel del sol llevaba un quitasol estilo pagoda, a la última moda. O, mejor dicho, lo hacía girar. Incluso a esa distancia, se veía confiada, segura, toda ella vibrante de entusiasmo por la vida, y peligrosa.
El vestido era de color hueso, adornado con trencillas color naranja oscuro con flequillo del mismo color en toda la orilla. Al caminar se movían los flequillos dejando ver los bien torneados tobillos cubiertos por medias a rayas crema y naranja.
Sin duda todos los hombres del Steyne estaban mirando esos tobillos.
Desvió la vista de los tobillos, se serenó y pensó en la manera de abordarla. Vio que otros iban directo hacia ellas, entre ellos varios militares. Lo último que deseaba era ver a la heredera bajo la protección de otro hombre. Disimulando su urgencia, caminó a toda prisa hacia la presa.
—Vaya, tía Arabella, qué sorpresa verte aquí. Y en tan encantadora compañía.
Clarissa se sobresaltó. Estaba tan empeñada en parecer despreocupada y confiada, a pesar de sentirse enferma de los nervios, que no se había fijado en el joven oficial de pelo moreno y ojos oscuros hasta que lo tuvo encima de ellas.
La señorita Hurstman se detuvo y lo miró de arriba abajo.
—¿Temes que el roce conmigo las manche, Trevor? La última vez que te vi eras un mirón orejudo. Pero he sabido que te portaste bien en Waterloo. Buen chico. No es conmigo con quien quieres hablar, seguro. Señorita Trist y señorita Greystone. Considérate presentado. Teniente lord Trevor Ffyfe. Será un buen galán para ustedes porque sabe que le cortaré la nariz si no lo es.
El joven se echó a reír.
—Eres una mujer extraordinaria, tía. ¿Es la primera vez que vienen aquí, señoras? Eso seguro. No podría haber dejado de fijarme en esa belleza.
Pasados unos momentos de la halagadora cháchara del joven, a Clarissa se le fueron calmando los nervios, y empezó a sentir una tímida alegría. ¿Iba a resultar bien el asunto al parecer? ¿La señorita Hurstman iba a hacer el milagro y conseguirles la entrada en la buena sociedad? Era eso lo que había soñado: ropa favorecedora, un grupo de personas elegantes, y un hombre galante, incluso con título, para coquetear.
Con Althea habían estado encerradas dos días, mientras la señora Howell y sus ayudantas iban y venían haciendo los últimos ajustes a los vestidos. Pero no se habían aburrido, porque estaba la peluquera, el maestro de baile y las lecciones de modales perfectos y confiados de la señorita Hurstman.
«No se aturulle jamás —le decía a ella. —Althea puede mostrarse todo lo recatada e indecisa que quiera, pero si usted hace eso se la comerán viva. Mírelos a los ojos, recuerde su fortuna y desafíelos a darse media vuelta.»
Bueno, pues, ya había salido del cascarón y estaba de excelente humor. Le encantaban los colores vivos del vestido que llevaba y el atrevido flequillo. ¿Tal vez con esa ropa fina se convertía en un pajarillo fino?
Mantuvo el mentón en alto y su sonrisa en la cara y se preparó para mirar a todo el mundo a los ojos.
—Diga que me concederá un baile en la fiesta del viernes, señorita Greystone.
Clarissa centró la atención en el guapo lord Trevor y su sonrisa fue auténtica.
—Estaré encantada, milord.
—Me considero el más afortunado de los hombres, señorita Greystone.
Él intentaba parecer sincero, pero ella sabía que su deslumbrada atención estaba más en Althea que en ella. No le importaba. Esa era la verdadera finalidad de esa aventura.
Más o menos.
No pudo resistirse a mirar alrededor por si veía al comandante Hawkinville. No había ningún motivo en el mundo para que él estuviera ahí ese día, pero no pudo evitar mirar.
Imagínate poder hablar con él largo y tendido.
Imagínate si él te pidiera que le reservaras un baile.
Pero claro, igual el mareador atractivo sólo había sido producto del momento y ahí, entre tantos guapos militares, lo encontraría vulgar.
Sólo había una manera de saberlo de cierto.
Otra mirada escrutadora no le reveló señales de él. Paciencia, se dijo, y centró la atención en el creciente número de atractivos militares. Era como si lord Trevor hubiera abierto una brecha en el muro; estaban rodeadas de soldados, todos deseosos de ser presentados.
Sólo uno de ellos le dijo a ella: «Ah, vamos, ¿no es usted...?», y cerró la boca, ruborizándose.
—Zopenco —dijo lord Trevor, sonriéndole a ella tranquilizador.
Pero entonces comenzaron a enroscársele los nervios. Seguía siendo la Heredera del Diablo. Era agradable estar rodeada por un enjambre de oficiales, pero ¿sería aceptada por otras capas de la sociedad?
Al menos todos los oficiales tenían modales excelentes y repartían sus atenciones entre Althea y ella. Eso era celestial, puesto que lo único que deseaba de ellos era un alegre y frívolo coqueteo.
¿Aparecería el comandante? Volvió a mirar alrededor, fijándose en los grupos de personas desparramados por el lugar de reunión de moda. Estaba segura de que si él se encontraba ahí lo vería en seguida.
¡Y estaba!
Con sólo atisbarlo el corazón le dio un vuelco de nervios.
Al instante volvió la atención a su grupo, sonriéndole radiante a un teniente cuyo nombre le había entrado por un oído y salido por el otro, y comenzó a hablarle de cualquier cosa, seguro que de un montón de tonterías.
Es un cazador de fortunas, no lo olvides, se dijo. Esto sólo será para divertirte, no para atraerlo a tu vida.
—Señorita Greystone, señorita Trist, qué placer verlas aquí.
Entonces Clarissa se volvió hacia él, esbozando una sonrisa que esperaba fuera solamente afable.
—Comandante Hawkinville. Qué agradable sorpresa.
En los ojos sonrientes de él brilló un claro destello travieso.
—No del todo una sorpresa, señorita Greystone. Hablamos de esto.
Algo disgustada por esa traición, Clarissa seguía buscando una respuesta adecuada cuando un codazo en el costado le indicó que la señorita Hurstman esperaba que la presentara. Agarró al vuelo esa oportunidad de no contestar; la señorita Hurstman le hizo unas cuantas preguntas puntuales y entonces le hizo la venia a él. Clarissa se sorprendió al detectar algo negativo en la actitud de su dragona. ¿Recelo? ¿Preocupación? ¿Habría algo negativo en la familia de él? ¿Tendría mala reputación?
Entonces lo comprendió. Lo más probable es que la señorita Hurstman supiera que él tenía la necesidad de casarse con una mujer de fortuna. Era triste ver eso confirmado, pero no fue una sorpresa. De todos modos podría disfrutar de su compañía. En realidad, lo podía considerar algo ilustrativo. Una vez que se corriera la voz seguro que se vería rodeada por un enjambre de cazadores de fortunas. Con el comandante aprendería qué debía esperar y cómo manejarlo.
—¡Comandante Hawkinville! —exclamó lord Trevor. —Cuánto me alegra volver a verle, señor. Y ahora conoce a mi temible tía Arabella.
La señorita Hurstman lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Es que estuviste contando chismes de mí en el comedor de oficiales, Trevor?
El joven se puso rojo y tartamudeó una negativa.
—Estuvo cantando sus alabanzas —dijo el comandante, —acerca de un trabajo que hizo usted para ayudar a las niñas y jovencitas de un asilo.
La señorita Hurstman miró del uno al otro.
—Extraño tema para oficiales.
—Procuramos ser eclécticos —explicó Hawk— en la educación de los subalternos, ¿sabe? —Miró a Clarissa. —¿Lo está pasando bien en Brighton, señorita Greystone?
—Muy bien —contestó ella, añadiendo «ahora» para sus adentros.
Había pensado si él le parecería tan especial lejos del alboroto y la aventura de aquel día, pero, si acaso, aún se lo parecía más, incluso rodeado por otros hombres atractivos. Era extraordinariamente elegante, sin ser petimetre. No sabía por qué se le ocurrió eso, pero le encantaría analizar el asunto.
¿Qué haría ahora su cazador de fortunas?
Él estuvo un momento hablando con los otros hombres y luego le ofreció el brazo a ella. Disimulando una sonrisa, Clarissa puso la mano en su brazo y se dejó llevar fuera del grupo a caminar por el Steyne.
Un paso simple y franco. Lo aprobaba.
¿Cómo comenzaría el galanteo?
—Ha adquirido una carabina formidable, señorita Greystone.
Ella lo miró sorprendida.
—¿La señorita Hurstman? La contrataron mis abogados fideicomisarios, comandante.
—¿La tía de Ffyfe?
—¿Es tan extraordinario eso?
—La tía de Ffyfe, creo, en realidad es prima de su padre, el marqués de Mayne, no su hermana. Pero es hermana de un vizconde, tía de otro y nieta de un duque. No es el tipo de persona que se emplee para la temporada.
—Está asombrosamente bien informado, comandante.
Era lógico suponer que un cazador de fortunas necesitaba informarse acerca de su presa, pero que lo demostrara de un modo tan descarado la consternaba. ¿Dónde estaban, pues, las entretenidas lisonjas y el encanto que había esperado? Entonces él sonrió algo irónico.
—Estoy bendecido, o maldecido, por una excelente memoria, señorita Greystone. Las cosas se me graban. Tal vez le convendría estar en guardia.
—¿Contra su excelente memoria?
La pregunta le salió algo brusca, y él pareció sobresaltado.
—Contra la tía de Ffyfe —dijo, y enseguida añadió: —No me haga caso, por favor. Una persona que ha estado en la batalla suele pegar un salto ante los ruidos fuertes. Mi trabajo en el ejército tenía que ver más con solucionar misterios que con enfrentar cañonazos, y ahora no puedo dejar de reaccionar ante las cosas y las personas que me parecen estar fuera de lugar.
—¿Considera fuera de lugar a la señorita Hurstman? —preguntó ella, comenzando a sentir curiosidad por ese misterio. —Yo diría que sus eminentes antecedentes la harían irreprochable.
—El rango elevado no siempre va de la mano con la virtud, señorita Greystone. Yo diría que usted ya lo sabe.
Clarissa sintió pasar un temblor nervioso por toda ella. ¿Acaso se refería a su familia?
—¿Yo? —preguntó.
—No pude evitar sentir curiosidad por usted, señorita Greystone, y me enteré de que estuvo comprometida con lord Deveril.
Aunque brillaba el sol, Clarissa se sintió como si soplara un viento frío. Algo debió notársele en la cara, porque él dijo:
—¿La he ofendido al mencionar eso?
Ella lo miró. No parecía arrepentido; sólo vigilante. ¿Así era como se portaban los cazadores de fortunas? Entonces le vino el pensamiento: si él era sincero respecto a su curiosidad, ¿no sabía que ella era rica cuando la conoció en Cheltenham?
—Eso es de dominio público, comandante.
—Como lo eran los vicios de lord Deveril. Le confieso que siento curiosidad por saber cómo llegó a comprometerse con él. No puedo haber sido por propia elección.
En silencio ella se lo agradeció, pero no podía, no quería, hablar de eso. Le repugnaba, casi la enfermaba físicamente.
—Mis padres me obligaron, comandante, pero es un asunto del que prefiero no hablar. Por cierto, debo agradecerle las recomendaciones que me dio para encontrar casa, pero no fueron necesarias. Mis fideicomisarios me encontraron una muy agradable en Broad Street.
—Buena dirección. Lo bastante cerca del Steyne para salir con comodidad, pero no tan cerca como para que le afecten los ruidos y alborotos. Con las bandas de música, los desfiles y carreras de burros, este no suele ser un lugar para descansar.
Ella lo miró.
—Ah, pero ¿deseo descanso?
Él la miró también, y de pronto su mirada fue como cuando estaban mirando el desfile y él la desafió silenciosamente. ¿Realmente, ese día él no sabía quién era ella? Le pareció que estar enterada de eso era esencial, pero no había manera de saberlo de cierto.
—Comprendo —dijo él. —¿Le gusta el alboroto, entonces?
Ella hizo girar el quitasol, haciendo bailar los flecos en su visión periférica.
—No exactamente el alboroto, pero alguna pequeña aventura...
—Podría salir a hurtadillas de su casa esta noche para explorar Brighton conmigo en la oscuridad.
—¡Comandante!
Pero él estaba bromeando, y a ella le encantó.
Al sonreír, a él se le formaban arruguitas alrededor de los ojos y unos surcos profundos a los lados de la boca.
—¿Demasiado extremado? —dijo. —¿O demasiado pronto todavía? —Antes que ella lograra encontrar una respuesta, añadió: —Debemos establecer ciertos límites, señorita Greystone. ¿Podría tentarla a caminar hasta más allá de ese espacio sin árboles para tener más intimidad?
—¿Para hacer qué? —preguntó ella, desviando la mirada, pero como si pudiera considerar la posibilidad de hacer algo tan escandaloso.
—Parte de la aventura, señorita Greystone, es el misterio que entraña.
Ella miró hacia atrás.
—Pero un misterio, comandante, podría resultar agradable o muy desagradable.
—De otra manera no habría excitación, ¿verdad?
Ella lo miró a los ojos.
—No habría peligro, quiere decir.
La única respuesta de él fue ensanchar un poquito su seductora sonrisa.
De pronto ella deseó decir sí. Alejarse con él para descubrir lo peligroso que podía ser. Si ese era un ardid de un cazador de fortunas, empezaba a comprender por qué algunas damas caían víctimas de ellos.
Era el momento de ser prudente. Miró hacia el grupo formado por la señorita Hurstman, Althea y los casacas rojas que las rodeaban.
—Creo que será mejor que volvamos, comandante. No puedo permitirme poner en peligro mi reputación, por el bien de Althea. Tengo la esperanza que ella encuentre a alguien aquí.
Él se volvió sin protestar.
—¿Usted no busca marido?
—No.
Le agradó poder decir eso. ¿Cómo se lo tomaría él?
—Eso es raro en una joven, señorita Greystone.
—Soy una mujer poco común, comandante Hawkinville.
—Sí.
Ella sólo había querido decir que era, o pronto sería, independiente por su riqueza, pero le pareció que ese «sí» de él daba a entender mucho más.
Contra toda lógica sintió un agradable calorcillo en su interior, y el motivo fue la admiración que vio en los ojos de él. Trató de descartar eso como un ardid de cazador de fortunas, pero no pudo.
—Su sentido común y valor durante el alboroto me causaron una fuerte impresión, señorita Greystone. Además, no puede haberle resultado fácil encontrarse en esa situación con lord Deveril, y sin embargo ha sobrevivido y salido ilesa.
A ella no le hacía ninguna gracia que él siguiera hablando de eso, pero dijo:
—Gracias.
—¿Está libre de la crueldad de sus padres ahora, espero?
—Estoy bajo la tutela del duque de Belcraven. —Entonces recordó lo de su curiosidad y se le agudizó el ingenio. —¿No lo sabía, comandante?
Él sonrió levemente, como reconociendo que ese había sido un golpe bajo.
—Sí, pero no del por qué. Ni del cómo.
—Entonces ese misterio puede darle excitación a su vida, comandante.
Él arqueó las cejas.
—Prácticamente acabo de llegar de la guerra, señorita Greystone. No tengo ninguna necesidad de excitación.
Ella se detuvo a mirarlo.
—¡Ese ha sido un golpe bajo, señor!
—¿Somos duelistas, entonces? Yo creía que éramos conspiradores contra su aburrido mundo.
—Mi mundo no es en absoluto aburrido. —Y mucho menos estando tú en él.
—Ah, claro. Es nueva en Brighton. Tal vez debería volver dentro de una o dos semanas, cuando haya pasado la novedad.
Algo tarde cayó en la cuenta de que había dejado ver su consternación ante eso. Había olvidado que él no vivía allí. ¿Cuándo volvería a verlo, a disfrutar de su estimulante conversación otra vez?
Observó que desde el centro de un ramillete de casacas rojas Althea le dirigía una mirada interrogante. Entonces cayó en la cuenta de que estaba detenida, cara a cara con el comandante, de una manera que debía parecer especial. ¿Qué hacer? Sabía tanto de manejar una situación así como de nadar. ¿Él la estaba cortejando o simplemente jugando con ella? ¿Cómo debía reaccionar? ¿Hasta dónde podía llegar sin poner en peligro su libertad?
Decidió volver a la franqueza.
—Cuando vuelva, comandante, espero que nos visite. Broad Street número ocho.
Él le hizo una venia y por mutuo acuerdo continuaron caminando hacia el grupo.
—Cuando estoy en Brighton me alojo en Marine Parade número veintidós. Es la casa que han alquilado mi amigo lord Vandeimen y su esposa. —Miró alrededor y detuvo la mirada más allá de ella. —Ah, y ahí están, atraídos por la curiosidad. O —añadió en voz baja, —por sus deliciosos tobillos velados por flecos.
Tontamente ella se miró los flecos, como si no supiera que estos hacían su falda tres dedos más corta. Cuando levantó la vista para saludar a los amigos de él, se sentía totalmente desequilibrada.
¿Deliciosos? ¿Encontraba deliciosos sus tobillos?