CAPÍTULO 25

 

Al parecer, lord Arden había ido a la aldea simplemente a recibir las felicitaciones de las personas congregadas en la posada. Para volver, ordenó que le trajeran el calesín usado por Hawk y Clarissa.

A Clarissa le divertía un poco ver a su señorial magnificencia en ese humilde vehículo tirado por la apacible jaca. Aunque lo de divertirse era ridículo, porque no estaba de ánimo para ningún tipo de humor.

No quería pensar en lo que había ocurrido, en todas las cosas de que se había enterado, y ponía todo su empeño en intentarlo, pero todo eso la envolvía, la rodeaba como un viento frío, o como un gris día nublado.

Hartwell. Gracias a Dios tenía un lugar adonde ir en esos momentos, un refugio. Ya había sido un refugio para ella antes. Beth se la había llevado allí unos días después de la muerte de Deveril, y fue allí donde tomó las decisiones para su futuro, bueno, si se podían llamar decisiones.

No dejó salir la risa amarga que pugnó por escapársele. Había creído que ya era lo suficientemente fuerte y valiente para enfrentarse a la vida, pero ahí estaba, corriendo de vuelta a un lugar seguro, y esta vez no podría quedarse ahí más tiempo que la primera.

En aquella ocasión Beth la invitó a vivir con ella, en Hartwell y en sus otras residencias, y se habría sentido segura en medio de la familia De Vaux si no hubiera sido por el marqués; no quería estar cerca de él después de haberle puesto un ojo morado a Beth.

Cuando iban traqueteando en el calesín por el camino rural, lo miró disimuladamente de reojo, y comprendió que se sentía distinta. Aunque con Hawk se había mostrado estúpida, crédula y débil, durante ese año había cambiado. Entendía mejor las emociones, entendía más lo que era el autodominio, y sabía con qué facilidad las emociones fuertes pueden hacer explotar el autodominio.

Había golpeado a Arden, aunque con golpes débiles, claro, pero sólo porque ella era débil. Si hubiera tenido la fuerza, podría haberlo hecho caer al suelo.

En un momento de descontrol Hawk había roto una puerta de una patada, y eso que en ese momento no creía que su amada hubiera estado con otro hombre.

—Perdone lo que dije antes, lord Arden —dijo. —Tal como usted supuso, quería desviar la conversación.

—La próxima vez elige otra arma.

Ella hizo una mueca. Nunca se había llevado bien con el marqués. De hecho, indirectamente, fue ella la causa de su estallido de violencia, cuando golpeó a Beth, y las personas culpables siempre le echan la culpa a otras si pueden. Aún así, él había trabajado mucho y corrido riesgos por ella, y sabía que continuaría haciéndolo. Ese acto de violencia no tuvo nada que ver con su persona, sino con Beth, a la que él amaba.

En ese momento comprendió lo que intentó decirle Beth aquella vez: que el amor entre ellos era verdadero y profundo y que, por lo tanto, él haría todo lo posible por evitar que volviera a ocurrir ese descontrol.

—Beth no se sentirá feliz si estamos reñidos, milord —dijo. —Y aunque ella se sienta mejor de lo que debiera, estoy segura de que la tranquilidad es buena para una mujer que acaba de ser madre.

Entonces él la miró.

—No se perturbaría su tranquilidad si tú te hubieras portado correctamente.

Ella se tragó una réplica impulsiva.

—Sí, tiene razón. Fui una tonta, pero... pero, verá, no quería perderme el cielo.

Se mordió el labio, resuelta a no llorar. Ya había perdido el cielo en todos sus aspectos; había perdido a Hawk y su casa. De todos modos, tal vez todo había sido solamente un cielo imaginario, aunque por un corto periodo tiempo lo había sentido asombrosamente real, como si de verdad pudiera ser para ella.

Lord Arden puso una mano sobre la de ella y se la apretó suavemente. Llevaba guante, pero de todos modos ese era el contacto más humano con él que recordaba.

—Mi primer impulso ha sido descuartizar a Hawkinville, arrancándole un miembro tras otro, pero no hace mucho que yo hacía cosas discutibles. Le tengo una cierta compasión, por lo apremiado que está por las necesidades de su familia y de su tierra.

—Yo también.

Él volvió a mirarla, sin duda esperando que dijera más, pero ella no podía hacerlo. En el fondo sentía una herida en carne viva, en el lugar donde le habían arrancado la confianza en él. ¿La deseaba Hawk ahora que podía obtener el dinero sin ella? La pasada noche se habría reído de esa duda, pero en ese momento, inundada y agitada por el conocimiento del engaño, la duda le roía.

Si él le aseguraba de rodillas que la amaba, ¿lo haría por lástima, o por obligación?

Y luego estaba el problema del lord Deveril. Eso debería ser una insignificancia, pero sencillamente no lo era.

¡Deveril!

Con sólo pensarlo se sintió como si él hubiera salido en espíritu de la tumba para babearle encima.

Ya habían llegado. Lord Arden hizo virar el coche para hacerlo entrar por la puerta abierta y lo dirigió hacia la casa por el corto camino de entrada bordeado de hermosos jardines. Hartwell era una casa que la gente solía ver como una casa de campo adornada; era igual que una casa de aldea, con el techo de paja, pero tres veces más grande. Ella no pudo dejar de compararla desfavorablemente con Hawkinville Manor, que se veía con solera, aunque tuviera las vigas combadas y el suelo irregular.

Una vez Beth comentó en broma que Hartwell era un juguete bucólico, más o menos como lo era la «granja» de la reina María Antonieta conocida como Le Petit Trianon, pero ella sabía que a Beth le encantaba esa casa, probablemente porque era un hogar para ella y para el hombre al que amaba.

Ella le había dicho a Hawk que viviría en cualquier parte con él, en el amor, y lo dijo sinceramente. Eso era cierto.

Cuando lord Arden tomó un camino lateral en dirección al establo, se tragó las lágrimas. No se iba a convertir en una tonta llorona por eso. En un solo día había perdido su virtud, a su amado, su hogar celestial y toda su fortuna, pero llorar no le devolvería ninguna de esas cosas.

De todos modos entró en la casa con el marqués sintiéndose algo nerviosa. No era tan fuerte como para desentenderse de lo que pensaría Beth de su aventura. Seguían siendo más profesora y alumna que amigas, y siempre la había impresionado la inteligencia y la fuerte voluntad de Beth.

Cuando se enteraron de que Beth estaba durmiendo, se sintió tan aliviada como el marqués.

—Doy gracias al cielo por eso —musitó lord Arden.

La miró y ella comprendió que él no sabía qué hacer con ella. Bajo el barniz de su muy bien adquirida capacidad para ser el Heredero del Ducado en las circunstancias más difíciles, el pobre hombre estaba total y sencillamente agotado.

La sorprendió el impulso que sintió de darle una palmadita en el hombro y decirle que se fuera a acostar y procurar descansar. Se decidió por decir:

—Conozco la casa, milord, así que puede quedarse tranquilo dejándome a mi aire un rato.

Su mirada fue, por decir algo, amable.

—Lo siento, Clarissa. Yo podría decirte que él no lo vale, pero en este momento no me creerías.

—Claro que no es así como deseo que sean las cosas —dijo, y se atrevió a mirarlo a los ojos. —No renunciaría a las últimas semanas, lord Arden, ni siquiera sabiendo que eso me traería aquí.

Él le tocó la mejilla.

—Conozco ese sentimiento. Tienes amigos, Clarissa. Muy pronto volverás a ser feliz.

—Estoy deshonrada, ¿lo sabía? —dijo ella, pensando que tal vez él no lo entendía del todo.

—No, no lo estás —dijo él, sonriendo. —Sólo eres un poco más experimentada. Sabes que Beth no desaprobaría la experiencia. Cualquier cosa que necesites, pídesela a los criados. Amleigh no tardará en llegar, no me cabe duda.

Él la había hecho reír, pensó mientras lo observaba subir la escalera, sorprendida por ese gesto de afecto. De verdad, su experiencia le había ensanchado la mente en cierto modo, lo que le permitía ver atisbos de sutilezas y, más importante aún, le daba comprensión.

¿Qué hacer?

Debería tener hambre, pero estaba segura de que se le atragantaría la comida. Tal vez debería pedir que le prestaran un vestido de Beth. Eran más o menos de la misma talla, o lo habían sido.

Tal vez debería escribirle a la señorita Hurstman, o incluso al duque. ¿Tendría que saber el duque lo que había sucedido?

Al final, sintiéndose a la deriva, salió al jardín y bajó por el sendero que llevaba al río. Ahí estaban los patos ocupadísimos chapoteando y metiendo las cabezas bajo el agua en busca de alimento.

Al instante la escena la trasladó en su imaginación a otra casa y a otro río.

A cuando estaba con Hawk en Hawkinville Manor.

Se sentó en la hierba a pensar, a intentar ver, comprender, lo que realmente había ocurrido.

Hawk había ido a Cheltenham en busca de una criminal. Repasó todo lo ocurrido ese día, tratando de verlo con los ojos de él. Debió decirle la verdad cuando le dijo que ese mismo día cambió de opinión. Ella no era creíble en el papel de villana.

La convenció de ir a Brighton para poder sonsacarle más información para obtener pruebas. Irónica, recordó la cantidad de veces que la conversación con él se desviaba a Londres y a Deveril, y las cosas que se le escaparon a ella.

El cuchillo en la tienda.

Era buen investigador. Excelente.

Pero la relación, la amistad, la pasión, ¿todo había sido artificial?

¿Y lo que ocurrió en el jardín agreste? Juraría que fue real.

Ah. Recordó la puerta astillada y de pronto tuvo la seguridad; sí, todo eso fue real. Hawk no se descontrolaría así por una simple estratagema.

Y esa noche. Seguro que no hubo nada falso esa noche.

Pero bueno, ¿qué sabía ella de esas cosas? El había planeado casarse con ella por su dinero, por lo tanto habría deseado atarla a él con la pasión.

Y el amor.

Y la confianza.

Hizo una mueca al recordar todo lo que había dicho ella sobre la perfección, la sinceridad y la confianza. Y cómo se lo contó todo.

Sólo cabía rogar que él hubiera dicho la verdad, que ya tenía lo que deseaba; que Blanche estaba a salvo.

Continuó mirando el río, pensando estúpidamente lo fácil que debería ser la vida de un pato.

Oyó pasos y se giró a mirar, pensando que sería el marqués, y deseando, contra toda esperanza, que fuera Hawk.

Era lord Amleigh.

—De repente hay muchos caballeros con un título en mi vida —dijo.

Qué tontería decir eso.

Él sonrió y se sentó en la hierba a su lado, sus ojos serios en su cara de mentón cuadrado enmarcada por su pelo moreno.

—Sólo yo y Arden, ¿no?

—Y lord Vandeimen.

—E, indirectamente, lord Deveril. —Seguía sonriendo, pero la expresión de sus ojos le dijo que exigía algo de ella. —Tal vez si me llamaras Con se te simplificaría todo.

—Usted es su amigo. ¿Ha venido a decirme que lo olvide todo?

—Soy un Pícaro también, no lo olvides, y tú eres la persona que menos se merece sufrir. Todo se hará como tú lo desees.

Ella se rió y bajó la cabeza para ocultar la cara en la falda; la falda de ese vestido de muselina crema engañosamente sencillo que había elegido la mañana del día anterior con tantas esperanzas y sueños, y que ahora sólo tenía manchas y recuerdos.

—Eso da por hecho que conozco mis deseos.

—Los conocerás, pero tal vez no ahora. Sé que en este momento parece urgente, pero ya habrá tiempo para eso.

Ella giró la cabeza para mirarlo, para mirar a ese hombre prácticamente desconocido que estaba tan estrechamente ligado a sus asuntos.

—¿Esperará el mundo antes de condenarme?

—El mundo no lo sabe. ¿Quién se lo dirá?

Que extraño pensar en eso. Los Pícaros no lo dirían. Tampoco Hawk, ni lord Vandeimen ni lord Amleigh. ¿Althea? No. ¿Lord Trevor? La señorita Hurstman le arrancaría la nariz.

—¿La gente de Hawk in the Vale?

—Hawk se encargará de ellos. Ha vuelto allí.

Ella lo observó atentamente.

—Usted confía en él.

—Le confío mi vida y todo lo que me es querido. —Pasado un momento añadió: —Eso no significa que no tenga defectos.

Ella miró hacia el río.

—Entonces puedo volver a Brighton, a las fiestas y reuniones. Se me hace casi imposible, ¿sabe?

—Lo sé. Pero la vida continúa. Te ha enviado una carta y te pide que la leas.

Ella enderezó la espalda y cogió la hoja doblada, pero no sabía si quería leerla.

—No tiene por qué ser ahora, si no quieres. Pero creo que deberías leerla, cuando te sientas preparada.

Clarissa miró la hoja doblada. Por fuera no había nada escrito, ni siquiera su nombre. Claro, no había ninguna necesidad de poner nombre ni dirección, pero le pasó por la cabeza la idea de que era muy propio del Halcón actuar con tanta precisión.

Además, observó, el papel estaba doblado por la mitad y luego en tres, con impresionante pulcritud. Los ángulos exactos, cada borde coincidía a la perfección con el otro. Qué fastidioso tenía que ser para un hombre tan disciplinado y ordenado verse envuelto en una discordia como esa.

—¿Está bien? —preguntó al amigo.

—No más que tú.

—Estoy enamorada de él, así que aún más de lo que lo deseo a él deseo hacerlo todo perfecto. Pero no sé qué sería lo perfecto, y no me cabe duda de que no debo... diluirme en él para su comodidad y placer.

—Extraordinaria manera de expresarlo, pero sé qué quieres decir. No tengo ninguna sabiduría que ofrecerte. —Pasado un momento, continuó: —Ni siquiera sé si existe sabiduría tratándose del corazón, aparte de la vieja máxima de que el tiempo lo cura todo. Cura, pero no siempre la curación viene sin que queden cicatrices o incluso deformidades.

Ella lo miró fijamente.

—De ninguna manera se me va a tratar como a una niña tonta, ¿verdad?

—¿Deseas que te traten así?

—¿No lo desea todo el mundo a veces?

—Ahí tienes un excelente argumento.

Abrió los brazos y ella se echó en ellos. Era un abrazo paternal, o tal vez fraternal. A ella, que jamás tuvo a un padre o a un hermano interesado en abrazarla.

Entonces recordó que después de la muerte de Deveril, Nicholas Delaney la abrazó de esa misma manera. Pero ninguno de esos hombres, por muy llenos de buena voluntad que estuvieran, podrían solucionarle sus problemas.

—Supongo que tengo que volver —dijo. —A Brighton.

—Sin duda la señorita Hurstman deseará verte sana y salva.

—La señorita Hurstman es de los Pícaros —dijo ella, en tono firme, pero sin resentimiento.

—No. Es la tía de un Pícaro. La tía de lord Middlethorpe, para ser exactos. Si crees que está de nuestra parte y en contra de ti, quiere decir que no la conoces muy bien. Es una feroz defensora de las mujeres, en todos los sentidos prácticos. A alguien le van a arrancar la piel por culpa de lo mal que hemos llevado esto.

Ella se liberó de sus brazos para mirarlo.

—¿No sabía nada de esto?

—No, a no ser que sea adivina. Nicholas le pidió que se hiciera cargo de ti porque pensó que necesitabas una ayuda especial para conquistar tu lugar en la sociedad. Eso es todo.

—Pero ella le escribió. Para informarlo, supongo.

—Ah, eso. Le escribió exigiéndole su presencia. Tiene un conocimiento enciclopédico de la sociedad, que supera al de Hawk. Tan pronto como lo vio aparecer recordó que el apellido de su padre era Gaspard por nacimiento y que Gaspard era el apellido familiar de Deveril. Eso le sonó como una campanilla de alarma, una alarma lo bastante fuerte como para impulsarla a pedirle que viniera, pero no tan fuerte como para impulsarla a hacer algo. No tenía ni idea, y es posible que todavía no sepa que el padre de Hawk ya tiene el título.

—Entonces quiero volver allí —dijo ella, levantándose y alisándose la falda manchada sin remedio. —La vida continúa, aunque me parezca imposible.

Como el arañazo de una garra en un recoveco de su mente, le vino la idea de qué haría si estaba embarazada. Lord Arden podía muy bien restarle importancia a su deshonra, pero un vientre abultado sería una señal muy evidente de lo que había hecho.

¿Significaría eso que tendría que casarse con Hawk?

Él ya había discutido de eso con ella; de que podría cambiar de opinión y de que se podría quedar embarazada.

¿De verdad intentó resistirse? ¿O eso fue simplemente otro astuto ardid por su parte?

Ella lo deseaba demasiado para encontrarle sentido a eso. El deseo no es un buen guía.

Un niño puede desear coger el fuego, un adulto desear tirar una fortuna jugando a las cartas.

De pronto vio claro algo de aquel enredo que tenía en la cabeza.

—Usted dijo la palabra adivina... eso me recuerda algo... ¡Ah, la señora Rowland!

Él frunció levemente el ceño.

—¿La mujer que vive en la aldea con el marido inválido?

—Sí, cuando la vi tuve la impresión de que la había visto antes. Ahora me doy cuenta de que me recuerda a la adivina de Brighton. Madame Mystique.

Esta le había hablado del dinero, diciéndole que no era de ella, y le habló de muerte, si no decía la verdad. Ya había dicho la verdad, y sin embargo se sentía medio muerta.

—¿Qué te pasa? ¿Te vas a desmayar?

—No. —Ya no podía seguir dándole más vueltas al asunto. —Creo que necesito comer algo. Y tal vez pedir prestado un vestido limpio, Con —añadió, para manifestarle gratitud por su amabilidad.

 

Él sonrió.

—Vamos, entonces.

Echaron a caminar de vuelta a la casa.

Muchas personas preferirían Hartwell, con el pintoresco encanto que rodeaba un interior totalmente moderno y cómodo.

Pero ella sabía que su corazón continuaba cautivado por Hawkinville Manor.