CAPÍTULO 17
Clarissa miró al frente y vio que el sendero se perdía detrás de una inmensa piedra redondeada. Jetta, que iba delante, miró atrás y desapareció.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Él le cogió la mano y la hizo avanzar.
—Ven.
Al otro lado de la piedra el sendero estaba interrumpido por unos peldaños formados por piedras largas y toscas y más allá se dividía en varios senderos estrechos que discurrían por en medio de arbustos y salientes rocosos. De algún lugar cercano venía un rumor de chapoteo de agua.
—Te he traído a un lugar agreste —dijo él, —como los hijos de Israel fueron llevados al desierto.
Entonces ella comprendió qué era eso. Un jardín agreste.
—Pues sí. Pero supongo que eso no es algo tan terrible.
—Me parece que aún no ha recibido la eficiente atención de María y por lo tanto está más salvaje de lo que debería. Sin embargo se interpone entre nosotros y nuestro objetivo. ¿Seguimos o nos volvemos?
El jardín abandonado estaba diseñado para parecer rústico, pero también para ofrecer senderos seguros y llanos para un disfrute civilizado. Vio que algunos senderos estaban casi tapados por la maleza, y podría haber otros peligros también.
Lo miró sonriendo.
—Seguimos, por supuesto.
Repentinamente la sonrisa de él se ensanchó, asemejándose a la de ella.
—Sea, pues —dijo y la ayudó a bajar los toscos peldaños de piedra. —Todo esto es totalmente artificial. Si cavas aquí tocarás creta, no granito. Ten cuidado.
La última piedra estaba toda cubierta por hiedra enredada. Él bajó, afirmándose bien con sus botas de montar, la cogió por la cintura y la bajó en volandas hasta el sendero.
Ella pisó el suelo sintiéndose como si hubiera dejado atrás el estómago y los sesos. Cuando él bajó y se quedó a su lado, le rodeó el cuello con una mano.
—Un héroe se merece un beso —dijo, y lo recompensó, deleitándose en el primer beso que le daba ella.
Cuando se apartaron se atrevió a acariciarle la delgada mejilla con las yemas de los dedos, sus encantadas yemas de los dedos.
—El caballero errante y la princesa.
—¿O el dragón y la princesa? —dijo él.
Giró la cara y le mordisqueó los dedos, y ella retiró la mano.
—¡Ah, pero tú eres san Jorge! Georgina West lo dijo ese primer día.
Él le cogió la mano y se la metió en la boca, entre los dientes.
—No soy ningún santo, Clarissa —le mordió suavemente el dorso de un dedo. —No olvides eso.
Asombrosamente, ella deseó que la mordiera más fuerte.
Pero entonces él le bajó la mano y se la tironeó, instándola a caminar por el sendero.
—Vamos.
Riendo, ella echó a caminar a su lado, con la mano desnuda entrelazada con la suya, como si eso fuera lo más natural del mundo.
Y lo era. Eran amigos. Estaban unidos. Él era de ella y ella de él, y antes de que volvieran al mundo civilizado se aseguraría de que así fuera.
A cada momento él tenía que apartar ramas que obstaculizaban el paso. De pronto llegaron a un lugar cubierto por zarzas y ella tuvo que recogerse las faldas para pasar. Eso era necesario, pero no le importó enseñar las piernas un poco más de lo que sería decente.
—Margaritas —dijo él sonriendo, admirando sus medias. —¿Todas tus medias tienen de estos caprichosos adornos?
Ella lo miró agitando adrede las pestañas.
—Vamos, señor, ¡eso os toca descubrirlo a vos!
Él alargó la mano para cogerla y ella lo eludió agachándose para pasar por debajo de una rama. Sintió un tirón y cayó en la cuenta de que la pamela, que seguía llevando colgada a la espalda, se le había quedado enganchada en la rama. No le importó, pero se detuvo a esperar que él se la desenganchara. Y entonces se quedó inmóvil al sentir la tierna caricia en la nuca.
Fue como si por arte de magia hubieran sido transportados fuera del mundo y las preocupaciones reales a un lugar donde imperaban reglas descabelladas. Se giró lentamente y lo miró, pero él negó con la cabeza y la instó a seguir caminando.
Llegaron al agua; era un delgado chorro que bajaba en cascada desde lo alto de una roca y caía salpicando sobre el cuenco cubierto de musgo de otra piedra y desde ahí entraba en un estanque lleno de maleza. Clarissa puso la mano bajo el chorro fresco.
—Agua de cañería, por supuesto —dijo él.
Ella le arrojó el agua que había recogido en la palma, rodándolo.
—¡Todo porque tienes una casa que parece haber brotado ahí donde está! Pero eso no es motivo para burlarse de que otros tengan que construir su trocho de cielo.
—Muchacha descarada —dijo él, riendo, y pasándose la mano por el pelo para quitarse las brillantes gotas dejadas por la rociada—. La naturaleza es bella en sí. ¿Para qué intentar convertirla en algo que no es? Pero sí que lo pasábamos bien aquí de pequeños. —Miró alrededor y apuntó a lo alto de un elevado olmo cuyas ramas caían sobre ellos. —Recuerdo que amarramos una cuerda a una rama de ahí arriba. La idea era saltar de un lado al otro del estanque cogidos de la cuerda, como los piratas cuando abordaban un galeón español que llevaba tesoros. Van se rompió la clavícula.
—Vuestros padres estarían aterrados.
—Escondimos la cuerda y dijimos que Van se cayó en el sendero. Pensábamos probarlo en otra ocasión, pero nunca lo hicimos. Tal vez tuviéramos algo de sensatez.
Puso la mano bajo el chorro de agua y la dejó pasar por entre los dedos, brillante como diamantes al caer sobre ella un rayo de luz del sol. Ella lo observó atenta, preparándose por si él quería desquitarse.
Pero él simplemente se volvió hacia ella y con los dedos mojados le trazó una línea fresca por la frente, las mejillas y los contornos de los labios. Después la besó, con su boca ardiente sobre la fresca humedad, y ella canturreó de placer.
Él se apartó, ceñudo.
—Esto no está bien. María enviará a un grupo a buscarnos.
Ella le cogió por la chaqueta y lo atrajo hacia sí.
—¿No podemos ocultarnos aquí para que no nos encuentren nunca?
—¿Escondernos en el jardín agreste? —Se liberó la chaqueta y le cogió las manos para impedirle otro ataque. —No, bella ninfa, me parece que no. El mundo es un amo muy exigente y nos capturará. —Miró alrededor. —Todos esos senderos trazan curvas y más curvas, pero ese es un buen atajo.
Ella miró hacia donde apuntaba.
—Ese es el estanque.
—Tiene menos de un palmo de profundidad. Repentinamente la levantó en sus brazos. Ella chilló, pero le pasó un brazo por el cuello y le besó la mandíbula.
—¡Mi héroe!
—Tal vez te convenga esperar a ver si logro pasar por ahí sin dejarte caer en el agua. Me imagino que el fondo es puro légamo resbaladizo.
En el instante en que hundió las botas en el agua ella notó que se resbalaba. —Hawk...
—¿Qué es la vida sin riesgos?
—¡El vestido es nuevo; lo he estrenado hoy!
—Oh, mente mezquina, atada a las vanidades mundanas.
El estanque sólo tenía unas tres yardas de ancho, pero él tendría que dar cada paso con sumo cuidado. Clarissa se echó a reír.
—Para de reírte, mujer, que nos vas a hacer ahogar en lentejas de agua.
Ella dejó de reírse succionándole suavemente la mandíbula.
—¿Crees que eso me va a ayudar?
—¿Promesa de recompensa? —musitó ella.
Él se detuvo.
—Para o te suelto.
Ella miró sus sonrientes ojos.
—¿Debo creerte?
—¿Crees que no sería capaz?
—Sí —contestó ella, mordisqueándole la mandíbula.
Emitiendo un gemido, él avanzó rápido, temerariamente, hasta salir a la otra orilla, y allí la dejó de pie en el suelo. Pero siguió rodeándola con el brazo, y estrechándola con fuerza le dio un beso que hizo parecer tibios a los anteriores.
Clarissa se apoyó en él para evitar desmoronarse, pues le flaquearon las piernas con la sensación de ese beso. Sin saber cómo, de pronto se encontró tumbada de espaldas sobre una roca calentada por el sol, sintiendo las asperezas y el calor a través de la ropa. La roca sólo tenía una ligera inclinación, por lo que si él no le hubiera estado presionando las rodillas con las suyas, se habría deslizado hacia abajo.
Pero no era capaz de pensar en otra cosa que en la pasión que veía en los ojos de él mirándola. Mirándola a ella. Todo lo que deseaba en la vida estaba ahí.
El bajó más el cuerpo, apoyándose con un brazo en la piedra, y con la otra mano le acarició la mejilla, el cuello.
—Estoy seguro de que tu vestido ya está todo manchado de musgo —musitó.
—¿Sí? —dijo ella, notando que la voz le salía ronca, misteriosa, sorprendiéndola.
—Tu vestido nuevo.
—¿Y debe importarme eso?
—Sí. Creo que sí.
—Pero es que soy rica, comandante Hawkinville. Muy rica. ¿Qué más da un vestido más o menos?
A él se le curvaron los labios.
—¿Qué me dices, entonces, de la prueba del musgo en la espalda de una dama?
—Ah, pero ¿acaso no está manchada ya? Además, siempre puedo decir que fuiste un mal escolta y que me permitiste revolearme en las malezas y rocas del jardín agreste.
—Revolearte —dijo él, rozándole los labios con los suyos. —Esa palabra tiene dos significados, ¿sabes?
—¿Como «vara»? —se atrevió a preguntar ella.
Vio formarse esas arruguitas a los lados de su boca.
—Como «vara», sí. Me asustas, Clarissa.
—¿Sí? ¿Cómo?
—No sonrías tan complacida. Me asustas porque no tienes verdadero sentido de la prudencia. ¿No tienes miedo?
—No tengo miedo de ti, Hawk.
—Deberías tener miedo de todos los hombres aquí, sola en este paraje incivilizado.
—¿Debería? Demuéstrame por qué.
Emitiendo un sonido en parte risa y en parte gemido, bajó la mirada a su corpiño. El talle del vestido era muy alto y el corpiño bastante escotado, aunque una pañoleta de fina batista con los bordes metidos bajo el escote lo hacía recatado. Él le quitó la pañoleta.
Clarissa se quedó quieta, con el corazón acelerado, mientras él le besaba suavemente las curvas de la parte superior de los pechos, unos roces como de pluma con los labios sobre una piel que no había conocido nunca antes la caricia de un hombre. Una mujer prudente y sabia lo haría parar en ese momento. Levantó una mano e introdujo los dedos en su pelo, mientras él la atormentaba con los labios.
Entonces él ahuecó la mano en su pecho, y eso le produjo una sensación nueva, extraña, pero le gustó. Él comenzó a frotarle ahí con el pulgar y a ella se le quedó atrapado el aire en la garganta. Ah, ¡eso le gustaba más aún!
Se dio cuenta de que había dejado de mover la mano por su pelo y con ella le tenía aferrado el cuello. Sus ojos medio se centraban en los brillantes reflejos del sol en su pelo.
Se sorprendió al sentir un repentino frescor, y miró. Con el pulgar él le había bajado el corpiño y el corsé dejándole el pezón al aire. Muda contempló cómo él movía la boca por encima y la instalaba ahí.
Echó atrás la cabeza y cerró los ojos, notando el cálido resplandor del sol bajo los párpados mientras él le producía magia primero en un pecho y luego en el otro.
No, no sólo en los pechos.
En todas partes. Tal vez porque él había metido la mano por debajo de la falda y la iba subiendo por su muslo desnudo. En algún momento se le habían abierto las piernas y él estaba instalado entre ellas. Movió el cuerpo, apretándolo contra el suyo, abrazándolo con más fuerza.
Así que eso era hacer el amor.
Deshonra.
Qué delicioso, qué absolutamente delicioso.
Comenzó a sentir una especie de fuerte vibración en la entrepierna, y esta le demostró qué era sentir realmente deseo. Desear a un hombre concreto, de una manera concreta, en un momento concreto.
Ese momento.
Volvió a moverse para apretarse más a él.
—¡Santo Dios! —exclamó Hawk.
Se apartó y, cogiéndole la mano, la puso bruscamente de pie. Medio aturdida, ella abrió los ojos y lo vio rodeado por un brillante nimbo de luz. Él le subió el corpiño y miró alrededor buscando la pañoleta.
Ella puso la mano sobre la roca para afirmarse, pero riéndose.
—¡Ha sido asombroso! ¿Podemos hacerlo otra vez?
Él se enderezó, con la pañoleta en la mano.
—Eres una diablilla impenitente —dijo, pero sonrojado y medio riéndose. —Me has hechizado, haciéndome perder totalmente el juicio. Vete a saber cuánto tiempo hemos estado aquí. —Le pasó la pañoleta por el cuello y le metió los bordes bajo el corpiño con las manos temblorosas. Se apartó. —Eso es lo que me haces. María va a pedir mi cabeza. Y Van va a querer...
Se interrumpió, sin terminar la frase.
Ella se arregló la pañoleta sobre los pechos, tratando de reprimir la risa. Era incapaz de pensar en otra cosa aparte de su absoluta dicha. Ese beso, esa experiencia con él ahí, le habían eliminado hasta el último asomo de duda respecto a los sentimientos de Hawk. Se había descontrolado y hecho más de lo que pensaba hacer; había perdido la noción del tiempo.
Él, el Halcón, había perdido el juicio con ella.
Sabía que él estaba consternado, y eso hablaba del poder del amor entre ellos.
El amor...
—Sólo tenemos que decir que nos perdimos en esta selva, Hawk.
—Tenemos que salir de aquí. ¿Dónde está nuestra maldita e inútil carabina?
La cogió de la mano y prácticamente la llevó a rastras por otros peldaños de piedra, otro recodo del sendero alrededor de una enorme piedra, hasta que salieron a un espacio llano cubierto de hierba. Ahí estaba echada Jetta, ante una puerta del muro que rodeaba la propiedad, esperando.
—No me preguntes cómo supo que vendríamos por aquí—dijo él. —Jamás ha estado en este lugar. —Avanzó con grandes zancadas, cogió el pestillo de hierro de la puerta y soltó una maldición. —Está atascado. Mis disculpas.
—¿Por el lenguaje o por la puerta? —preguntó ella.
No pudo reprimir la risa en su voz; no pudo evitarla. Se reiría de la lluvia, de los truenos, de un huracán. Estaba ansioso de pasar por esa puerta, ¡por miedo a ella! Por miedo a qué otra cosa podrían hacer allí.
Deseó que el pestillo estuviera tan oxidado o podrido que no se pudiera descorrer.
Él estuvo un momento moviéndolo, tratando de descorrerlo, y de repente retrocedió y le dio una patada. El pestillo salió volando de la madera podrida y la puerta se abrió.
Ella retuvo el aliento.
Violencia, cruda y eficaz.
Ese era un aspecto de Hawk Hawkinville que no había visto antes, y de pronto le recordó al guapo y educado lord Arden, descontrolado por la rabia, golpeando a su mujer.
Él se dio una sacudida y se volvió hacia ella: el hombre elegante otra vez.
—Ven.