15

—Podrías haberme avisado —le dijo Evelin—. Habíamos dicho que regresaríamos juntas al pueblo, ¿no? Entonces ¿por qué te vas?

—Oh, bueno, ya sabes cómo soy —respondió Jessica, intentando restarle importancia—. De repente me entraron ganas de caminar, y pensé que si te lo decía te sentirías obligada a acompañarme, así que…

Volvieron juntas a la casa. El sol del mediodía brillaba con más fuerza aún. Jessica volvió a enjugarse la frente. Tenía todo el cuerpo empapado en sudor.

Evelin la miró de reojo.

—No tienes buen aspecto. ¿Te encuentras mal?

—Es que hace un calor insoportable. Parece que estemos en julio o agosto.

—A mí no me molesta —respondió Evelin.

—Hoy he caminado mucho —le comentó Jessica—: Quizá sea eso.

—¿Ves? ¡He aquí otro motivo para que vuelvas en coche conmigo! —Parecía preocupada.

Jessica se preguntó si realmente podía tratarse de una peligrosa enferma mental. Quizá el doctor Wilbert se equivocaba. No tenía ninguna prueba que respaldara su teoría. ¿O sí?

—Tú espérame aquí —dijo Evelin—. Subo un momento a coger mi maleta y enseguida vuelvo, ¿vale?

—Vale —respondió ella. Estaba muy cerca del sitio donde había encontrado a Patricia arrodillada y… Empezó a sentirse mareada y apartó aquel recuerdo espantoso.

Evelin estaba a punto de entrar en la casa, cuando se giró y le dijo, titubeando:

—¿Y los papeles de Tim? ¿Los has leído?

Jessica asintió.

—Sí. Está claro que Tim nos tomó el pelo con la historia de su doctorado. Lo que he leído no son más que absurdos estudios de personalidad realizados por un narcisista perturbado que sólo busca humillar a los demás para sentirse más poderoso. Según mi parecer, todos esos papeles podrían considerarse un mero gesto de masturbación. Ni más ni menos.

Evelin se quedó esperando, pero, al ver que Jessica no añadía nada más, asintió lenta y pensativamente, y luego entró en la casa. Dejó la puerta abierta pero desapareció en la oscuridad del recibidor.

Jessica no se atrevió a intentar escapar por segunda vez. Evelin podía tardar menos de un minuto en bajar. Parecía inofensiva, como siempre. Quizá todo estuviera bien. Subirían al coche y en menos de diez minutos volverían a estar en el pueblo.

La pesadilla acabaría por fin.

Se paseó brevemente arriba y abajo, manteniendo a raya la angustia y tratando de tranquilizarse y convencerse de que no tenía nada que temer. Pero tenía el vello de los brazos erizado y la nuca helada pese al calor. Todavía podía escuchar la angustiada voz del doctor Wilbert.

«Aléjese de Stanbury. ¡Márchese lo antes posible!»

Agotada, se sentó en el banco que quedaba entre el patio y el jardín, desde el que se veía perfectamente el bosquecillo y la colina que se elevaba detrás de él. Se puso una mano en la barriga. ¿Cuándo empezaría a notar las pataditas del pequeño? ¡Debía de ser una sensación maravillosa! Se inclinó para darse un masaje en los hinchados tobillos y, sin querer, sus ojos se posaron en la hierba junto a los pies. Se quedó quieta de golpe y entornó los ojos.

Había una trenza. Una trenza de hierba aún fresca y húmeda. Es decir, no hacía mucho que la habían arrancado.

Sólo conocía a una persona que hiciera trenzas de hierba.

Se incorporó y miró asustada alrededor. Todo estaba en calma. Él había estado allí. Hacía unas horas, como mucho. Quizá aún no se había ido. Quizá el enemigo era él, no Evelin. Quizá.

Llevaba dos horas agazapado en aquel estrecho y oscuro agujero que conducía al garaje, y con cada minuto que pasaba se indignaba más consigo mismo por no haberse presentado desde el principio, con naturalidad. Si ahora irrumpía en la casa daría la sensación de ser un pervertido recién salido de los matorrales, y eso no haría más que complicar su ya de por sí comprometida situación. Al menos eso había creído. Una vez más lo habrían descubierto deambulando por Stanbury House y… Claro que, bien mirado, quedaban pocas cosas que pudieran empeorar su situación.

Estaba en la terraza, contemplando el jardín, cuando había visto llegar el coche. Le pareció que no tendría tiempo de cruzar corriendo el espacio abierto de césped para ocultarse en el bosquecillo, así que saltó la barandilla de la terraza y bajó por la escalera que llevaba al sótano, al que se entraba por una puerta de acero que obviamente estaba cerrada. La escalera estaba fría y húmeda, el musgo crecía en los resquicios de los peldaños y muros y olía a moho. Se había quedado ahí unos minutos, conteniendo el aliento, y por fin se había atrevido a subir y mirar fuera. Vio a Evelin dirigirse hacia el cobertizo y medio desaparecer entre los manzanos y las zarzamoras. Ése habría sido el momento perfecto para largarse, pero le pudo la curiosidad de saber qué se proponía Evelin. De modo que la siguió, y la vio esforzarse en mover la losa que cubría el sumidero. Observó sus movimientos con la fascinación del entomólogo y se preguntó qué diablos querría hacer precisamente en aquel sitio. En el momento en que la vio sacar la carpeta de plástico verde de la parte inferior de la losa, a la que parecía estar adherida, comprendió que había utilizado el sumidero como escondite.

«¿Qué demonios son esos… documentos?», pensó.

Evelin se sentó en la hierba, empezó a leer y pasar hojas, y él se quedó mirándole la ancha espalda, que en su día probablemente había sido esbelta y hermosa pero ahora era robusta y gruesa, debido sobre todo a los michelines que se le formaban bajo los brazos y en la cintura. Luego, cuando se aburrió de aquella contemplación estéril, decidió regresar al pueblo, pero entonces vio otra figura que se acercaba caminando por el bosquecillo. Una vez más volvió a esconderse en la escalera del sótano, y cuando asomó la cabeza con cautela descubrió a Jessica dirigiéndose a la casa. Le sorprendió verla allí, y se quedó impresionado al observar lo pálida y extenuada que parecía.

La siguiente vez que se atrevió a asomarse para mirar, era ella la que estaba sentada bajo los manzanos leyendo aquellos misteriosos papeles. No vio a Evelin por ninguna parte, aunque él no había oído el motor del coche, así que no debía de estar muy lejos. Seguro que no había entrado en la casa, porque seguía precintada por la policía y ella no era la clase de personas que se atreve a cruzar sin más una cinta de prohibición de las autoridades, así que se la imaginó sentada en los peldaños de la puerta principal, esperando a que Jessica acabara de leer. Así pues, no tenía modo de salir de allí sin que lo vieran. Podría cruzar el prado que llevaba hasta el bosquecillo, pero tendría que rezar para que Jessica no levantara la vista de los papeles o Evelin volviera justo en ese momento.

«Pero ¿de qué tengo miedo? —se preguntó—. Al fin y al cabo, he decidido entregarme a la policía. No tendría que importarme que me descubrieran».

Mas en el fondo sabía que sí era importante. No se trataba de eludir un poco más la orden de búsqueda y captura, sino de entregarse voluntariamente. De ir a la policía por decisión propia, no porque Evelin o Jessica lo vieran, se pusieran nerviosas y llamaran a la pasma. ¿Qué habría tenido que hacer en tal caso? ¿Esperar con ellas a que llegaran los polis? ¿Aceptar que se abalanzaran sobre él y lo esposasen pese a que en ningún momento hubiera pretendido escapar? ¿O huir de allí, empeorando así el desagradable asunto de la búsqueda y captura?

«¡Mierda! —se dijo—. ¿Por qué demonios han tenido que venir aquí estas dos, precisamente hoy? ¿Y qué cojones están leyendo tan absortas que ni siquiera se dan cuenta del tiempo que pasa?». Se planteó la posibilidad de hablar con Jessica. Seguro que ella no se pondría nerviosa. Quizá hasta quería hablar con él. Pero al final no se atrevió. Ella le hacía sentirse… le daba vergüenza, en su presencia sentía una inexplicable timidez. Aquella mujer lo había impresionado, le infundía respeto. Admiraba su realismo, su claridad, su inteligencia, su capacidad de mirar más allá de las apariencias y enfrentarse a los hechos reales. Las pocas veces que la había visto —pocas pero intensas, en su opinión—, había comprendido que no era una mujer feliz. Ella había esperado otro tipo de vida con su marido y ahora no estaba dispuesta a conformarse y cerrar los ojos a la realidad. Ni siquiera aunque al final del camino tuviera que romper con su matrimonio.

Jessica le gustaba. Y desde luego le habría gustado conocerla en otras circunstancias. No como mujer de otro y viviendo en la casa que él reclamaba como legítimamente suya. Aquella situación hacía prácticamente imposible que pudieran llegaran a intimar. Se imaginó en Londres con ella, en una tarde de primavera de esas que huelen a flores y tierra húmeda incluso en la metrópoli, sentados a la mesa de un pub, al atardecer, el cielo azul oscureciéndose en el exterior y una suave música melancólica y un barman aburrido en el interior. Cada persona que entrara en el pub traería consigo un poco de aquella fragancia primaveral, y entretanto ellos tomarían una copa de vino blanco, conscientes de que algo estaba comenzando; algo que, sin importar como acabara, dejaría un recuerdo indeleble en sus corazones…

Pero no en las actuales circunstancias. Y por mucho que le apeteciera compartir con ella sus sentimientos, sacudió la cabeza y se dijo que eso sólo complicaría aún más las cosas. No estaban en un pub de Londres con aroma a primavera. Estaban en Yorkshire, y de un modo u otro ambos eran víctimas de un terrible delito, de una tragedia que había desatado en ellos el miedo y la desconfianza. No podían salir juntos sin más. Era imposible librarse de las preocupaciones. No había pub ni vino blanco, ni la posibilidad de perderse en los ojos del otro y prometerse un futuro feliz. La realidad era cualquier cosa menos romántica: a él lo buscaba la policía y estaba escondido en la oscura y húmeda escalera de un sótano, y ella estaba sentada en la hierba leyendo algo que sin duda tenía relación con su marido muerto —al menos eso intuía— y que por lo visto la cautivaba y horrorizaba al mismo tiempo. Y Evelin reaparecería de un momento a otro. La gorda y triste Evelin. Seguro que a ella sí le daba un ataque de histeria si lo descubría.

De pronto se dio cuenta de que Jessica ya no estaba allí, pero él no había oído el motor del coche. Lanzó una maldición en voz queda. ¿Qué demonios estaba pasando? Se asomó con precaución y escudriñó el jardín. Todo estaba tranquilo y silencioso bajo aquel sol de justicia. Si conseguía llegar al bosquecillo sin ser visto podría dar un rodeo a la casa y…

Sus pensamientos se interrumpieron de golpe.

Vio a Jessica.

Estaba sentada en el viejo banco de madera en que él mismo había estado hacía unas dos horas… Parecía mirar con absoluta concentración el suelo a sus pies. Fuera lo que fuese lo que había visto, estaba claro que acaparaba toda su atención. ¿Duraría su concentración lo suficiente para que él pudiera cruzar el pequeño prado? En ese momento ella alzó la vista y miró alrededor.

Phillip se escondió a la velocidad del rayo. Estaba casi seguro de que no lo había visto.