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… y de pronto me ha pasado una escena por la cabeza… Me he visto a mí misma con una pistola, disparándoles a todos en la cabeza. Ellos me miraban con los ojos como platos y empezaban a escupir sangre por la boca. Quiero verla enferma y hecha polvo. ¡Quiero verla MUERTA!

Cuando me metí en la cama me entró fiebre. Bastante alta. Y tuve alucinaciones. Vi sobre todo a papá. A papá degollado. Rodeado de sangre. Sangre por todas partes: en la casa, el jardín… Y también muertos por todas partes…

He querido decir a mamá que J. espera un bebé; que engañó a papá y ahora está embarazada… Son las mismas imágenes sangrientas que vi cuando tenía fiebre. Entonces, en medio de toda esa sangre aparece J. Está muerta. Degollada. Y mientras muere se le resbala el feto entre las piernas. Un montón de células viscosas que ni siquiera tienen aspecto de bebé…

Estaba en el baño, mirándose en el espejo. Tenía el rostro pálido como la cera. Parecía una zombi. Le temblaban las piernas, y le pareció que sólo se sostenía en pie porque se apoyaba contra el lavabo. Juntó las piernas, como si así pudiese sostener mejor al bebé. Había vomitado largamente, sacándolo todo, hasta que al final sólo devolvía bilis. Casi sin aire, se había sujetado el vientre en un gesto instintivo de protección a su pequeño. Los vómitos habían sido tan violentos que pensó que no le quedaría nada, absolutamente nada, en su interior. Ni siquiera el bebé. Pensó que su cuerpo no pararía hasta expulsar todo lo que hubiera admitido o absorbido con anterioridad. Y durante todo ese rato no dejó de oír la voz de Elena; aquella voz vacilante y temerosa con que había ido leyendo algunos pasajes del diario de su hija, titubeante, espantada ante lo que leía.

Sus susurros: «Tengo miedo, Jessica, tengo mucho miedo de que fuera ella».

Sus murmullos: «¿Crees que es posible, Jessica? He leído algunas cosas que me han hecho pensar que mi hija está enferma, Jessica. ¡Tiene que estarlo para escribir así!»

Su pregunta, apenas con un hilo de voz: «¿Sabes si tenía una coartada para aquel día? ¿Dónde estuvo mi hija? ¿Dónde estuvo, Jessica?»

Y, al fin, para convencerse del todo (o bien para convencerse de lo contrario), los textos. Ciertos pasajes leídos casi en susurros, como si la acechase algún espía al que hubiera que ocultar la magnitud de sus terribles sospechas.

«Y mientras muere se le resbala el feto entre las piernas. Un montón de células viscosas que ni siquiera tienen aspecto de bebé…»

Las náuseas la habían asaltado repentinamente, como si alguien hubiese accionado un interruptor. El interruptor de la luz, que puede sacar de las sombras, instantáneamente y sin previo aviso, toda una habitación. Se levantó de un salto. La terraza, el jardín, la casa… todo daba vueltas a su alrededor, y de pronto vio a Elena como a través de un velo, y le pareció oír su voz al otro lado de una pared de algodón, pero no comprendió lo que le decía. Después no recordaría cómo logró llegar al baño, pues todas las paredes se le venían encima y el suelo se tambaleaba. Y entonces vomitó. Escupió todo su espanto, su repugnancia, su miedo, su horror, y creyó que ya nunca podría parar y en el fondo no le importó. Vomitó y se juró que protegería a su hijo. Que lo sacaría adelante en medio de aquella locura. No importaba lo que hiciera aquella pandilla de locos, perversos, enfermos y perturbados mentales: ella se encargaría de mantener a salvo a su pequeño.

* * *

La voz de Elena seguía tan baja que Jessica tenía que esforzarse para oírla. Parecía hablar consigo misma más que con alguien. A veces los ruidos propios de la noche —el crujido de una rama, el canto de un grillo, algún suspiro— eran más fuertes que sus palabras, y Jessica tenía que inclinarse y pedirle que repitiera lo que había dicho.

—Alexander jamás superó la historia de Marc. Supongo que Tim y Leon tampoco, pero ellos lograron sobrellevarlo mejor. Alexander tenía pesadillas, unos sueños tan espantosos que le quitaban las ganas de dormir. Por las noches pasaba mucho miedo, o bien se tomaba un somnífero tan potente que ni siquiera podía soñar. Pero en esos casos, a la mañana siguiente apenas conseguía ponerse en pie.

»Tardé mucho tiempo en saber qué le sucedía. Incluso empecé a temer aquellas pesadillas tanto como él. Le insistía en que buscara ayuda profesional para su problema, pero él se negaba en redondo. Y entonces, una noche me lo contó. Estaba desesperado, lloró como un niño y me dijo que desde aquella fatídica noche había perdido las ganas de vivir.

»Estoy segura de que los tres se quedaron destrozados. Tim y Leon intentaron convencerse de que no habían pedido ayuda por respeto a Alexander, pero en el fondo no eran tontos y sabían la verdad: que la expulsión del internado y la reacción del padre de Alexander no eran nada comparadas con la muerte de una persona. Marc falleció de un modo angustioso y horrible, y para eso no había ninguna excusa válida.

«Seguro que al principio se sintieron muy aliviados, cuando la historia del joven muerto provocó un gran revuelo en el internado y ellos salieron impunes, sin que nadie sospechase la verdad. Pero el tiempo pasa y los acontecimientos se relativizan. Los chicos crecieron y se hicieron adultos. Pasaron la selectividad y estudiaron una carrera. Aprobaron exámenes, tuvieron amores, encontraron a una mujer especial… y supieron que también lo habrían conseguido aunque aquella maldita noche no hubieran sucumbido a su cobardía. De haber salvado a Marc habrían acabado sus estudios en otra escuela, y habrían aprobado exámenes, tenido amores, encentrado a una mujer especial… La vida habría seguido su curso, con la diferencia de que ellos no tendrían que vivirla arrastrando el recuerdo del amigo sacrificado. El sinsentido, el absurdo de aquella traición innecesaria, debió de perseguirlos día y noche. Ni siquiera sirvió para cambiar las cosas entre Alexander y su padre. Will continuó despreciándolo e ignorándolo cada día más». Habían sacrificado a Marc por nada.

»Cada uno de ellos se esforzó por vivir con esa carga a su manera. Alexander… bueno, como sabes, tenía pesadillas y se pasaba horas encerrado en sí mismo, pensando, sumido casi en la melancolía. Tim, en cambio, no hacía más que abrir su bocaza y alardear de su don para la psiquiatría y el dinero que ganaba en su consulta. Le encantaba analizar a los demás y machacarlos del modo más sutil, hasta hacerlos sentir inseguros e infelices. Seguro que eso le hacía sentir más grande y más fuerte, y olvidar su reacción miserable y cobarde de aquella noche en el desván.

»Y Leon. Él es un hombre muy atractivo, ya te habrás dado cuenta, así que recuperó su autoestima en la cama de un montón de mujeres, antes y después de casarse con Patricia. Incluso después de tener a sus dos bonitas hijas. Se acostaba con todas las mujeres que se cruzaran en su camino. Se dejaba adorar por sus ayudantes becarias y tenía relaciones con todas. ¿Que cómo lo sé? Pues porque no sabía estarse callado y le encantaba vanagloriarse de sus conquistas. Se lo contaba todo a Tim, éste se lo comentaba a Evelin y ésta me lo contaba a mí. Así funcionaba todo en ese grupo: todos acababan traicionándose mutuamente.

»Me pregunté muchas veces hasta qué punto aquel crimen (coincidirás conmigo en que podemos calificarlo de crimen, ¿no?) era la razón de su incapacidad para mantener una relación de amistad mínimamente normal. Es decir, todos tenemos o hemos tenido buenos amigos, algunos incluso de la época del colegio, y parece algo muy valioso poder mantenerlos a lo largo de los años. Pero hay épocas en que estás más cerca de uno o de otro, y también las hay en que prefieres estar solo o pasar más rato con tu familia o en el trabajo o con amigos nuevos. Ellos tres, sin embargo, pretirieron atarse bien fuerte y hacerlo todo juntos. Las vacaciones, las idas al teatro o la ópera, las cenas, las salidas de fin de semana… Todo lo que puedas imaginar. ¡Y parecía que no se cansaban! A veces me entraban ganas de gritar. Tenía la sensación de que no me había casado con un hombre, sino con tres, y de paso también con sus parejas y circunstancias.

»Mi teoría es que la escuela fue lo que los unió de esa forma tan estrecha e indisoluble. Ninguno pudo olvidar jamás lo sucedido aquella noche, y les parecía que juntos era más fácil sobrellevarlo. Fuera del grupo, entre las (por así decirlo) personas normales, probablemente se sentían como unos monstruos; pero juntos lograban que aquella noche aciaga no les resultase una monstruosidad insoportable. En el país de los ciegos el tuerto es el rey; y, entre monstruos, un monstruo no se siente al margen de la sociedad. Deja de sentirse como un “yo” diferenciado y pasa a formar parte de un agradable “nosotros”. ¿Acaso no es lo que necesitamos todos, en mayor o menor medida? No me cabe duda de que sólo a través de su absoluta dependencia mutua eran capaces de valorarse a sí mismos.

»Quizá hablaban sobre el tema y se ayudaban a justificarse, o a buscar excusas, o a perdonarse los unos a los otros. No lo sé, pero lo imagino. ¿Quién si no ellos mismos podría perdonarlos? Sólo que el perdón no duraba para siempre. Había que renovarlo continuamente.

»Cuando Stanbury entró a formar parte de sus vidas, al casarse Leon, su amistad adquirió una nueva dimensión. Disponían de un lugar donde retirarse del mundo. La casa se convirtió en su santuario. Un apartamento en Londres o una casita en una concurrida zona turística no habría tenido el mismo valor. Y es que Stanbury estaba fuera del mundo. En Yorkshire, cerca de un pueblecito perdido, un lugar encantado en la región de las hermanas Brontë, un territorio estancado a mitad del siglo diecinueve. Stanbury les permitía alejarse de la realidad. Allí todo quedaba lejos, y ellos recuperaban fuerzas, calmaban sus nervios, se lamían las heridas, se ocultaban. ¿Seguía Alexander hablando tanto de “la calma de Stanbury”? Algunas veces le pregunté por qué no íbamos a algún otro sitio, los dos solos, y siempre me respondía que no podía imaginarse ningún lugar en que hubiese aquella calma. Claro que no se refería únicamente al silencio, sino también, y sobre todo, al aislamiento. La calma de Stanbury era algo especial. De vez en cuando hasta yo misma la percibía. Tenía que ver con la seguridad, con la integridad, como si el mundo quedara más allá de sus muros, respetuoso y paciente. ¿Crees que un lugar así ha de tener un encanto especial? ¿O éramos nosotros, quiero decir los hombres, quienes se lo aportaban? ¿La calma de Stanbury existía de por sí o éramos nosotros quienes la creábamos? Un lugar para el descanso y el olvido. Cuando cerraban sus puertas dejaban fuera todo lo malo que arrastraba el pasado y bloqueaban las amenazas que escondía el futuro.

»Por supuesto, todo esto no era más que puro deseo. La realidad era muy distinta. Nada iba bien, nada, y los altos muros, el jardín encantado y la eterna soledad no servían más que para acallar todas las incoherencias. ¿He dicho incoherencias? No, no es la palabra adecuada. Debería decir todo lo feo, malo, corrupto, brutal y repugnante. Sí, eso es. Quizá la famosa calma de Stanbury no era más que un silenciamiento colectivo de todo lo insoportable. Muerte y silencio, más que calma. Sí, ésos eran los atributos de Stanbury.

»¿Qué no iba bien en nuestro selecto grupo? ¿Por dónde quieres que empiece? ¿Por el fracaso que suponía el matrimonio de Leon y Patricia? ¿Por el fracaso que suponía el matrimonio de Tim y Evelin? ¿Por el fracaso que supuso el matrimonio de Alexander conmigo? Leon se casó con Patricia porque la dejó embarazada y tanto los padres de ella como los suyos lo presionaron en ese sentido. El día de la boda tenía una expresión que daba pena; parecía estar considerando seriamente la posibilidad de saltar por la ventana. En cambio Patricia brillaba de satisfacción, como si hubiera conseguido hacerse con un gran botín. Supongo que en su día decidió que quería ser la esposa de un abogado; te aseguro que una chica como Patricia no se queda embarazada por error. Tim y Alexander intentaron consolarlo diciéndole que Stanbury pronto pasaría a ser también de su propiedad y todos podrían disfrutar de la casa sin condiciones. Pero eso era una cosa, y otra muy diferente tener que convivir día a día con una mujer como Patricia, con sus exigencias y pretensiones, con su ambición y su gélida disciplina, su despotismo y, en fin, todo lo que la hacía inaguantable. Leon le fue infiel en infinidad de ocasiones, y sin embargo ella seguía siendo la más fuerte. Era como si él no fuese más que un chiquillo que se sintiera oprimido y se dedicase simplemente a sacar la lengua y hacer muecas a espaldas de su opresor. A Patricia no parecía importarle, siempre y cuando mantuvieran la imagen de familia feliz de cara al exterior. Lo más importante para ella era la apariencia de ser una mujer íntegra e intocable. Lo que contaba era la fachada, el edificio que quedaba detrás podía estar lleno de termitas. No sé cómo estará Leon ahora, pero ¿sabes lo que pensé cuando me enteré de los asesinatos? Pensé que había sido él. Que no había podido soportarlo más.

»Claro que, razonándolo con detenimiento, me parece imposible que fuera él, pero es que en el fondo me parece imposible que fuera nadie, y es evidente que alguien tuvo que hacerlo. Dicen que la primera intuición es la que cuenta, ¿no? En fin, quizá intento convencerme de ello para no tener que pensar en la posibilidad de que Ricarda esté más implicada de lo que me gustaría admitir.

»Y entre Tim y Evelin, por supuesto, todo fue igual de mal desde el principio. Se conocieron en un seminario del estilo “cómo convertirse en una persona segura de sí misma de la noche a la mañana”. Tim acababa de licenciarse y se había lanzado al mundo profesional con entusiasmo, dictando cursos y seminarios sobre temas afines. Debo admitir que desde el principio tuvo un notable éxito y empezó a ganar mucho dinero. Su aspecto de gurú resultaba atractivo y despertaba la confianza de la mayoría de la gente. Y si a eso le añadías su talante zalamero y adulador con las pacientes, al final resultaba que muchas de ellas creían estar en presencia de un verdadero salvador que lograría sacarlas del embrollo de sus propias sus vidas. Personalmente, creo que en realidad jamás consiguió ayudar a nadie.

»Sea como fuere, el caso es que Evelin asistió a aquel curso, con la esperanza de aprender a valorarse un poco más. Yo los conocí poco después de que empezaran a salir juntos, y debo reconocer que por entonces no estaba tan hecha polvo como después de casarse con Tim. Parecía una chica extraordinariamente tímida e insegura, eso sí, pero en absoluto depresiva, y además estaba mucho más delgada. Visitaba a un psicólogo que la ayudaba mucho, y seguramente fue él quien la animó a asistir a los cursos de Tim. Al fin y al cabo, se trataba de una posibilidad más de conocer gente nueva y superar sus problemas de relación. Seguro que jamás se habría parado a pensar que su paciente acabaría liándose con Tim y precipitándose a su absoluta perdición. Evelin nunca nos dijo por qué se pasaba toda la vida yendo al psicólogo. En alguna ocasión hizo algún comentario del que entendí que en su infancia y juventud la habían tratado con violencia, pero la verdad es que no puedo afirmarlo con seguridad. El caso es que no me sorprendería nada, pues con Tim acabó en una relación en que la violencia, tanto física como psicológica, desempeñaba un papel importante. Los comentarios y observaciones de Tim le hicieron creer que ella no valía nada, y que debía besar el suelo que él pisaba y estarle eternamente agradecida por compartir su tiempo y su vida con una persona tan anodina. Y luego está el tema de sus continuas heridas, sus morados y contusiones, esa ristra de supuestos accidentes deportivos… ¡La torpe de Evelin! Ya había vuelto a tropezarse, a caerse, a resbalarse, a chocarse. Todos bromeaban al respecto a la hora del desayuno. ¿Qué quieres que te diga, Jessica? Lo sabíamos. Todos sabíamos perfectamente que no se trataba de accidentes deportivos, porque todos sabíamos que Evelin no practicaba ningún deporte. Yo lo viví directamente un par de veces en Stanbury. Leon y Alexander subían el volumen de la música cuando en el piso de arriba comenzaba el numerito de Tim con Evelin. Y no estoy refiriéndome a sexo, sino a puñetazos en la barriga, brazos retorcidos y patadas en la espinilla. O sea, cuando ella gritaba de dolor los demás reaccionaban como los tres monos de la injusticia: no veo, no oigo, no hablo. Lo primero era su sacrosanta amistad. Tim era uno de ellos y los demás lo protegían. Admitir que en su grupo había una persona violenta lo habría fastidiado todo, así que sencillamente no lo admitían. Actuaban como si todo estuviera bien. Como si Evelin fuera muy patosa en los deportes.

»Entenderás que no quiera hablarte de mi matrimonio con Alexander. No creo que sea correcto. Sólo haré un breve comentario respecto a nuestro absoluto y definitivo fracaso: no pude aguantarlo más. No soporté la presión de sus amigos, la obligación de estar siempre juntos, la hipocresía. Sobre todo la hipocresía. Le di un ultimátum. Le dije que escogiera entre sus amigos y yo. Que quería vivir una vida propia e independiente, sólo con él y nuestra hija.

»Obviamente, no consiguió dejarlos. Los prefirió a ellos antes que a nuestro matrimonio. Ni siquiera me sorprendió. En el fondo sabía lo que él elegiría. Supongo que no le di el ultimátum para saber si lo nuestro aún tenía alguna posibilidad, sino para reunir coraje y tomar una decisión. Para verlo todo de un modo rápido y claro. Para obligarlo a decirme que nunca estaría de mi parte. Fue muy duro, créeme. Tal vez el peor momento de mi vida. Pero ahora, visto el curso de los acontecimientos, me reafirmo en que hice lo correcto.

»Pero ¿sabes cuál fue mi mayor error? No debí permitir que Ricarda entrara a formar parte de toda esa locura. Sabía que se trataba de un grupo poco sano y tendría que haber luchado para que mi hija no pasara las vacaciones con ellos. No podía negarme a que Alexander mantuviera su círculo de amigos, pero debí haber hecho algo para que Ricarda no fuese a Stanbury House. Mi hija odiaba a Patricia y Tim. Aunque por supuesto no lo sabía todo (me refiero a la historia de Marc), intuía y detestaba la patológica dependencia de su padre respecto a sus amigos.

»No quiero que Ricarda se entere nunca de lo de Marc. Prométeme, Jessica, que nunca se lo contarás.

»Tendría que haber acudido a un abogado, a un juez… pero si lo hubiera hecho, mi hija se habría quedado sin padre, porque él jamás habría renunciado a Stanbury por ella. Y Ricarda lo adoraba. En el fondo, cualquiera de mis opciones habría provocado dolor. Dejarla ir o prohibírselo; daba igual.

»Y ahora me encuentro desesperada, presa del miedo más pavoroso, temiendo que mi propia hija podría ser… ser la persona que no logró seguir soportando la terrible calma de Stanbury».