14
Casi se alegró de verlo en aquel estado. Era medianoche y él estaba bebido, olía a sudor y llevaba el pelo revuelto. Tenía un aspecto horrible y parecía desesperado y frágil, tal como se espera de un hombre cuya familia ha sido brutalmente asesinada hace apenas un mes. El hombre atractivo y rejuvenecido con el que había cenado un par de noches antes la había dejado muy preocupada, incluso le había dado que sospechar. Pero este de ahora despejaba la terrible sospecha que ella abrigaba en lo más profundo de su ser, y de paso el temor de que algún día acabara creyéndola cierta.
Pero de pronto lo comprendió: Leon llevaba ya mucho tiempo yendo a la deriva entre la euforia de su nueva vida y el dolor más impenetrable, entre la sensación de haberse librado de una carga insufrible y la conciencia de haber sufrido una pérdida irreparable.
Y ésta era su manera de enfrentarse a la nueva realidad.
¿Se libraba así de ser sospechoso?
Probablemente no, pero es que tampoco podía considerárselo sospechoso. De hecho no había ninguna prueba que pudiera inclinar la balanza hacia uno u otro lado. No hay patrones de comportamiento para los hombres que han perdido a su familia.
Jessica había dudado antes de abrir la puerta. Se había acostado muy tarde, una vez más, y además tardó en quedarse dormida. Lo que la despertó fue precisamente el timbre de la puerta. En un primer momento pensó que se trataba del despertador, pero volvieron a llamar y comprendió que era en la puerta. No obstante, pasaba de las dos de la madrugada. ¿Quién podía ser?
Barney, que dormía en su cesta junto a la cama, había levantado la cabeza y gruñía quedamente. De pronto se levantó de un salto y salió corriendo de la habitación. Jessica oyó el ruido de sus patas en la escalera. Se levantó y lo siguió. Quizá fuera peligroso abrir la puerta a las dos de la mañana, pero se dijo que un ladrón o un asesino no llamaría al timbre. Además, Barney había crecido bastante y seguro que la protegería como Dios manda.
Era Leon. Olía a alcohol, pero no estaba tan borracho como para tambalearse o balbucear.
—Estaba en un bar —dijo—. ¿Te he despertado?
—¡Son las dos de la mañana, Leon!
—¡Oh, lo siento! —No pareció sorprenderse de verdad, pero cabía excusarse por presentarse a tan altas horas—. ¿Ya es tan tarde? No me había dado cuenta.
Daba pena. Había adelgazado mucho, y unas marcadas ojeras daban a entender que dormía poco y pensaba demasiado.
—Leon —le dijo—, ya te dije la última vez que…
Pese a todo, estaba suficientemente sobrio para entenderla. Hizo un movimiento de rechazo con la mano, ambiguo e inquieto a la vez, y dijo:
—Sí, te entendí perfectamente. De verdad, Jessica, de verdad. Mejor dicho, no sólo te entendí, sino que respeto totalmente tu decisión. Totalmente. Por lo que a mí respecta, no tiene por qué haber desavenencias entre nosotros. Está todo más que claro.
—Bien —dijo ella—. Perfecto.
Una vez aclarado el asunto, se quedaron mirándose sin saber qué decir. Al final Leon bajó la cabeza y admitió con aire contrito:
—No sabía adónde ir.
—¿No quieres ir a tu piso?
—Es que… es muy silencioso. Y está muy vacío. Creo que… —se encogió torpemente de hombros— que todavía no he aprendido a vivir solo.
Jessica lo compadeció.
—Ve al salón —le dijo—. Prepararé un té.
—¿Tienes whisky?
—El té te sentará mejor.
Él asintió dócilmente.
—No quiero molestarte —dijo—. Seguro que piensas que soy un desastre.
Jessica meneó la cabeza.
—Teniendo en cuenta lo sucedido, más bien diría que te comportas de un modo muy normal —le dijo.
Mientras él esperaba en el salón, ella puso a hervir algo de agua, cogió dos tazas del armario, les puso sendas bolsitas de té y las colocó con el azucarero en una bandeja. No estaba nada cansada. En realidad no había llegado a dormirse del todo, como solía ocurrirle últimamente.
Leon estaba sentado con las piernas dobladas sobre el sofá. Ella le puso el té delante.
—Déjalo reposar un poco —dijo.
Él la miró. De pronto ella se dio cuenta de que casi no llevaba ropa: sólo una holgada camiseta de Alexander que apenas le cubría los muslos. Tendría que haberse puesto la bata, pero el calor de los últimos días se había apoderado de su casa y la verdad es que estaba más cómoda así. «¿Qué hay de malo en ello?», se dijo.
—Hay días —empezó Leon— en los que pienso que lo tengo todo controlado. Pero entonces vuelvo a derrumbarme y me doy cuenta de que mi supuesta recuperación es sólo un espejismo. De que el dolor sólo se ha acostado a descansar un rato y yo he sido tan tonto como para creer que se ha marchado. No lo sabía. ¿Y tú?
—¿Saber qué?
—Que el dolor necesita descansar. Que no puede acosar a la misma persona continuamente sin agotarse. Que tiene que descansar. Entonces la gente piensa que se ha ido para no volver y cree que puede empezar una nueva vida, pero es un error. Un terrible error.
—Sí, bueno, pero algún día deja de ser tan insidioso. No importa las veces que tenga que acostarse para recuperar fuerzas: con el tiempo acaba perdiendo rabia y agresividad. Al principio casi no se nota, pero te aseguro que es así. Y entonces, un día, desaparece.
—Quise venir a verte. Estar solo es… bah, da igual. El caso es que pensé que después de lo de la cena no te agradaría verme por aquí. Así que fui a un bar. Allí al menos había gente. Pero al final ya sólo quedaba yo, el último cliente, y volví a encontrarme solo. La soledad reapareció como el dolor, y me dijo: «Ey, hola, ¿acaso pensabas que me había olvidado de ti?». Genial, ¿no crees? La soledad te deja solo, pero luego siempre vuelve. Es jodidamente fiel.
—Leon —le dijo ella con dulzura—, deberías dejar de pensar esas cosas. Tienes un aspecto horrible. Necesitas dormir. Puedes tumbarte en el sofá y yo puedo darte un somnífero suave para que puedas dormir doce horas seguidas por una vez. Al despertar te encontrarás mejor.
—No quiero dormir. Quiero hablar contigo.
Jessica suspiró.
—Diciendo estas cosas sólo lograrás martirizarte, y eso no es bueno.
Él movió la cabeza.
—No quiero hablarte de mi… familia. De Patricia y las niñas. Eso no puedo hacerlo siempre, y hoy es uno de esos días en que no lo aguantaría.
—Leon…
Tenía miedo de cualquier cosa que él pudiera decirle. Miedo de sus autoacusaciones y sus análisis de la situación. Y miedo de su dolor, porque en el fondo era el mismo que ella se esforzaba por mantener a raya, y tal vez sus palabras acabarían conmoviéndola y entonces él entraría en su vida. De pronto se arrepintió de haberlo dejado pasar a esas horas. Quería estar sola. Quería tener la oportunidad de recomponer sus propias ruinas. No quería que los añicos de su vida se mezclaran con los de otra persona.
—Quiero hablarte de Marc —dijo él entonces.