14

—¡Quiero que ella salga de la habitación! —gritó Ricarda, mirando a Jessica con odio—. ¡Te he dicho mil veces que si quieres hablar conmigo J. tiene que marcharse!

—Se llama Jessica, y yo… —empezó Alexander.

Jessica, que consideraba lógico que padre e hija hablaran a solas, se dirigió hacia la puerta.

—Si necesitáis algo, estaré abajo —dijo.

—¡Tú te quedas aquí! —exclamó su marido. La frase sonó tan dura que Jessica lo miró atónita—. Por favor —añadió él en voz baja.

Ella suspiró. «No, Alexander, no puedes obligarla —pensó—. Algún día me aceptará voluntariamente, pero no así». De todos modos, se quedó. Le daba pena verlo tan desorientado.

Alexander miró a su hija. Estaban en medio de la habitación porque Ricarda se había negado a sentarse en la silla que él le ofreció. Por primera vez en su vida, Jessica se dio cuenta de lo parecidos que eran padre e hija. Como Ricarda había heredado el pelo oscuro de su madre, lo primero que pensaba todo el mundo era que la niña era el vivo retrato de Elena y que no tenía mucho de su padre, que tenía ojos claros y pelo rubio. Pero en realidad ambos eran de la misma estatura, y Ricarda tenía la misma mandíbula cuadrada y los labios delgados de Alexander, y, ahora que estaba furiosa, también su misma y profunda arruga sobre la nariz. En ese momento cualquiera habría sabido que eran parientes.

—Quiero saber el nombre de ese joven —exigió Alexander. Era la tercera vez que lo preguntaba, pero Ricarda se negaba a decírselo. Le respondía que era su vida y que él ya no pintaba nada en ella.

Una vez más volvió a negar con la cabeza.

—No te importa.

—Oh, desde luego que me importa. Te recuerdo que sólo tienes quince años y aún te falta mucho para poder vivir tu vida por cuenta propia. Soy responsable de tus actos, y no estoy dispuesto a permitir que te pases las noches metida en un coche con cualquier desconocido que… —De pronto no supo cómo acabar la frase ni cómo referirse a lo que podía haber hecho su hija en aquel coche.

Ricarda irguió el mentón y lo miró desafiante.

—¿Sí…? ¿Qué más ibas a decir?

—Patricia nos dijo que estabais medio desnudos.

La chica soltó una risa cargada de sarcasmo.

—¡Pobrecilla! ¡Ha debido de ser traumático para ella! ¡Dos personas medio desnudas en un coche! ¡Y por supuesto no tuvo tiempo para correr a chivarse!

—Pues yo me alegro de que lo haya hecho, la verdad —le respondió Alexander.

Patricia había llamado a la puerta de su dormitorio a primera hora de la mañana y apenas había esperado a que le respondieran para entrar. Jessica acababa de ducharse y estaba envuelta en una toalla. Alexander seguía en la cama. Ella llevaba los pantalones de deporte con que solía comenzar el día y tenía pinta de haber dormido muy poco. A continuación les contó con mucho aspaviento lo que había visto la noche anterior. Jessica pensó que no había para tanto, pero Alexander se dejó contagiar por la histeria de Patricia, palideció y de pronto pareció triste y desconsolado. Jessica sintió pena por él.

—¡Tienes que hacer algo de una vez! —chilló Patricia—. Tus principios liberales están muy bien, pero esto no puede seguir así. Ellos… bueno, si quieres saberlo, creo que… que estaban manteniendo relaciones sexuales. El coche tenía una pinta terrible. ¡Y el chico también! ¿Qué harás si se queda embarazada? ¿O si le pasa cualquier otra cosa? ¡Sólo tiene quince años, Alexander! ¡Todavía es una niña! ¡No puedes dejar que haga lo que le apetezca, esconder la cabeza y decir que no te importa!

—¡Creo —terció Jessica con dureza— que Alexander jamás ha pronunciado las palabras «no me importa» para referirse a nada de lo que haga o diga Ricarda!

Patricia siguió con su filípica como si nada, y cuando por fin se marchó Alexander se quedó sentado en la cama, como paralizado, y tardó un buen rato en reaccionar y ponerse de pie.

—Creo que no bajaré a desayunar —dijo—. Prefiero ir a hablar con Ricarda inmediatamente. ¿Te importaría venir conmigo?

Ya entonces Jessica había vacilado.

—No creo que sea bueno que te acompañe. Si vamos los dos será… no sé, excesivo. —Por lo general solía convencerlo con esa clase de argumentos, pero en aquella ocasión Alexander siguió en sus trece.

Así que ahí estaban, los tres reunidos en la pequeña habitación de Ricarda. Jessica y Alexander vestidos, la chica en bata y con el pelo alborotado. Jessica cayó en la cuenta de que aún no había sentido las náuseas de la mañana, y se preguntó cuánto tardarían en aparecer.

—¡Lo que pasa es que Patricia se muere de envidia porque Leon ya ni siquiera la toca! —despotricó la acusada.

—¡Ricarda! —Alexander estaba escandalizado—. ¿Cómo puedes decir algo así?

—¡Porque es cierto! Una vez oí hablar a Tim y Leon, y éste le dijo que hacía mucho tiempo que no tenía ganas de acostarse con Patricia.

—Pero eso es cosa suya —puntualizó Alexander, incómodo—. No intentes cambiar de tema para disimular tus problemas.

—Yo no tengo problemas.

—Perfecto, y para que sigas así te prohíbo que vuelvas a ver a ese chico.

Ricarda palideció.

—No puedes prohibirme eso.

—Dado que no quieres decirme su nombre ni presentármelo como Dios manda, me temo que ésta es la única solución posible. No puedo permitir que mi hija de quince años se pase las noches en un coche dejándose toquetear por un hombre que no conozco y cuyas intenciones ignoro por completo.

Jessica contuvo la respiración. Vio que los ojos de Ricarda se llenaban de lágrimas, probablemente lágrimas de rabia.

—Ya no eres como antes —dijo la chica con acritud—. Antes eras mi mejor amigo. Siempre me entendías. Siempre estabas a mi lado. Pero desde que estás con J…

—¡Maldita sea, Ricarda! —Alexander estaba lívido de ira—. Haz el favor de llamarla por su nombre. ¡Se llama Jessica! Y a partir de ahora te comportarás correctamente con ella, o de lo contrario…

—¿O de lo contrario qué?

—O de lo contrario descubrirás que puedo ser mucho menos amable de lo que, por lo visto, crees que soy. Te aconsejo que no me pongas a prueba. Por lo demás, a partir de hoy tienes prohibido salir de los terrenos de Stanbury House. Si necesitas algo del pueblo, tendrás que pedirle a Jessica o a mí o a cualquier otro que te acompañe. Y te presentarás puntual a cada comida. ¿Me has entendido?

La joven lo miró con desprecio.

—No puedes obligarme —le advirtió—. No puedes obligarme a hacer nada.

Se dio la vuelta, salió de la habitación y cerró dando un portazo.

—¡Ricarda! —gritó Alexander, pero ella ya no lo oyó.

—Creo que acabas de cometer un error —dijo Jessica.

—¿Adónde vas? —preguntó Geraldine.

Había ido a correr un rato por el pueblo, y volvía al hotelito justo cuando Phillip salía a la calle. Tenía cara de sueño y, como siempre, no se había peinado.

—Tengo que salir —le dijo—. Caminar. Moverme. Pensar.

—Voy contigo.

Había corrido durante cuarenta minutos, pero se había recuperado bastante rápido; podía hablar sin que se le cortara la respiración y se sentía con fuerzas para seguir un poco más. Siempre había estado muy orgullosa de su buena forma física. Además, sabía que estaba muy guapa con sus pantalones negros ajustados, su sudadera blanca con capucha y sus zapatillas blancas de deporte. Llevaba la larga melena negra recogida en una coleta, pero se había dejado sueltos un par de mechones que le bailaban sobre la frente. Como siempre, en su paseo matinal se había cruzado con muchas personas, y todas, tanto hombres como mujeres, se habían dado la vuelta para admirarla. Phillip, en cambio, parecía no darse cuenta de lo guapa que era.

«De hecho, nunca se da cuenta —pensó resignada—. En realidad ni siquiera me mira».

—Voy contigo —repitió—. Acabo de hacer un poco de calentamiento.

—No; será mejor que entres y desayunes.

—Nunca desayuno, ya lo sabes.

Él suspiró.

—Es que quiero estar solo.

En el fondo sabía que él diría aquello, pero aun así le dolió escucharlo.

—Entonces no hagas ver que te preocupas por mí y me mandes a desayunar. En realidad te importa un comino si desayuno o no. Sólo quieres estar solo.

—He venido aquí para hacer algo muy concreto, no a pasar unas vacaciones contigo.

Geraldine sabía que era un error enzarzarse en una discusión a esas horas de la mañana y en plena calle, ya que sólo lograría que Phillip se enfadara, pero no pudo contenerse.

—¿Llegará alguna vez el día en que querrás que hagamos algo juntos? Quiero decir, aparte de acostarnos de vez en cuando, esforzarte por soportar mi presencia y servirte continuamente de mi dinero. —No debió mencionar el dinero. Lo supo en cuanto acabó de pronunciar la frase. Lo vio en sus ojos. Lo había puesto furioso.

—¿Tu dinero? ¿Tu maldito dinero? —Habló en voz baja y dio un paso hacia ella—. ¿De verdad crees que me interesa tu dinero?

Geraldine quiso retroceder, pero se obligó a no hacerlo.

—Bueno, yo… —empezó, nerviosa.

—Nunca he querido tu dinero. Jamás te he pedido un solo céntimo. Si me has comprado algo ha sido porque has querido, no porque te lo haya pedido. Igual que este viaje. —La miró con desprecio—. Te empeñaste en venir conmigo y ahora esperas que te dé las gracias. Me das dinero para que me arrastre ante ti. Te metes en mi vida y esperas que algún día no pueda vivir sin ti. Pero te equivocas, Geraldine, te equivocas de cabo a rabo. Puedo vivir sin ti. Y también podré hacerlo en el futuro. Sólo seguimos juntos porque te niegas a aceptar que lo nuestro se ha acabado. Yo, en cambio —se le acercó un poco más, como si quisiera taladrarla con sus palabras y asegurarse de que no iba a olvidarlas—, nunca me he aprovechado de ti.

—Phillip…

Pero él se dio media vuelta y la dejó plantada, alejándose con largas zancadas, como si huyese de algo.

Como si estuviera huyendo de ella.

Se hincó las uñas en la palma de las manos, rabiosa e impotente. Phillip no le había dicho nada nuevo, pero sí había utilizado un tono nuevo. Había sido cruel, muy cruel. Le había dejado claro que no la amaba y que no esperaba compartir ningún futuro con ella. Que pensaba que era una pesada y que, en el mejor de los casos, no despertaba en él más que indiferencia.

«¿Cuánto tiempo más voy a permitir que me pisotee de este modo?», se dijo.

Consiguió entrar en el hotel y subir hasta su habitación antes de que se le derramaran las lágrimas. Lloró amarga y desconsoladamente. Se desahogó durante una hora entera, y no paró hasta que no pudo más. Hasta que el cansancio físico la obligó a relajarse.

«Haré las maletas y me iré antes de que vuelva», decidió.

A Phillip le daría igual.

Por primera vez empezaba a comprender los problemas que había tenido Elena. Se preguntaba cómo era posible que no le hubiesen preocupado antes de esas vacaciones. Quizá hasta entonces había sido todo demasiado nuevo. Ahora veía las cosas con más perspectiva, y cada vez se sentía más incómoda. Quizá incluso llevase tiempo sintiéndose así. Pero ahora ya no quería esconder sus sentimientos, Ésa era la diferencia.

Salió a dar su paseo matinal sin siquiera detenerse a desayunar. Le pareció que aquella mañana la casa estaba cargada de una tensión insoportable. Nunca había tenido tantas ganas de huir de allí. Además, aún no sentía náuseas y no quería tentar la suerte tomándose unos huevos revueltos o leche con cereales.

Anduvo deprisa, como siempre, dando largas zancadas. Barney correteaba a su alrededor, y disfrutaba yendo a su antojo de un lado para otro. Aquella noche había llovido: el suelo estaba lleno de charcos y a los lados del camino la hierba brillaba de humedad. Soplaba un viento fresco que alejaba las nubes. A mediodía volvería a brillar el sol.

No se había enfadado con Alexander, pero le dijo que desaprobaba el modo en que había hablado a Ricarda, y era evidente que eso le molestó, pues se quedó callado y le dio a entender que no quería seguir hablando del tema. Por lo general, él solía preguntarle todo lo que concernía a Ricarda. En esta ocasión, en cambio, su marido parecía no querer plantarse entre Patricia y ella, como si temiera que entre las dos acabaran pulverizándolo. En su opinión, Patricia no tenía voz ni voto en aquella historia, pero estaba claro que Alexander no era capaz de dejarle claro dónde estaban los límites.

Y ahí, pensó Jessica, radicaba gran parte del problema. En aquel grupo no había límites. Todos tenían derecho a intervenir en la vida de los demás. Nadie podía pararle los pies a nadie, porque de ese modo se rompería la obra de arte que mejor custodiaban: su gran, profunda e imperecedera amistad.

Una amistad que Jessica consideraba cada vez más un arte o artificio y menos un sentimiento sincero y real. Resultaba evidente entre los hombres, los fundadores de aquella especie de logia, y más evidente aún entre las mujeres. Y la causa era, sin duda, que nunca habían tenido límites entre sus vidas. O, de haberlos tenido, se habían ocupado de eliminarlos. Para Jessica la verdadera amistad implicaba individualidad e independencia. Pero no así para los demás.

Cada uno de ellos se inmiscuía en los asuntos del resto, especialmente si se trataba de cuestiones insignificantes o irrelevantes. Patricia ponía el grito en el cielo por el comportamiento de Ricarda, cuando en realidad se trataba de algo perfectamente normal: la niña tenía novio. Y era lógico que se besasen, quizá incluso hacían el amor. Seguro que a su madre se lo habría contado. No había motivos para alarmarse de aquel modo.

Sin embargo, pasaban por alto lo verdaderamente importante. Ninguno de ellos hablaba de la evidente tristeza ni del estado depresivo de Evelin. Sabían que si tiraban del hilo podían ir encontrándose con nuevos problemas, y eso era lo que más temían. Según Ricarda —y no había motivos para no creerla—, el matrimonio de Leon y Patricia hacía agua por todas partes; no obstante, todos se comportaban como si no tuvieran ningún problema. Simulaban ser felices, y actuaban con una tenacidad que lograba convencer a todos, incluso, seguramente, a la propia Patricia.

Por lo visto, Elena no había sido capaz de seguir soportando ese grupo que tanto significaba para su marido. Alexander siempre le había dicho que el grupo no había sido más que una excusa, que el verdadero motivo había sido el distanciamiento entre ellos dos, y Jessica, por supuesto, lo había creído. Pero ahora ya no estaba segura. Quizá ellos se habían distanciado precisamente porque Elena no soportaba la hipocresía en que se sustentaba el grupo.

«Será mejor que dejes de pensar así», se dijo; pero en el fondo sabía que era cierto, lo sentía así, y también sabía que ya no podría seguir fingiendo que todo iba bien.

Sin darse cuenta, volvió a tomar el camino que llevaba al lago donde había encontrado al pobre Barney, y sólo más adelante se preguntaría si había acabado allí por mera casualidad o si su subconsciente había guiado sus pasos.

Esta vez no vio a Phillip tumbado en la hierba, que estaba demasiado húmeda, sino un poco más abajo, cerca de la orilla, sentado a horcajadas sobre un tronco caído, una pierna a cada lado y trenzando tallos de hierba. Ya tenía hechos varios centímetros.

Estaba casi segura de que él se levantaría y se marcharía sin saludarla en cuanto la viera llegar, pero tenía tantas ganas de hablar con él y pedirle perdón por su comportamiento que decidió arriesgarse.

—Phillip —le llamó cuando estuvo detrás de él.

Phillip se volvió y no pareció sorprenderse de verla. Quizá la había oído llegar. No abrió la boca y tampoco se movió, así que ella se sentó frente a él en el tronco y lo miró.

—Te pido disculpas —dijo—. Mi observación del otro día fue muy desafortunada. Comprendo perfectamente que te enfadaras conmigo, y espero que puedas perdonarme.

Él le entregó la trenza que había hecho.

—Ten. Te la regalo. Siempre regalo trenzas de hierba cuando perdono a alguien.

Jessica se sorprendió de la alegría que le produjo aquella respuesta. Cogió la trenza con ambas manos.

—Gracias. Yo… te aseguro que estaba muy… angustiada. Ahora me siento mejor.

Phillip acarició a Barney, que le había puesto las patas delanteras sobre la pierna y lo olfateaba cariñosamente con el morro.

—Yo diría que ha crecido desde el otro día, ¿no?

—Come como un hipopótamo —dijo Jessica—, pero de algún modo tiene que equilibrar el tamaño del cuerpo y el de las patas.

Barney se volvió y salió corriendo tras un enorme y ruidoso abejorro. Phillip continuó trenzando hierba.

—Para que no te pille por sorpresa —dijo—, te advierto que mañana iré a Stanbury House y le pediré a Patricia que volvamos a hablar. En los últimos días he estado pensando mucho. He llegado a la conclusión de que no pienso rendirme ni olvidarme del tema. Patricia no se librará de mí tan fácilmente.

—No querrá hablar contigo, Phillip; los demás también están sobre aviso. Ninguno te dirigirá la palabra.

Él se rió.

—Entonces deberías andarte con cuidado, Jessica. Estás quebrantando una orden. ¡Podrían culparte de alta traición!

Ella se encogió de hombros.

—Prefiero mantenerme al margen de cualquier guerra.

—¿Opinas que esto acabará en guerra?

—Patricia jamás dará crédito a tus palabras. Se limitará a soslayarte. Y eso significa que deberás echar mano de toda tu artillería, lo cual podría acabar perfectamente en una especie de guerra.

—Pediré la exhumación del cadáver. Los análisis de ADN despejarán todas las dudas.

—Me temo que será un camino muy largo, Phillip. La justicia es lenta, y Patricia, como nieta legítima de Kevin McGowan, hará todo lo posible por evitar la exhumación. Ella tiene mejores cartas que tú, y no sé si… —Dejó la frase a medias porque no quería volver a decir alguna impertinencia, pero Phillip comprendió lo que quería decirle.

—No sabes si puedo permitirme los gastos de un litigio largo y complicado, ¿no es eso? Pues tienes razón: me será muy difícil. Pero estoy seguro de que encontraré el modo de conseguirlo.

—¿En qué trabajas?

Ahora fue él quien se encogió de hombros.

—Hago un poco de todo. He dejado a medias un montón de cursos de formación profesional. Parece que no logro acabar nada de lo que empiezo. Ni siquiera el colegio. Lo dejé cuando tenía diecisiete años. Entonces me fui dos años a Estados Unidos, donde trabajé en cualquier cosa y me dediqué a vivir al día. Me matriculé en una escuela de arte dramático, pero también la dejé poco antes de licenciarme. Después volví a Inglaterra, me casé y tres años después me divorcié. Luego…

—¿Cómo era ella?

—¿Quién?

—Tu mujer. Por entonces debías de tener unos veinte años, y seguro que ella no era mucho mayor.

—Tenía dieciocho. Era drogadicta. Yo intenté… —Hizo un gesto de hastío con la mano—. Siempre volvía a caer. Siempre. Y llegó un día en que no pude soportarlo más.

—¿Qué pasó con ella?

—Murió. —Phillip continuó sin darle tiempo de reaccionar—: Después lo intenté con todos los oficios. Fotógrafo. Periodista. De nuevo actor. Intenté acabar el graduado escolar. Marcharme a la India para colaborar con el Tercer Mundo. Etcétera, etcétera, etcétera. Mil cosas más. Lo empecé todo y no acabé nada. —Por primera vez entrelazó dos tallos de hierba con tanta fuerza que se rompieron—. Es el hilo conductor de mi vida. El maldito hilo conductor del que no logro zafarme por mucho que lo intente. Pero esta vez las cosas serán diferentes. Quiero que Kevin McGowan sea reconocido como mi padre y quiero que me concedan la parte de herencia que me corresponde.

—Pero la herencia es la casa. Aunque lograras hacerte con la mitad no verías ni un centavo, porque sólo podrías venderla con el consentimiento de Patricia, y estoy seguro de que ella jamás querrá deshacerse de Stanbury. Además, sus amigos no se lo permitirían.

—No me importa el dinero.

Ella lo entendió.

—Se trata de tu padre, ¿verdad?

—De lo que queda de él —dijo Phillip.

—¿Puedo hablar un momento contigo, Tim? —pidió Leon.

Había oído a Tim bajar la escalera y salido del comedor para encontrarse con él. Aunque volvía a hacer buen tiempo y parecía que lo más agradable era salir de casa, Leon no tenía ganas de dar un paseo o trabajar un poco en el jardín. Estaba demasiado preocupado, y sus preocupaciones le impedían divertirse o relajarse.

—¿Qué pasa? —preguntó Tim.

«Su aspecto tampoco es demasiado festivo —pensó Leon—. Cómo va a serlo, con la sosa de Evelin siempre a su lado».

—Sólo quería decirte que he hablado con Patricia y que ya conoce lo delicada que es mi situación económica. Por fin podré cambiar el ritmo de vida que llevamos y espero que en poco tiempo pueda ahorrar algo de dinero y…

—¿El nuevo ritmo de vida consiste en que Patricia siga yendo cada día a montar a caballo con las niñas? Porque eso es lo que ha hecho esta mañana —repuso Tim con cierta acritud—. Me han dicho que los campesinos cobran lo suyo por alquilar sus caballos a los turistas, y me parece un hobby demasiado lujoso para alguien que no tiene un centavo.

—Las niñas tendrán que dejar la equitación, y Patricia lo sabe. Sólo pretendemos que el cambio no sea demasiado brusco, porque podría provocarles un trauma a las niñas. En el camino de vuelta a casa Patricia les explicará que tendrán que dejar de montar durante una temporada.

—Ya, claro —dijo Tim, incrédulo.

Leon se acercó más a él.

—Te devolveré el dinero, Tim. Es una cuestión de honor. Sólo te pido un poco más de tiempo. Tu consulta va viento en popa y no necesitas la pasta. Te lo devolveré en cuanto…

—Escúchame bien —lo interrumpió Tim, pero justo en ese momento Evelin empezó a bajar la escalera.

Cojeaba. Al verlos se detuvo.

—¿Qué hacéis ahí? —preguntó, y sin esperar respuesta añadió—: Me he torcido el tobillo. Esta mañana salí a correr un poco pero… —Se interrumpió.

«Su infelicidad radica en que pretende ser algo que no es», pensó Leon con tristeza. Le gustaría ser tan deportista, delgada y atractiva como Patricia, pero no hay manera de que lo consiga. Con sus noventa kilos intenta hacer lo mismo que mi mujer con sus cincuenta, y siempre acaba fracasando.

—Dicen que correr no es nada sano —observó, intentando quitar importancia al asunto.

—Al menos no lo es cuando las articulaciones tienen que soportar demasiado peso —añadió Tim.

A Evelin se le humedecieron los ojos. Se dio la vuelta y subió la escalera cojeando. La oyeron entrar en su habitación y cerrar de un portazo.

En el jardín se oyó el ruido de un motor y poco después aparecieron Diane y Sophie, vestidas como siempre con sus bonitos equipos de montar pero con los ojos irritados, las mejillas enrojecidas y los rostros desencajados de tanto llorar. Pasaron junto a su padre y Tim sin decir palabra y al poco volvió a oírse un portazo en el piso de arriba.

—Patricia se lo ha dicho —murmuró Leon con resignación.

—Me gustaría explicarte algo sobre mi padre —dijo Phillip. Habían dejado el tronco y caminaban juntos. Phillip llevaba las manos en los bolsillos de los tejanos. A Jessica se le hacía extraño verlo así, sin hacer nada con ellas—. Desde que… desde que me enteré de quién era he ido reuniendo una enorme cantidad de información sobre él. Mucho de lo que sé me lo contó mi madre, pero además, y como era un personaje público, no me ha costado demasiado conseguir toda una serie de artículos periodísticos que hablan sobre él. Era cojo de una pierna, no podía moverla con normalidad. A los veinte años sufrió un accidente de tráfico y desde entonces tuvo problemas para caminar. La arrastraba.

Ella lo miró, sorprendida de que hubiera escogido aquello para empezar a hablarle de su padre.

Él captó su mirada.

—Ése fue el punto de partida —le explicó—. El momento de inflexión. El motivo por el que decidió marcharse a Alemania.

Jessica empezó a recordar algo. Patricia no solía hablarles de su abuelo, pero alguna vez había mencionado algo.

—¿Colaboró con la Resistencia francesa? —preguntó—. Me parece que oí algo al respecto…

—Inglaterra y Alemania estaban en guerra, pero a él no le permitieron participar. Fue considerado «no apto». Claro, un hombre que no podía caminar con normalidad y sufría continuos dolores… Aquello debió de llevarlo al borde de la desesperación. Por entonces era un hombre joven, un patriota apasionado. Aquello cambiaría con el tiempo, por supuesto, pero entonces veneraba a Winston Churchill y habría dado lo que fuera por participar en la guerra. En las islas del Canal, creo, logró ponerse en contacto con la Resistencia. Pasó entonces al continente y comenzó una vida clandestina en Francia utilizando documentos falsos y corriendo un gran riesgo. Fue una etapa peligrosa y llena de emociones. Tiempo después concedió muchas entrevistas para hablar de ello. Tras haberlas leído tengo la sensación de que aquéllos fueron los mejores meses de su vida.

—Debió de ser una etapa muy intensa, desde luego —comentó Jessica.

—Y el escenario de una bonita historia de amor —continuó Phillip—. Allí conoció a una alemana, una joven llegada a Francia como telegrafista de las tropas germanas. Él siempre resaltaba que la chica no pertenecía al partido nazi y que no compartía en absoluto su ideología, pero… en fin, quién sabe. Quizá fuera cierto. Quizá no fuera más que una mujer, una chiquilla apenas, que quería huir de su casa y vivir alguna aventura, y no se le ocurrió nada mejor que alistarse en el ejército alemán, sin pensar demasiado en las consecuencias. Así es como él la presentaba.

—Para aquella gente —dijo Jessica—, y especialmente para los jóvenes que lo vivieron todo desde dentro, debía de ser muy difícil imaginarse el futuro alcance de los acontecimientos.

—Yo creo que él intentó que todo pareciera más bonito de lo que fue en realidad —añadió Phillip.

Jessica se preguntó si sentiría odio por aquella mujer que había acabado convirtiéndose en el gran amor de su padre, al contrario que su madre, con la que apenas mantuvo una breve relación.

—Supongo que esa mujer era la abuela de Patricia —dijo. Phillip asintió.

—También se llamaba Patricia, y durante mucho tiempo debió de creer que mi padre era realmente francés, pues, como ya te he dicho, vivía con nombre y documentos falsos. De modo que ella sabía que su relación era muy arriesgada y peligrosa para sí misma, pero no se imaginaba que para él lo era mucho más. Al principio mi padre intentó sonsacarle información, cualquier cosa que pudiera ser importante para la Resistencia, e incluso la utilizó, pero a medida que su relación fue avanzando empezó a sentirse cada vez menos capaz de espiar a la mujer de la que se había enamorado. A principios de 1944 decidió decirle la verdad.

—Debió de ser una sorpresa enorme para ella.

—Seguro. Pero aun así continuaron juntos. Eran tiempos difíciles, cada uno servía a un régimen distinto, el final estaba cerca… Muchas veces he pensado en lo mucho que debió de unirlos todo aquello. Seguro que Patricia sabe más sobre esta historia. Quizá conozca algún episodio concreto, o sepa algo de los momentos en que todo parecía llegar a su fin, de las noches pasadas en vela y sin aliento, de los instantes en que sólo los salvaba la felicidad… Me encantaría hablar con ella al respecto. Aunque seguramente no querrá escucharme, como has insinuado.

—Me temo que tienes muy pocas posibilidades —dijo Jessica, sin rodeos—. Patricia te ve como alguien que pretende arrebatarle algo, y de ahí que te considere un enemigo.

—¡Pero somos parientes!

—Eso lo dices tú.

Phillip suspiró.

—Te ruego me disculpes —dijo de pronto—. Te he aburrido con mis historias. Seguro que no te parecen riada interesantes. Tengo tanta necesidad de hablar de mi padre que siempre olvido lo tedioso que puedo llegar a ser.

—Pero ¿qué dices? Me ha encantado escucharte. Quizá… quizá podamos seguir hablando en otra ocasión. —De pronto se puso nerviosa. ¿Cuántas horas habían pasado desde que saliera de casa? Alexander debía de estar preocupado, más teniendo en cuenta cómo había empezado el día—. Debo marcharme —dijo.

Él sonrió.

—¿Remordimientos?

—¡En absoluto! —Se enfadó, porque lo que sentía era en realidad muy parecido a los remordimientos—. Yo puedo hablar con quien quiera, faltaría más. Pero es que mi marido y yo estamos atravesando una etapa un poco complicada y… —Se enfadó de nuevo. No tenía por qué justificarse ante Phillip Bowen—. En fin, que se me ha hecho tarde —añadió—. ¡Ya nos veremos, Phillip!

—Hasta pronto, Jessica.

Ella se alejó, con Barney correteando a su lado, y no miró hacia atrás.

Pero durante todo el rato sintió la vista de Phillip clavada en su nuca.