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La noticia del terrible crimen se propagó por todo el pueblo como un reguero de pólvora, sin que nadie supiera quién ni por qué había filtrado tan rápido la noticia. Los rumores eran exagerados y contradictorios: se decía que no había supervivientes, que había sido una absoluta matanza con torturas incluidas, que ese grupo de extranjeros alemanes compartía noches de sexo y lujuria en cama redonda y que eso había desatado los celos homicidas de alguien. Decían cosas horribles, y algunos incluso se acercaron a la casa movidos por la curiosidad, aunque en ningún caso les fue permitido trasponer la verja de la entrada. La policía había aislado todo el perímetro de la propiedad. En el pueblo, donde hasta entonces la vida transcurría en paz y armonía con un toque de aburrimiento, todo cambió radicalmente. El asesino se convirtió en una presencia tangible. Desconocían su cara, pero sabían que había decidido traer muerte y desolación a aquella pequeña comunidad, y que las consecuencias serían mucho peores de lo que cabía imaginar.

Todos tenían miedo. Aquel soleado día de abril no había un solo niño jugando por las calles de Stanbury.

Geraldine se enteró de la noticia en la tienda de ultramarinos. Había pasado varias horas en su habitación tratando de decidir qué hacer, para concluir que, en efecto, si quería conservar una pizca de autoestima y no parecer ridícula ante Phillip, debía volver a Londres lo antes posible. Así que por fin, y aunque sollozando, hizo la maleta y luego bajó a recepción para informar de su marcha. Llevaba puestas las gafas de sol para ocultar que había llorado, pero la recepcionista la miró con tanta suspicacia que parecía estar al corriente de su drama personal y ansiosa por tener más detalles al respecto.

Eran las cuatro y media de la tarde cuando Geraldine fue a la tienda por una botella de agua para el viaje. No había comido nada en todo el día, pero no tenía hambre; antes bien, temía que si tomaba algo se pondría a vomitar. En el hotel el ambiente era muy fresco y se sorprendió al comprobar que en la calle hacía calor. Llevaba unos pantalones de deporte grises y una gruesa sudadera negra. Tras andar unos metros ya estaba sudando, y también parecía tener algún problema de equilibrio, pues la calle se movía y se le iba la vista.

Daba igual. Ahora ya todo daba igual.

La tienda estaba llena de gente y ella estuvo a punto de desistir y dirigirse al coche. Aquella tienda era el lugar preferido de los habitantes del pueblo para intercambiar rumores y cotilleos. Resultaba difícil entrar allí y no toparse con varias mujeres cuchicheando. Pero esta vez era exagerado. Ahí dentro no cabía ni un alfiler y el tono de las conversaciones era excitado y más elevado de lo normal.

Cuando Geraldine cruzó la puerta todos enmudecieron como por arte de magia, como si hubieran estado hablando de ella. Se quedaron mirándola de tal modo que ella se sintió incómoda, sabiéndose sudada, pringosa, con el pelo sucio y unas gafas de sol para disimular unos ojos terriblemente hinchados y enrojecidos. Pero al final resultó que a nadie le importaba su aspecto ni sus asuntos personales.

—¿Se ha enterado? —le preguntó la señora Collins, ansiosa por contarle toda la historia desde el principio—. ¿Se ha enterado del monstruoso asesinato cometido en Stanbury House?

No, no sabía de qué hablaban. ¿Cómo iba a saberlo si llevaba todo el día llorando en su habitación? Tiempo después recordaría que en ese momento, cuando le hablaron por primera vez del crimen de Stanbury, una alarma se había disparado en su interior. Se puso tensa y escuchó la historia con suma atención.

Al hacerle la pregunta con tanta rapidez, la señora Collins se había ganado el derecho a contar a Geraldine la historia de los asesinatos, cosa que hizo con evidente satisfacción, aunque, por supuesto, inevitablemente interrumpida por las continuas observaciones del resto de los presentes, que añadían o adornaban la historia con sus comentarios. No lograban ponerse de acuerdo respecto al número de muertos. La señora Collins decía que había oído hablar al menos de dos supervivientes, mientras que su hermana estaba convencida de que la matanza había acabado con todo el grupo.

—¡Pero dicen que hay una niña en el hospital! —dijo alguien.

—¡Y parece que uno de ellos huyó y se ha convertido en el principal sospechoso! —aportó otro.

—Sea como fuere —continuó la señora Collins—, a partir de hoy, y hasta que atrapen al culpable, cerraré mi casa a cal y canto y no saldré a la calle después de la puesta del sol.

—A mí me da pena toda esa gente que vive aislada en las granjas —dijo una anciana que se había acercado para no perderse nada—. ¡Tiene que ser horrible no contar con el respaldo de los vecinos y estar rodeado de campos por todas partes!

Todo el mundo pareció coincidir con aquella observación.

—Pero ¿se sabe algo cierto sobre quién puede ser el culpable y por qué? —preguntó Geraldine.

Por supuesto, también había muchos rumores y teorías para responder a estas preguntas, aunque la que contaba con más adeptos era la del crimen pasional motivado por celos.

—Ahí se lo montaban todos con todos, y, claro, esas cosas nunca acaban bien.

Algunos también barajaban la posibilidad de que el asesino fuera un loco escapado de un manicomio, o bien una secta satánica. No se mencionó el nombre de Phillip Bowen y en ningún momento se habló de nadie parecido a él. Geraldine estaba segura de que en el pueblo todos sabían que ella era la novia del atractivo londinense que se hospedaba en el Fox and Lamb, y le pareció que todo el mundo la trataba con naturalidad. Seguro que no se habrían comportado así si hubiesen albergado alguna sospecha sobre Phillip. Aun así, cuando se dispuso a pagar las botella de agua se dio cuenta de que le temblaban las manos. Por suerte nadie lo advirtió. La conversación había vuelto a subir de tono y todos intentaban hacerse escuchar.

Salió corriendo hacia el hotel, con la botellas apretada contra el pecho, sudando como nunca pero sin preocuparse ya por ello. Seguía mareada, más que antes, y tenía la cabeza llena de pensamientos preocupantes y confusos. Phillip siempre se había descrito a sí mismo como un fanático, ¿no? De hecho ella misma había llegado a tenerle miedo a veces, cuando le daban sus arranques de ira al sentirse incomprendido o encontrarse en dificultades. Desde hacía un tiempo lo subordinaba todo a la ilusión de ser hijo del fallecido Kevin McGowan, y se había empeñado en hacer depender toda su vida de esa maldita casa, Stanbury House, y de su derecho a entrar y salir de ella cuando le viniera en gana. Odiaba a Patricia Roth, y no sólo porque no le creía y quería quedarse con toda la herencia de su bisabuelo, sino también por el deprecio con que lo había tratado. Como a un miserable vagabundo que intentaba hacerse con algo que no le pertenecía. La odiaba, sin duda, pero ¿la había matado?

¿Y por qué iba a matar a todos los demás? Por lo visto estaban todos muertos, o casi todos, y era imposible que él hubiese hecho algo así. Phillip podía ser un neurótico, un loco, un fanático, un soñador empedernido, pero no era agresivo, eso no, y además ella lo amaba. ¡Lo amaba tanto! Nunca podría dejar de amarlo.

Volvieron a saltársele las lágrimas, provocadas por la tensión, el miedo y la desesperación. ¿Por qué tenía que pasarle eso a ella? ¿Por qué tenía que estar tan perdidamente enamorada de alguien que no la amaba?

Llegó llorando al pequeño hotel, y a punto estuvo de tropezarse con Phillip. Fue una absurda repetición invertida de la escena del mediodía: casi chocaron a la entrada del Fox and Lamb y los dos se llevaron un susto de muerte. Él estaba pálido y tenso, algo evidente pese a la poca luz que había en aquel vestíbulo. La joven del acné, por su parte, se parapetó tras el mostrador de recepción y los observó.

—Ah, Geraldine, por fin te encuentro —dijo él, inquieto—. Estaba buscándote. ¿Podemos hablar un momento? —Intentó ponerle la mano en el hombro, pero ella se apartó con brusquedad.

—Estaba a punto de marcharme. He ido a comprar provisiones para el viaje.

Él echó una ojeada a la botella de agua y sonrió.

—¿Agua? ¿No piensas llevar nada más?

—Dependo de mi figura. Hubiese preferido no tener que vivir exclusivamente por y para mi trabajo, pero, dado que no puedo tener una vida personal y familiar…

Él no hizo ningún comentario. Parecía muy nervioso.

—Geraldine, tengo que decirte algo importante. Sólo será un momento…

Ella echó a andar hacia el interior del vestíbulo, donde había varias personas en los sillones, pero él negó con la cabeza.

—Preferiría que estuviéramos solos. ¿Quieres que vayamos a tu casa o a la mía?

Ni siquiera aquella frase hecha logró hacerla sonreír.

—Vamos a mi habitación —dijo, y empezó a subir la estrecha escalera seguida por Phillip.

—Geraldine, estoy metido en un lío —dijo él en cuanto llegaron a la habitación—. ¿Te has enterado del crimen de Stanbury House?

Ella sintió un escalofrío en la espalda, súbito y doloroso. Lo sabía. Al final resultaría que sí se había enamorado de un asesino en serie.

¿O no?

Tres cuartos de hora después, cuando salió de su habitación, seguía sin ser capaz de responder a esa pregunta. Y eso que Phillip, por supuesto, le había jurado y perjurado que no tenía nada que ver con aquella horrible tragedia.

—¡Por el amor de Dios! ¿Por quién me has tomado?

Se paseaba por la habitación, incapaz de estarse quieto, y no dejaba de mesarse el pelo, hasta que al final se le formaron unos pequeños remolinos. Ella ni siquiera abrió la boca. Sólo lo miró atentamente, y él debió de ver la duda y el miedo que escondían sus ojos, porque enseguida supo qué estaba pensando.

—¡Patricia Roth era una bruja odiosa, egocéntrica y arrogante, pero eso no es motivo suficiente para matarla! ¡Yo jamás mataría a nadie! ¡Por favor! ¡Pero si soy de los que cogen los caracoles del camino y los llevan a la cuneta para que no los aplasten! ¡Soy incapaz de matar una mosca!

—¿Patricia es una de las víctimas?

—No tengo ni idea. ¿Cómo quieres que lo sepa? Todo el pueblo habla de lo mismo pero cada uno tiene su propia versión. Algunos dicen que han muerto todos, y otros que hay supervivientes. Pero nadie sabe de verdad quién ha sobrevivido y quién no.

—Si queda alguien vivo —dijo Geraldine—, estoy segura de que hablará de ti a la policía. —Estaba en el centro de la habitación y sostenía aún la botella de agua como si fuese un niño al que quisiera proteger—. Y declarará que tenías un motivo.

—¿Un motivo para tamaña carnicería? ¿Qué gano yo con la muerte de Patricia? ¿O de su marido o de sus hijas? Nada. ¡Absolutamente nada! Yo lo único que quiero es demostrar que soy hijo de Kevin McGowan. Y ahí Patricia ni pincha ni corta.

Geraldine cerró los ojos, agotada. Ahora le salía con éstas, pero antes casi había corrido hasta la casa de Patricia, esperando que ella lo comprendiera y acogiera en su familia, cosa que no sucedió en absoluto.

Phillip se detuvo, por fin. La miró y dijo:

—Por eso estoy aquí. Necesito tu ayuda.

Ella lo miró expectante.

—¿Podrías sacarte las gafas de sol? —pidió él—. Me molesta no verte los ojos.

—No.

—Vale, muy bien. Bueno, estoy metido en un lío. Eso ya lo sabes. Lo que no sabes es que… que estuve allí esta mañana. En el jardín de Stanbury House.

Ella no se sorprendió. Phillip había ido a la casa casi cada día, así que lo raro habría sido que justo aquella mañana no lo hubiese hecho.

—No fue eso lo que me dijiste —le respondió, en cambio—. Me comentaste que habías ido a Leeds en coche y…

Él la interrumpió con impaciencia.

—Sí, fui más tarde. Pero primero estuve en Stanbury House.

—¿Te vio alguien?

—Sí. Esta vez no me limité a quedarme ante la verja de entrada. Me colé en el jardín, y allí me encontré con una de las mujeres, la gorda, la que parece más infeliz.

Geraldine meneó la cabeza.

—No sé quién es. Yo no los conozco.

—Da lo mismo. Me senté un rato a su lado y estuvimos charlando. Estaba un poco… un poco ida. Entonces apareció su marido y la llamó.

—¿Él también te vio?

—No, creo que no. Aunque ella puede haberle hablado de mí. De hecho puede habérselo mencionado a cualquiera, así que no podría sentirme tranquilo aunque ella, o su marido, estuvieran entre las víctimas. Creo que ni siquiera podría estarlo aunque todos hubiesen muerto.

—Si la policía viene a interrogarte admite que estuviste allí, ¿de acuerdo? Si lo niegas y al final se enteran de otro modo, te convertirás en el principal sospechoso.

Phillip asintió con resignación.

—Supongo que tienes tazón.

—Bien. ¿Y qué quieres de mí?

Él volvió a pasearse por la habitación.

—A ver, según mis cálculos me encontré con la gorda hacia las doce del mediodía. Quizá algo después. Y me marché una media hora más tarde. Así que… así que el crimen tuvo lugar después de esa hora.

—Eso es lo que tú supones. Quizá sucedió mientras tú estabas en el jardín, ¿no? Quizá la gorda y su marido sean los únicos supervivientes, o quizá los mataran después que a los otros.

—Sí, claro, puede ser. Aunque lo dudo. La casa estaba muy tranquila. No me parece posible que estuviéramos ahí tan campantes mientras un chiflado degollaba a los demás. No, yo creo que la desgracia tuvo lugar después de que yo me fuera.

—¿Que lo crees? Vamos, creer no…

—¡Ya lo sé! —la interrumpió él, indignado—. ¡Joder! ¡Ya sé que estoy metido en un lío y que las cosas pueden ponerse muy feas! Pero tengo que aterrarme a algo, ¿vale?, y tiene que ser lo que parezca más probable. Cuando me marché de Stanbury House había dos personas con vida, la gorda y su marido, y nada hacía pensar en que fuera a cometerse o se hubiera cometido ya un asesinato masivo. De ahí que piense que todo se desencadenó después de mi marcha. En algún momento después de las doce y media de esta mañana.

En ese momento Geraldine comprendió lo que Phillip quería de ella.

—Necesitas una coartada, ¿no es eso?

—Sí, para después de las doce y media.

La joven intentó recordar los acontecimientos del día.

—¿Qué hora era cuando apareciste por aquí?

—Las tres menos cuarto —respondió él sin vacilar. Estaba claro que ya lo había pensado—. Lo sé porque miré el reloj del coche antes de bajar.

—¿Y qué hiciste entre las doce y media y las tres menos cuarto? Son más de dos horas…

—Ya te lo dije. Tenía pensado ir a Leeds para contratar un abogado.

—Ya. Pero es que tú no conoces ningún abogado en Leeds ni tenías ninguna hora de visita concertada ni… Eso parece… parece bastante inverosímil.

—Lo sé. Pero es la verdad. Estaba desorientado, agobiado. Me limité a subir al coche e intenté hablar con un amigo que vive en Londres y que habría podido pasarme la dirección de algún abogado de Leeds. Pero no logré dar con él. No se puso al teléfono.

—Aunque se hubiera puesto —dijo Geraldine—, no habría podido organizarte una visita para el mismo día. ¡Caray, fue una tontería por tu parte!

Él levantó los brazos, desesperado.

—Lo sé, ¡lo sé! Pero, mira, casi todos nos hemos visto alguna vez en una situación en la que perdemos los estribos y actuamos con escaso criterio, hasta que por fin nos damos cuenta de lo que sucede (como yo este mediodía) y decidimos calmarnos y adoptar una nueva actitud. Le pasa a todo el mundo. Es algo normal. El problema es que si de pronto tenemos que explicar a la policía qué hemos estado haciendo, eso que nos parecía tan normal pasa a ser de lo más sospechoso.

Lo que decía tenía sentido, pero no lo excusaba. Phillip parecía nervioso, pero al mismo tiempo contenido y sensato. Claro que ella conocía también su otra cara. La fanática, impulsiva e ilógica. ¿Habría podido volverse agresivo, dada la situación?

—¿Dónde estuviste? —le preguntó.

—Conduje hasta un pueblo perdido en el quinto pino y allí me tomé un desayuno maravilloso. Luego me dirigí a Stanbury House.

—No podemos alegar que estuvimos juntos toda la mañana —dijo Geraldine—. Si mencionas el nombre del pueblo o del lugar donde desayunaste, estoy segura de que comprobarán que estuviste solo. Y lo mismo pasará con la gorda: si sigue con vida podrá decir que habló contigo en el jardín.

—Bueno, yo había pensado lo siguiente: cuando volví de mi paseo en coche pasé a recogerte. Serían las doce y cuarto. ¿O quizá a esa hora estabas en el comedor, rodeada de gente?

Ella sonrió levemente.

—Ya sabes que casi nunca como. He estado casi todo el día en mi habitación.

—Vale, genial, pues entonces pasé a recogerte. Queríamos… queríamos charlar una vez más. De nuestra separación. —La miró expectante, no muy convencido de que ella estuviera dispuesta a utilizar aquel momento tan doloroso para apuntalar una coartada. Pero ella no abrió la boca y Phillip no veía la expresión de sus ojos tras las gafas—. Sea como fuere, yo tenía pensado pasar una vez más por Stanbury House, como cada día. A ti te puso de mal humor porque estás harta de esta historia y piensas que tendría que olvidarla de una vez, pero al final logré convencerte: fuimos hasta la casa y yo aparqué a pocos metros de la verja de entrada. Encontrarán las marcas de los neumáticos. Tú preferiste quedarte en el coche porque no querías verte involucrada en aquella historia. Yo entré en el jardín y me encontré con la gorda. Media hora después, volví y decidimos dar una vuelta. Fuimos por varios caminos hasta que al final nos detuvimos en un claro del bosque, cerca de un campo muy verde y lleno de ovejas. Allí nos apeamos y estuvimos hablando de nuestros sentimientos, de nuestra relación y de todo lo que salió mal entre nosotros.

—¿Y dónde está ese campo exactamente?

Él pensó un poco.

—Me parece que eso no importa. ¿Tú crees que nos hubiésemos fijado por dónde íbamos o en qué campo en concreto nos deteníamos? Yo me limitaría a decir que fuimos hacia Leeds, que es lo más cercano a la verdad que podemos decir. Es verdad que en cierto momento enfilé un camino y me encontré junto a un campo verde. Creo que a la altura de Sandy Lane o así. Bueno, nos detuvimos allí y hablamos de nuestras cosas.

—¿Y después volvimos al hotel?

—Y llegamos aquí hacia las tres menos cuarto. El coche ha estado en el aparcamiento desde entonces.

—¿Y si alguien te vio aparcar y bajar del coche? Podrían decir que ibas solo…

—Bueno, entonces diremos que tú te quedaste en el coche un rato. Estábamos muy enfadados. Tú habías llorado y no querías que te vieran…

«Lo tiene todo perfectamente planeado», pensó ella, entristecida y a la vez admirada de su sangre fría.

—Ahora se trata de pensar… A ver, acabamos de encontrarnos en el vestíbulo. Tú volvías de algún sitio, ¿no? ¿Alguien te vio llegar?

—Creo que no. De hecho sólo pensaba recoger mis cosas e irme de una vez.

—Bueno. Entonces lo que hemos hecho ha sido encontrarnos, venir a tu habitación y charlar un poco más.

«¡Como si en realidad estuvieras dispuesto a pasar tanto rato hablando conmigo!», pensó ella, y preguntó:

—¿Dónde has estado en realidad?

—En mi habitación. Intentaba dormir un poco, pero no pude. Hace cosa de una hora me levanté y fui a dar una vuelta por el pueblo. Allí me enteré del crimen. Entonces volví al hotel a esperar tu regreso. El coche estaba en el aparcamiento, así que sabía que aún no te habías marchado.

—Yo también pasé casi toda la tarde en mi habitación —dijo Geraldine—. Sólo bajé una vez a pagar la cuenta y decir que me marchaba. Después fui a comprar el agua y… bueno, el resto ya lo sabes.

—Sí, ya lo sé.

Estaban uno frente al otro, de pie.

—¿Me ayudarás? —preguntó él.

—Pensaba marcharme a Londres ahora mismo.

—¡Por favor!

—Ya he avisado que dejo la habitación.

—Pues vuelve a la mía. Di en recepción que vamos a darnos una última oportunidad. Di lo que quieras, pero por favor no me dejes así.

—¿Eres consciente de lo que me pides?

—Sí.

Por fin se decidió a dejar la botella de agua. El gesto tenía un deje de rendición.

—Está bien —dijo—. Sé que es un error, pero lo haré. —Se quitó las gafas con brusquedad y él vio sus ojos hinchados y enrojecidos—. Mierda —añadió, con una brusquedad impropia de ella—. Al final también en esto volveré a ser yo la que más sufra.