9

—Resulta —dijo Norman— que no tenemos ninguna prueba contra Bowen, y en cambio unas cuantas contra Evelin Burkhard.

Estaban en la habitación de Jessica. Leon, Norman y ella, todavía alucinada por el sorprendente giro de los acontecimientos. El inspector Lewis se había ido con Evelin a Leeds para someterla a un detallado interrogatorio del que —teniendo en cuenta su consejo de que metiera en una maleta algo de ropa y sus artículos personales— no parecía que fuera a regresar aquella misma tarde. El rostro del inspector, hasta entonces impenetrable, denotaba en aquel momento una firme resolución.

Al bajar la escalera Evelin estaba blanca como la tiza.

—Jessica, yo no he sido… —le dijo en tono suplicante al pasar junto a ella—. ¡Por favor, tienes que creerme!

—¡Por supuesto! Seguro que la policía no tarda nada en darse cuenta de su error.

Jessica creía que aquello no era más que una desgraciada equivocación, y ni siquiera se detuvo a pensarlo. Al menos no conscientemente, porque en lo más profundo de sí albergaba un extraño presentimiento. Estaba nerviosa. No es que dudara de la inocencia de Evelin, eso nunca; es que el inspector Lewis le daba miedo. Y el superintendente Norman no hacía nada por tranquilizarla, sino más bien al contrario.

Fuera había oscurecido y en la habitación sólo estaba encendida la lamparita de la mesita de noche. La bombilla del techo se había fundido y, pese a que Jessica lo notificó en recepción, hasta ahora nadie había ido a cambiarla. A la luz del ocaso ella pudo ver lo pálido y tenso que estaba Leon, y también lo estresado y agotado que parecía el superintendente. Barney no dejaba de ir de un lado a otro, inquieto. Echaba de menos los largos paseos con su ama. Necesitaba movimiento, aire fresco y sol. Al final se resignó a que ninguna de aquellas personas querría salir a pasear con él y se acostó, enroscado y suspirando, sobre su manta.

—¿Está diciéndome que no tiene nada para acusar a Bowen? —dijo Leon, incrédulo—. ¿Acaso no tiene suficiente con…?

Norman levantó una mano para hacerlo callar.

—Señor Roth, entiendo la impotencia que siente, y por ello pasamos varias horas interrogando concienzudamente al señor Bowen. Tiene una idea fija respecto a su padre y por eso se ha creado unas expectativas claras y determinadas, pero… —dudó al escoger las palabras—, pero aun así no está loco. A estas alturas de mi carrera tengo suficiente conocimiento de las personas para afirmarlo sin temor a equivocarme. Está en pleno uso de sus facultades y lo único que busca es reconocimiento, que la gente admita que Kevin McGowan fue su padre. No me cabe duda de que luchará por conseguirlo, pero no hasta el punto de matar casi a media docena de personas, entre otras cosas porque de este modo no conseguiría nada. No avanzaría ni un milímetro. Pretende solicitar una exhumación del cadáver de McGowan y…

—¿Y eso no es estar loco? —exclamó Leon, indignado—. ¿Qué hay que hacer para que ustedes consideren loco a alguien?

Norman se frotó los ojos, enrojecidos de cansancio.

—Admito que ese hombre está exagerando las cosas y que parece obsesionado, pero en cualquier caso todos sus movimientos están orientados a un único fin, y los pasos que pretende seguir para alcanzarlo no son descabellados en sí. Pueden parecer algo estrafalarios, pero si miramos las cosas desde su punto de vista debemos reconocer que en el fondo es lo único que le queda por hacer. No logra aceptar que fue rechazado por su padre e intenta resarcirse de ese dolor. Pero en ningún caso es el prototipo de un psicópata asesino.

—No sabía que en sus ratos libres ejerce usted de psicólogo, superintendente —repuso Leon con cinismo—. ¡Sólo así se explica su seguridad al hacer un juicio de valor sobre la personalidad de Phillip Bowen!

—No olvide que tengo a mis espaldas un buen número de criminales actualmente entre rejas, señor Roth.

—Pero seguro que éste es su caso más complicado.

Norman asintió.

—Entonces ciñámonos a los hechos —dijo—. Al fin y al cabo es lo único en que debemos basarnos. En primer lugar: esta mañana, cuando vinimos a buscarlo, Bowen llevaba la misma ropa que ayer por la tarde, durante su visita a Stanbury House. La propia Evelin Burkhard lo confirmó. Le pedimos que se cambiara y nos entregara las prendas usadas. Y el análisis técnico confirmó que en esas prendas no había ni el menor rastro de sangre, y resulta de todo punto imposible que alguien mate a cuatro personas con un cuchillo e hiera gravemente a otra sin salpicarse en absoluto. Supongo que estará usted de acuerdo conmigo, ¿no?

—Por el amor de Dios, ¿y cómo iba a estar Evelin segura de que ésa era la ropa que llevaba en realidad? ¡Un tejano es siempre un tejano, y yo mismo tengo varios jerséis de color oscuro! El muy cabrón debió de deshacerse de la ropa manchada de sangre y vestirse con otra parecida, y ustedes han picado como tontos.

—Bien; en segundo lugar, no hemos hallado ninguna huella suya en el arma homicida y…

—¡La limpió! ¡Joder, el tipo está loco pero no es imbécil!

—… y tiene una coartada.

Los hombros de Leon, tensos de rabia e indignación, se encorvaron un poco.

—¿Una coartada? —Estuvo todo el rato con la señorita Geraldine Roselaugh.

—¡Pero bueno! ¡No puedo creer que me salga con eso! ¿Qué valor puede tener esa coartada? ¡La chica vendería su alma al diablo si él se lo pidiera!

—Nosotros somos policías, señor Roth. No podemos cuestionar ciertas afirmaciones con la ligereza con que lo hacen los abogados. Por lo menos a priori debemos aceptar la declaración de un adulto (y le recuerdo que ella no es su mujer) que afirma haber estado con Phillip Bowen durante el tiempo en que se cometieron los asesinatos, y además a varias millas de distancia de Stanbury House. Además, la señorita Roselaugh está dispuesta a firmar una declaración jurada a ese respecto.

—Pero ¿es que no han visto que lo adora? Esa chica come de la mano de Bowen, le lame los zapatos. Si él le pidió que lo ayude con la coartada ella no dudará en hacerlo. Y si él le pide que lo jure, ella cometerá perjurio sin vacilar. ¡Conozco esa clase de mujeres! Le aseguro, superintendente, que las palabras de la señorita Roselaugh carecen de todo valor.

—Señor Roth —respondió Norman con cierta acritud—, no puedo arrestar a una persona sin ninguna prueba incriminatoria, sólo porque usted se empeñe en asegurar que es culpable. No logrará convencerme de que lo haga.

—¡Pero estuvo en nuestro jardín poco antes de los asesinatos! ¡Y entró sin permiso en nuestra casa! ¡Y nos importunó continuamente con su presencia! Y…

—Leon —terció Jessica—, eso no es cierto y lo sabes. Puede que Phillip Bowen nos molestara en un par de ocasiones, pero en realidad nada de lo que dijo o hizo bastaría para incriminarlo.

Leon se volvió hacia ella y la fulminó con la mirada.

—¿Cómo te atreves a romper una lanza a favor de ese asesino? ¡También ha matado a tu marido, no lo olvides!

—¡Eso no lo sabemos! —exclamó ella; y luego, haciendo un esfuerzo por mantenerse firme, porque lo que iba a preguntar era tan horrible que temió que no fuera a salirle más que un graznido, añadió—: Superintendente, ¿podría decirme qué pruebas tienen contra Evelin Burkhard?

Norman pareció feliz de poder aparcar la discusión con Leon.

—Tampoco podemos estar completamente seguros de que ella sea culpable, pero contamos con indicios que la señalan muy claramente. En primer lugar, sus huellas son las únicas halladas en el arma homicida. En segundo lugar, del análisis de su ropa en el laboratorio ha resultado que en ella había sangre de todas las víctimas. Y…

—Pero… —empezó Jessica, pero Norman la interrumpió con un gesto de la mano.

—Ya sé lo que va a decirme. Para su información, señor Roth, le diré que la señora Burkhard admite haber tocado los cuerpos de la señora Roth, su marido Tim Burkhard y la pequeña Diane, pero no así al señor Wahlberg y Sophie Roth. Sin embargo, como les digo, también encontramos sangre de éstos en su ropa. Y aún hay más: las técnicas forenses permiten establecer una secuencia temporal y determinar el orden en que ha ido manchándose de sangre la ropa. Pues bien, la primera mancha pertenece a su marido y la segunda a la señora Roth, es decir, justo a la inversa de lo que ella afirmó.

El rostro agotado de Leon esbozó una mueca de verdadero desprecio por el policía.

—¿Cómo pueden acusar a una mujer tan traumatizada como Evelin y hacerla responsable de algo que ella misma admitió durante el interrogatorio a que la sometieron inmediatamente después de haber vivido semejante horror? Ella misma dijo que no podía recordarlo todo y que tenía lagunas en la memoria. ¿Cómo pretenden que recuerde exactamente el orden en que fue descubriendo los cadáveres? Quizá nunca consiga recordar que en algún momento salió al jardín, horrorizada y desesperada, y allí se tropezó con el cuerpo de Alexander, y que a su vuelta encontró a mi hija pequeña. ¿No cree que esto también es posible?

Norman iba a replicar, pero Jessica se apresuró a intervenir:

—Superintendente, yo encontré a Evelin en el baño de la buhardilla, y le aseguro que estaba en estado casi catatónico. No reaccionaba a los estímulos externos, gimoteaba como una cría y ni siquiera podía moverse. Se encontraba absolutamente conmocionada. Dijera lo que dijese en el interrogatorio, debería tenerse en cuenta que su mente estaba colapsada y era incapaz de coordinar…

—Y quizá encontró el arma homicida junto a algún cuerpo —añadió Leon—, la cogió y después la dejó sin darse cuenta de lo que hacía. Si de verdad hubiese sido la asesina se habría encargado de borrar sus huellas, ¿no cree?

—Sí, claro —respondió Norman—; eso suponiendo que estuviera en sus cabales cuando cometió los asesinatos. Porque también es posible que padeciera algún tipo de enajenación y que no pensara en detalles como el de las huellas digitales o la sangre en su ropa.

—¿De verdad cree posible que el autor de estos crímenes haya sido una mujer? —preguntó Jessica—. Es decir, ¿no tendría que ser alguien más fuerte? No olvide que entre las víctimas hay dos hombres altos y corpulentos, y no debió de resultar fácil acabar con ellos.

Norman meneó la cabeza.

—No se trata en absoluto de fuerza. Todas las víctimas fueron pilladas por sorpresa, y además por la espalda. Creemos que Tim Burkhard estaba cogiendo algo de la parte baja de la nevera, pues se encontraba tendido justo frente a su puerta abierta. La señora Roth estaba inclinada sobre las flores. El señor Wahlberg estaba sentado en un banco, probablemente dormitando. La pequeña Diane estaba acostada en la cama leyendo un libro. Sólo Sophie pudo haber estado atenta, y ella fue precisamente la única que forcejeó y opuso resistencia. Los demás ni siquiera advirtieron la presencia de Evelin y por tanto no pudieron defenderse.

—Su teoría me parece ridícula —dijo Leon—. Es decir, aunque no se necesite una gran fuerza física para degollar a alguien por detrás, sí hay que tener fortaleza psíquica para superar la barrera psicológica que ello conlleva. Cercenarle la garganta a una persona es algo… algo… —buscó alguna palabra que expresase lo absurda que le parecía la hipótesis de que Evelin fuera culpable, pero no encontró ninguna— terrible —optó por decir.

—Si fuera usted policía —repuso Norman—, comprendería que cualquier teoría relacionada con el comportamiento humano puede ser real, y desde luego nada ridícula. Mi experiencia me ha enseñado que, en determinadas circunstancias y bajo determinadas presiones, cualquiera sería capaz de realizar cualquier cosa.

—¿Y qué circunstancias o presiones habrían afectado a Evelin, según usted?

El superintendente suspiró.

—Bowen nos dio alguna pista interesante al respecto. Él…

—Seguro que les dará infinidad de pistas interesantes para desviar sus sospechas hacia otra persona —le espetó Leon.

Norman lo miró con tanta dureza que Jessica pensó que, pese a mostrarse amable y comprensivo, el superintendente era un duro contrincante que no debía ser infravalorado.

—La señora Burkhard es una mujer extremadamente depresiva —dijo—. Me parece que usted lo sabe muy bien y considero que no se trata de una información irrelevante. Cuando Bowen habló con ella en el jardín de Stanbury House tuvo la sensación de que estaba ensimismada, aislada del mundo, absorta en sus pensamientos. Quizá ni siquiera fuera consciente de estar manteniendo una conversación. Parecía inmersa en un mundo privado. En palabras del propio Bowen, «su desesperación era tan palpable como un muro de piedra».

«Tan palpable como un muro —pensó Jessica—. Exacto, eso es. Así me lo pareció muchas veces. Una desesperación hermética, densa, insuperable».

—Y entonces apareció su marido. Ella percibió su presencia antes incluso de que Bowen pudiera verlo u oírlo. Según él, ella pareció asustarse, como un animalillo aterrorizado ante la presencia de su peor enemigo. Y el tono con que él la llamó no dejaba lugar a dudas. Aunque Bowen no entendió ni una palabra del alemán, le resultó evidente que… —Norman hizo una pausa.

—¿Qué era evidente? —preguntó Jessica. No tenía ni idea de lo que pretendía decir el superintendente, pero entonces vio la cara de Leon y supo que él sí lo entendía—. Leon, ¿qué…? —dijo con un hilo de voz.

Norman lo miró con extrema dureza.

—Es cierto, ¿verdad, señor Roth? La señora Burkhard tenía pánico de su marido. Desde hacía años. Llevaba toda una vida soportando sus malos tratos, y es muy probable que sólo viese una manera de librarse de todo eso.

A Jessica empezaron a zumbarle los oídos. No podía ser. Era imposible que aquello fuera cierto, que hubiese sucedido en medio de todos ellos y que nadie se hubiera percatado de nada.

—Pero… —dijo, y se notó la boca tan seca como si la tuviera llena de algodón—. Pero ¿por qué los otros? Mi… mi marido, y Patricia y… —Le pareció ver un destello de desprecio en los ojos del superintendente.

—Quizá porque en su opinión todos eran culpables: le dieron la espalda y no hicieron nada. ¿No le parece posible, señor Roth? Usted lo sabía, y los demás también. Pero nadie dijo nada ni movió un dedo por ayudarla.

Leon pareció sentirse muy incómodo.

—Bueno… —empezó.

—¡Leon! —Jessica no daba crédito a lo que veía y oía—. ¿Es eso cierto? ¿Lo sabíais? ¿Alexander lo sabía?

Leon evitó sus ojos. Se quedó mirando a Barney fijamente, como si fuera la primera vez que veía un perro durmiendo.

—¡Dios mío! —dijo al fin, en un tono a la vez de indignación y desespero—. Lo sabíamos, sí. ¿Pretendes decirme que tú no?

Ella tragó saliva y negó con la cabeza.

Leon levantó los brazos.

—¿Y qué esperabais que hiciéramos? —preguntó retóricamente.

Ni el superintendente Norman ni Jessica respondieron.

Sophie murió en la madrugada de aquel 25 de abril. No recuperó el conocimiento. Fue imposible interrogarla.