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En alguno de los relojes de la casa sonó una campanada, y ella se sobresaltó. ¿Ya era la una? ¡Pero si aún no había hecho nada de provecho! Era increíble lo rápido que pasaba el tiempo a veces. Tenía la impresión de que apenas habían pasado unos minutos desde que había entrado en la casa, y resulta que ya llevaba allí más de una hora.

Seguro que Jessica empezaría a preocuparse.

Se frotó la cara, esforzándose por controlar la desazón que la atormentaba desde que había vuelto a poner los pies en aquel lugar. Quizá no debería haber vuelto, pero es que tenía verdadera necesidad de recuperar los documentos de Tim. Además, pensaba recoger algunas de sus cosas. Después no quería tener que volver a Stanbury House. La casa ya era parte de una etapa de su vida que quería dejar atrás.

Estaba de pie en la habitación que había compartido con Tim, en ese ambiente tan familiar: la cama con dosel, los candelabros sobre el antiguo tocador, las cortinas con brocados que tamizaban la luz de las ventanas… En realidad aquellas cortinas nunca le habían gustado. ¿Por qué las habría comprado?

Claro, fue Tim quien las quiso. Las había visto en una tienda de Leeds, y la envió a ella a comprarlas, con una notita en la que había apuntado las medidas exactas. Tuvo que pagar una fortuna por ellas, pero lo hizo con gusto: así podría presumir ante sus amigos y mostrarles una vez más que él era el que más dinero ganaba. A Evelin le gustaban más las cortinas ligeras de tono amarillo pastel que Patricia había escogido para su habitación, pero, por supuesto, se abstuvo de mencionarlo. A esas alturas tenía perfectamente asumido que en su matrimonio sólo sucedía lo que Tim quería, y su mayor preocupación consistía en adaptarse y cumplir su voluntad, y concentrarse en evitar que se enfadara.

Hacía mucho tiempo que no encendía las velas del tocador. Años. Ni siquiera había llegado a cambiarlas: eran las mismas que había comprado en su primer verano de casada. Sus primeras vacaciones en Stanbury House. Al principio se propuso dar un toque de romanticismo a su matrimonio, pero no tardó en comprobar que las velas podrían convertirse en un verdadero problema. Si a Tim le daba uno de sus ataques de mal humor y se topaba con una vela encendida podía acabar provocando un terrible accidente. Además, era mejor que no opinara nada respecto a la decoración. A él podría parecerle que estaba siendo demasiado independiente. No tenía que hacer absolutamente nada que se saliera de la más pura y dura rutina, si no quería sufrir represalias.

Vamos, no podía seguir perdiendo el tiempo con sus recuerdos. Jessica estaba esperándola. Tenían que volver al pueblo a la hora de comer; después llamaría a su abogado y, quién sabe, quizá tuviera ya su pasaporte. Se moría de ganas de volver a Alemania.

Abrió el armario de la ropa. Ni siquiera miró las cosas de Tim. Ya no le importaban, no eran asunto suyo. Cuando Leon decidiera lo que haría con la casa podría ocuparse también de todo aquello. En la parte de abajo del armario encontró su maleta. La puso sobre la cama y la abrió. No se molestó en ser ordenada. Empezó a meter en la maleta todo lo que le pareció: ropa interior, medias, jerséis, camisones, los amplios vestidos de estar por casa con que pretendía disimular sus kilos de más pero que en el fondo la hacían parecer más gorda de lo que era… «Siempre pareces una bola de grasa —solía decirle Tim—, pero con esos vestidos pareces una bola de grasa que se ha colgado una cortina alrededor». Quizá era verdad. Tim podía ser muy desagradable, pero la mayoría de las veces tenía razón en lo que decía.

Tim. De nuevo Tim. Se detuvo unos segundos y se apretó las sienes con ambas manos. Quería dejar de pensar en él, pero estaba visto que no podía. No era tan fácil olvidar doce años de relación. Infinidad de horas, minutos, segundos. Infinidad de momentos y situaciones que se habían grabado en lo más profundo de su cerebro. Quién sabe si lograría superarlos alguna vez.

El modo en que Tim arrugaba la frente. El modo en que sonreía. El modo en que reía. Cómo andaba por el césped y cómo entornaba los ojos al escoger una víctima. Cómo la miraba cuando quería acostarse con ella. Cómo se inclinaba sobre su cuerpo. Cómo le sostuvo la mano cuando la llevaban a toda prisa por los pasillos del hospital aquella vez…

Lanzó un grito ahogado.

Eso era lo que había temido. Eso exactamente. Que volvieran a asaltarle las imágenes de aquella noche. Sin ellas, quizá hasta habría sido capaz de enfrentarse al recuerdo de Tim, y aceptar y superar el horror de su relación, pero con ellas… Con ellas se hundía de nuevo en la desesperación. Siempre. Cada vez que las recordaba.

El río de sangre que resbalaba por su entrepierna; el pánico con que comprendió que aquello no significaba nada bueno; el trayecto hasta el hospital, ella gimiendo en voz baja y Tim saltándose todos los semáforos; la entrada en urgencias, aquel hombre pidiéndole que rellenara un formulario, ella de pie frente al mostrador intentando recordar el nombre de su aseguradora y la sangre que iba formando un charquito rojo a sus pies; Tim que mientras tanto estaba buscando sitio para aparcar, y el sentimiento de profundo desamparo y desesperación, el convencimiento de que cualquier otra mujer sabría qué hacer en las urgencias de un hospital, por la noche, tras haber perdido a su bebé, y ella que no dejaba de hacerlo todo mal: ensuciaba el suelo y no sabía explicar a nadie lo crítico que era su estado y la ayuda inmediata que necesitaba; Tim que llegaba corriendo tras haber aparcado y se quedaba perplejo al verla de pie ante al mostrador, y ella que rompía a llorar y le decía: «No recuerdo el nombre de mi aseguradora», y la enfermera, al otro lado del mostrador, escribiendo alguna cosa en el ordenador.

Obviamente, Tim empezó a meter prisas a aquella panda de indolentes, montó un escándalo y ordenó a la enfermera que corriera por un médico y les indicase una cama para que Evelin pudiera tenderse de inmediato. De pronto el vestíbulo se llenó de enfermeras, incluso varios médicos y un anestesista que le preguntó cuánto hacía que había comido algo por última vez, pero ella tampoco pudo acordarse.

—Tengo que operarla —le dijo un médico de semblante pálido y aspecto simpático pero cansado.

Y ella le preguntó en un susurro:

—¿Y qué le pasará al bebé?

Él no respondió, pero ella vio en sus ojos que el pequeño no sobreviviría.

Ahora, en Sandbury House, oyó un gemido y tardó en comprender que provenía de su interior. Habían pasado muchos años desde aquella noche, pero el dolor continuaba exactamente igual. También recordó que Tim estaba a su lado cuando se despertó.

Lo primero que dijo fue:

—Tengo que ir al lavabo.

Y Tim le contestó:

—No, cielo, es sólo una sensación. Te han puesto un catéter en la vejiga y quizá te moleste la presión…

Casi se puso a llorar al ver que él no la creía.

—De verdad, tengo que ir al lavabo. Por favor, por favor, ayúdame.

Él había llamado a una enfermera y ella le había suplicado que le quitase el catéter. Al principio la mujer se negó, pero al final acabó cediendo, pues vio que Evelin iba a ponerse histérica. Era todo tan absurdo… Acababa de perder a su pequeño, su vida ya no tenía sentido, su futuro no era más que un agujero negro sin esperanza, y ella estaba volviéndose loca por culpa de un catéter que llevaba en la vejiga. Y cuando se lo sacaron se empeñó en ir al lavabo, y la pobre enfermera, agotada y crispada después de tanta discusión, acabó por acceder.

—Pero prométame que no se encerrará —le dijo—. O mejor que su marido la acompañe.

Así que cruzó trabajosamente la habitación, con sus puntos en la barriga, pasó junto a las camas de otras recién operadas que se limitaban a hacer lo que se les decía y dormían tranquilamente, y arrastró el soporte del suero con Tim a su lado, más solícito que nunca. Creyó que le molestaría tenerlo tan cerca mientras hacía pipí, pero no fue así; él estaba irreconocible: preocupado, interesado, casi cariñoso. Tiempo después pensó que aquellos días en el hospital fueron los mejores de su matrimonio.

Tenía la vejiga vacía, como era de esperar, y no pudo sacar ni una gota, así que se puso a llorar mientras Tim la acompañaba de nuevo a la cama sin recriminarle nada y la ayudaba a acostarse otra vez.

—¿Qué le ha pasado al bebé? —preguntó.

Él le apartó el pelo de la cara.

—No pudieron salvarlo —le dijo él.

Cuando Tim se marchó a dormir, ella se quedó desvelada, sin pegar ojo en toda la noche, escuchando la respiración acompasada de las demás enfermas y con la mirada fija en la oscuridad apenas rota por una suave luz de emergencia. De vez en cuando pasaba una enfermera a controlar su tensión, y cada vez se sorprendía de encontrarla aún despierta.

—Debería estar al menos adormilada por los sedantes —le decía—. Vamos, intente relajarse un poco.

Pero no pudo.

¿Cómo iba a poder dormir si no sabía cómo sobreviviría?

El final fue tan repentino y doloroso que necesitó mucho tiempo para hacerse a la idea. Recordó entonces que, con el tiempo, el dolor fue volviéndose peor; mucho más agudo que el de aquella noche. Con la aburrida y siempre monótona rutina, con cada una de las horas que necesitaba un día para llegar por fin a la noche, con cada una de las absurdas y vanas actividades que emprendía para olvidarse de ello —aunque en el fondo no consiguiera sacárselo ni un solo segundo de la cabeza—, el dolor renacía de sus cenizas y volvía a destrozarle el alma. La atacaba desde cada cochecito que veía en la calle —y que últimamente, por algún extraño y perverso conjuro divino, parecían multiplicarse y estar por todas partes—, desde cada mujer con barriga de embarazada, desde cada conversación sobre bebés, y desde cada invitación a un bautizo que recibiera.

Además, por supuesto, las atenciones de Tim apenas duraron dos días, y su relación había vuelto a caer irremediablemente en las continuas disputas a que estaban acostumbrados.

«¡No pienses en eso! —se ordenó—. ¡Basta ya!»

Cerró de golpe la puerta del armario, aunque todavía quedaban colgados muchos de sus poco agraciados vestidos. Quizá debiera dejarlos todos. Al fin y al cabo, se proponía convertirse en una de esas delgadas y atractivas treintañeras que las revistas de moda presentaban como el ideal de la feminidad. El problema era que ellas resultaban fascinantes no sólo porque eran bonitas, sino también porque se dedicaban con entusiasmo a sacar adelante una familia, o bien tenían una carrera maravillosa por delante, o incluso ambas cosas, mientras que ella, Evelin, no tenía ni familia ni carrera ni relación alguna. Por lo menos tenía dinero, y en ciertos círculos sociales eso era tan importante como una carrera: cerrar un buen acuerdo de separación o enviudar de un hombre rico. De modo que, visto con ese enfoque, no había fracasado en todo.

Miró por la ventana y vio a Jessica, que se alejaba apresuradamente de la casa.

Eso la sorprendió. ¿No habían dicho que volverían juntas en el coche? Además, aunque a Jessica le hubiera entrado otro de sus ataques de salir a caminar y hubiese preferido volver al hotel a pie, podría haberle informado, ¿no? Aquella reacción no era propia de ella.

Evelin se dio la vuelta y salió corriendo de la habitación. Realmente, había adelgazado bastante durante las semanas que pasó en la cárcel. Lo comprobó al notar la ligereza y agilidad con que bajó la escalera, cruzó el vestíbulo y salió fuera. La recibieron el calor y la luz del día y un fantástico aroma a flores. Un abejorro zumbó cerca de su cabeza.

Iría a buscar a Jessica.

Desde la ventana había visto que su amiga no se movía con la decisión de siempre. Parecía más pesada, cansada… La asaltó el recuerdo de la tarde previa a la tragedia. La reunión frente a la chimenea. Alexander les había anunciado que…

¿Cómo era posible que Jessica no le hubiera dicho nada de su embarazo?

Reprimió un gemido. El dolor fue casi insoportable.

Jessica rogaba que Evelin hubiera dejado la llave puesta en el contacto. Había rodeado la casa y, frente a la puerta principal, había visto su pequeño coche inglés alquilado. Echó un nuevo vistazo a la casa; seguía sin verse u oírse nada. Ni el menor movimiento.

El coche estaba abierto, pero no tenía la llave puesta. Evelin se la había llevado.

A toda prisa, y sin dejar de lanzar miradas hacia la puerta de la casa, rebuscó en la guantera, en los bolsillos laterales y en la bandeja entre los asientos delanteros, pero no la encontró. Quedaba la posibilidad de que Evelin la hubiera dejado en la mesita del vestíbulo, o incluso en su sitio, el gancho de la cocina, antes de subir al piso de arriba. Barajó la posibilidad de entrar en la casa en busca de la llave, pero decidió que sería demasiado arriesgado y que las posibilidades de encontrarla eran mínimas: lo primero que había hecho Evelin al llegar fue recuperar los papeles de Tim, de modo que debió de meterse la llave en un bolsillo, donde sin duda seguiría.

Los papeles de Tim.

Aún llevaba la carpeta verde en la mano, pero ya no necesitaba todas esas barbaridades escritas por Tim con malsano placer, y tampoco quería cargar con ese peso durante el trayecto hasta el pueblo. Dejó pues la carpeta sobre el asiento del pasajero y bajó del coche. Se movía como sumida en una especie de trance, el corazón le latía más rápido y tenía las palmas empapadas de sudor. Estaba muerta de miedo, sí, pero de momento había logrado sofocar cada oleada de histeria que amenazaba con inundarla. No podía perder la cordura ni permitirse un solo paso en falso.

Claro, le habría gustado salir corriendo de allí, pero sabía por experiencia que los movimientos rápidos suelen llamar la atención, y, además, aquel día se sentía más embarazada que nunca. No sabía si por el calor, por los nervios o por ambas cosas a la vez. Sea como fuere, el pueblo quedaba lejos y tenía que dosificar sus fuerzas.

Con la mayor serenidad posible, cruzó el adoquinado patio frontal y enfiló el camino hacia la verja de entrada. Cuando perdiera de vista la casa apretaría el paso. Si al menos sus piernas no estuvieran tan hinchadas, si no le costara un esfuerzo sobrehumano cada movimiento y no sintiera que le faltaba el aire… ¡Si al menos no hiciera tanto calor! Si, si, si… Se detuvo un segundo y se apartó el pelo húmedo de la frente. Si pudiera salir de una vez de aquella horrible pesadilla… Siguió caminando, pero en cuanto oyó pasos a su espalda, supo que había perdido.