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Phillip sabía que no podría esquivar a Geraldine eternamente, pero temía el encuentro y esperaba que de un modo u otro no llegara a producirse. Sin embargo, la conocía demasiado bien: ella no se iría sin hablar con él una vez más. Además, él le había dado la excusa perfecta al cogerle el coche y obligarla a quedarse en Stanbury.
Aparcó, entró en el vestíbulo del Fox and Lamb y casi se dio de bruces con ella. Imposible zafarse. La tenía justo delante.
Tenía los ojos hinchados y enrojecidos de llorar. No se había pintado y, por primera vez desde que la conocía, iba vestida descuidadamente. Unos pantalones de chándal negros que sólo se ponía para correr y una vieja camiseta blanca. No se había maquillado y llevaba el pelo recogido en una coleta con una goma roja, de la que se escapaba alguna mecha que le caía sobre la cara. Se la veía hecha polvo.
—¡Ah! —dijo—. ¡Geraldine! —Era un saludo estúpido, pero ella no pareció notarlo.
—Pensé que te habías ido —dijo ella.
Él soltó una risita nerviosa.
—¿Con tu coche? Ya sé que no tienes muy buena opinión de mí, pero te aseguro que no soy un ladrón.
—¿Adónde has ido?
—A dar una vuelta por ahí. —Movió vagamente la mano—. A ningún sitio en especial. Tenía pensado ir a Leeds para buscar un abogado que llevase mi caso, pero al final he vuelto aquí.
—No conoces a ningún abogado en Leeds.
—Lo sé. Telefoneé a un amigo de Londres para que me ayudara a encontrar uno, pero no logré dar con él. Entonces decidí buscarlo por mi cuenta, pero… —Meneó la cabeza—. Ha sido una tontería. He desperdiciado casi medio día. En fin, no importa, pensaré en otras opciones. Quizá me busque un abogado en Londres, no lo sé, aún no lo he pensado bien.
Geraldine esbozó una sonrisa que no consiguió borrar de su cara la huella de la infelicidad.
—Creías que esa Patricia te abrazaría emocionada y se sentiría feliz de compartir su casa con un hermanastro, aunque fuera un perfecto desconocido, ¿no? Jamás pensaste que las cosas pudieran ir de otro modo, y ahora resulta que no sabes qué hacer.
—Puede. Pero ya encontraré el modo de salirme con la mía.
—Claro. Hasta entonces no te quedarás tranquilo.
—Puede —repitió él.
Se quedaron callados, el uno frente al otro, mirándose a los ojos, conscientes de los años que habían pasado juntos y de que ya no compartirían ninguno más.
—No has cambiado de opinión, ¿verdad? —dijo ella al fin.
Él sabía a qué se refería y negó con la cabeza.
—No. Lo siento.
—Así pues, no tengo ningún motivo para quedarme.
Phillip pensó que tampoco había tenido ningún motivo para acompañarlo, pero se abstuvo de mencionarlo.
—Supongo que para ti no ha de ser muy emocionante seguir en este hostal de poca monta. En Londres podrías trabajar.
—Sí. —Luchaba por contener las lágrimas, pero en esta ocasión parecía dispuesta a no perder los papeles delante de él. Un gesto que Phillip le agradeció de corazón—. Bien, voy a hacer la maleta. Quizá pueda estar en Londres esta misma noche.
—Ahora los días son más largos. No creo que tengas problema.
Le entregó las llaves del coche. Pensó que ella estaba comportándose con perfecta moderación y sensatez, llevando el final de su relación con la clase de calma recomendada por los consejeros de las revistas y la tele. Pero su reacción no era real. Geraldine no era así. Ella era la víctima. (Casi siempre hay una víctima cuando se rompe una relación). Phillip tenía claro que Geraldine habría preferido darle una bofetada y recriminarle los años perdidos en su compañía, y no descartaba que algún día lo hiciera de verdad. No creía que ella fuera a desaparecer de su vida tan fácilmente. Era del tipo de persona que lucha con uñas y dientes antes de renunciar a sus sueños.
Geraldine cogió las llaves. Él vio que había estado mordiéndose las uñas, una manía que ya tenía cuando se conocieron, pero había logrado superarla y ahora sólo se las mordisqueaba muy de vez en cuando. Ahora volvía a tener la carne al rojo vivo y en algunos puntos se veían pequeñas costras de sangre. No cabía duda de que estaba pasándolo fatal, pero él se negó a compadecerla. Y también a sentirse culpable.
—Bueno… —empezó con torpeza.
Ella le dirigió una mirada que él no supo descifrar y le dio la espalda.
—Quizá volvamos a vernos en alguna ocasión —le dijo mientras se alejaba.
—Claro, ¿por qué no? —respondió él—. En Londres podemos salir algún día a tomar una copa. —«Pero todavía no, primero ha de pasar el tiempo. Bastante tiempo», pensó.
Ella no respondió y empezó a subir la escalera. Desde abajo Phillip vio que le temblaban los hombros.
Estaba llorando otra vez.