10
—No —dijo Phillip—. De ninguna manera. ¡No! ¿De verdad has creído que querría venir a vivir aquí?
Estaban en un bar a orillas del Támesis. Era una tarde calurosa y se habían sentado fuera, en una de las mesas de madera. Cuando llegaron no había aún mucha gente, pero cada vez eran más. Hombres de negocios con sus trajes oscuros, o familias con niños y el inevitable perro. El ambiente era plácido y reconfortante, y corría una leve brisa con olor a algas y salitre. Geraldine se dejó mecer por aquel momento, pero Phillip parecía haberse tragado una escoba y estaba sentado delante de ella tieso como un palo, tenso e incómodo. Ella había pedido pescado frito con patatas y cerveza para ambos, pero él ni siquiera tocó la comida. Sólo daba algún que otro trago a la cerveza. Parecía ansioso por salir corriendo de allí.
—¿Qué es lo que te molesta tanto? —le preguntó Geraldine—. ¿El ambiente?
—Es agobiante y cursi. Es…
—¿Agobiante esto? Entonces, ¿qué me dices de tu piso actual?
—Vale. Pero mi piso no es tan cursi ni aburguesado como esto.
Ella iba a llevarse unas patatas fritas a la boca, pero las dejó caer, súbitamente desanimada.
—¿Y qué es lo que quieres, pues? —le preguntó.
—Ya lo sabes.
—¡Por Dios! —exclamó ella—. ¡No me lo digas!
—Si no quieres que te lo diga, no me preguntes. Quiero Stanbury. Y te aseguro que mientras no haya explotado hasta la última posibilidad de conseguirlo no pienso mudarme a un barrio de casitas blancas con florecillas en el jardín. Esto no es para mí. ¡Esto no soy yo!
—¡Pero tampoco eres Stanbury! ¡Estás obsesionado!
Él le contestó en voz baja y calmada, pero sus ojos dejaban entrever lo enfadado que estaba:
—Te lo diré por última vez, Geraldine: esto no es cosa tuya. De hecho, nada de lo que me sucede es cosa tuya. Yo vivo mi vida, y tú, por motivos que no alcanzo a comprender, te has empeñado en andar a mi lado. Pero te aseguro que así no conseguirás nada. ¿Me acusas de estar obsesionado? ¿Y qué me dices de ti? ¡Llevas años engañándote con una ilusión que te has montado y te niegas a escuchar la voz de la realidad! A mí, por ejemplo, o a tu querida amiga Lucy. Ya sabes que no la soporto, pero tiene mucha razón cuando te dice que soy un cabrón y que nunca compartiremos el futuro con que sueñas. ¡Es así, pero tú te niegas a aceptarlo!
Hacía semanas que no le hablaba en aquel tono, y la fuerza de sus palabras le dolió como una bofetada. No esperaba que Phillip rompiera con tanta brusquedad el acuerdo alcanzado tras los asesinatos de Stanbury. De pronto volvía a ser el Phillip de Yorkshire: nervioso, rudo, hiriente. Tardó unos segundos en reaccionar.
—¿Quieres que te deje en paz? —replicó—. ¿Quieres que me aleje de tu lado y vuelva sólo cuando necesites alguna otra coartada para un crimen?
—Pero ¡qué dices! No me vengas con ésas —saltó él. Los dos habían elevado el tono, y los demás parroquianos comenzaban a mirarlos—. ¡Sabes muy bien que no tuve nada que ver! —exclamó en un susurro.
—¿Que yo lo sé? ¿Cómo podría saberlo? Además, ésa no es la cuestión. Seguramente acabas de pasar uno de los peores momentos de tu vida, y sólo por tu neurótico comportamiento respecto a Stanbury. Sin mi ayuda estarías en la cárcel bajo sospecha de asesinato.
—No lo creas. Probablemente haría tiempo que se habría confirmado mi inocencia.
—¿Quieres que lo comprobemos? —Lo miró directamente a los ojos, pero él le sostuvo la mirada hasta que ella se rindió—. Vale ya —dijo con voz cansada—. ¿Por qué tenemos que hablarnos así?
—¿Por qué tenemos que estar aquí? —repuso él—. ¿Qué pretendías conseguir con todo esto? ¿Que me viniera a vivir contigo? ¿Que nos casáramos? ¿Que formáramos una familia?
—¿Qué hay de malo en eso?
—Pues que yo me imagino otro futuro para mí.
—¿Qué futuro? ¡Si ni siquiera sabes lo que quieres! ¡No puedes pasarte la vida a salto de mata y viviendo en un agujero!
—¿Y por qué no? Si eso es lo que quiero, ¿qué derecho tienes de intentar convencerme de lo contrario?
—¡Por favor, pero si odias tu vida! —Hizo un esfuerzo por reunir en su voz la escasa fuerza que le quedaba—. Tú mismo me lo dijiste; me dijiste que no soportas tu vida, ni a ti mismo, y que por eso necesitas concentrarte en Stanbury y en la figura de tu padre. Estás desesperado, estás…
—Pero eso no es cosa tuya. Son mis problemas, mis asuntos. Es posible que en estos momentos no esté del todo satisfecho con mi vida, pero contigo lo estoy menos. —Apartó con repugnancia el plato de patatas y pescado rebozado y se levantó—. Olvídalo, Geraldine. No vuelvas a intentar algo así nunca más. No servirá de nada. No puedes cambiarme.
—Podría hacerte feliz.
Él sonrió, con más desesperación que sarcasmo.
—Hay cientos de hombres que darían un brazo por tenerte. ¿Por qué has escogido precisamente uno con el que no funcionará?
—Porque te quiero, Phillip. Y seguiría queriéndote aunque… —se detuvo y él enarcó las cejas— aunque lo hubieras hecho.