16

En cuanto Jessica oyó pasos a su espalda, dijo sin volverse:

—Evelin, tenemos que marcharnos. Debemos irnos ahora mismo. Creo… —bajó la voz— creo que Phillip Bowen anda por aquí.

—¿Phillip Bowen? —preguntó Evelin. Su voz sonó algo pastosa.

Jessica se inclinó, cogió una de las trenzas de hierba, se incorporó y se dio la vuelta hacia Evelin. La cálida brisa de la tarde le acarició el rostro, le alborotó el pelo y pegó su camiseta blanca a la incipiente barriga.

La mirada de Evelin se clavó directamente en ese punto. La nueva curva de Jessica se distinguía con nitidez. Pasaron unos segundos, y cuando Evelin levantó la vista Jessica reconoció en sus ojos el velo de la locura. Entonces supo que el doctor Wilbert tenía razón: ella era la persona que no había logrado seguir soportando la terrible calma de Stanbury House, no Ricarda.

En apenas una fracción de segundo decidió jugárselo todo a una carta: convencer a Evelin de que Phillip era el enemigo. Si lograba hacerla creer que las dos estaban en el mismo bando, aún tendría alguna oportunidad.

—Mira estas trenzas —dijo—. Bowen las hace a todas horas. Ha estado aquí.

Con mirada ausente, Evelin observó los tallos de hierba que Jessica le enseñaba.

—Se pasaba muchas veces por aquí.

—Sí, pero de eso hace más de un mes. La hierba tendría que estar marchita y reseca, pero en cambio mira, aún está fresca. Esta trenza tiene apenas unas horas —dijo, y la arrojó al suelo—. Vamos —añadió—, tenemos que marcharnos. Phillip es peligroso. ¿Has cogido tus cosas? ¿Y las llaves del coche? ¿Quieres que conduzca yo?

Evelin no movió ni una pestaña.

—Vamos, Evelin, no podemos…

—¿Ya notas al bebé? —preguntó ella con voz inexpresiva—. ¿Ya se mueve?

—Ya te contaré cuando lleguemos al pueblo —respondió Jessica, intentando parecer lo más natural posible—, ahora tenemos que irnos antes de que aparezca Bowen. ¡Por favor, Evelin, seguro que está muy cerca, y es muy peligroso!

—Yo notaba a mi bebé —continuó Evelin, impertérrita—. Me daba pataditas. Estaba vivo.

No lograría convencerla. Su amiga había caído en un estado de enajenación en que todo le era indiferente. Ahora todo le daba igual.

Todo, menos el recuerdo de su bebé.

—Quizá la culpa de que no pudieses quedarte embarazada otra vez era de Tim —conjeturó Jessica a la desesperada—. Así que cuando vuelvas a estar con otro hombre es muy probable que…

—No, ya no podré tener más hijos —dijo Evelin. Su rostro y sus ojos estaban completamente vacíos. Era imposible descubrir en ellos la mínima expresión—. Aquella vez me destrozaron por dentro. Para siempre.

—¡Qué dices! Vamos, sólo tuviste un aborto. Muchas mujeres han pasado por esa desagradable experiencia y luego han vuelto a quedarse embarazadas.

La expresión de Evelin se alteró levemente y a Jessica le pareció percibir una pizca de vida. Una pizca de odio.

—¿Que muchas mujeres han pasado por lo mismo? —Dio un paso hacia Jessica. Olía a sudor rancio—. ¿Dices que muchas mujeres han pasado por lo mismo? ¿Estás segura? ¿Crees que hay muchas embarazadas de seis meses a quienes su marido pega con tanta fuerza en la barriga que acaban desangrándose y al final pierden a su bebé?

Acabó la frase a voz en grito, y el silencio subsiguiente fue terriblemente intenso, apenas interrumpido por la respiración de ambas mujeres.

—No había motivo alguno —dijo Evelin. Hablaba con voz monocorde, como si lo que contaba no fuese con ella. Y seguía sin moverse del mismo sitio—. No había ocurrido nada. Llegó a casa una tarde, un viernes. Se había pasado todo el día dictando un seminario y yo ni siquiera lo oí llegar. Estaba en la habitación del bebé guardando ropita en el armario. Me encontraba mejor que nunca. El embarazo iba viento en popa y tenía muchísimas ganas de tener el bebé. Tim, el pequeño y yo formaríamos una verdadera familia. Y por fin tendría algo que fuera mío. Por primera vez en mi vida podría sentir que otra persona era parte de mí.

—Te entiendo —dijo Jessica, con cautela.

Se preguntó cuán peligrosa podría llegar a ser Evelin. A los demás los había atacado por la espalda, los había pillado desprevenidos, y por eso no le había costado acabar con ellos. Un corte limpio en la garganta…

¿Cómo podía haber cometido tamaña monstruosidad?, se preguntó.

Era increíble. Sin embargo, ahora que veía su expresión y su miraba, no le cabía duda de su culpabilidad. Evelin era una enferma mental, aunque la mayor parte del tiempo no se notara porque su estado solía mantenerse latente bajo la apariencia de una profunda depresión. Quizá había sido una mujer normal hasta que perdió a su hijo, aunque Jessica lo dudaba. Después de todo lo que sabía sobre su infancia, le pareció más probable que su desequilibrio viniera de esa época.

Los brazos de Evelin colgaban inertes a ambos lados de su cuerpo, y las manos se escondían entre los numerosos pliegues de su holgada camisa tejana. Jessica temía que estuviera empuñando un cuchillo. Si así era, no tendría la menor posibilidad.

—Tim subió la escalera y se plantó en el umbral de la puerta —continuaba Evelin—. Yo lo miré tranquilamente y le dije algo. «Hola» o «buenas tardes» o algo así, y él respondió que daba una imagen patética: la futura mamá en la cursilada de cuarto del futuro bebé. Cuando oí «cursilada» comprendí que se disponía a humillarme. Seguro que no pararía hasta hacerme llorar u obligarme a vomitar. Normalmente no oponía resistencia porque sabía que él lo necesitaba y que de todos modos no lograría nada plantándole cara. Hacía mucho tiempo que sus arrebatos se habían convertido en parte de mi vida, como había sucedido con mi padre. Sólo tenía que esperar a que desaparecieran tal como habían llegado, y a que los huesos o los ligamentos o las emociones volvieran a soldarse y recuperar su función. Pero aquella tarde… No sé, me sentía diferente. Desde que supe que esperaba un hijo notaba cambios en mi carácter. No sabría decirte el motivo. Quizá era la conciencia de estar gestando una vida en mi interior, de que iba a producirse un milagro y que yo sería la hacedora del mismo… Me sentía fuerte, y cada día que pasaba me notaba menos dispuesta a permitir las humillaciones.

»Le dije que iba a preparar la cena, pero cuando fui a salir de la habitación me cerró el paso. “Estoy hablando contigo”, me dijo, y yo le contesté: “Lo que has hecho ha sido una observación. No me ha parecido que estuviéramos conversando.” Una vez más intenté pasar junto a él, pero entonces me cogió por el pelo y me echó la cabeza atrás con tanta fuerza que pensé que iba a partirme el cuello. Grité de dolor. Él estaba fuera de sí. “¡No se te ocurra volver a hablarme así! ¿Me oyes? ¡No vuelvas a hacerlo nunca!”, me gritó. Entonces me dio un puñetazo en el estómago. Y otro, y luego otro, y otro más. Caí al suelo y me doblé sobre mí misma intentando proteger al bebé. Él empezó a darme patadas y pisotearme. Yo chillaba de miedo y dolor y él no dejaba de repetir: "¡Voy a enseñaros modales, a ti y a tu enano! ¿O acaso creíais que podíais insultarme y quedaros tan tranquilos?"

»Cuando por fin se marchó yo había perdido casi el conocimiento, pero logré arrastrarme hasta el baño. Allí descubrí que estaba perdiendo sangre, cada vez más. Conseguí ponerme de pie y comprobé que la hemorragia era muy grave. Hilos rojos me bajaban por la pierna y empapaban la moqueta. Tim apareció en ese momento y vio cómo estaban las cosas. Se había calmado como por ensalmo. Me dijo: “Tenemos que ir al hospital, creo que estás teniendo un aborto.” Dejé que me metiera en el coche. Me llevó casi en brazos. Parecía muy preocupado por mí. “En el fondo me habría sorprendido que hubieras aguantado un embarazo hasta el final”, me dijo.

»En el hospital dijo a las enfermeras que me había caído por la escalera y me había golpeado la barriga contra una columna. Me operaron y me hicieron un raspado para sacarme lo poco que quedaba de mi bebé. Dos días después un médico vino a verme y me preguntó si la historia de la escalera era verdad. Yo tenía unos morados enormes en la barriga y dijo que no le parecía posible que me los hubiera hecho de esa manera. Pero le respondí que sí era verdad; que todo había sucedido tal como había dicho mi marido. Él insistió un poco pero al final desistió. ¿Que por qué mentí? —Se encogió de hombros—. Porque ya nada tenía sentido. Todo en mí había muerto. Ahora lo único que me quedaba era Tim. Sin él no podría seguir viviendo.

—Por Dios, Evelin —musitó Jessica—. No sabes cuánto lo siento. Tiene que haber sido algo terrible. Tim no mencionó nada de esto en sus papeles…

—Ninguno de los dos volvió a mencionarlo nunca. Me caí por la escalera con la torpeza que me caracteriza.

—Pero ¿por qué no lo comentaste a nadie? De acuerdo, quizá te resultaba muy difícil hablarlo con ese médico al que no conocías de nada, pero ¿y tus amigos? Patricia, Leon, Alexander… Por entonces también estaba Elena. ¿Por qué no lo hablaste con ellos?

La mirada ausente de Evelin se tiñó de incredulidad.

—¡Pero si lo sabían! —dijo.

Jessica se quedó tan perpleja y alucinada que hasta se olvidó del miedo.

—¿Se lo dijiste y ellos no hicieron nada?

—No, no hacía falta que se lo dijera. Después de la operación todos fueron a visitarme al hospital, y en sus rostros pude ver perfectamente que lo sabían todo. No dejaban de decir tonterías sobre la desgracia de mi accidente, pero no podían mirarme a los ojos. Estaban avergonzados… ¡Madre mía, formaban el grupo más avergonzado y culpable de la historia del mundo! Alexander se retorcía como un gusano, debatiéndose entre su sentido de la justicia y su cobardía, y como siempre se impuso la cobardía. Patricia hablaba como un loro, como si quisiera enterrar el problema bajo un torrente de palabras, y te aseguro que de su boca sólo salía bazofia nauseabunda. Leon me llevó el ramo de flores más grande que he visto en mi vida y me dijo que no me preocupase, que no tardaría en recuperarme, pero ni siquiera me miró a la cara; luego se puso a coquetear con la enfermera, y al marcharse me guiñó el ojo y dijo que prefería no volver a pasarse por allí, porque era un peligro con tantas chicas guapas en la misma planta. Elena ni siquiera fue a verme. Su matrimonio con Alexander estaba en plena crisis, y seguramente no quiso complicar las cosas metiéndose en mis asuntos. Y las hijas de Patricia, obligadas por su madre, me enviaron unos dibujos con cielos, flores y pájaros de colores con frases como «Que te mejores pronto, querida tía Evelin». Me dieron ganas de vomitar. Era otra vez lo de siempre, y lo de siempre era que no había pasado nada. Evelin había vuelto a tener mala suerte. Al fin y al cabo, yo no dejaba de tropezarme y me caía continuamente. La única diferencia era que esta vez mi torpeza había tenido peores consecuencias. Lo olvidaron y siguieron con su vida.

—Evelin… de verdad que lo siento. Te juro que no tenía ni idea. No sabía nada de tu calvario.

Evelin la miró con sarcasmo.

—¿Y cómo te lo explicabas todo? ¿Cómo justificabas mis morados y lesiones? ¿Recuerdas los últimos días en Stanbury, cuando un dolor en el tobillo apenas me dejaba caminar? ¿Qué creíste que era eso?

Jessica se encogió de hombros, agobiada.

—Creí lo que me dijiste: que te habías hecho daño corriendo.

—Sí, claro, porque la gorda Evelin es un desastre para cualquier tipo de ejercicio, ¿no? Te limitaste a pensar por qué demonios me empeñaba en correr si estaba como una foca, ¿no? ¿No? ¡Vamos, admítelo!

—No, jamás pensé despectivamente de ti. Me pareció que eras algo depresiva; quizá tuve que haber insistido más, intentar que confiaras en mí. No sé por qué no lo hice. El caso es que poco a poco empecé a comprender que en el grupo algo no iba bien, y eso me llevó a chocar con Alexander. Supongo que me centré demasiado en mis propios problemas. De todos modos —dijo, mirando a Evelin a los ojos y moviendo lentamente la cabeza, todavía sin dar crédito a su relato—, tú tampoco eres del todo inocente, Evelin. Tú tampoco dijiste nada. Te comportaste como los demás. Callaste igual que todos.

La mirada de Evelin volvió a quedarse vacía, eludiendo el reproche de Jessica. «¡No! —pensó con desesperación—, ¡no vuelvas a irte! ¡No te vayas!». Su instinto le dijo que sólo podría controlar a Evelin si la mantenía en la esfera de la realidad, si lograba que siguiera hablando, y que se volvería muy peligrosa si su mirada seguía perdida en el vacío. Se apresuró a añadir:

—Hiciste todo lo posible por proteger a Tim, y los demás quizá no tenían claro que tú querías su ayuda. Tú aceptabas todas aquellas mentiras: la torcedura corriendo, el accidente jugando al tenis, el golpe contra el armario, la caída por la escalera… Te ponías jerséis enormes de cuello alto en pleno verano para disimular los moratones que seguramente había en tu cuello, y eso daba a entender que no querías que los demás los viésemos. Fuiste cómplice de todo, Evelin… Tim tenía en ti a su mejor aliada. Se lo pusiste todo muy fácil, y a sus amigos muy difícil. No gritaste ni te defendiste.

La mirada de Evelin siguió vacía, y cuando habló su voz recuperó la monotonía inicial:

—Te equivocas. Sí me defendí. De todos vosotros. Al final me defendí.

Levantó lentamente la mano derecha. Para su desesperación, Jessica vio que empuñaba uno de los cuchillos de la cocina. Fino, curvado, afilado como una cuchilla de afeitar. Idéntico al que cinco semanas atrás había provocado una carnicería, empuñado por una mujer que había perdido la razón tras años de humillaciones físicas y psicológicas. Una mujer que ya no tenía control sobre sí misma. Una mujer en la que Jessica ya no reconocía a Evelin.

No dejes de hablar con ella, le dijo una voz interior, tráela de nuevo a la realidad. Es tu única oportunidad.

—¿Qué pasó, Evelin? —le preguntó—. ¿Qué pasó ese día?

Evelin emitió una risita que sonó hueca y falsa.

—¿Y qué pasó la noche anterior? —preguntó a su vez—. Eso es lo que deberías preguntar. ¿Acaso has olvidado el orgullo y la felicidad con que nos anunciaste que ibas a ser madre?

—No —la corrigió Jessica—. Yo no os dije nada. Fue Alexander. Y no se mostró orgulloso ni feliz al decirlo. Fue una situación horrible y embarazosa, provocada por la atroz ocurrencia de Patricia de leernos el diario de Ricarda. Cuando anunció mi embarazo, Alexander sólo intentaba arreglar aquella atrocidad.

Evelin continuó como si no la hubiera oído:

—Me fui llorando a la cama, completamente desesperada. Había cerca de mí una mujer que iba a tener un hijo. No podría evitar ir viendo día a día su evolución y al final tendría que soportar su felicidad con el nacimiento del bebé. Yo, que me he pasado años cruzando a la otra acera cuando veo acercarse a una mujer con un cochecito; yo, que me he escondido en los portales al ver de lejos a una embarazada porque no puedo soportar ese dolor… ¿Sabes lo que se siente al perder a un niño? Es como si te arrancaran un trozo de corazón. Y si no puedes volver a quedar encinta, no lo recuperas nunca. Tu corazón se convierte en una herida abierta y siempre sangrante. Te hundes en una eterna y terrible tristeza, y sabes que jamás te abandonará. Y de pronto las ves por todas partes: infinidad de mujeres hinchadas de felicidad, contoneando sus barrigas por la calle, burlándose de ti y haciendo alarde de su fecundidad. Ellas sí cumplen con su papel en el mundo. Son fértiles y darán a luz. Estarán a la altura de lo que se espera de ellas. Conservarán la especie. Realizarán su trabajo. Su absurdo y jodido trabajo. Y lo harán radiantes de alegría.

—Evelin —dijo Jessica con voz suplicante—, hay muchas más cosas que una mujer está llamada a hacer. ¡Por el amor de Dios, no reduzcas tu papel, y el del resto de las mujeres, sólo a eso! ¡No vivas anclada en el pasado! No te recluyas en aquella época oscura en que las madres enseñaban a sus hijas que su única función en la vida era satisfacer sexualmente a sus parejas y ofrecerles descendencia. Con eso estás negando todos los derechos por los que las mujeres han luchado durante siglos.

Los ojos de Evelin aparentaron cobrar algo de vida.

—Y dime, entonces ¿para qué sirve una mujer como yo? —preguntó con amargura—. ¿Para qué?

Era una pregunta de difícil respuesta, y más sabiendo que quien la formulaba era una asesina, pero en el fondo Jessica supo que contestaba con la verdad:

—Para empezar, eres Evelin. Eres única. Y vales mucho por ser quien eres. A partir de ahí, tienes infinidad de opciones para dar sentido a tu vida y a la de los demás. Tu problema es que hace seis años cerraste los ojos a esas opciones, porque te has obsesionado con tu bebé. Es lo único que te importa. Pero eso no significa que no haya nada más.

Evelin torció el gesto.

—Menuda tontería —masculló—. Es la misma cantinela de mi psicólogo, feliz padre, por cierto, de tres niños preciosos. Y tú también serás madre. Qué fácil es para vosotros explicar a la pobre Evelin que el futuro debe encararse positivamente, ¿eh? ¿Habéis pensado qué pasaría si fuerais vosotros los que no tuvierais hijos? ¿Os resultaría igual de fácil?

—No podemos saberlo —repuso Jessica, observando con horror que el velo de la locura volvía a la mirada de Evelin, y que su antigua amiga se alejaba una vez más. «Maldición», se dijo.

—Al final Tim regresó a nuestra habitación. —Por algún motivo, volvía a recordar aquella fatídica tarde de abril—. Yo estaba en la cama intentando leer un libro para no pensar en lo sucedido. Él se sentó al escritorio y se puso a trabajar en su «doctorado», como él decía. Fue entonces cuando apareció Leon, ambos se marcharon y yo leí parte de sus papeles. Ya te lo dije antes. Después volvió. Su cara tenía una expresión que yo conocía muy bien: tenía ganas de ensañarse conmigo. No pararía hasta destrozarme, hasta acabar conmigo. Estaba segura. Empezó a pasearse por la habitación como una fiera enjaulada, se desvistió y lanzó su ropa a un rincón. Fue al lavabo, se lavó los dientes, lo mojó todo con agua y se cargó el vaso del cepillo. Empezaba a perder el dominio, presa de la agresividad. Yo sabía que no me esperaba nada bueno, que iba a hacerme daño. Al final volvió al dormitorio, se sentó en un sillón, me miró con frialdad y dijo: «Qué suerte tiene Alexander. Va a volver a ser padre. Tiene suerte con las mujeres que escoge. ¿Sabes?, me siento cada vez más triste y agobiado ante la imposibilidad de tener hijos sólo porque tú no eres capaz de traerlos al mundo».

»Me quedé paralizada. Jamás había llegado tan lejos. Solía decirme que no era suficientemente buena, que no valía para nada, que era más fea y menos femenina que el resto de las mujeres… Pero el tema del bebé no había vuelto a tocarlo; era como un tabú y jamás lo utilizó como arma arrojadiza… No podía respirar, ni contestarle, ni hablar. Supe que estaba a punto de morirme. Tim se sacó las sandalias y añadió, sin mirarme a la cara: “No sé, quizá me busque a otra sólo para procrear. Una mujer que sea capaz de darme un hijo. Seguro que más de una estaría dispuesta a ofrecerse gustosamente. Luego el niño viviría con nosotros.” Lo dijo con el mismo tono con que uno anuncia que va al supermercado o a cortar el césped. Con indiferencia, como quien no quiere la cosa. Pero en realidad sabía perfectamente el dolor que estaba provocándome.

—Pues claro que lo sabía —asintió Jessica—; por eso lo hacía. Sólo para machacarte. El niño le importaba un comino, y no creo que un ególatra narcisista como él fuera capaz de criar a un hijo. Evelin, no debiste tomarlo tan en serio. Habló del niño como podía haber hablado de cualquier cosa. De lo que fuera. Ya lo dice en sus horribles papeles: sólo pretendía torturarte. Para eso se casó contigo.

—No dormí en toda la noche —prosiguió Evelin—; tenía taquicardia y en una ocasión tuve que ir al lavabo a vomitar. Tim dormía a mi lado y roncaba plácidamente. A la mañana siguiente me sentía como afiebrada. Tiritaba de frío pero por dentro estaba ardiendo. Entonces cogí los papeles con la intención de que los leyerais y abrierais los ojos. Los escondí en el sumidero, ya sabes, y rogué que Tim no se enfureciera demasiado. No obstante, como recordarás, se puso hecho un energúmeno. Así pues, no tardé en comprender que tendría que pagar amargamente por mi impulsivo acto, aunque en principio él jamás habría sospechado de mí. Fui al bosquecillo y busqué un lugar desde el que vigilar la casa, para controlar si Tim aparecía hecho una fiera y así tener tiempo de escapar.

Jessica la observaba atentamente, dispuesta a intervenir en cuanto viese cualquier cosa extraña en su expresión.

—Entonces apareció Bowen —dijo Evelin, y esbozó una sonrisa que en realidad fue un gesto de locura—, y él me mostró el camino.

—¿Que él te mostró el camino? —repitió Jessica, ansiosa, y se preguntó qué hacer para ponerse a salvo.

Evelin estaba a punto de perder por completo los estribos, y ya no iba a poder calmarla sólo hablando. ¿A partir de qué momento empezaría a ver en ella a una enemiga? ¿Cuándo la consideraría tan terrible como al resto? Estaban apenas a dos metros de distancia, separadas sólo por el banco, con el que desde luego no podría protegerse, y si echaba a correr tendría que meterse en el bosque, un lugar en el que no había una casa ni una granja en varias millas a la redonda. Y en caso de que optara por echar a correr, tampoco estaba segura de cuánto aguantaría, ni de si sería más rápida que Evelin. Ella estaba embarazada y agotada, mientras que Evelin no parecía nada cansada, y desde luego no estaba embarazada. Pero sí gorda. Y era una pésima deportista. Y no estaba acostumbrada a correr. No obstante, la movía el resorte de la locura, que podría darle una fuerza insospechada. Además, tenía un cuchillo.

«Santo Dios —pensó mientras las lágrimas pugnaban por aflorar a sus ojos—. ¡Dios, ayúdame! Ayúdanos a mí y a mi hijo. Permite que logre calmarla. Si recupera una pizca de cordura podré hablar con ella. Pero ¿qué puedo decirle? ¿Qué puedo hacer para recuperarla?»

Casi sin darse cuenta, retrocedió un paso. Evelin no se movió. La sonrisa se le había congelado en el rostro. Estaba como en trance.

—Tim siguió buscando sus documentos —dijo—, enloquecido de rabia. Cruzó el jardín y me llamó. Sentí miedo, verdadero pavor. Empecé a sudar y temblar. Creo que Bowen se dio cuenta. Me puso la mano en el brazo y me miró de un modo muy extraño, con cierta compasión y simpatía. Era más de lo que cualquiera de vosotros me dio en la infinidad de años que compartimos. Y entonces me dijo: «No permita que le hable en ese tono. Nadie tiene derecho a tratarla así, y menos aún su marido». Fueron unas palabras sencillas, mucho más claras y comprensibles que las del doctor Wilbert. Entonces fue como si alguien accionara un interruptor en mi interior, y se hizo la luz, y comprendí lo que tenía que hacer. No se lo permitiría. Tim no volvería a tratarme así nunca más.

—Lo mataste —dijo Jessica, y retrocedió otro paso.

Evelin asintió. En su sonrisa apareció algo de amor propio y un asomo de orgullo.

—Me acerqué y le pregunté qué pasaba. Él me dijo que debería ayudarlo a encontrar sus papeles en lugar de estar tomando el sol como una foca perezosa. Entramos en la casa. Al llegar al vestíbulo recordó que aún no había buscado en la cocina. Yo le dije: «¿Y para qué ibas a querer llevar tus papeles a la cocina?». Y él me gritó: «Ahora buscaremos por toda la cocina, y después pondremos la casa patas arriba, si es necesario, ¿me oyes? No pararemos hasta encontrar mis documentos».

»Así que fuimos a la cocina y él empezó a abrir cajones y armarios y a mirar por todas partes, y yo simulé que lo ayudaba. Entonces vi el cuchillo sobre el fregadero, y casi al mismo tiempo vi que Tim se ponía de rodillas para rebuscar en uno de los cajones de abajo. Cogí el cuchillo y me acerqué a su espalda. Sin mirarme siquiera, él gritó: “¡Joder, apártate, que me quitas luz!” Pero en lugar de apartarme me incliné y le corté el cuello. Él no hizo ningún ruido, sólo cayó pesadamente de bruces y se quedó ahí tendido.

—Y después mataste a todo aquel que se cruzó en tu camino…

Evelin arrugó el entrecejo y aparentó hacer un gran esfuerzo por recordar.

—No estoy segura. A partir de ahí todo es borroso… Sí, veo a Patricia. Está inclinada sobre el abrevadero de la entrada, ¿verdad? La maté y luego me dirigí al parque. Había alguien sentado en un banco. Un hombre. Lo vi por detrás. No me oyó acercarme, estaba sumido en sus pensamientos…

—Alexander —susurró Jessica. Empezaron a zumbarle los oídos y se le secó la boca—. Por favor, no sigas…

No estaba claro si Evelin aún podía oírla o no.

—Lo maté. Fue tan fácil… Fue muy fácil matarlos a todos, ¿sabes? No me costó nada, ningún esfuerzo. Se morían, sencillamente. Y de pronto me pregunté por qué había tardado tanto en hacerlo, por qué había esperado tantos años, por qué había dejado que me maltrataran tanto, con lo fácil que era eliminarlos. —Meneó la cabeza, como si no pudiera creer cuán sencillo le había resultado—. De verdad que fue muy fácil…

—¿Y por qué Diane? —preguntó Jessica sin aliento—. ¿Y Sophie? ¿Por qué las niñas?

Evelin puso de nuevo aquella expresión pensativa.

—Siempre se reían de mí. Siempre. Cuchicheaban cuando yo me acercaba. Me observaban todo el día. Para ellas no era más que una gorda tonta de la que reírse. Tenían que pagar por ello. Está bien que hayan muerto. —Miró a Jessica a los ojos.

«Ahora caerá en la cuenta de que yo también soy uno de ellos», pensó ella.

—Evelin, escucha —le dijo—, te equivocaste al interpretar las palabras de Phillip. Él no quiso decirte que mataras a tu marido y a sus amigos. Lo que intentó decirte fue que hablaras con Tim, que le gritaras si era necesario, que no le dejaras tratarte así, que te divorciaras de él, que lo denunciaras por sus malos tratos y le exigieras una compensación económica que lo arruinase… Que te plantaras delante de él y sus amigos, a los que ya no tendrías que llamar amigos, y les echaras todo en cara, que les dijeras que habían fracasado como seres humanos. Pero no tenías que destrozarte la vida matándolos porque no habían sido justos contigo, cuando ni siquiera les habías hablado del infierno en que vivías. Ahora están muertos y ninguno ha llegado a pagar por su cobardía y su silencio culpable. ¿De verdad te sientes mejor? ¿Crees que ha valido la pena?

—Claro que han pagado —respondió Evelin con voz aguda—. Han pagado con su vida el destrozo que hicieron en la mía. Era lo justo.

—Pero tu vida no está destrozada. Aún eres joven. Seguro que hay cientos de hombres que podrían hacerte feliz. ¿Por qué no te limitaste a darle la patada a Tim y buscar otros caminos?

—No me habría bastado —respondió Evelin. Hizo una pausa y luego añadió con agresividad—. ¡Y deja ya de decirme lo que debo hacer y lo que no! Tú no eres mejor que ellos. Te has burlado y te has reído de mí. Te has negado a ayudarme. Me has dejado en la estacada, igual que los demás. Te las das de consejera y de amiga, pero en el fondo te importo una mierda.

—Cogí un avión en cuanto me llamaste. Estoy aquí contigo, cuando podría estar tranquilamente en mi casa. Aplacé la reapertura de mi consulta sin avisar, pese a que la había anunciado, y a estas alturas mis clientes estarán tan contrariados qué habrán ido a otro veterinario. ¿Crees que habría hecho todo eso si no me importaras?

Evelin no respondió y Jessica comprendió que ya no la escuchaba.

—Sólo piensas en tu hijo, en tu maldito bebé —masculló Evelin con odio—. ¡Y te crees mejor que yo porque en tu barriga está creciendo una vida mientras que en la mía no hay más que muerte!

—No digas tonterías. —Entonces vio que la mirada de su antigua amiga se teñía de una locura absoluta.

Evelin dio dos pasos rápidos hacia ella, cuchillo en mano.

—¡Ha llegado tu turno! —gritó—. ¡El tuyo y el de tu maldito bebé!

Con una rapidez sorprendente, Jessica logró hacerse a un lado y esquivar a Evelin, que acuchilló el aire. Se colocó detrás del banco y pensó hacia dónde correr. Lo decidió en una fracción de segundo: ni hacia el bosque ni hacia el pueblo, porque en ambos casos la locura de Evelin habría podido con ella, sino hacia la casa.

Y así lo hizo, desconcertando a Evelin, que no supo reaccionar a tiempo. Se precipitó en el vestíbulo, cerró de golpe la gruesa puerta de madera y echó los pestillos. Luego cruzó el pasillo a toda prisa y subió los escalones de dos en dos.