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Se encontraba en el mismo lugar en que había estado con Evelin hacía poco más de un mes. Desde allí había echado un último vistazo a la casa. Todo seguía tal como lo recordaba; nada había cambiado. La única diferencia era que la hierba del jardín había crecido y lo había convertido en algo más exuberante. Estaba claro que Steve, el jardinero, no sabía si tenía que seguir ocupándose de Stanbury. Claro que después de lo ocurrido quizá no tuviera ganas de volver a pisar esos terrenos…

Por lo demás todo seguía igual. ¿Qué podría haber cambiado? Sin embargo, tras una tragedia así, la casa tendría que reflejar de algún modo su desgracia. «Tonterías», se dijo. Stanbury House descansaba apaciblemente bajo el sol de la mañana, lleno de paz y armonía. Él conocía cada chimenea, cada ventana, cada pequeña grieta de la balaustrada, y nada había cambiado.

Pero todo había cambiado.

Observó la casa con una profunda desesperación; con el dolor del amante frustrado, del hombre obsesionado que sabe que sólo sobrevivirá si abandona a su amada, al objeto de su amor imposible. Había ido a Stanbury para despedirse de ella, y era una despedida muy dolorosa. Pues, más allá de lo que estaba a punto de perder para siempre, no le quedaba más que el vacío; un absoluto sinsentido. No tenía ni la menor idea de cómo lograría vivir con eso.

La mañana era tan bonita como sólo puede serlo una mañana de mayo, clara y fresca y con la promesa de un día soleado y maravillosamente cálido. La hierba aún estaba húmeda y las hojas de los árboles brillaban con el rocío, pero el aire era suave y el cielo estaba completamente azul.

Pensó que ahora alguien tendría que salir a la terraza y preparar una mesa para el desayuno, y que a su alrededor tendría que reunirse una familia, animada y numerosa, y también habría algunos perros correteando.

Jamás había deseado nada con tanta ahínco: quería que la casa y el jardín se llenaran de rostros y de voces, pero sabía que aquello nunca iba a pasar. Jamás llegaría a ver aquella escena. Aunque al final lograra hacerse con Stanbury, o al menos con el derecho a pasar alguna que otra temporada allí, jamás sería capaz de formar una familia y sentarse a desayunar en la terraza con su mujer y sus hijos. Él no servía para eso. No sabría hacerlo, por mucho que quisiera.

Y tampoco lograría estar más cerca de su padre. Porque estaba muerto. Ya no podría hablar con él. Las paredes de aquella casa no le transmitirían sus palabras.

De pronto lo vio todo claro. Se vio a sí mismo como un hombre cada vez mayor, perdido y solo en aquella casa, a la búsqueda de un fantasma, mientras su propia vida iba escapándosele de las manos, imperturbable e inexorable.

¿Qué le había deparado ya esa inútil búsqueda del fantasma? ¿Adónde lo había conducido? ¿Qué le había inducido a hacer?

Estaba muy cansado. Hambriento, angustiado, acorralado. De pronto comprendió lo engañosa que había sido la idea de luchar por Kevin McGowan para dar sentido a su vida. Y, una vez descubierto el error, le quedó un inmenso agujero negro allí donde antes había forjado su lucha. Un precipicio que le aterrorizaba mirar, pero al que tenía que asomarse y por el que iba a descender. Un precipicio que era su vida. Su desastrosa, chapucera y desperdiciada vida. Pero, aun así, la única que tenía.

Por su trabajo, muchas veces pensaba en las escenas de una obra de teatro o una película, siempre ordenadas según su función en el drama, y en aquel momento tuvo la sensación de que, siguiendo las indicaciones del director, tenía que dar una calada al cigarrillo, dejarlo caer y aplastarlo con el zapato. Después debía lanzar una última mirada a la casa, darse la vuelta y partir.

El problema es que ni siquiera tenía un cigarrillo. De hecho no tenía ya absolutamente nada, y por supuesto no había ningún director para indicarle lo que debía hacer a continuación.

Quizá lo único que le quedara fuera una débil voz interior, que le recomendaba entregarse a la policía, no porque fuera lo mejor sino porque era lo único que podía hacer. Porque no tenía más opción. Porque hacía tiempo que lo sabía e incluso lo había aceptado, y en el fondo ése era el motivo por el que se encontraba allí. Era una despedida definitiva.

No pudo evitar sonreír al imaginarse yendo al pueblo, entrando en la tienda de la hermana de la señora Collins, mirando a aquella vieja cotilla a los ojos y diciéndole que hiciera el favor de llamar a la policía.

Lo haría. Pero aún no. Después.

Cruzó el jardín lentamente, sin prisas, y se sentó en un banco que había a un lado de la casa.

Quería disfrutar unos segundos más de la ilusión de tener alguna posibilidad.