8

Jessica pasó una mala noche. Durmió poco y a las siete de la mañana ya no podía más. Se levantó, se duchó, se vistió y miró por la ventana. Parecía que iba a hacer un día precioso. Se preguntó si despertar a Evelin para dar un paseo juntas, pero de pronto se le hizo un mundo tener que compartir con una mujer como aquélla las primeras horas de la mañana. No sabía cuánto tiempo aguantaría con Evelin en Stanbury. La tarde anterior había sido agotadora. Habían estado en el salón del vestíbulo y ella le contó de Leon, de su piso nuevo y de su nuevo trabajo. Lo que no le contó, por supuesto, fue su inopinada declaración de amor. En cualquier caso, le pareció que Evelin la escuchaba con la mínima atención. Una o dos veces le había preguntado por los interrogatorios y el tiempo pasado en la cárcel, pero Evelin le respondía sólo con silencio. Así pues, acabaron hablando del tiempo y de la comida inglesa y de la pesada de Prudence, aunque eso lo hicieron en voz baja porque la chica intentaba no perderse palabra desde el mostrador.

Cuando salió al pasillo pasó por delante de la habitación de Evelin y se detuvo para escuchar, pero no oyó ningún ruido en el interior. Aliviada, bajó la escalera para ir al comedor.

En el vestíbulo no había nadie. Pero es que después de lo ocurrido apenas había huéspedes en el hotel. Sólo estaban Evelin, ella y un anciano que llevaba botas de excursionista y una horrenda camisa a cuadros rojos y blancos. Pero a esas horas también él dormía.

Al cabo de unos segundos apareció Prudence con expresión soñolienta. Le sirvió un café cargado cuyo aroma despejó inmediatamente a Jessica.

—¿Qué quiere desayunar? —preguntó la chica, disimulando un bostezo.

Pidió tostadas con huevos revueltos y Prudence se fue a la cocina arrastrando los pies. Jessica bebió su café a pequeños sorbos, se calentó los dedos con la taza de cerámica y se preguntó qué podría hacer durante el día. Desde luego dar un bonito y largo paseo. La pregunta era si se atrevería a ir hasta Stanbury House. Le parecía muy extraño estar de nuevo en aquel lugar que le era tan familiar y ni siquiera pasar un rato en la casa que, pese al horror vivido, había sido en parte su hogar.

«Lo decidiré sobre la marcha —se dijo—. Será algo espontáneo».

Se tomó los huevos revueltos, que estaban más bien crudos y les faltaba sal, y, una vez más, pese a la hora que era, intentó localizar a Leon con su móvil. Tampoco esta vez contestó. Tuvo que hacer un esfuerzo para sacudirse la preocupación que empezaba a embargarla.

Iba por su segunda taza de café cuando Gloria Mallory apareció en el comedor. Parecía estar buscando a alguien y al ver a Jessica se acercó a ella con expresión de alivio.

—La recepción está vacía —dijo, a modo de saludo—, así que decidí ver si estaba usted desayunando. Qué suerte la mía, ¿eh? ¡Con lo temprano que es!

—Siéntese, por favor —le ofreció Jessica—. ¿Quiere una taza de café?

Gloria rehusó con la cabeza, pero se sentó.

—No, gracias, no puedo quedarme mucho rato. Mi marido…

—¿Se ocupa usted sola de él?

—Mi hijo y mi hija me ayudan, pero ambos tienen mucho trabajo con la granja, y al final suelo tener que arreglármelas sola. Es muy difícil… Él ya casi no puede hacer nada solo, y está totalmente ido. No podemos explicarle nada. Es todo muy… muy difícil.

Jessica la miró con simpatía y se quedó a la espera de lo que quisiera decirle, aunque ya se lo imaginaba.

Gloria Mallory bajó la cabeza y dijo:

—Mi hijo no sabe que he venido. Cuando se entere se enfadará conmigo, pero no me habría quedado tranquila si…

—¿Ricarda está con ustedes?

Gloria asintió.

—Llegó ayer, apenas unas horas antes que usted. Estaba agotada, casi no le quedaban fuerzas. Tuvo que coger un montón de trenes y buses y al final incluso caminar un buen trecho. Nada más llegar se durmió como un bebé.

Jessica alargó la mano por encima de la mesa y apretó brevemente la de la otra mujer.

—Gracias, señora Mallory, muchas gracias por decírmelo.

—Puedo imaginarme la angustia que habrán pasado usted y la madre de esa chica atolondrada. Yo también tengo hijos. Me pasé toda la noche sin pegar ojo y hoy me levanté convencida de que tenía que informarle que Ricarda está bien.

—¿Puedo hablar con ella?

Gloria vaciló.

—No pretendo llevármela en contra de su voluntad —se apresuró a añadir Jessica—. De hecho no pretendo obligarla a nada. Sólo quiero decirle que tiene un montón de puertas abiertas y que debería tomarse un tiempo para decidir cuál quiere cruzar.

—Creo que la chiquilla está muy enamorada de mi hijo, y estoy segura de que él siente lo mismo por ella.

—Esto es lo mejor que podría pasarle en su actual situación. ¿A usted le molestaría que ella se quedase una temporada en su casa?

—Bueno, no la conozco de nada, pero yo diría que hace feliz a mi hijo, así que no me importa.

Jessica se levantó.

—Voy a ponerme otros zapatos e iré con usted a la granja.

—Pero…

—Se lo ruego.

—De acuerdo —se rindió Gloria.

Se puso las zapatillas de deporte y un jersey por los hombros, pues la mañana estaba aún muy fría. Cogió el bolso y metió el móvil para que Evelin pudiera localizarla si la necesitaba para algo. Luego escribió una notita para Evelin y la pasó por debajo de su puerta. «He vuelto a la granja por Ricarda. Volveré al mediodía».

Gloria Mallory tenía un jeep destartalado que habría sorprendido menos en un desguace que en una carretera.

—¿No prefiere ir en su coche? —preguntó a Jessica—. ¿Qué hará a la vuelta?

—Volveré caminando. De todos modos ya tenía pensado dar un paseo.

El cielo se había tornado de un azul casi cristalino, y el aire tenía un tacto de seda lisa y fresca.

—Hace un día maravilloso —comentó Jessica.

Gloria asintió.

—Oh, sí. Aquí en Yorkshire solemos tener muy mal tiempo, pero de vez en cuando nos bendice un día como éste, y entonces parece que todo se compensa. —Miró a Jessica de reojo—. ¿Para cuándo espera?

«Qué observadora», pensó ella.

—Para octubre —respondió.

—Ha de ser muy difícil para usted, ¿no? Quiero decir, con todo eso… con lo de Stanbury House…

—Sí, creo que aún no lo he asimilado del todo —dijo Jessica—. A veces tengo la sensación de que nunca llegaré a asimilar la brutalidad con que cambió mi vida aquel día, y a veces, en cambio, tengo miedo de derrumbarme cuando menos me lo espere y que entonces comience mi verdadera pesadilla.

—Tiene que ser fuerte por su bebé.

—Lo sé. —¿Qué pasará con la casa? Jessica se encogió de hombros.

—No es mía. El hombre que la ha heredado perdió a toda su familia en el… en la tragedia, y de momento tiene bastante con esforzarse en retomar su vida. —Volvió a tener un mal presentimiento respecto a Leon y al hecho de que no contestara el teléfono. En las últimas semanas había tenido alguna que otra fase de euforia, pero muchas en las que se hundía del todo y recurría al alcohol. Estaba preocupada por él—. En fin, seguro que algún día decidirá lo que quiere hacer con la casa —añadió.

No hablaron más hasta llegar a la granja. Justo en el momento en que giraron para entrar en el patio, Keith estaba saliendo del granero. Y cuando vio quién acompañaba a su madre se quedó de una pieza.

Jessica bajó y se dirigió directamente hacia él.

—Keith —le dijo—, ya sé que está aquí. Sólo quiero hablar con ella. No te enfades con tu madre. Nadie hará nada que perjudique a Ricarda, pero no era justo dejar que siguiéramos muertas de preocupación por ella.

—Ella se quedará aquí —sentenció Keith, el nuevo hombre de la casa.

—Descuida, no me la llevaré —sonrió Jessica.

Se miraron a los ojos. Por fin el chico asintió y dijo:

—Está en la cocina.

—Gracias —dijo Jessica.

Gloria Mallory había desaparecido. Jessica avanzó por un estrecho pasillo y abrió una puerta hecha con tablones. Dos peldaños de piedra bajaban hasta la cocina, que era una estancia cómoda y agradable, con una enorme mesa de madera en el centro y varios ramos de flores en las ventanas de marcos blanco. Ricarda estaba frente a una enorme estufa sirviéndose café en un tazón. No pareció sorprendida de ver a su madrastra.

—Sabía que no te rendirías fácilmente —dijo—. Ya sé que estuviste aquí ayer. ¿Has venido a Inglaterra sólo por mi culpa?

—Lo habría hecho, sin duda; pero la verdad es que estoy aquí por Evelin. La han soltado y necesita apoyo moral.

—Vaya, ¿así que no fue ella?

—No. Eso ha quedado claro. Ahora el principal sospechoso es Phillip Bowen. Su coartada era falsa y están buscándolo.

—Phillip Bowen —repitió Ricarda pausadamente. Parecía lenta de reflejos, falta de emociones, como si estuviera en trance—. Sí, solía deambular por los alrededores de la casa, ¿verdad? ¿Te dije que lo vi la noche antes de que sucediera todo? Cuando me escapé para irme con Keith lo encontré en la verja de la entrada.

—¿Cómo? ¿En plena noche? —Jessica se quedó perpleja—. Vaya, no, no lo habías dicho. ¿Y qué estaba haciendo ahí?

Ricarda se encogió de hombros.

—Me dijo que estaba pensando.

—¿Se lo contaste a la policía?

—No; acabo de acordarme.

—Pues deberías…

Ricarda resopló con impaciencia.

—Es que me da igual. Todo me da igual. Ahora tengo otra vida.

—¿Con Keith?

—Sí, con Keith. Queremos estar juntos.

—Comprendo que en estos momento te parezca la solución perfecta a tus problemas, pero no olvides que eres muy joven, acabas de vivir una experiencia extrema y ni siquiera has acabado la escuela. Si te quedas aquí pasarás a depender totalmente de él y…

—Perdona —la interrumpió Ricarda—, pero resulta que no me apetece que me des una conferencia. Yo tengo mi vida y tú la tuya. Mi padre era nuestro único punto en común, y ahora está muerto. Así que no tenemos por qué tratarnos ni dirigirnos la palabra.

Jessica observó el rostro pálido y alargado de la joven, sus ojos llenos de odio, y por alguna razón sintió un súbito e intenso cariño hacia ella. Hacia esa chiquilla testaruda y rebelde que había sido parte de Alexander y que no dejaba de complicarle la vida, y complicársela a sí misma, seguramente incapaz de encontrar una salida para el caos emocional en que estaba inmersa. Le habría encantado darle un abrazo, pero ella la habría rechazado con dureza, así que se limitó a decir:

—No tienes que enfrentarte a mí. No pienso sacarte de aquí ni obligarte a hacer nada que no quieras. Sólo deseo que sepas que puedes contar conmigo para lo que sea. Y con tu madre, por supuesto. Y también me gustaría darte un consejo (piénsalo un poco aunque venga de tu odiada madrastra): no pongas toda tu vida en manos de Keith; no dependas sólo de él. Interrumpe tus estudios y haz lo que quieras durante un año, quédate aquí con él, descubre cómo es vivir en una granja de Yorkshire, pero concédete la oportunidad de acabar tus estudios más adelante y de tener un trabajo propio. Luego cásate con Keith si quieres, forma una familia, pero no dejes de ser independiente. Algún día comprenderás qué importante es.

—¿Has acabado? —preguntó Ricarda.

Jessica suspiró.

—Sí. —Hizo un gesto de impotencia con las manos y añadió—: Creo que es todo lo que quería decirte.

Ricarda no abrió la boca. Jessica esperó unos segundos, pero la chica no dijo nada, así que supuso que lo único que quería era que su madrastra se largase y dejara de meterse en sus asuntos.

—Que te vaya bien —dijo.

Pero no obtuvo respuesta. Se dio la vuelta y se marchó. Cruzó deprisa el estrecho pasillo y respiró hondo cuando salió al aire libre. La indiferencia de Ricarda había sido tan grotesca que se había quedado helada. Intentó dejar de tiritar y librarse de aquella angustia indefinida, pero no lo consiguió.

«Me sentiré mejor en cuanto camine un poco», se dijo.

No vio a Keith ni a su madre, y ni siquiera intentó encontrarlos para despedirse. Llamó al despacho de Elena pero le dijeron que estaba reunida, así que pidió que le dieran el recado y le devolviera la llamada en cuanto pudiera. Parpadeó a la luz del sol. Estaba cansada y algo deprimida, y se reafirmó en que sólo caminando se liberaría de la desagradable sensación de derrota que la embargaba. Echó un vistazo al reloj y descubrió que aún no eran las nueve. A Evelin le había dicho que estaría de regreso a mediodía.

Tenía tiempo de sobra.

Se puso las gafas de sol y echó a andar.