12
Evelin bajó la escalera. No se oía ni un alma, aunque en realidad no era tan tarde, sólo poco más de las diez.
Lunes de Pascua. El día anterior, domingo de Pascua, habían pasado un buen rato buscando huevos de chocolate por el jardín, aunque la mayoría los había encontrado Barney y había intentado comérselos destrozando el papel de plata. Después habían comido juntos en la terraza, por la tarde habían tomado café y pasteles y por la noche habían bebido champán. Había sido un día muy agradable. Todos se esforzaron por que lo fuera, y la verdad es que el ambiente fue distendido y agradable. Y así continuó hasta el lunes. Tim se había pasado casi todo el día sentado a su ordenador, y Patricia había alquilado unos caballos para ella y sus hijas y se habían ido a dar una vuelta. Ella misma, Evelin, había estado leyendo largo rato, bajando de vez en cuando a la cocina a tomarse algún huevo de chocolate.
Pero al llegar la tarde… bueno, su intuición le decía que algo extraño estaba pasando. Todo empezó cuando Leon, inopinadamente, invitó a Patricia a cenar en un restaurante, ellos solos, cosa que no hacían nunca. Ni siquiera se llevaron a las niñas, lo cual resultaba aún más extraño. Al principio, Patricia había rehusado —lo sabía porque en aquel momento estaban todos presentes—, pero Leon insistió con un tono tan sorprendentemente autoritario que ella no pudo más que mirarlo con desconcierto y aceptar la invitación.
Ricarda no se había presentado a cenar, aunque eso ya no era una novedad, y Alexander había permanecido en silencio, con cara de preocupación, sin levantar la vista del plato pero sin probar apenas la comida. Todo había transcurrido en medio de un gran silencio. Sin la protección de sus padres, hasta Diane y Sophie habían dejado de reírse. Tim estaba de mal humor —quizá había trabajado demasiado—, y Jessica, sumida en sus pensamientos. El único que parecía feliz era el pequeño Barney. Tumbado sobre la alfombra, dormía profundamente y lanzaba suaves y profundos suspiros.
Hacia las nueve y media, Evelin acostó a las niñas, tal como había prometido a Patricia. Disfrutó viéndolas jugar con sus pijamas de lana multicolor, cepillarse sus largas melenas rubias, cuchichear y reírse juntas. Después fue a echar un vistazo a la habitación de Ricarda, que seguía vacía. Todavía no había vuelto de su misteriosa excursión. Aquello no la obsesionaba tanto como a Patricia, ni mucho menos, pero empezaba a estar de acuerdo en que el comportamiento de la chica ya pasaba de castaño oscuro. Además, era evidente que Alexander estaba muy preocupado. ¿Por qué le hacía eso a su padre?
Salió a dar un paseo por el jardín y se dijo que la esperaba una noche complicada. Sus depresiones —o como quiera que las llamaran los psicólogos— no solían atacarla de repente, sino que iban cercándola lenta e irremisiblemente. Sin embargo, ahora había varios componentes que las favorecían: un ambiente enrarecido, un temporal meteorológico en ciernes, alteraciones en el orden de las cosas… Sobre todo eso: alteraciones en el orden de las cosas. Dichas alteraciones podían hacer temblar los cimientos de su salud mental. Las cosas se desbarajustaban y ella tenía la sensación de encontrarse en medio de un temporal.
El doctor Wilbert, su psicólogo, siempre le aconsejaba que en esos momentos se concentrase en buscar las causas de su depresión. «Debe racionalizar la situación —le decía—. Eso la ayudará. Lo peor es que sus sentimientos, y sobre todo su dolor, se precipiten sobre usted y la ataquen con toda libertad. Intente enfrentarse a ellos con objetividad y lógica. Le servirá para controlar al menos la peor parte».
Ella se esforzaba por seguir esos consejos, pero sabía que en esta ocasión no iba a tener demasiado éxito. Al cabo de un rato estaba tan helada que supo que se resfriaría si no volvía pronto a casa. Había oscurecido y el frío lo invadía todo, y por primera vez desde que llegaron a Stanbury no se veía ni una sola estrella. El cielo estaba muy negro y el gélido aire olía a lluvia.
Una vez en casa, subió la escalera y se detuvo al llegar a la puerta de su habitación. Seguro que Tim seguía trabajando, y seguro que, salvo algún que otro gruñido distraído, ni siquiera le dirigiría la palabra.
Aguzó el oído para ver si oía a los demás, pero no le llegó el más mínimo sonido. Supuso que Jessica y Alexander se habrían retirado a su habitación. Leon y Patricia todavía no habían regresado, y evidentemente Ricarda tampoco. Así que volvió a bajar la escalera con rapidez y cuidando de no hacer ningún ruido —cosa que, teniendo en cuenta sus casi noventa kilos, no era precisamente sencilla—. Entró en la cocina, encendió la luz, cerró la puerta tras de sí y se apoyó contra la hoja respirando con dificultad.
La cocina se había convertido en su santuario. Un lugar de retiro donde se sentía segura y protegida. Aquello debía de tener relación con su infancia, pues de niña había vivido en una casa antigua y llena de rincones, con una cocina enorme y maravillosa. Una cocina con suelo de piedra y unos azulejos de porcelana de bordes azules sobre el horno y el fregadero, y antiguos jarrones de cobre en un estante de madera. Pasaba mucho tiempo en aquella cocina… De pronto recordó que ese dato había interesado mucho al doctor Wilbert.
—¿Por qué pasaba tanto tiempo en la cocina? ¿Qué era lo que atraía a la pequeña Evelin hacia aquel lugar? —le había preguntado el psicólogo en su día.
Le pareció oírse a sí misma riendo de puros nervios al contestar:
—No es lo que usted piensa, doctor Wilbert. No era la comida. Ya sé que a estas alturas cuesta creerlo, pero de pequeña yo era un palillo. A mis padres les costaba una barbaridad hacerme comer.
El doctor no se rió con ella.
—Pues si no era la comida, ¿qué era?
Ella reflexionó un momento.
—Que era un lugar agradable, supongo. Era grande y cálida. Y olía bien. Tenía una puerta con cuatro escalones que daban al jardín, que estaba bastante abandonado y hasta los escalones estaban cubiertos de hierbas y helechos; además, en verano quedaban a la sombra de los jazmines en flor.
Tal como desentrañaron al cabo de varias sesiones, resultó que la puerta y los escalones habían sido el elemento determinante de su atracción por la cocina, pero ella tuvo que pasar por un verdadero valle de lágrimas antes de que el doctor Wilbert lo descubriera, y la verdad es que ahora no quería recordar todo aquello. En realidad nunca quería recordar todo aquello, por mucho que el doctor le dijera que no era bueno reprimir sus sentimientos.
Estaba claro que no sabía de qué hablaba.
Sea como fuere, y pese a que no tenía una puerta con cuatro escalones que dieran al jardín, la cocina de Stanbury House le recordaba mucho a la de su infancia —era igual de antigua y poco práctica—, y en ella siempre lograba sentirse bien. En Múnich, en su moderno piso de diseño, tenían una cocina integrada en el salón, con una barra americana en la que podían comer perfectamente, y todo era funcional y elegante en extremo. Pero a ella no le gustaba. No le parecía nada acogedora.
Empezó a caminar de un lado a otro, a ordenar un poco aquí y otro allá. Quitó las migas de la mesa, lavó una cuchara que había quedado en el fregadero, puso rectos los trapos de cocina que estaban colgados, y durante todo el rato supo que todo aquel trajín no era más que una maniobra de diversión. Se trataba de tranquilizar su mala conciencia. Le habría avergonzado ir directamente a la nevera. Tenía que lograr que abrirla pareciera un movimiento casual.
Porque eso era lo que más había cambiado desde su infancia.
Ahora se trataba básicamente de comer. Aquella tarde, Jessica había cocinado una deliciosa lasaña de verduras con queso y crema de leche, y, como no había contado con que Patricia y Leon cenarían fuera, había sobrado gran parte. Evelin, que en la mesa había logrado contenerse, se había obsesionado con los restos de aquella cena. Aunque intentó engañarse a sí misma, supo en todo momento que acabaría pasando por la cocina para tomar una segunda ración.
Abrió la puerta de la nevera.
Ahí estaba la lasaña, cubierta con un plato puesto boca abajo. La sacó, cogió una cuchara, se sentó a la mesa y empezó a comer.
Estaba fría pero no le importó. Jamás se calentaba la comida que tomaba fuera de horas. Ni siquiera perdía el tiempo cogiendo un plato limpio o algo para beber. Muchas veces se limitaba a coger las rebanadas de pan sobrantes del almuerzo, masticarlas frente a la puerta abierta de la nevera, meter un dedo en la tarrina de queso fresco y llevárselo a la boca entre mordisco y mordisco de pan. A menudo pescaba también algún pepinillo o una loncha de jamón, y lo devoraba todo con avidez. En su caso la felicidad no pasaba por ponerse guapa o disfrutar de algún sofisticado placer, tal como había anunciado Tim en las pocas ocasiones en que había pasado toda una velada con apenas dos lonchas de queso, unas uvas y un poco de vino tinto, no, el placer de Evelin era de muy distinta índole. Lo suyo consistía en llenarse por dentro. Llenarse y llenarse y llenarse, hasta notar que el vacío interior empezaba a remitir y el calor y la satisfacción se expandían por su estómago hasta poseer, lenta pero definitivamente, todo su ser.
—Es la única manera que tengo de dominar la tristeza —había dicho en una ocasión al doctor Wilbert—. Cuando como me siento bien. Y el bienestar me dura incluso un rato después de haber comido.
Wilbert achacó las ansias de comer de Evelin a la pérdida de su bebé, y lo cierto es que éstas habían empezado poco después del aborto.
—No logra superar su pérdida —diagnosticó—. El vacío que llena su vida, ese del que dice que apenas puede soportar, nació cuando perdió a su pequeño. Al llenar su barriga está intentando ocupar el lugar que tuvo el bebé. No con exactitud anatómica, eso es evidente, pero sí, cuanto menos, visual.
Pese a que su figura la avergonzaba y la hacía muy infeliz, Evelin nunca había vomitado voluntariamente después de comer. No concebía que alguien se desprendiese por iniciativa propia de la comida que acababa de zamparse.
Ahora, tras haberse tomado la mezcla de verduras, queso y nata líquida, empezó a sentirse mejor. Se reclinó en la silla y suspiró. Se sentía relajada, pese a que el queso frío resultaba difícil de digerir. Se acercó una vez más a la nevera, cogió un trozo de salami y puso el irónico broche final a su incursión clandestina tomándose dos de los yogures desnatados con que Patricia lograba mantener su envidiable figura.
Todo saldría bien. Todo volvería a estar en orden.
Se sentó una vez más a la mesa y miró hacia la ventana, pero lo único que vio fue su propio reflejo: el de una mujer sola y gorda sentada en una cocina.
Eran casi las diez y media de la noche.