24
Leon tenía el móvil en el regazo. Estaba muy tieso y observaba la soleada mañana por el parabrisas. Ante él se abría un valle precioso, rodeado de bosques por tres de sus lados y rebaños de ovejas paciendo; pero él no reparaba en la belleza de todo aquello. Tenía la sensación de que a su alrededor no había más que sombras y desesperación.
Se había alejado bastante de Stanbury House. Una tontería innecesaria, al fin y al cabo, pues le habría bastado con salir de sus terrenos para asegurarse de que nadie escucharía su conversación con el director del banco. Pero en cuanto empezó a conducir se vio incapaz de parar. Le parecía estar huyendo, aunque no sabía si de sí mismo, de los demás o de la vida en general. En cierto momento se metió por un camino de cabras y avanzó a trompicones entre árboles altísimos, hasta que el sendero acabó de pronto frente a aquel valle idílico que podía haber sido perfectamente el fin del mundo, por lo apartado y virgen que parecía. Leon paró por fin y por unos instantes se reclinó en el asiento y cerró los ojos. Volvía a sentir un ligero escozor en el pecho. Había momentos en que deseaba librarse de todos sus problemas mediante un infarto fulminante e indoloro.
Entonces marcó el número del director del banco y ex compañero de tenis, e hizo acopio de fuerzas. Se empeñó en sonar optimista y positivo, como si en el fondo sus problemas fueran menudencias. Si lograba convencerlo de que las cosas no le iban tan mal, quizá lograra un plazo de gracia para el pago de los intereses…
Fue en vano, por supuesto. El director se mostró frío, distante y profesional. Aunque Leon se esmeró en sacar a colación los viejos tiempos, los partidos de tenis y las tardes pasadas juntos en el club, su antiguo compañero de juego no cedió ni un ápice en sus observaciones. Era como si nunca hubiesen sido amigos. El banco no podía concederle ningún plazo más. Sus posibilidades se habían agotado; había abusado de los créditos y el banco ya no podía hacer más por él. Debía saber que llevaba muchos atrasos en sus intereses y amortizaciones, y que a esas alturas se veían obligados a exigirle el pago inmediato de todos los descubiertos. Conocía perfectamente las reglas y las había forzado en exceso. Lo sentía, pero así estaban las cosas.
Leon abandonó su tono despreocupado y acabó sencillamente suplicando. No podían cruzarse de brazos y dejar que se arruinara, tenía una familia que alimentar, debía haber algún modo de…
—Su error fue construir esa casa tan cara —le dijo el director—. Nadie puede permitirse el lujo de empezar a trabajar por cuenta propia (lo cual siempre supone un esfuerzo y una inevitable etapa de altibajos económicos) y al mismo tiempo construirse un palacio en la zona más cara de la ciudad. Tenía que haber visto que era una locura.
—¡Pues pagué la casa casi exclusivamente con créditos de su banco! —repuso Leon indignado. En otra época se habían tuteado, pero ya no quedaba nada de eso—. Y entonces ninguno de ustedes me dijo que asumía un riesgo demasiado elevado. Al contrario, me animaron a lanzarme y…
—No intente cargar sus culpas a los demás, amigo mío. Mi deber no es felicitar o regañar a mis clientes por sus proyectos, sino ayudarlos en la medida de mis posibilidades. Pero yo también tengo mis límites.
—¡Cenó usted dos veces en nuestra casa! Estuvo…
—No se desvíe usted del tema, se lo ruego. Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Por mucho que me duela, no puedo ayudarlo más. Y ahora discúlpeme. Tengo trabajo pendiente.
Y colgó.
Leon estuvo a punto de volver a llamar, pero al final se contuvo. No conseguiría nada. Seguro que alguna secretaria se encargaría de no pasarle la llamada.
Así que se quedó mirando sin ver aquel precioso valle. Poco a poco empezaba a darse cuenta de lo bonito que era. Observó el sol, las ovejas, los corderillos correteando de un lado a otro; los prados, de un verde intenso y brillante, y los árboles que se llenaban de hojas; los narcisos al margen del camino y la miríada de florecillas que crecían en el prado. No conocía sus nombres, pero parecían pequeñas estrellas que alguien hubiera ido dejando con elegancia y generosidad.
«Cuánta paz», pensó.
Llevaba un rato sintiendo una opresión en el pecho, una angustia sorda y agobiante. Como si tuviera el corazón prensado y no pudiera bombear la sangre con normalidad. Al menos en ese instante no le dolía. No sentía aquella terrible punzada que le recordaba que llevaba demasiado tiempo viviendo por encima de sus posibilidades. ¿Cómo sería la muerte por infarto? ¿Cuánto tiempo podría pasar una persona debatiéndose entre los dos mundos? ¿Cuánto dolor se sentiría al final?
Abrió la puerta del coche y sintió el aire cálido y suave de aquel día. Olía a primavera y a tierra húmeda. Oyó el balido de una oveja y el murmullo de un riachuelo.
Tumbarse en un prado. Contemplar el cielo azul. Respirar los aromas de la naturaleza. Escuchar sus sonidos. ¿Cuánto llevaba sin hacer algo así? Probablemente una eternidad. Salió del coche lentamente. Empezó a bajar por la pendiente. Las ovejas ni se inmutaron; de hecho apenas lo miraron.
Se quitó los zapatos y los calcetines. Sintió la hierba bajo sus pies desnudos. Jamás había sentido un olor tan intenso a naturaleza en pleno esplendor.
O quizá jamás le había prestado atención.
Se sentó en el prado y respiró hondo. Estaba en Inglaterra, en un valle situado en el fin del mundo. Y por primera vez en su vida se planteó romper con todo. Con sus problemas, con su infeliz matrimonio, con toda su vida hasta ese momento. Olvidarse del viejo Leon y convertirse en un hombre nuevo. Bajarse del carro y subirse a uno nuevo para volver a empezar.
Hacerse pastor, o campesino. Tener una casita humilde y sencilla en el campo. Casarse con una mujer amable. Acostarse por la noche con la sensación de que el día había tenido sentido. Vivir con lo justo, alimentarse de la tierra y del trabajo de sus manos. Tumbarse por las tardes en un prado como aquél y contemplar cómo pacían las ovejas.
No pudo evitar sonreír al darse cuenta de que en verdad cambiaría su vida por aquellas cursiladas.
Se echó hacia atrás y contempló el cielo azul.
Ricarda había creído que pararían para tomar un buen desayuno —al menos todo lo bueno que pudiera ser en uno de esos restaurantes de área de servicio—, pero Keith, que cada vez parecía más nervioso, le dijo que no tenían tiempo para eso.
—¡Tenemos que llegar a Londres y encontrar un alojamiento! ¡Quizá incluso debamos empezar ya a informarnos!
—¿A informarnos de qué?
—¡Caray, de nuestras posibilidades laborales! ¿O acaso crees que tu dinero durará mucho tiempo?
Le dolió que le hablase de ese modo. No le gustaba verlo tan preocupado, pero intentó consolarse pensando que una vez en Londres todo iría mejor. Necesitaban tiempo para acostumbrarse a su nueva vida…
—Voy a poner gasolina —dijo Keith—. Tú ve a comprar algo de comer y de beber, ¿vale? ¡Pero no gastes demasiado!
Ricarda fue al restaurante, buscó los aseos y se lavó la cara con agua fría y se cepilló el pelo. Le sorprendió ver la cara de susto que le devolvía el espejo.
Después cogió dos vasos grandes de café y dos bocadillos de tomate, huevos y mayonesa envueltos en plástico. No era lo que ella habría querido desayunar, pero era barato y Keith no se molestaría.
Al salir del restaurante lo vio junto al surtidor de gasolina, hablando por el móvil. Él también la vio y le hizo señas de que se acercara. Parecía muy nervioso. Cuando llegó a su lado, Keith acababa de colgar. Estaba pálido como la cera.
—Era mi madre —dijo—. Mi padre ha sufrido un ataque. Parece algo muy serio.
—¿Un ataque? ¿A qué te refieres?
—Una apoplejía o algo así. El médico de urgencias ya está en casa. ¡Papá está inconsciente! ¡Joder! —Se pasó la mano por el pelo, histérico—. ¡Precisamente ahora! Tenemos que volver, Ricarda.
—¡Aunque vuelvas no podrás ayudarlo!
—No, pero podré hacer compañía a mi madre. Está destrozada. Cree que mi padre no saldrá de esta y… ¡No puedo desaparecer justo ahora!
Ella le tendió el café.
—Ten, bebe un poco y cálmate.
Él tomó un par de sorbos, hizo un gesto de dolor porque el café estaba demasiado caliente, y meneó la cabeza cuando vio los bocadillos.
—¡Odio los bocadillos con huevo! Vamos, sube al coche. ¡Tengo que volver a casa!
—Primero tienes que pagar la gasolina.
Keith se dirigió hacia la caja maldiciendo en voz baja.
Ella lo miró alejarse. Tenía frío y unas ganas terribles de llorar. Estaba muy decepcionada. El miedo por su aventura londinense no era nada comparado con la angustia de tener que volver a Stanbury House. Y ellos ya no volverían a intentar escaparse. Lo presentía.
Arrojó los bocadillos a un cubo de basura. Había perdido el apetito.
—Si le parece bien, ya me marcho —dijo Steve. Mientras hablaba, y como siempre, iba trasladando su peso de un pie al otro—. ¿O quiere que le ayude con algo más?
Patricia levantó la vista hacia él. Estaba en la terraza, sacando las plantas secas de las macetas, rellenándolas con tierra fresca y plantando en su lugar geranios, fucsias y margaritas. Estaba muy concentrada y trabajaba con el afán de perfección con que lo hacía todo.
—No, gracias, Steve, del resto me ocupo yo. Gracias por tu trabajo. ¡Es increíble el efecto que produce un césped bien segado! ¡Cómo cambia el jardín!
—El día que ustedes llegaron vine por la mañana a pasar la máquina —le dijo Steve—, pero estos días todo crece muy rápido. En abril y mayo los jardineros no dan abasto.
Patricia se levantó, se sacudió la tierra de los pantalones y, seguida por Steve, entró en la casa en busca de su cartera para pagarle. En el salón se encontró con Tim, que estaba de un humor de perros.
—¡No logro encontrar mis documentos! —refunfuñó—. ¡Y no creo que un montón de papeles pueda desaparecer por arte de magia! Además, tampoco encuentro a Evelin, que es la única que podría decirme dónde están. ¡Vaya mierda de día!
—¿La has buscado en la cocina?
Tim sonrió torcidamente.
—Por supuesto. Es lo primero que he hecho. Pero no está.
—Pensaba que escribías en el ordenador.
—Sí, pero imprimí algunas páginas para leerlas con más comodidad y… bien, no quisiera que cayeran en malas manos.
—Bueno, aquí sólo estamos los de siempre. Claro que quizá también nosotros podemos ser «malas manos».
Tim pasó por alto aquella agudeza.
—¿A quién le toca preparar la comida? —preguntó sin que viniese a cuento—. Parece que Evelin ha desaparecido, Jessica está paseando, para variar, y tú estás muy ocupada con tus plantas.
—Entonces propongo que cocine el que pregunta —repuso Patricia—. Mira, tienes tiempo de sobra. No son más que las once.
Dicho aquello hizo un gesto a Steve para que la siguiera y salió del salón dejando a Tim con un palmo de narices.
—Me indigna que todavía haya ciertos trabajos que se atribuyen automáticamente a las mujeres —comentó Patricia mientras le pagaba a Steve.
Pero Steve, que provenía de una familia de campesinos del norte de Inglaterra y ni siquiera había oído hablar sobre la emancipación femenina, se encogió de hombros y dijo:
—En casa cocina mi madre.
El pueblo se llamaba Bradham Heights y se encontraba al final de una vieja carretera, tras una colina y en medio de un bello paisaje natural. Desde lejos parecía formado por casitas de juguete construidas con el típico granito gris de la zona; había también una gran iglesia, rodeada por un bonito y antiquísimo cementerio plagado de manzanos en flor. En los prados de los alrededores, todos en pendiente y con muretes de piedra por doquier, pastaban las ovejas y alguna que otra vaca.
«¿Habrá en este pueblo también algo de la basura que nos ahoga en la gran ciudad?», se preguntó Phillip. ¿Drogas, alcohol, videojuegos cargados de violencia, películas porno y todo lo demás? Por su aspecto parecía que nada de eso había llegado hasta allí.
Encontró un bar en la calle principal, bien cuidado y muy agradable, donde le sirvieron un suculento y sabroso desayuno: un café delicioso, zumo de naranjas frescas, huevos de granja revueltos, tostadas con mantequilla casera y la mejor tortilla con champiñones que había probado en su vida. Comió hasta quedar ahíto, pidió un Sherry para cerrar el banquete y luego se asombró de lo barato que le salió todo, comparado con lo que solía pagar. También se quedó extrañado de sí mismo, pues se sentía bien en aquel lugar, a salvo y en paz. No recordaba haberse sentido así desde que, siendo aún niño, se quedaba dormido en brazos de su madre. Pero ¡cómo! ¿Él, entusiasmado por la vida campestre? ¡Y nada menos que en Yorkshire, el condado de las Brontë! ¡Quién se lo iba a decir! Un lugar impregnado de una soledad agreste y melancólica, tristeza y sencillez, donde podías encontrarte de pronto un pequeño pueblo paradisíaco, árboles en flor y jardines de mil colores, y pequeños estanques rodeados de inclinados y viejos sauces llorones. No entendía por qué le conmovía tanto aquello, teniendo en cuenta que hasta entonces jamás había soportado la vida lejos de las grandes, cambiantes y efervescentes ciudades, como Londres, por supuesto. En el fondo siempre se había considerado un neoyorquino de alma, un habitante de la ciudad que nunca duerme, pues de hecho ésa era la única forma de vida que concebía para sí: ¡siempre en movimiento!, ¡sin dormir jamás!, Ajetreo, ruido, movimiento, como si la calma fuera el preludio de la muerte.
Y ahora, de repente le gustaba ver ovejas en un prado. Apreciaba el silencio de un pueblecito apacible. Contemplaba con sereno regocijo los árboles en flor de un cementerio. ¡Un cementerio! Después del desayuno había decidido dar un paseo por el camposanto, escuchar el zumbido de las primeras abejas y observar las envejecidas lápidas, y ahora, en frío, ese gesto le parecía casi un milagro. Exceptuando la visita a la tumba de Kevin McGowan, en su vida sólo había estado dos veces en un cementerio: una durante el entierro de su madre, obviamente, y la otra muchos años antes, cuando él tenía quince y sepultaron a su abuela. Se acordaba perfectamente de que aquella vez había hecho lo posible por no ir, pero su madre lo obligó. Fueron en tren hasta Devon, el pueblo de su abuela, y tuvo que ponerse un traje y una corbata negra. El cementerio se parecía al de Bradham Heights: lleno de árboles y flores. Fue a finales de agosto; hacía calor y soplaba un viento suave, anuncio del cercano otoño, mientras las flores se teñían con los colores fuertes e intensos de las postrimerías del verano. Sin embargo, él había sentido frío todo el rato, y miedo, y desasosiego, y unas ganas terribles de marcharse de allí. Jamás habría imaginado que algún día llegaría a encontrarse tan a gusto en un cementerio, a sentirse tan en paz.
«Empiezo a amar esta tierra —pensó—. Tiene algo que me conmueve. Al final resultará que no hago todo esto sólo por mi padre, sino también por mí. Cada vez más por mí».
Observó una lápida que tenía un ángel grabado con las manos unidas en actitud suplicante. Al leer las fechas descubrió que allí yacía un niño fallecido a los seis años.
No pudo evitar pensar en Geraldine, en lo mucho que deseaba tener hijos y formar una familia. No es que de pronto barajara la posibilidad de hacer realidad el sueño de ella —tenía clarísimo que Geraldine no era la mujer con quien quería compartir el resto de su vida—, pero sí alcanzó a comprender sus deseos: de qué iba todo aquello y por qué ella lo anhelaba tanto. Casi le dio miedo que algún día él también llegase a sentir lo mismo, desear una clase de vida que siempre había rechazado pero encontrarse con que ya no le fuese posible conseguirla.
No tenía la menor intención de ocupar su tiempo en anhelar cosas imposibles.
¿O acaso Stanbury House era una de esas cosas imposibles?
Le costaba horrores librarse de la imagen de aquel jardín y aquella casa. De hecho, cuando salió del cementerio sintió un deseo tan grande de volver a la residencia de su padre que decidió dirigirse hacia allí inmediatamente. Tenía ganas de pasear por aquel bosque, contemplar de lejos la belleza de la construcción, ver cómo el sol se reflejaba en los relucientes cristales ahumados de las ventanas.
* * *
—¿Ha vuelto Ricarda? —preguntó Patricia.
Estaba inclinada sobre el abrevadero que había frente a la entrada principal y que ahora cumplía funciones de enorme macetero, quitando las ramas de abeto que habían puesto en el centro por Navidad. Algunas todavía conservaban sus lucecitas, pero la mayoría se habían podrido y ya iba siendo hora de retirarlas. Acababan todas en la enorme caja de cartón que había llevado a tal efecto.
—No —le contestó Alexander.
Él había salido de la casa y se había quedado en el porche, indeciso, y Patricia pensó que en las últimas semanas había envejecido una barbaridad. Parecía gris y cansado, incluso más lento de movimientos. Y andaba con los hombros levemente encorvados.
Patricia se puso a remover la tierra con los labios apretados e hizo un esfuerzo por mantener su palabra de no volver a hablar de aquel asunto.
—Bueno —se limitó a decir.
—Tenía pensado sentarme un rato en el banco en que estuvo Ricarda ayer —dijo Alexander—. Necesito estar a solas.
Patricia lo miró y le dijo:
—Hace varios días que todos pasamos la mayor parte del tiempo solos. ¿No te has dado cuenta?
—Ayer por la tarde…
—Bueno, sí, a las horas de la comida conseguimos reunirnos, menos en el desayuno, pero durante el día… ya no hacemos nada en grupo. Cada uno va a la suya, sin pensar en el resto. Parece que a nadie le apetece jugar a algo o pasar un rato con los demás.
—Hum. —Alexander la miró pensativo—. ¿Y a qué crees que puede deberse?
—Bueno, ya pasamos una etapa así hace unos años.
Él asintió lentamente.
—Lo sé. Durante el año y medio previo a…
—… a tu separación con Elena. Durante ese tiempo ella sólo buscaba enfrentarnos los unos a los otros, y la verdad es que consiguió enrarecer el ambiente.
—Pero Elena ya no está aquí.
Patricia calló significativamente.
Alexander respiró hondo y añadió:
—No, no puedes compararlas. Jessica no pretende enfrentarnos. A ella… a ella le gusta esto. Es posible que a veces se comporte de manera un poco… extraña, pero se ha integrado en el grupo y le gusta estar con nosotros.
—Pero desde que ella está aquí Ricarda se ha vuelto insoportable, y eso complica las cosas.
Alexander se encogió de hombros, resignado.
—Mi hija ya es una adulta. Y todos acaban levantando el vuelo tarde o temprano.
—La época entre ambas —dijo—, quiero decir entre Elena y Jessica, fue la mejor.
—No pretenderás que me quede solo toda la vida, ¿no?
Patricia pasó por alto esta observación y continuó recogiendo ramas de abeto y lucecitas de Navidad.
—¿Hablas con Elena por teléfono? —preguntó—. Por lo de Ricarda, digo, ¿hablas con ella?
Alexander se sintió como un colegial al que hubieran pillado copiando.
—Sí —respondió al fin, titubeando.
Ella lo miró. En aquella posición —con las manos sucias de tierra, el pelo rubio brillando al sol como si fuera seda y los ojos entornados para no deslumbrarse, convertidos apenas en una línea que le daba un aspecto gatuno— parecía una criatura salvaje al acecho, implacable y carente de compasión.
Alexander se sorprendió de sus propios pensamientos. ¿Acaso podía pensar eso de una amiga suya? Sí, Patricia era inclemente, no tenía escrúpulos ni ternura alguna. Elena la odiaba. Ella había sido la culpable de que su ex mujer no hubiese vuelto a poner los pies en Stanbury. De hecho, en cierto modo ella había sido la culpable de todo. Incluso de su divorcio.
—Bueno, me voy al jardín —dijo.
Ella asintió, le dedicó una sonrisa forzada y siguió con su tarea.
La granja parecía abandonada bajo el sol. Keith frenó haciendo chirriar los neumáticos. Había sido un viaje de locos, casi suicida. En varias ocasiones Ricarda había temido que no llegarían vivos.
Keith condujo a toda pastilla, se saltó una sarta de prohibiciones y señales de tráfico, y hubo momentos en que ella tuvo que contener la respiración.
En dos ocasiones le había pedido que condujera con más cuidado. La primera vez él no reaccionó, como si no la hubiera oído, y la segunda le gritó, fuera de sí:
—¡Joder, no me agobies! ¡Se nota que no es tu padre quien está a punto de palmarla!
—En realidad no sabes si es tan grave.
—Pero sí debe de estar muy mal, para que madre esté tan desesperada.
«En el fondo quiere a su padre», pensó Ricarda.
A esas alturas los ojos le escocían de cansancio y nerviosismo, y añoraba los ratos que pasaban a solas en el granero. Solos ellos dos, a la luz de las velas y de la luna en el exterior. La ternura y el calor de aquellas horas le parecían de pronto muy lejanas. El presente se había convertido en un Keith histérico que conducía como alma que lleva el diablo; en suma, una fuga frustrada y un humillante regreso a Stanbury House, el único sitio al que podía ir.
Habría querido llorar, pero temía que Keith se enfadara aún más con ella, así que se tragó las lágrimas y se puso a mirar por la ventanilla sin mover un solo músculo.
Keith saltó del coche y salió disparado hacia la puerta de la granja, que se abrió antes de que llegara. Estaba claro que desde dentro habían oído el coche. Ricarda vio a una mujer de aspecto frágil y escuálido, que temblaba por el mero hecho de mantenerse de pie. Se fundió en un abrazo con Keith y se derrumbó casi literalmente en sus brazos.
—Vaya —murmuró Ricarda.
Bajó del coche y se quedó de pie, sin saber qué hacer.
Keith y su madre desaparecieron en el interior de la casa. Pasaron varios minutos antes de que el chico volviera a salir. Estaba muy pálido.
—Ha sido un ataque de apoplejía —le dijo—. Está en el hospital de Leeds, pero no saben si sobrevivirá ni si… ni si podrá volver a llevar una vida normal. ¡Hay que joderse! —Volvió a pasarse la mano por el pelo, que tenía ya alborotado, y añadió—: Ayer nos peleamos más que nunca y ahora… —Parecía muy impresionado, como si no diese crédito a lo que estaba pasando—. Espero que no…
Ricarda comprendió lo que temía. Se acercó y le acarició el brazo, pero él se estremeció al sentirla.
—No te culpes —le dijo ella—. Lo que ha pasado no tiene nada que ver con vuestra discusión.
Keith asintió, pero no parecía convencido.
—Tengo que ocuparme de mi madre —dijo—. Está hecha polvo.
—¿Dónde está tu hermana?
—Por lo visto se ha ido a Bradford esta mañana. No sé qué se le ha perdido allá. El caso es que no logran localizarla. Escucha, Ricarda, yo…
—Claro. Tienes que estar aquí. No te preocupes por mí. Ya me las arreglaré. —Estaba a punto de derrumbarse, pero se obligó a mantener la compostura y no llorar delante de Keith.
—¿Adónde vas a ir?
—No lo sé —contestó mientras sacaba su mochila del coche con una calma y una decisión que en realidad no sentía—. Ya lo pensaré.
Keith ni siquiera la escuchó. Volvió a meterse en la casa. Más que un hombre parecía una marioneta, incapaz de resolver la situación que de pronto se veía obligado a afrontar.
Ricarda se marchó con un peso terrible en el corazón. La idea de volver a Stanbury le resultaba insoportable. Volver a ver aquellos rostros, convivir con aquella gente, las perfidias de Patricia, las debilidades de su padre, las groserías de Tim, los sufrimientos de Evelin… y sabiendo que en el vientre de J. estaba creciendo un niño que sería hijo de su padre. Su único, amado, odiado y decepcionante padre.
Por fin, dio rienda suelta a sus lágrimas. Se dejó caer al borde del camino, entre la alta hierba, y rompió a llorar desconsolada, con sollozos de dolor e infinita rabia.
Ya no sabía qué hacer.