22

¿Qué podía llevarlo a plantarse en plena noche frente a una alta verja de hierro forjado tras la que se extendía el paraíso, o al menos lo que él consideraba el paraíso?

Nada, se contestó. Absolutamente nada. Ni siquiera le ayudaba a comprender si lo que hacía era correcto —correcto para él—, o si se había obsesionado con una idea absurda y desesperada, como solía decirle Geraldine.

¡Geraldine! Phillip encendió un cigarrillo y se puso a fumar de un modo nervioso y precipitado. Su historia con ella estaba tocando a su fin. Ya no la aguantaba ni quería seguir haciéndolo. En el pasado le había gustado mucho y ahora le tenía aprecio, pero eso era todo. En los últimos años se había convertido en su compañera inseparable: lo acompañaba siempre, a todas partes, con absoluta sumisión. Se había convertido en una sombra que lo seguía automáticamente, sin distinción, y quizá eso había matado su amor. ¿O era más bien que nunca la había amado? Ni siquiera eso importaba ya.

El hecho es que no podía casarse con ella. Se sentía incapaz. Y ella tenía tantas ganas de casarse, de tener hijos y formar una familia, que la relación no podría aguantarse mucho más. Sabía que aquella mañana la había herido profundamente, pero —una muestra más de su dependencia— ella no se había marchado de Yorkshire, sólo se había cambiado de habitación. Él había estado fuera casi todo el día, deambulando de un lado a otro, dándole vueltas a la cabeza, reflexionando sobre su vida, y por fin había vuelto al hotel a media tarde, deprimido y sin respuestas. Al instante vio que ni ella ni sus cosas —por lo general amontonadas sobre los sillones, las mesas y los alféizares de las ventanas— seguían en la habitación. Bajó a recepción, cansado, y tuvo que llamar cuatro veces al timbre y esperar unos minutos antes de que apareciera la chica del bar, la del acné.

—¿La señorita Rosenlaugh se ha ido? —le preguntó, en parte como afirmación.

La chica meneó la cabeza.

—No; sólo se ha cambiado de habitación. Ahora está en la número… —pasó las páginas del registro con una lentitud pasmosa— ocho. Justo encima de la suya, señor.

Su mirada apática y aburrida reflejó un destello de interés. O de curiosidad. Una de sus colegas, una de las chicas que limpiaban las habitaciones, le había dicho que la mujer de Londres le daba mucha pena porque el tío con el que estaba no la cuidaba ni le prestaba atención. Y ahora resultaba que ella se había cambiado de habitación… Era una buena jugada, pensó la chica.

Phillip murmuró algo y se fue al bar a beber una cerveza. Sentía una mezcla de alivio y compasión. Alivio porque, al cambiarse de habitación, ella estaba dándole algo más de libertad, y compasión porque la pobre no lograba reunir las fuerzas para enviarlo al cuerno, marcharse a Londres y buscar a un hombre dispuesto a darle lo que ella quería y hacerla feliz.

Tiró la colilla a la hierba y la aplastó. Ahora no quería pensar en Geraldine. Tenía que decidir si iba continuar con su lucha por Stanbury, si tenía alguna opción de triunfar y si aquello le aportaría la felicidad que esperaba. Aquellas preguntas no dejaban de obsesionarlo. Si intentaba enfrentarse al problema de un modo racional y sosegado, su cabeza se llenaba de un caos de sentimientos: agresividad, miedo, viejas heridas, el amor-odio que sentía por su padre… Seguramente se comportaba como un neurótico en todo lo concerniente a Kevin McGowan. De ahí que fuera la víctima y no el verdugo. Y la situación empezaba a exigirle más esfuerzos de lo previsto.

Desde la verja de entrada no podía ver la casa. Ni siquiera sus luces, suponiendo que aún hubiera alguna encendida. En el cielo, sin una nube, la luna brillaba en todo su esplendor. No le costó ver la hora en su reloj de pulsera. Era casi medianoche. En la casa debían de estar todos durmiendo.

Hacía un tiempo muy agradable. Incluso en Londres, al sur de Inglaterra, era extraño encontrarse con noches así a principios de abril. De hecho, no recordaba ninguna como ésta. Y en la radio habían anunciado que al día siguiente el tiempo sería cálido y casi veraniego.

«¿Qué haré mañana? —se preguntó—. ¿Deambular por la zona como cada día?»

Necesitaba un abogado. Eso estaba claro. Si pretendía lograr una exhumación contra la enconada oposición de Patricia Roth, necesitaría ayuda jurídica. Además, un abogado podría indicarle qué posibilidades reales tenía de lograr su objetivo. Pero lo fastidiaba tener que invertir un montón de dinero sólo para obtener esta información. Sabía perfectamente que los abogados te cobran incluso el aire que respiras en su despacho, lo que era todo un problema para alguien que, como él, no tenía ni un centavo. Además, tal como estaban las cosas, no podía pedirle dinero a Geraldine. Ella ya lo había sacado de más de un apuro económico, y él nunca le había dado nada a cambio. Ni siquiera su amor. Ni el deseado «sí, quiero». No había hecho más que decepcionarla.

Por segunda vez ahuyentó de su cabeza el recuerdo de Geraldine. Intentó imaginarse a Kevin McGowan cruzando aquella verja con el coche al volver de Londres. Sólo había vivido en Stanbury durante su último año y medio de vida. Seguramente quiso retirarse allí para morir. Tuvo cáncer, igual que su madre. A veces Phillip tenía la sensación de que en la actualidad la gente sólo moría de cáncer, y de vez en cuando se preguntaba lo que podía significar para él que sus padres hubieran muerto de lo mismo. Con toda seguridad un final miserable y genéticamente programado.

Kevin McGowan heredó Stanbury House a finales de los setenta, pero siguió viviendo en su piso de Londres. Los fines de semana viajaba a Yorkshire, y también en verano y por Navidad. En muchas de las entrevistas que concedió había explicado que aquella casa, con su vasto jardín y su solitario paisaje, le parecía un remanso de tranquilidad. «Ahí desaparecen el estrés y las prisas —dijo en una ocasión—. En cuanto cruzo la verja del jardín me transformo en otra persona». Había dispuesto que lo enterraran en el cementerio de Stanbury. Phillip había visitado su tumba dos veces, pero la lápida lo había dejado curiosamente indiferente. Abandonada y cubierta de moho, su inscripción rezaba: «Kevin McGowan, 10 de agosto de 1922 - 2 de diciembre de 1993». No murió demasiado mayor. Setenta y un años.

«El jodido cáncer puede sorprendernos en cualquier momento», pensó Phillip.

La verdad, se sentía más cerca de su padre en Stanbury House que en el cementerio. Allí podía comprender las preferencias y cualidades personales del finado, que reconocía en sí mismo cada vez más. Amor por la naturaleza, estabilidad, calma, autodominio. Antes estaba a años luz de eso. Antes sólo le interesaban las grandes metrópolis, la gente nueva, algo chalada, actores, modelos, fotógrafos… el mundo de la droga junto a Sheila… Si por entonces alguien le hubiera dicho que llegaría el día en que suspiraría por una vieja mansión situada en un remoto rincón del condado, lo habría tomado como un chiste. En aquella época aquello era algo impensable, inimaginable. Pero algo estaba cambiando en su interior, y, por irónico que resultara, ese cambio lo conducía hacia el mismo camino que Geraldine soñaba alcanzar. La diferencia era que ella le llevaba mucha ventaja. Él no había llegado tan lejos, y no estaba seguro de que fuera a hacerlo jamás.

De pronto oyó un ruido. Parecía proceder del otro lado de la verja. Al principio pensó en un zorro o un gato deslizándose entre la maleza, pero pronto descubrió que se trataba de una persona que se acercaba por el camino. Avanzaba muy rápido, casi corriendo.

Se escondió entre las sombras de los arbustos a un lado de la verja. Debían de ser más de las doce. ¿Quién querría salir de la casa a aquellas horas? Quizá Jessica, con su pasión por el aire libre y los largos paseos. Tal vez ahora también los hacía de noche…

La puerta se abrió con un chirrido. Alguien asomó la cabeza.

Phillip no tenía pensado no dejarse ver, pero la persona en cuestión se quedó inmóvil y miró en su dirección. Quizá lo había visto moverse, u oído su respiración o el crujir de una rama.

—¿Keith? —susurró al fin.

Una voz femenina.

Decidió que no tenía por qué seguir escondiéndose, y menos teniendo en cuenta que la mujer podría avanzar hacia él y descubrirlo ahí agachado. Así que se levantó y salió de las sombras. Al claro de luna vio a una jovencita que al verlo dio un respingo de sorpresa. Llevaba tejanos, un jersey y una mochila colgada del hombro. Era muy guapa, alta y delgada, de pelo largo y oscuro. Le recordó un poco a Geraldine.

—Hola —dijo Phillip.

Ella, estupefacta, se quedó quieta y sin decir palabra.

Phillip levantó las manos en señal de paz.

—No temas, no voy a hacerte daño. Me llamo Phillip Bowen. Seguro que te han hablado de mí —dijo, señalando significativamente hacia la casa.

La chica pareció relajarse.

—Sí, sé quién es usted. Creía que mi novio estaría esperándome… Pero ¿qué hace aquí?

—Pienso —dijo Phillip, y al parecer ella lo consideró de lo más normal, pues no hizo más preguntas y se dispuso a marchar.

—Bueno, entonces… —dijo con cierta inseguridad y echó a andar.

Phillip pensó que era muy joven para salir a aquellas horas, y en especial le preocupó la mochila que llevaba. Parecía estar fugándose de casa, y si lo hacía a medianoche era porque no quería que nadie se enterara.

—¿Adónde vas? —le preguntó.

El rostro de ella perdió de pronto toda su dulzura.

—Eso a usted no le importa —dijo.

Tenía toda la razón, y eso le hizo sentirse mayor y carcamal. Intentó arreglarlo:

—Que tengas suerte.

Ella no contestó y se alejó con pasos largos y apresurados. «He aquí alguien que quiere salir de Stanbury House a toda costa —pensó él—, mientras que yo daría lo que fuera por entrar».

Se sentó en un tronco y empezó a hacer trenzas con la hierba mientras contemplaba la verja, como si al otro lado estuvieran todas las respuestas a sus preguntas.

Quizá todo aquello no era más que un terrible error.

* * *

—Sabía que al final vendrías —dijo Keith.

No había logrado pegar ojo. Se había quedado en el sofá escuchando los quejidos de su estómago hambriento, iluminado por unas velas. En una ocasión había leído algo acerca de la gente que no puede dormir por el hambre, sin imaginarse que él llegaría a sentirse así. Sin embargo, ahí estaba. Tenía un apetito voraz. Había salido de casa antes de desayunar y no había probado bocado en todo el día. Le había pasado por la cabeza coger el coche e ir hasta el pueblo para comprarse al menos un bocadillo o un donut, pero sólo tenía cinco libras y había preferido esperar. Necesitaba cada centavo si quería marcharse a Londres. Ya sólo la gasolina… No quería ni pensar en ello.

Cuando vio aparecer a Ricarda sintió que le quitaban un peso de encima. Permanecieron varios minutos de pie, abrazados. Ella ocultó el rostro en su hombro y él jugueteó con los labios en su pelo. Notó que el cuerpo le temblaba y la apartó un poco.

—¿Qué pasa? —le preguntó con ternura.

Ella le contó el infierno que había vivido ese día, y entonces él le refirió el desagradable episodio con su padre, y la larga, solitaria y hambrienta espera en el granero.

—Por casualidad no habrás traído algo de comer, ¿no? —le preguntó al cabo.

Ricarda sonrió y su rostro recobró algo de vida.

—He cogido algunos víveres —dijo, mientras abría la mochila y rebuscaba en su interior—. Fui a la cocina y cogí esto.

Sacó unos bocadillos de queso y mayonesa, dos plátanos, tres manzanas, un recipiente con ensalada de patatas y media salchicha, y una botella de agua con gas. Pero Keith vio que también traía ropa interior, un jersey grueso y una camiseta.

—No piensas volver, ¿verdad? —le preguntó.

Ella negó con la cabeza.

—Jamás.

Se sentaron a la luz de las velas, felices de estar juntos, y comieron en silencio. Keith tomó mucho más que Ricarda, que se mostró inapetente. Había adelgazado mucho últimamente, pensó él. La jovencita fuerte y atlética de hacía unas semanas se había convertido casi en un ser etéreo.

Cuando Keith acabó de dar buena cuenta de todo, se sentó en el sofá y dijo:

—Yo tampoco voy a volver.

Ella lo miró sorprendida.

—¿Que no vas volver? ¿Adónde?

—Con mis padres. No volveré con ellos. Con mi madre no tengo problemas, pero no dejaré que mi padre vuelva a ponerme en ridículo nunca más.

—Podríamos vivir aquí —sugirió Ricarda, moviendo el brazo para abarcar el granero—. Podríamos decorarlo un poco y…

—Nena, eso es imposible. Para empezar, este granero es de mi familia; ni siquiera podríamos estar aquí. Además, tú sólo tienes quince años. Tu padre te buscaría y…

—¡El cuatro de junio cumplo los dieciséis!

—Da igual, todavía te faltan dos para la mayoría de edad. Aunque, claro, dieciséis es mejor que quince —añadió, al recordar lo que él mismo había pensado acerca de irse juntos a Londres—. En cualquier caso, te buscarán por todas partes, y aquí te encontrarían enseguida. Además, ¿de qué viviríamos?

Ella lo miró desalentada.

—¿Entonces?

—¿Qué te parecería… —vaciló—, qué te parecería irte conmigo a Londres?

—¿A Londres?

—Allí podríamos buscar trabajo. Alguna cosilla para ir tirando mientras yo me esfuerzo por estudiar lo que me gusta. Seguro que en Londres es más fácil que aquí. Podríamos alquilar un estudio, algo muy pequeño para empezar, y…

A Ricarda le brillaron los ojos.

—¡Oh, Keith, claro que sí! ¡Iré contigo a Londres! ¡Los dos juntos! Empezaremos una nueva vida. ¡Será maravilloso!

—¿Tienes dinero? —preguntó él.