8
Al cachorro lo llamaron Barney, y al día siguiente se convirtió en el centro de atención. En cuanto llegó con él, Jessica lo subió a su habitación, lo secó y le dio de comer. Prefirió no enseñárselo a nadie por el momento. Alexander aún no había vuelto y quería comentar el asunto con él antes de hacerlo con los demás. Esperó hasta el desayuno para presentarles el animalito, y entonces observó la reacción de cada uno.
Diane y Sophie se mostraron encantadas. Patricia, con aire indignado, preguntó si ya lo había lavado y desparasitado. Evelin dijo que le encantaría tener otro perro, pero un severo gesto de Tim la hizo enmudecer de golpe. Leon lo acarició con la mirada ausente; parecía sumido en sus pensamientos, o mejor dicho en sus preocupaciones, y daba la impresión de no estar enterándose de lo que pasaba a su alrededor. Ricarda llegó al desayuno demasiado tarde y con cara de sueño, y en un primer momento pareció encantada con el cachorro, aunque su expresión cambió al enterarse de que había sido Jessica quien lo había encontrado.
—Tú y yo hablaremos después del desayuno —le dijo Alexander—. No quiero que vuelvas a faltar a una sola comida, y desde luego no quiero que andes de noche por ahí.
Ricarda no le contestó. Se quedó callada en su asiento, algo inquieta, y no probó bocado.
—Quizá deberías estar presente cuando hable con ella —dijo Alexander a Jessica, que vio el odio que brillaba en los ojos de Ricarda y sacudió la cabeza, a disgusto.
—No —dijo—. Esto es algo entre vosotros dos. Yo iré a dar un paseo con Barney.
El día fue pasando. Jessica se había levantado con náuseas, pero tras un paseo de tres horas con el cachorro empezó a sentirse mejor. Patricia y sus hijas fueron a montar a caballo, esta vez sin Evelin, que adujo dolor de cabeza y se retiró a su habitación. Leon y Tim se sentaron en el jardín. Jessica los vio al volver de su paseo. El primero no dejaba de hablar y el segundo tenía una expresión muy seria. Como el primer día, tuvo la sensación de que algo iba mal, de que ambos amigos tenían algún problema.
Ricarda no apareció a la hora de comer. Alexander fue a buscarla a su habitación, pero no la encontró. Regresó al salón con expresión abatida.
—No está —dijo.
—¡No entiendo cómo se lo permites! —saltó Patricia—. ¡Pensaba que habías hablado con ella esta misma mañana!
—Estrictamente no es que haya hablado con ella —dijo Alexander—. Yo he hablado, y ella ha callado. No quiso decirme dónde estuvo anoche, y tampoco por qué prefiere estar sola. No quiere hablar de sus cosas. Ni de nada. Hablar con ella es como dirigirse a una pared.
—Pues enciérrala en su cuarto hasta que hable —aconsejó Patricia.
Jessica, que volvía a tener náuseas, dejó a un lado su plato, todavía intacto, y terció en la conversación:
—Por la fuerza no conseguiremos nada. Tiene quince años, por Dios, le gusta hacer su vida; es absolutamente normal.
—Que conste que os he avisado —se obstinó Patricia—: ¡al final se perderá con algún chico!
—Que no pase con nosotros todo el santo día no significa que tenga que perderse —replicó Jessica con una dureza inhabitual.
Patricia soltó el tenedor.
—¿Qué intentas decirnos?
—Pues que me parece lógico que una niña de quince años no tenga ganas de pasar las vacaciones compartiéndolo todo obligatoriamente, que es lo que hacemos aquí.
—¿Compartiéndolo todo obligatoriamente? —repitió Patricia, alucinada.
—¡Jessica! —exclamó Alexander con horror.
Y ella pensó: ¡Madre mía, qué he dicho! ¡Podría haberme quedado callada!
De pronto no pudo contener más las náuseas. Supo que si se quedaba allí un solo segundo más acabaría vomitando sobre la mesa, así que murmuró un «perdonad», empujó la silla hacia atrás y salió corriendo del comedor, seguida por Barney.
Llegó a duras penas al pequeño lavabo que había junto a la entrada y vomitó todo el desayuno. Luego se miró en el espejo y descubrió un rostro blanco como el papel, con los ojos enrojecidos y los labios grisáceos.
—¿Cómo se te ocurre? —recriminó al demacrado rostro—. ¡En el fondo no piensas lo que has dicho!
¿O acaso había dicho exactamente lo que pensaba?
Contaba con que Alexander la seguiría hasta el lavabo, pero no fue así. Se enjuagó la boca con agua y un pañuelo de papel y se humedeció la frente y las mejillas. Cuando salió al recibidor, oyó que los demás hablaban en voz baja.
—Cada vez me recuerda más a Elena —estaba diciendo Patricia.
—Deberías preguntarte por qué siempre te atrae este tipo de mujeres, Alexander —dijo Tim, todavía concentrado en aportar datos para su teoría preferida.
—Vamos, no la pongáis verde ahora que no está aquí para defenderse —intercedió Leon.
—Últimamente no tiene buen aspecto —dijo Evelin—. No sé, parece diferente.
—A mí no me parece lo que se dice una buena influencia para Ricarda. —Últimamente Ricarda se había convertido en el tema preferido de Patricia—. No deja que te plantes de una vez y seas estricto con tu hija. La verdad, estoy preocupada.
En el recibidor, Jessica se hincaba las uñas en las palmas.
«¡Por favor, di algo, Alexander! —rogó—. ¡Diles que cierren la boca! Diles que no tienen derecho a hablar de mí; que la forma en que vivimos o las razones por las que nos enamoramos no son cosa suya en absoluto. Diles que no quieres que me analicen».
Pero Alexander no dijo ni una palabra.
Cuando volvió al comedor, todos se callaron de golpe. Inclinados sobre sus platos, parecían muy concentrados en la comida.
Mientras tomaba asiento, Jessica evitó mirar a su marido. De pronto tenía mucho frío y un miedo incipiente. Quizá tuviera que ver con Elena. Ya la habían comparado con ella dos veces en los últimos días. Y era la mujer de la que Alexander se había separado. Aquella con la que no quiso seguir viviendo. La que lo había hecho sufrir por no conectar con sus amigos. Cuando él le había explicado el motivo de su separación, Jessica pensó que no era más que una excusa, que las verdaderas razones eran mucho más profundas y complicadas, y que aquello no era más que la punta del iceberg. Sin embargo, ahora empezaba a tener sus dudas. ¿Era posible que aquél hubiese sido el verdadero motivo? ¿Y si en la pareja todo había ido bien menos eso? ¿La incompatibilidad de Elena con el grupo podía haber bastado para que Alexander se divorciase de ella?
Llegó la tarde y Ricarda seguía sin aparecer. En Stanbury House flotaba una enorme tensión. Jessica sintió tantas náuseas que incluso tuvo que tumbarse unas horas en la cama. Alexander fue a reunirse con Tim y Leon en el jardín, donde pasaron casi todo el rato sentados en silencio, tomando café. Después, Tim se sentó al ordenador y se puso a trabajar en su tesis de doctorado. Patricia estuvo jugando al bádminton con sus hijas, pero no lograron divertirse demasiado. Evelin se adentró en el bosque y pasó largo rato sentada en una roca, contemplando el cielo. Era un día claro y sin nada de viento, y sólo los trinos de los pájaros rompían de vez en cuando el silencio.
La calma que precede a la tormenta, pensó Jessica hacia las seis, cuando se levantó de la siesta para prepararse para la cena. Tomarían lo que había sobrado del mediodía, de modo que nadie tendría que cocinar. Como de costumbre, a las seis y media se reunirían todos en el salón para el aperitivo. A Jessica le encantaba aquella tradición, pero esa tarde sintió que se ponía mala sólo con pensar en ello. Habría dado lo que fuera por estar lejos de allí, en algún lugar remoto, a solas con Alexander. En lo más profundo de su corazón supo de pronto que aquel deseo nunca se cumpliría, y que ya nunca dejaría de anhelarlo. Y lo peor era que lo que había dicho en el comedor no era una insensatez provocada por un arrebato de rabia, sino algo que llevaba mucho tiempo preocupándola. Algo que hasta aquel día no se había atrevido a aceptar. La compañía continua de los amigos la agobiaba, y sabía que llegaría el día en que no podría soportarlo más. Como Elena.
Los demás ya estaban en el salón. Cuando ella entró, Patricia estaba hablando con la dureza acostumbrada, echando de nuevo en cara a Alexander que no fuera capaz de imponerse a su hija, pero se interrumpió en cuanto vio a Jessica.
Evelin cogió una copa de champán del aparador y se le acercó.
—Ten —le dijo—. ¿Te encuentras mejor?
—Sí, estoy bien —mintió Jessica. Se le habían pasado las náuseas, eso era cierto, pero todavía tenía demasiadas cosas en la cabeza para poder decir que estaba bien.
—Ricarda sigue sin aparecer —le informó Alexander. Estaba pálido—. ¿De verdad te encuentras bien? —Parecía preocupado—. No tienes buen aspecto…
—Tú tampoco, la verdad —respondió Jessica—. Está claro que no hemos tenido un buen día.
Patricia soltó una risita estridente que sonó a falsa.
—La única de la familia que parece estar teniendo un buen día es Ricarda. ¡Mientras nosotros estamos aquí muertos de preocupación ella debe de estar pasándolo en grande en cualquier sitio!
—Ricarda no me preocupa —dijo Jessica—. Pensaba que antes lo había dejado claro.
—¡Jessica, por favor! —suplicó Alexander en voz baja.
De pronto el ambiente volvió a ponerse tan tenso como al mediodía. Ahí estaban todos ellos, con sus copas de champán en la mano, expectantes. Patricia parecía un gato preparado para la pelea.
«¡Dios mío! —pensó Jessica—, ¡y las vacaciones no han hecho más que empezar!»
—Yo creo… —empezó Patricia, pero en ese preciso instante sonó el timbre de la puerta.
Jessica, encantada con la interrupción, dejó su copa sobre una mesa.
—Ya voy yo —dijo, y salió de la habitación.
Era Phillip Bowen.
—Oh —dijo Jessica.
—Hola —dijo Phillip.
Ella lo miró sin saber qué hacer. Barney, que la había seguido hasta allí, pasó entre sus piernas y empezó a saltar de alegría alrededor de Phillip. Éste se agachó para acariciarlo.
—¡Ey! —le dijo—. ¡Seco estás más elegante!
—Se llama Barney —le dijo Jessica—. Se quedará con nosotros.
—Genial.
Phillip se incorporó. Llevaba el mismo viejo jersey y los mismos tejanos gastados. Iba tan mal afeitado como entonces y ni siquiera se había peinado. No tenía el aspecto de alguien que quisiera hacer una visita oficial. Sin embargo, dijo:
—Me gustaría ver a Patricia Roth. —Pronunciado a la alemana, el nombre sonó extraño en sus labios.
—¿A Patricia? ¿La conoce?
—No, pero quiero conocerla.
Justo en ese momento a Jessica se le cayó la venda de los ojos: ¡Phillip Bowen! ¡Cómo no había caído antes! ¡Era el tipo que se había hecho pasar por pariente de Patricia y había entrado en la casa!
—¿Quién es usted? —le preguntó fríamente.
—¿Quién es? —preguntó Patricia desde el salón.
—Perdón —dijo Phillip, y pasó por su lado sin más.
Cruzó el recibidor y se dirigió al salón seguido por Jessica, tan enfadada como llena de curiosidad.
Los demás seguían de pie con sus copas en la mano. La única que se había sentado era Evelin, y se frotaba la nuca como si el rato pasado de pie la hubiera dejado agotada. Todos miraron sorprendidos al desastrado desconocido.
—¿Quién es usted? —preguntó Leon en el mismo tono utilizado por Jessica unos segundos antes.
—Phillip Bowen.
Patricia fue la primera en caer en la cuenta y sus ojos se abrieron como platos.
—¿Phillip Bowen? —chilló—. Usted es el hombre que…
—Quise venir ayer mismo, por la tarde, pero al final no pude, así que… ha tenido que ser hoy. Me resulta embarazoso estar aquí, pues imagino que lo que tengo que decirle la dejará, cuando menos… sorprendida. —Esbozó una sonrisa franca pero algo tensa—. Usted y yo somos parientes, señora Roth —añadió—. ¿O puedo llamarla Patricia?
Leon dio un paso al frente.
—¿Cómo se le ocurre realizar semejante afirmación? —le espetó, antes de que Patricia pudiera superar su estupefacción—. Le ruego que sea usted más claro, o bien que abandone inmediatamente esta casa.
—¡Usted es el hombre que estuvo fisgoneando en nuestra casa! —dijo Evelin, siempre un poco más lenta que los demás, y lo miró sorprendida con sus ojos azules.
—Estaré encantado de ser más claro —dijo Phillip, sin hacer caso de la observación de Evelin—. En pocas palabras: el abuelo de Patricia fue mi padre. Dicho de otro modo, el padre de Patricia y yo éramos hermanastros. No sé cómo calificar el parentesco que nos une. ¿Y ustedes? —Observó a todos los presentes como el profesor que acaba de realizar una pregunta enrevesada y espera que algún alumno sepa responderla.
Jessica, que todavía seguía detrás de él, dio un paso adelante y dijo:
—Tío. Si lo que dice fuera cierto, sería usted tío de Patricia.
—¡Esto es lo más estúpido que he oído en mi vida! —saltó Patricia perdiendo los estribos. El champán se agitó peligrosamente en su copa.
—Tío Phillip —dijo él, y sonrió—. No suena del todo bien, pero las cosas son como son. Yo soy su tío, señora Roth. Gracias a los solícitos afanes carnales de su abuelo, tiene usted un tío apenas diez años mayor que usted.
Leon y Patricia empezaron a hablar al unísono, pero Tim, que hasta entonces había permanecido callado, los interrumpió con un movimiento de la mano.
—Como comprenderá, señor Bowen —dijo educadamente—, no podemos sino pensar que la suya es una afirmación muy audaz. De hecho, cualquier desconocido podría presentarse aquí y alegar la misma historia, ¿no cree? Así pues, ¿tiene usted alguna prueba que confirme sus palabras?
Phillip negó con la cabeza.
—Puesto que soy hijo ilegítimo de Kevin McGowan, y puesto que mi madre, dolida y avergonzada, renunció a exigirle que reconociera su paternidad, no dispongo de ningún documento que certifique mi procedencia.
—Por el amor de Dios, esto es una impertinencia… —resopló Patricia, pero Tim la hizo callar de nuevo.
—Déjalo hablar, Patricia —le dijo.
Leon intercedió a favor de su mujer:
—Yo diría que no tenemos ninguna necesidad de escuchar estas patrañas, y considero que el señor Bowen debe marcharse inmediatamente.
Phillip se mantuvo impertérrito. Jessica, que estaba muy cerca de él y lo observaba atentamente, fue la única en advertir que tenía el puño izquierdo tan apretado que los nudillos le blanqueaban. Y bajo su ojo izquierdo se apreciaba un ligero temblor.
—Puedo explicarles muchas cosas de Kevin McGowan —les dijo—. Un montón de detalles que los llevarían a reconocer que no puedo ser un farsante. Pero, si aun así decidieran no creerme…
—¡Basta! ¡Esto es el colmo! ¡Me niego a seguir escuchándolo! —exclamó Patricia.
—Si decidieran no creerme —continuó Phillip, y miró a Patricia a los ojos—, solicitaré legalmente la exhumación de su abuelo; es decir, de mi padre. Con el análisis genético saldremos definitivamente de dudas.
Tras aquellas palabras todos se quedaron paralizados y en silencio. Entonces Patricia rompió a reír, y su risa sonó aguda y chirriante.
—Pero ¡qué desfachatez! —gritó—. ¡Es lo más absurdo que he oído en mi vida! Señor Bowen, mi abuelo lleva muerto más de diez años y yo jamás permitiría que profanasen sus restos mortales. Además, por si no lo sabe, es imposible realizar un análisis genético después de tantos años…
—Se equivoca —respondió Phillip—. La ciencia avanza continuamente, y en la actualidad se conocen métodos para obtener el ADN de personas que llevan muertas mucho tiempo.
Patricia lo fulminó con la mirada.
—¡Le ruego que se marche de mi casa! Ninguno de los aquí presentes tiene el menor deseo de seguir escuchando sus fantasías.
—Me temo que mi mujer tiene razón —añadió Leon con frialdad—. Váyase usted, señor Bowen.
—A mí me gustaría saber —terció Tim, entornando los ojos hasta convertirlos en dos ranuras, algo que, en opinión de Jessica, le daba un aspecto de lo más inquietante— por qué querría alguien perder tiempo, y quizá dinero, en demostrar su parentesco con Patricia Roth. ¿Busca usted una familia o acaso existen otros motivos?
—¿No se le ocurre nada? —respondió Phillip.
—Oh, desde luego que sí —repuso Tim—. Evidentemente, tengo una sospecha.
—Pues seguramente está en lo cierto. —Phillip paseó la mirada por la habitación: la chimenea, las paredes forradas de madera, el techo alto… y por fin volvió a fijarse en Patricia—. La casa —dijo—. Toda la propiedad. Usted la heredó de su abuelo; pero, puesto que su abuelo tenía otro hijo, es decir, yo… —Hizo una breve pausa—. Sólo quiero que comparta usted un poco, señora Roth. Quiero la mitad de Stanbury House.