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EL DIARIO DE RICARDA

17 de mayo.

Hoy he vuelto a levantarme. Por primera vez. Ya estamos en mayo y hace un tiempo precioso. Me he pasado semanas en la cama, moviéndome sólo para ir al baño. Mamá me traía la comida. La mayoría de las veces parecía haber llorado. No sé si por mí o por la muerte de papá. Quizá por las dos cosas. A veces la oía decir:

—No logro hacerme a la idea, no logro hacerme a la idea.

Pero hoy, por primera vez, ha dicho:

—Creo que empiezo a comprenderlo.

No me he vestido correctamente: sólo me he puesto un chándal y calcetines de tenis. Las piernas no me aguantaban. Me temo que ahora lo tendría crudo para jugar al baloncesto. Da igual. El equipo se las apañará sin mí. De todos modos, ya no tengo nada que ver con él.

Me metí en la cama en cuanto volví de Inglaterra y J. me trajo a casa. No quise que entrara conmigo. Esperó en el coche a que mamá me abriera la puerta y después se marchó. Mamá ya lo sabía todo porque J. la había llamado desde Stanbury. Tenía un aspecto horrible, blanca como la tiza.

—¿Por qué se ha marchado tan rápido? —me preguntó.

Le dije que yo se lo había pedido.

Mamá suspiró.

—¿Por qué la odias tanto? Seguro que la pobre también está pasándolo fatal.

Si supiera lo poco que me importa… De hecho, cuanto peor lo pase J., mejor para mí. Que se joda.

Cuando me metí en la cama me entró fiebre. Bastante alta. Y tuve alucinaciones. Vi sobre todo a papá. A papá degollado. Bañado en sangre. Sangre por todas partes: en la casa, en el jardín… Y también muertos por todas partes. Grité muchas veces. A veces alguien se acercaba a mi cama. Un desconocido. No distinguía su rostro. Mamá me dijo después que se trataba del médico, y que me había dado inyecciones para bajar la fiebre y tranquilizarme.

Tardé una semana en recuperarme. Papá ya estaba enterrado y no pude despedirme de él. Mamá tampoco fue. Dijo que no quería incomodar a J. ¿Por qué demonios se preocupan todos tanto por ella? ¡Ni que fuera la princesa del guisante! Yo no estoy triste por no haber ido. No quería encontrarme con J., y además papá está conmigo todo el rato.

Desde que me recuperé mamá no dejó de insistir en que me levantara y volviera a la escuela, pero no le hice caso. Por mí, podía decir misa. Entonces empezó con la historia de que tenía que ver a un especialista, un psiquiatra o un psicólogo, porque había sufrido un trauma y tenía que tratármelo.

¡No, muchas gracias! Ya conocí a Tim. Cuando me imagino sentada delante de alguien como él explicándole mis asuntos, mi relación con mi padre, lo que siento hacia J. o mi odio hacia Patricia, me dan ganas de vomitar. Le he dicho a mamá que se saque esa idea de la cabeza; que ni en broma conseguirá hacerme ir a un psicólogo. Sé que Evelin iba a uno. Lo llamó varias veces desde Stanbury. Y está claro que no le sirvió de nada. Cada día estaba más gorda y sebosa, y cada día tenía los ojos más rojos de tanto llorar. Y ahora, además, está en la cárcel. Lamento que le haya tocado precisamente a ella, pero a perro flaco todo son pulgas. Siempre es así. Ése era el destino de Evelin, con psicólogo o sin él.

Mamá se ha quedado encantada al ver que me levantaba. No es que haya hecho mucho: sólo me he quedado sentada en mi habitación y he pensado en Keith. ¿Por qué no me escribe ni me llama? Debe de tener mucho trabajo en la granja. ¿Acabará siendo granjero? Eso no le entusiasmaba nada. Pero yo me iría a vivir a una granja con tal de estar con él. En la riqueza y la pobreza, en la salud y la enfermedad, todos los días de mi vida, hasta que la muerte nos separe. Se lo he prometido en sueños cientos de veces. Aunque casarnos no sería más que una formalidad, me gustaría mucho hacerlo. Pronto, muy pronto, cuando cumpla los dieciséis. Me gustaría ser la señora de Keith Mallory. Cambiar mi vida. Olvidar esta pesadilla.

Hace un rato tomé un té con mamá. Hoy es sábado y ella había ido a uno de sus cursos de puesta al día laboral, pero regresó más pronto que entre semana. Entonces volvió a sacar el tema del psicólogo, pero yo me negué otra vez. Después me preguntó cuándo pensaba volver al colegio y le dije que no lo sabía, aunque eso no es verdad. Sí lo sé. No volveré al colegio. Esperaré a mi decimosexto cumpleaños, dentro de unas semanas, e iré a reunirme con Keith. En Inglaterra está permitido casarse a los dieciséis años. Entonces enviaré una carta a mamá y se lo explicaré todo.

Mientras nos tomábamos el té no dejaba de suspirar, y volvía a tener los ojos rojos. Siempre supe que aún amaba a papá, y él a ella. La separación fue una tontería, y si J. no se hubiese metido en medio habrían vuelto a juntarse. Quería decirle que J. espera un bebé, que engañó a papá y ahora está embarazada, pero no me atreví a hacerle tanto daño.

O eso, o no fui capaz de decirlo en voz alta. Puedo escribir sobre el tema pero no hablarlo. Es todo tan… se me ocurren tantas cosas, veo tantas imágenes cuando pienso en ello, que si intentara explicarlas me quedaría sin aliento. Son las mismas imágenes sangrientas que veía cuando tenía fiebre. Entonces, en medio de toda esa sangre, aparece J. degollada. Y mientras muere se le resbala el feto entre las piernas. Algo viscoso que ni siquiera tiene aspecto de bebé. No logro librarme de esta imagen. Sería perfecto. Un aborto bonito y sencillo en el que ninguno de los dos sobreviviera.

¿Por qué demonios no mataron también a J.? ¿Por qué no estaba allí aquella mañana?

¡¡Necesito gritar!!