15
Fue un día deprimente, aplastante. El ambiente estaba muy tenso y Jessica, cada vez más inquieta, se preguntaba cómo era posible que los demás no se dieran cuenta.
Ricarda había desaparecido tras el sermón de su padre. No había bajado a desayunar, lo cual era de esperar, pero, como tampoco apareció a la hora de la comida, Alexander subió a su habitación. Volvió con el rostro desencajado.
—Se ha ido —dijo.
Jessica, que al final logró llegar a tiempo, sudorosa y sin aliento, y sentarse a la mesa bajo la suspicaz mirada de Patricia y sin haber tenido tiempo siquiera de lavarse las manos o pasarse un peine para deshacer los enredos de su cabello, intentó restarle importancia.
—Quizá esté en el jardín, o haya ido a dar un paseo.
—Le dije claramente que la quería aquí a la hora de comer —dijo Alexander.
Jessica lo miró.
«No te preocupes tanto —intentó decirle con la mirada—, no pasa nada grave, de verdad que no». Pero él miró hacia otro lado y Jessica comprendió que se sentía traicionado por ella. No tendría que haberse ido de paseo. Más aún: tendría que haber compartido con él todo aquel drama. Haber hablado con él. Haberse involucrado más. Alexander pensaba que ella lo había dejado en la estacada, desentendiéndose del problema, renunciando a sus responsabilidades. Ella le había dejado claro que se trataba de la hija de él, no de la de ambos.
Se sentía herido.
Diane y Sophie parecían haber llorado y no probaron bocado. De haber sido por ellas seguro que ni siquiera habrían bajado al comedor, pero, por supuesto, Patricia las habría obligado. Jessica se preguntó qué habría ocurrido. Quizá llegara a enterarse, o quizá no. Aquella casa estaba plagada de secretos.
«Al fin y al cabo tampoco tengo por qué enterarme de todo», intentó conformarse.
Leon cenó sumido en sus pensamientos, se disculpó en cuanto acabó la comida y se retiró a su habitación.
Entonces Patricia anunció que se iba con las niñas a Haworth para visitar las ruinas de Top Within y rememorar Cumbres borrascosas.
—¿No vais a montar? —preguntó Jessica, sorprendida.
—Ya hemos ido esta mañana —respondió Patricia con rapidez.
Diane rompió a llorar, pero su madre no le hizo caso.
—¿Quieres venir? —preguntó a Evelin.
Evelin le respondió que todavía no podía caminar bien por culpa del tobillo, y Patricia le soltó un discursito sobre el deporte y la necesidad de prepararse adecuadamente antes de emprender la práctica de una modalidad nueva. Todos se sintieron aliviados cuando por fin se marchó con sus hijas.
Tim convenció a Alexander de ir a dar un paseo.
«Querrá darle algún consejo psicológico para mejorar su relación con su rebelde hija», pensó Jessica, y se sorprendió al descubrir la agresividad que despertaba en ella aquel pensamiento.
A media tarde se sentó frente a la chimenea con Evelin para tomar café. Fuera hacía sol, pero el día era fresco y ventoso y no podía estarse en la terraza. Los demás aún no habían vuelto y Leon seguía en su habitación. Evelin parecía más relajada de lo normal. Tras el café se tomó varias copitas de licor y explicó a Jessica los apuros económicos que estaba atravesando Leon y la deuda que mantenía con Tim.
—De ahí que Diane y Sophie no puedan seguir yendo a montar —le dijo—, y es muy probable que tengan que vender su casa de Múnich.
—Pero ¿por qué nadie habla del tema? —preguntó Jessica—. ¿Por qué Patricia se comporta como si no hubiera ningún problema? ¡Sois amigos desde hace mil años!
Evelin se encogió de hombros.
—No está dispuesta a aceptar que su vida no sea perfecta. Aunque estuviera en su lecho de muerte seguiría diciendo a todo el mundo que se encuentra fenomenal.
A la hora de la cena volvieron a reunirse todos, pero ninguno habló demasiado.
Ricarda seguía en paradero desconocido.
Leon apenas probó la comida y parecía sobresaltarse cuando alguien le dirigía la palabra.
A Patricia le había dado el sol durante su paseo, y con la piel bronceada, el pelo rubio y el jersey rojo estaba sencillamente guapísima. Y también, curiosamente, parecía más intrépida y resuelta. Como si hubiera decidido tomar parte en una batalla. Todo lo contrario que su marido, que parecía al borde de la depresión y cada día se empequeñecía un poco más.
Alexander apenas abrió la boca.
A las once de la noche Ricarda aún no había vuelto.
Aquel angustioso día acabó con la misma tristeza con la que empezó.